Eran las ocho y media de la mañana cuando llamaron a la puerta insistentemente. Durante quince segundos estuve tentada a darme la vuelta y seguir durmiendo, pero sabía que Danielle no se daría por vencida. Según la tabla que había confeccionado Oliver le tocaba a ella pasar la mañana conmigo, así que puntualmente estaba aquí para ejercer su misión.
—Será mejor que le abras, no va a cansarse —me dijo Gabriel dándose la vuelta para seguir durmiendo.
—No necesito que sea mi niñera —me quejé levantándome de la cama y poniéndome la ropa.
—No, pero no te vendría mal una amiga —contestó mirándome expectante.
—Tienes razón —concedí más ilusionada. La idea de una niñera me desagradaba profundamente, en cambio la de una amiga me hacía sonreír como una tonta.
Una vez vestida, con unos vaqueros ceñidos y un jersey grueso de lana amarillo pálido, me encaminé a abrir la puerta a mi nueva amiga.
Danielle estaba a punto de fundirme el timbre cuando le abrí. Estaba acompañada por su amigo de siempre, el chico rubio, Samuel. Ni siquiera me permitió saludarla, me ordenó, misteriosa, que cogiera mis cosas y nos dirigiéramos al coche de Samuel, un mini blanco y rojo, deduje que era de su madre. No quise comprobar la veracidad de mis suposiciones entrando en su mente, si íbamos a ser amigos tendría que comenzar por darles cierta intimidad, y al mismo tiempo practicar con la confianza.
Conforme el coche avanzaba me di cuenta sorprendida, que nos dirigíamos al instituto de Armony. No pude aguantar mucho tiempo sin preguntar.
—¿Dónde vamos? —pregunté incapaz de dejarme llevar.
—Es una sorpresa —contestó Danielle con los ojos brillantes y una sonrisa ilusionada en su rostro. Vi como le guiñaba un ojo a Samuel, que reía divertido por mi impaciencia.
—¿Qué tipo de sorpresa? —no recordaba haber recibido nunca ninguna, así que la perspectiva de hacerlo ahora me asustaba y me emocionaba a partes iguales.
—Una que te gustará.
Decidí aceptar sus palabras y me mantuve a la espera de mi sorpresa. En diez minutos aparcamos en el parking del instituto. Me alegré de no vestir de negro, con mis nuevas ropas me sentía acorde con Samuel y Danielle, como si yo perteneciera también a su grupo. Me sentí aceptada.
Nos adentramos en los pasillos mientras Samuel nos contaba sobre su cita con Anna, una chica pelirroja preciosa con la que nos cruzamos camino de donde quisiera que fuéramos. Samuel se quedó rezagado hablando con ella, era más que evidente, por su rostro, que estaba completamente colgado de la bonita chica.
Finalmente Danielle y yo nos paramos frente a una puerta en la segunda planta.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté incapaz de seguir callada.
—Bueno, pensé que el instituto era el mejor lugar para pasar mi vigilancia. Aquí siempre hay demasiada gente, Adrien no se atreverá a intentar nada con tantos testigos —me pareció una deducción inteligente, pero mi pregunta iba por otros caminos.
—Me refería a qué hacemos frente a esta puerta.
—¡Ah! Esta es tu sorpresa —dijo al tiempo que abría la puerta.
En el aula había varios alumnos que reconocí inmediatamente y Peter More, el que había sido mi profesor de pintura favorito. Al entrar me olvidé de Adrien, de Isabella y de todas las penas que nos asolaban minutos antes.
Sonreí agradecida a Danielle y a Samuel, que había vuelto con nosotras tras su conversación con Anna, y me dediqué a reencontrarme con antiguos compañeros. Cuando terminé de abrazar y saludar a todo el mundo, comprendí el porqué de que Danielle me hubiese traído hasta el aula, mis compañeros estaban practicando nuevas técnicas de pintura: veladuras, impasto, frotado… Me pregunté cómo había sabido que me iba a interesar el tema, pero yo misma me respondí. Era el deber de una buena amiga anticiparse a los deseos de su compañera.
Cuando regresé a casa, cuatro horas después, estaba realmente convencida que regresar a Armony era la mejor decisión que había tomado en toda mi existencia.
Me costó más de lo imaginado permitir que Céline se marchara con Danielle y quedarme en casa esperándola. Si bien ya sabía cuál era la idea de Danielle y también que iban a estar en todo momento rodeadas de gente, la inquietud de tenerla lejos me tenía mortificado.
Vagueé en la cama hasta que finalmente decidí que el movimiento haría que la espera no se hiciera tan larga.
Me preparé el desayuno, casi mecánicamente, mientras le daba más y más vueltas a la historia que me había contado Tristan sobre su hermano.
Con la mente dispersa en funestas visiones me acerqué hasta el iPod de Céline, que estaba conectado a dos pequeños altavoces situados a ambos lados del mueble del salón, le di a encender y una conocida melodía invadió mi mente borrando de golpe todo aquello que segundos antes me había atormentado. «Stairway to heaven»[16] , le dio la bienvenida a mis recuerdos.
Londres, 8 de noviembre de 1971
Oliver y yo habíamos regresado nuevamente a Londres, esta vez dispuestos a hacernos con el nuevo disco de la banda de rock más grande que hubiera existido nunca. Esa misma mañana se ponía a la venta el nuevo trabajo de Led Zeppelin. Debido a las malas críticas que había recibido el Led Zeppelin III, ni siquiera le habían puesto título al álbum, lo que hacía que estuviera más que interesado en hacerme con él cuanto antes.
En la pequeña tienda de discos en la que nos encontrábamos, sonaba una y otra vez la misma canción del disco Led Zeppelin IV, «Stairway to heaven».
Me molestó profundamente ser consciente de que la letra me recordaba a una persona a la que pretendía olvidar, pero ni siquiera eso conseguía que la canción me gustara menos.
Decidí que lo mejor para olvidarme de mi malestar era dedicarme a molestar a Oliver, así que cumplí con el cometido que me había autoasignado en la vida.
—Parece que tu gusto musical mejora con los años —le dije a Oliver, contento de no volver a escuchar una ópera en mucho tiempo.
—Tú, en cambio, pareces no tener de eso —me respondió irritado.
—Puedo asegurarte que reservo mis delicados gustos para temas más excitantes que la música.
La rubia que había tras el mostrador me sonrió interesada. Estaba a punto de acercarme a ella cuando las campanas que anunciaban la entrada de un nuevo cliente sonaron. Instintivamente me giré para toparme con los mismos ojos azules, casi transparentes, que me perseguían en sueños. No nos habíamos visto en meses y ahora regresaba a buscarnos, consciente de que Oliver podría cometer un desliz involuntario y permitirme acercarme así al alma de las inocentes personas que se encontraban en la tienda.
Lamenté que tuviera tan buen ojo para pillarme in fraganti y decidí vengarme de la mejor forma que sabía. Sin apartar la mirada de Céline, me acerqué a la rubia y le sonreí desplegando mi mejor cara.
—¿A qué hora sales de trabajar, preciosidad? —pregunté consciente de que si me daba una respuesta era que estaba interesada.
La rubia miró su reloj de pulsera con gestos que pretendían ser sensuales, pero que me parecieron estudiados y poco naturales.
—Dentro de dos horas. ¿Vas a invitarme a una copa?
—Dalo por hecho, preciosa. En un par de horas te paso a buscar.
Céline se acercó a nosotros sonriendo como si no le importara mi provocación, y me encontré conjeturando si realmente le era indiferente.
—Mala idea —le dijo a la rubia.
Error, pensé exultante. Sí que le importaba, por mucho que fingiera.
La muchacha me miró interrogante ante la actitud de su nueva cliente.
—No le hagas caso, preciosa. Solo está celosa, es una antigua amiga —dije remarcando amiga, como para darle a entender que nunca había sido nada más que eso.
Céline no dijo nada, intercambió una mirada cargada de significado con Oliver y se adentró en la pequeña tienda, mientras, «Stairway to heaven» daba vueltas y más vueltas en el tocadiscos de la tiendecita.
Dos horas después, había dejado a Oliver escuchando Led Zeppelin IV y yo había regresado a por la rubia con la absoluta certeza que una morena preciosa no se iba a perder mi visita a la tienda.
No me defraudó. Céline estaba entre las sombras a la espera de que yo dejara pasar mi oportunidad con la chica. Una esperanza vana, sobre todo porque yo era consciente de mi público, y además tenía una deuda pendiente con ella desde el año 1825. Y yo siempre cobraba mis deudas.
Tras un repaso exhaustivo al iPod de Céline comprendí que ella también había guardado cada instante que habíamos compartido, tanto los buenos como los malos.
Cuando horas después regresó a casa, sentí el impulso de pedirle disculpas por cada uno de los malos momentos que le había hecho pasar, pero terminé por dejarlo correr. Ahora que estábamos bien no quería que ningún mal recuerdo pudiera enturbiar nuestra felicidad.