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Capítulo 26

Por primera vez en mi existencia me encontré sin saber qué decir, fascinado por los elegantes movimientos de Rachel. Llevaba una camiseta amarilla y ceñida y unos pantalones grises de chándal, ni siquiera llevaba zapatillas, sino unos gruesos calcetines del mismo color que sus pantalones.

Cada vez que se inclinaba sobre la pared podía ver cómo se tensaban los delicados y finos músculos de sus brazos, cómo se erguía su pecho. Su expresión me tenía completamente fascinado, sonreía feliz, y esa sonrisa me recordaba a la niña que conocí, la muchacha que tanto había añorado durante mi infancia.

Aparté la mirada de su cuerpo y me centré en la pared. Si seguía mirándola no iba a poder resistir la tentación de acercarme y tocarla, de levantarle el mentón y obligarla a abrir los ojos para que me mirara y supiera que era yo el que iba besarla.

No separé la vista de su trabajo por dos razones: si me centraba en él podría superar el desesperado deseo que se había instalado en mí y que me hacía pensar en labios y besos, la segunda razón era que estaba ávido por descubrir el secreto que se escondía tras aquellos trazos elegantes.

La expresión pacífica y feliz de Rachel cambió conforme la pared se iba llenando de formas y de color. Trucó la sonrisa por el ceño y yo tuve que cerrar con fuerza los ojos para no acercarme a ella y alisar sus arrugas de preocupación con mis dedos.

Sus delicadas manos sostenían el pincel con destreza y precisión, poco a poco las líneas abstractas se fueron uniendo y creando figuras, los colores fueron dando forma a una idea…

Un jadeo ahogado escapó de mis labios cuando fui consciente de lo que había plasmado en la pared: el laberinto de la casa de los Basani, y lo había hecho delante mí. Fue entonces cuando me asaltaron las dudas. ¿Pintaba para recordar o era una especie de terapia para exorcizar sus demonios? Sonreí sin alegría por el cauce que habían tomado mis pensamientos, más acertados que nunca.

Supe que si quería conocer las respuestas debía formular las preguntas pero, ¿por dónde empezar?

—¿Es una declaración romántica? —dije señalando el mural.

Me miró fijamente sin contestar a mi pregunta. No encontré en su mirada ninguna respuesta, parecía perdida entre las calles del laberinto o quizás sentada en el banco de piedra gris que había en el centro del mismo.

—¿Por qué has pintado el laberinto? —pregunté plenamente consciente de lo directa que había sido esta vez mi pregunta.

Normalmente siempre daba rodeos o bromeaba y halagaba a mi interlocutor para que fuera sincero conmigo, pero esta vez estaba demasiado impaciente por conocer la respuesta y además tampoco quería engañarla, sino conseguir que confiara en mí.

Noté el titubeo de Rachel, que todavía permanecía con la mirada clavada en mí.

—Es uno de mis recuerdos más felices —contestó finalmente.

—¿De verdad? —pregunté totalmente descolocado. Una pregunta tonta, puesto que sabía que Rachel nunca mentía.

Decidí arriesgarme más y me lancé con la pregunta definitiva.

—¿Por qué es uno de tus recuerdos más felices?

Esta vez sí que apartó la mirada de mis ojos y la bajó hasta sus manos cruzadas delante de ella.

—Porque por fin estaba contigo —no había nada en el mundo que me hubiera hecho más feliz de lo que me hicieron esas cinco palabras.

Dejé escapar todo el aire que no sabía que estaba conteniendo y abrí los ojos desmesuradamente, sorprendido, emocionado, feliz…

—Me quieres —dije maravillado.

—Te quería —respondió ella evasiva—. Te lo demostré entonces.

—¿Ahora ya no me quieres?

—Ahora todo es diferente —respondió con la mirada perdida en algún punto que iba más allá de mí.

—¿En qué sentido es diferente? Aún queda algo entre nosotros —le repliqué incapaz de pronunciar las palabras que me quemaban en la garganta.

—No es suficiente, no lo fue entonces y no lo es ahora. Deberíamos haberlo comprendido entonces, nos hubiera ahorrado mucho sufrimiento, al menos a mí.

—¿Crees que yo no sufrí?

—Tú me dejaste, es evidente que no lo hiciste —me contestó con tranquilidad.

—¡Te equivocas! —exclamé mientras me pasaba las manos por el cabello, exasperado por su actitud indiferente.

—En cualquier caso eso ya no importa Gabriel.

—¿Te estás rindiendo? —pregunté sintiendo que me faltaba el aire.

Negó suavemente con la cabeza, su mirada no era la que recordaba de otras veces, no era ni triste ni decepcionada. Estaba simplemente vacía, como si al pintar nuestro recuerdo hubiera descargado en él todo lo que éramos, todo lo que habíamos sido.

—Hace ya mucho tiempo que nos rendimos los dos —contestó con una sonrisa resignada.

No lo iba a permitir, no después de haber aceptado qué sentía por ella. Lo más difícil ya estaba hecho, ahora tenía que conseguir que ella también lo aceptara, que me permitiera demostrarle cuánto la necesitaba, cuanto la había añorado, que yo también había sufrido. A mi modo de ver era cierto, pero con el mismo dolor lacerante que la había embargado a ella.

Me planté en dos zancadas frente a ella y de un tirón la atraje a mis brazos. No le di tiempo a protestar o apartarse. Cubrí sus labios con los míos y la encerré en mi propio cuerpo, en una cárcel de carne y huesos.

Este beso no era como el que nos habíamos dado en Nueva York, con este beso no pretendía castigarla o someterla, ni siquiera demostrarle que por mucho que lo negara ella me pertenecía. Este beso era de entrega, era una ofrenda, en él ponía en sus manos todo lo que yo era, mi pequeña parte de luz y la oscuridad de mi alma.

Cuando estuve seguro de que no se iba a escapar de mí, aflojé mi presa y pasé mis dedos por la mancha que todavía seguía en su mejilla. Con cuidado le deshice la coleta y enredé mis manos en su largo y sedoso cabello oscuro, Rachel me correspondió de la misma forma, enredando sus brazos en mi nuca.

Dejé de intentar dominar la situación y me dejé llevar por la necesidad que crecía en mí cada vez que olía su dulce perfume. En algún momento caímos de rodillas al suelo, todavía uno en brazos del otro.

Nos separamos con la respiración aceleradas, lo justo para hablarnos con la mirada. Esta vez no hubo palabras que nos separaran, solo nosotros dos, mis labios acariciando su garganta, su clavícula, su pecho… el olor de su piel embriagando mis sentidos.

—No puedes rendirte, me prometiste que nunca te perdería —susurré en el hueco tras su oreja.

No hubo respuesta. Y yo seguí disfrutando de sus caricias, de su cuerpo pegado al mío, del anhelo de sus labios, de su calor.

—No lo harás, nunca me perderás porque hace mucho tiempo que no me pertenezco —susurró finalmente.

Una sensación de calor, gratitud y amor se instaló en mi pecho con tanta fuerza que tuve que dejar de tocarla para recuperar el aliento. Cuando finalmente me recobré del impacto que habían tenido sus palabras sonreí feliz, seguí despertando su cuerpo con un delicioso reguero de besos, que cubrió su vientre y sus caderas, para terminar perdiéndome en ella una y otra vez.