Suspiré emocionada mientras atravesaba las puertas del museo situado en Manhattan, en el 11 West con la calle 53. El sueño de mi vida se estaba cumpliendo: al fin disponía de un poco de espacio para mí misma y estaba en Nueva York adentrándome en el MOMA[5], uno de los museos de arte moderno más importantes del mundo. Y yo por fin podía disfrutar de él.
Resultaba cómico que, a pesar de lo extensa que había sido mi vida, no hubiera podido disponer de un poco de tiempo para disfrutarla. No obstante, mi misión estaba por encima de todo lo demás y esa había sido no perder nunca de vista a Oliver y con él, a Mefisto. Nadie estaba seguro de cuánto iba a durar la tregua que nos había dado la decisión de Oliver de no usar su poder en favor de Mefisto. Y debíamos permanecer alerta por si finalmente cedía a la tentación de usarlo.
Con los años comprendí que Fausto no era tan despreocupado y frívolo como había pensado siempre, sino una persona obsesionada. Primero con la música y posteriormente con la muerte de su hermana. Una muerte que de distintas formas nos había afectado a todos.
Una vez que crucé la puerta del museo me sentí en como lo hacía cuando en Armony regresaba a casa tras un día especialmente largo de instituto; como en casa. En el museo era capaz de oler la magia de las pinturas allí expuestas, el asombro y la admiración con la que los visitantes contemplaban las obras que atestaban las distintas salas. La pinacoteca estaba estructurada en diversas alturas, desde las cuales se podía observar a la vez las que estaban un nivel más abajo. Eran como una especie de cajas de regalos gigantes, ya que en cada una de ellas encontrabas un pedazo de arte más espectacular que el anterior. Había pasarelas que te llevaban de una caja a otra y cuando entrabas en ellas parecía que te adentraras en un nuevo mundo. La zona de los jardines era, así mismo, otro mundo a parte de la galería en el que podías sentarte en sus bancos y disfrutar de las sensaciones que todavía nos fascinaban tras la visita.
Los sentimientos que embargaban a las personas que me rodeaban aquí siempre eran de amor, respeto y admiración. Era en lugares como estos, en los que podía disfrutar de la paz que me esquivaba en la calle, donde quedaba tan expuesta a toda clase de personas, y por lo tanto a toda clase de sensaciones.
Los altos techos y las paredes acristaladas me conquistaron en cuanto las vi. Había estado allí miles de veces a través de internet con las visitas cibernéticas pero estar realmente en aquel lugar era un deseo anhelado que por fin se cumplía. Estaba tan emocionada que percibía más cosas de las que mi cerebro era capaz de clasificar.
Sentí un calambre en el hombro cuando alguien chocó accidentalmente conmigo, me giré dispuesta a disculparme por el golpe pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta al descubrir quién era la víctima de mi descuido.
—¿Céline, eres tú? —preguntó un Adrien sonriente y tan atractivo como siempre.
Florencia, 1535
Estaba tan enfadada y apretaba con tanta fuerza los puños, que estaba segura que me iba a hacer sangre al clavarme las uñas en las palmas.
—¿Céline, eres tú? —preguntó Adrien con su suave acento.
Salí de detrás del pilar en el que me había escondido del mundo. Adrien atrapó mi mano entre las suyas y tiró de mí para ayudarme a salir de mi refugio. Sentí su piel caliente y suave.
—Hola, Adrien —le saludé contenta de encontrarlo. Adrien siempre me hacía sonreír y olvidarme de todo lo que me preocupaba.
Su sonrisa era radiante y sincera, me contagió su entusiasmo y una tímida mueca tiró de las comisuras de mis labios.
—¿Se puede saber por qué la chica más hermosa de la fiesta anda escondiéndose? Tus pretendientes van a estar muy tristes.
—No puedo tener pretendientes. Voy a ser monja —dije sin pensar. Me sorprendí a mí misma. No mentir era una de las normas básicas para cualquier ángel. Si bien no lo había hecho, había esquivado la pregunta y, por lo tanto, me había acercado bastante.
Él rompió a reír con una risa acampanada y sincera, que mejoró mi ánimo alicaído al instante.
—No creo que valgas para ser monja, eres demasiado hermosa ma chérie[6]. Pero estoy seguro que esa no es la razón por la que te escondes —¿me había descubierto al hablar tan atropelladamente o quizás siempre lo había sabido?
—No —volví a responder precipitadamente. Adrien me gustaba, sin embargo, no estaba segura de hasta qué punto era buena idea confesarle mis temores.
—¿Entonces, sabes que puedes confiar en mí? —me sorprendieron sus palabras, ya que era exactamente lo que en ese instante rondaba por mi cabeza.
Sonaba tan sincero, yo era tan ingenua… Y él me hacía sentir tan especial.
—Isabella y Mefisto —dije simplemente. Tampoco es que hiciera falta mucho más. Adrien era uno de los nobles que le habían recomendado para el cargo de secretario que ostentaba en casa del prometido de mi hermana. Y estaba a la vista de todo el mundo el interés que ella mostraba por él.
—No debes preocuparte por eso. Isabella es un trabajo. Tiene que encargarse de ella porque trabaja para su padre, pero estoy seguro que no es nada más que una obligación para él. De todos modos, puedes hacer que la deje a ella y te busque a ti —sus palabras fueron música para mis oídos.
Adrien llevaba ya varios meses en Florencia cuando apareció Mefisto, pero a juzgar por la confianza que este tenía en mi antiguo amigo, debían de conocerse desde hacía bastante tiempo, así que me pareció adecuado fiarme de sus palabras.
—¿Cómo? —rogué, impaciente por que me diera la clave para que Mefisto volviera a mi lado. Desde que nos habíamos vuelto a encontrar, había evitado cruzarse conmigo y apenas me dirigía una mirada cuando coincidíamos en algún acto social. Yo ansiaba saber cómo le había tratado la vida en los años que estuvimos separados pero Mefisto mantuvo esa separación forzada que esta vez no era física, sino emocional y por lo tanto mucho más dolorosa.
Adrien se inclinó despacio hacia mí con sus ojos grises clavados en los míos. Me dio tiempo para que me apartara de él, no obstante, me quedé quieta con los ojos fijos en sus labios.
—Así —susurró sobre mi boca al tiempo que me desplazaba lo justo para que la columna tras la que me había escondido nos hiciera la complicidad de ocultarnos.
Antes de cerrar los ojos pude comprobar que mi nuevo amigo tenía razón, Mefisto había clavado sus ojos pardos en nosotros. Los sentí en mi nuca todo el tiempo que duró el beso.
Ni siquiera fue necesario que nos viera alejarnos, que presenciara el acercamiento, su vínculo con Adrien hizo el trabajo sucio. Mefisto vio y sintió lo mismo que nosotros, aunque en ese instante yo aún no fuera consciente de ese detalle.
Nueva York, marzo de 2012
―Adrien —dije simplemente a modo de saludo.
La última persona que esperaba encontrarme aquí, la última persona a la que quería ver. Su amistad era una debilidad que ni quería ni podía permitirme.
Arrugó la nariz por la frialdad de mi recibimiento. Le miré sin pudor, estaba igual que lo recordaba, incluso parecía más joven que antaño. El pelo que ahora llevaba, largo sobre los hombros, le daba una apariencia más juvenil e incluso inocente. Otra prueba irrefutable de que las apariencias engañaban.
—¿Nadie te ha dicho nunca lo mal que le sienta el color negro a tu piel? —preguntó sonriéndome encantador.
—¡Esto es nuevo! Normalmente eres un dechado de cortesía —dije para molestarle.
—Normalmente no me importa mentir y ser cortés, contigo es diferente.
—¿Debería agradecértelo? —pregunté mordaz.
—Deberías abandonar el negro y probar con los tonos pastel. Seguro que tu piel y tu cabello te lo agradecen.
Decidí cambiar de asunto, aunque guardé el consejo para revisarlo en otro momento.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté directamente, ignorando el hecho que su sola presencia me aceleraba el pulso.
—¿Qué hago yo aquí? Vivo en Nueva York desde la gran depresión, una época realmente magnífica, con tanta gente dispuesta a vender su alma a cambio de no perderlo todo. 1929 fue un gran año.
Puse mala cara y me miró con fingida inocencia.
—¿Qué pasa? El MOMA abrió sus puertas el siete de noviembre de 1929, no seas malpensada. No hablaba del Crack del veintinueve, o tal vez un poco —suspiró teatralmente—. Así que la pregunta correcta es: ¿qué haces tú aquí?
—Estoy visitando el museo —contesté como si eso no fuera evidente.
—Eso ya lo veo. Cuéntame algo que no sea capaz de adivinar por mí mismo. Por ejemplo, si todavía persigues a Mefisto o aún hay posibilidades de que te fijes en mí —sonrío, pero esta vez su risa fue diferente: carente de humor, oscura—. ¿Es por eso por lo que estás aquí? Por él —el tono de su voz cambió tanto que sentí un escalofrío en la nuca, como si las simples preguntas fueran en realidad una amenaza—. ¿Estás dispuesta a defenderle de todos los que le buscan?
La mente de Adrien estaba en otro plano distinto y yo no podía escuchar lo que pensaba, pero la sensación de desasosiego que me invadió ante sus palabras fue inequívoca.
Adrien era la última persona con la que quería encontrarme, bueno tal vez la penúltima, ya que Gabriel encabezaba la lista, pero el desconcierto por su inesperada presencia se vio inmediatamente eclipsada por lo que acababa de contarme. Mefisto estaba en Nueva York. El destino volvía a unirnos.
Era casi cómico ver cómo los hados se empeñaban en unir a dos personas tan distintas como nosotros. Cerré los ojos e intenté controlarme, mi mente evocó un cuadro, una imagen que siempre conseguía hacer que me sintiera yo misma en los peores momentos. Un Kandinsky repleto de círculos de colores, unos dentro de otros, una espiral de vida y esperanza.
Comencé a sentir cómo desaparecía el vacío de mi estómago y supe que mi cuadro había vuelto a impedir que explotara. Cuando volví a sentirme Rachel abrí los ojos de nuevo. En los momentos en que dejaba de sentirme así regresaba mi antigua yo, Céline, la joven ingenua y frágil que tanto me había esforzado en desterrar de mi existencia.
—¿Cómo te va, Céline? Hace mucho que no nos vemos, aunque recuerdo con especial cariño nuestro último encuentro. Por cierto, ¿has vuelto a recuperar tu rango? —el sonrojo que me produjo su comentario se borró de golpe cuando me hizo la pregunta. Era perfectamente consciente que la había formulado con la intención de recordarme lo que me había supuesto amar a Mefisto.
Descubrí entonces que Adrien no había perdido las esperanzas conmigo. Le miré fijamente concentrándome en no mostrarle cuánto me había herido la pregunta.
—Rachel, ahora soy Rachel.
—¿Qué tiene de malo Céline? A mí me gustaba —sus ojos grises brillaron opacos recordándome al frío acero.
—Tú mejor que nadie deberías saberlo.
—Siempre fue un estúpido. Tú mejor que nadie deberías saberlo —me dijo devolviéndome mis palabras.
Sin decir nada más me di la vuelta y me adentré en el museo. En esos instantes perderme en él era lo único que me haría recobrar la compostura.
Lo que más había lamentado de dejar Armony era que, con ella, dejaba también mis clases de arte, la ciudad que había sentido como un hogar. Los dos años que había pasado allí eran los mejores que lograba recordar, me había sentido por fin parte de algo, había comprendido que mi vida era algo más que vagar tras Oliver y Gabriel.
En el momento en que me encontraba ahora ya no tenía ni eso.