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Capítulo 24

Llamé a la puerta con los nudillos y esperé a que Rachel me abriera, advertí que estaba dentro y sin duda ella sabía que yo era quien estaba al otro lado de su puerta.

—¡Al fin te encuentro! —fueron las palabras que se escaparon de mis labios cuando la vi parada frente a mí.

No pretendía regañarla o ponerla a la defensiva sino todo lo contrario, sin embargo el alivio de verla bien había vuelto a descolocar el sistema con que filtraba mis reacciones. Aunque era un filtro que con ella casi nunca funcionaba.

—No estaba muy lejos —me respondió mientras se apartaba para franquearme el paso.

Perdí el hilo de la conversación, que se quedó prendido de la mancha de pintura blanca que tenía en la mejilla.

Apreté los puños forzándome a no mirarla, pero no fue suficiente. Me imaginé pasando los dedos suavemente por sus pómulos, de la mandíbula a la sien, deteniéndome en la mancha, sintiendo la suavidad tersa de su piel, quizás me inclinaría sobre ella para aspirar el perfume de su cabello.

—Tampoco estabas cerca, desapareciste —me obligué a responder aunque para ello tuve que girar la cabeza y dejar de verle el rostro.

—¿Estabas preocupado? —preguntó entre la incredulidad y la diversión.

—Sabes que sí.

—¡Menuda novedad! —volvió a burlarse.

Sentí alivio al verla tan juguetona y de buen humor, el recibimiento que había tenido auguraba muchas posibilidades de que las cosas salieran bien. Le sonreí aliviado y entré en el salón mucho más relajado, lo primero que vi fue el suelo empapelado de periódicos y a Rachel con el cabello recogido y su blanco y delicado cuello expuesto. Sentí un hormigueo en los labios, la necesidad física de besarlo. Fue entonces cuando vi que no estaba sola, verlos a los dos juntos consiguió desconcertarme. ¿Desde cuándo eran amigos? ¿Desde cuándo existía esa complicidad? De alguna manera yo siempre había sido el nexo que los unía, pero también eso había cambiado, ahora estaba Danielle, e incluso Isabella y el sentimiento de culpa que compartían por su muerte. Yo había salido de sus vidas meses atrás.

—¡Cuánto has tardado en venir! —me dijo Oliver con una mezcla de insolencia y queja en la voz.

Evité responderle, por primera vez en mucho tiempo no estaba seguro de qué estaba pensando, parecía como si se alegrara de verme. Deseché la idea por surrealista; quizás hubiera sido posible en otra persona, pero nunca en Oliver.

Rachel se paró a mi lado para untar el rodillo con pintura y volví a perderme en la mancha de su mejilla, el deseo de tocarla era tan intenso que mareaba. En esos instantes me olvidé de la presencia inesperada de Oliver, que me sacó de golpe de mis pensamientos.

—¿Por qué sonríes? —preguntó mi antiguo protegido.

—Yo siempre sonrío —me defendí de su absurda acusación velada.

—Nunca de ese modo, debías de estar pensando en algo muy hermoso —remarcó las dos últimas palabras.

Lo miré asombrado de que hubiera dado tan en el clavo, pero guardé silencio como si no le hubiese escuchado. No tenía ganas de enzarzarme en una batalla dialéctica con Oliver, de hecho, no tenía ganas de encontrarme con él, me molestaba terriblemente que estuviera aquí porque con ello limitaba mis posibilidades de aclarar los asuntos que me habían traído de vuelta a Armony.

Rachel, como si hubiese notado mi incomodidad, intervino en la conversación.

—Ya lo sabes, ¿verdad? —preguntó Rachel.

—Sí.

—¿Cómo? —no hizo falta que dijera nada más, fue fácil leer entre líneas.

—Eva —respondí con los ojos clavados en los suyos a la espera de ver alguna reacción en ellos. No se produjo ninguna.

—¿Eva? —esta vez fue Oliver quien preguntó.

—No se lo has dicho —acusé sorprendido por su silencio. Ocultar información es una forma de mentir mucho más sutil, pero no deja de ser un engaño.

—Ya tiene bastante con lo que sabe —respondió, esta vez había un brillo enfadado en sus transparentes ojos.

—¿Céline? —preguntó Oliver y no se me escapó que uso su antiguo nombre.

Un privilegio que parecían disfrutar todos menos yo.

—Eva es alguien que se parece a Isabella, pero no lo es. Solo se parecen físicamente —le explicó con voz cálida.

—No quiero verla —confesó Oliver tras unos momentos en silencio—. Así está todo bien, Adrien es otra historia.

—¡No! —y esa única sílaba que surgió atronadora de la boca de Rachel encerraba mucho más que una larga frase.

—Eso sería un suicidio —le dije enfadado por su temeridad—. Creía que tu época autodestructiva ya había pasado.

—No voy a enfrentarme a él, voy a ayudar a Tristán a acabar con él, cuando llegue el momento estaré a su lado. Es posible que no pueda hacer mucho, no obstante, estoy dispuesto a participar en su destrucción —confesó con calma. Su decisión estaba tomada, y de algún modo extraño y confuso la mía también…

Supe que Tristán también estaba en Armony, fue fácil deducirlo en las palabras de Oliver y el silencio de Rachel. Como también lo fue adivinar las razones que lo habían traído aquí.

Aunque lo más fácil e inesperado para mí fue decidir de qué bando me iba a poner en esta ocasión: del lado que dejara a Rachel fuera del peligro que suponía el deseo irracional que Adrien sentía por ella. Tal y como rezaba el refrán: «muerto el perro se acabó la rabia». Una frase que resumía a la perfección la situación, si Adrien desaparecía también lo hacía la inseguridad de Rachel.

Tristan también iba a poder contar conmigo y con algo que hacía de la colaboración la más especial que pudiera encontrar. Estaba ligado a Adrien, lo que me permitía encontrarle y, con un poco de suerte, adelantarme a sus movimientos.