París, 6 de diciembre de 1846
La Damnation de Faust[13] de Hector Berlioz, había congregado a prácticamente toda la sociedad parisina. Se trataba de una obra entre la ópera y la sinfonía coral basada en la obra de Goethe, y se iba a representar en París en versión de concierto.
Cuando me enteré, asumí que Oliver no faltaría a la cita. Oliver. Me resultaba extraño pensar en él como tal, aunque era su segundo nombre, llevaba casi una década usándolo y relegando Fausto al olvido.
Pasaban los minutos y no había rastro de Oliver, ni de Mefisto, por lo que me dispuse a colocarme lo más cerca a la puerta principal para controlar el acceso y saber en qué momento exacto entraban.
—¡Vaya, qué sorpresa! —susurró una voz aterciopelada cerca de mi oído.
Me di la vuelta para toparme con la mirada de acero de Adrien y su sonrisa perfecta.
—Hola, Adrien —le saludé sin apartar la mirada de mi objetivo: la puerta de acceso a la sala de concierto.
—No van a venir —dijo adivinando mi interés.
Me di la vuelta para mirarle, sorprendida por la seguridad de su voz.
—Sería estúpido que lo hicieran —volvió a comentar.
—Oliver jamás se perdería la primera representación —dije yo convencida.
—Lo hará, no vendrá. Según he escuchado, el Fausto de Berlioz ofrece su alma para salvar a su amada. No creo que Fausto quiera asistir —su mirada destilaba un brillo malicioso.
—¿Por qué dices eso? —pregunté ansiosa para que me confiara sus pensamientos.
—Porque es la verdad, él no pudo salvar a su hermana. Estoy seguro de que huirá de esta representación, siempre. No creo que sea capaz de escucharla nunca.
Me quedé en silencio de pie frente a él, consciente de lo acertadas que eran sus suposiciones. Oliver se sentía culpable, más allá de lo extraordinario, por la muerte de su hermana Isabella, tanto que había renunciado a todo lo que había amado por ello. El único consuelo que tenía era la música y en estos instantes ella también le daba la espalda y se burlaba de su dolor. Era imposible que vinieran a escucharla, si lo hacía, los recuerdos que tanto se esforzaba en borrar, volverían a atormentarlo.
—¿Por qué estás aquí entonces? —pregunté tímidamente, adivinando su respuesta.
—Quería verte y sabía que vendrías. Eres demasiado inocente para pararte a pensar en los fantasmas de la gente.
—No soy tan inocente —protesté.
—Que no lo fueras sería estupendo para mí, puesto que me resultaría más fácil tentarte. Lamentablemente lo eres, ma chérie.
—No quiero que me tientes, Adrien.
—De momento estás a salvo de eso. Ven, vamos a sentarnos, el concierto está a punto de comenzar y a nosotros no nos persiguen los remordimientos —dijo cogiéndome delicadamente la mano y posándola sobre su brazo.
Me sacó por la misma puerta por la que había entrado y me hizo subir por una de las dos escaleras laterales que llevaban a los palcos.
El palco al que Adrien me condujo era elegante y estaba vacío. Con la cabeza me indicó que me sentara en una de las cómodas sillas doradas y rojas, y se sentó a mi lado, tan cerca que nuestras rodillas se tocaban.
El concierto comenzó y yo me dejé llevar por la melancolía y la tristeza. Había ido allí con la esperanza de ver a Mefisto y no había aparecido, si bien era lógico que Oliver no hubiese asistido, no lo era que Mefistófeles no estuviera aquí. Sabía que yo asistiría para verles, y aun así él no había venido.
Sentí los dedos de Adrien recorrer mis mejillas y enjugar las lágrimas, que no era consciente de estar derramando.
—Céline, ma chère fille[14] —dijo con voz susurrante y sensual.
—Oh, Adrien —respondí arrojándome a sus fuertes brazos. El calor de su cuerpo calmó mi ansiedad y mi tristeza. Era extraño estar tan cerca de él, nuestra relación siempre había sido extraña, sobre todo en dos seres tan distintos como nosotros. En algunos momentos me sentía más unida a él que a nadie que hubiera conocido jamás, los otros instantes solo quería alejarme de él a toda prisa.
Pero Adrien era la única persona en la que, a pesar de sí mismo, podía confiar. Siempre iba de frente, nunca me había ocultado lo que era, lo que quería de mí o lo que era capaz de hacer.
Me separé de su pecho y alcé la vista para calibrar su reacción, me observaba fijamente. Con suavidad me pasó un mechón rebelde por detrás de la oreja.
—Voy a besarte, Céline. Necesito hacerlo —me dijo y su voz me hizo estremecer, sonaba diferente a la seguridad que mostraba siempre.
Me callé, me dije a mí misma que solo era un acto de piedad, que estaba necesitado de cariño y yo se lo podía ofrecer si le permitía que me besara pero me estaba mintiendo a mí misma, la que necesitaba cariño era yo, pero no de este chico.
Adrien hizo que me levantara y me llevó a las sombras de la entrada al palco. Probablemente quería evitar que nos vieran los ojos curiosos que nunca perdían detalle de cada uno de sus movimientos. Me empujó suavemente tras la cortina y posó sus labios con delicadeza sobre los míos. La sensación fue eléctrica, sorprendente.
Cuando me di cuenta, estaba profundizando yo misma el beso. Me separé cuando sentí que alguien nos estaba mirando a unos pasos de nosotros. Unos ojos pardos brillaban coléricos en la oscuridad, cuando volví a parpadear ya no había nadie. Podría haber creído que era una alucinación si no hubiese visto la sonrisa triunfal de Adrien.
—No puedo —dije empujando su cuerpo lejos del mío.
—Tranquila Céline, no pasará nada que no quieras que pase. Puedo esperar, tengo tiempo y soy una persona muy paciente.
A pesar de todo me quedé. No me di la vuelta ni le busqué. Por una vez, había sido yo la que había golpeado primero.
Me quedé parado en la puerta del palco, asombrado por lo que estaba viendo. Durante varios segundos fui incapaz de moverme o de apartar la mirada de ellos.
Me había equivocado otra vez, aunque en este caso el tonto fui yo por acudir a buscarla. Sabía que Céline asistiría al concierto esperando que nosotros lo hiciéramos, los conciertos, óperas y demás eventos relacionados con la música eran los mejores momentos para aprovechar el don de Fausto, solo con que él tarareara la música que estaba escuchando todo se ponía en marcha. Siempre que esto sucedía era de forma inconsciente, Fausto nunca haría nada para ayudarme por decisión propia, pero yo aprovechaba esos instantes en los que se dejaba llevar por su pasión para acceder a las almas de los que nos rodeaban.
Aunque en esa ocasión mi presencia solo se debiera a Céline… aunque esta vez el que salió herido fui yo, sin siquiera tener un breve momento de amor.