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Capítulo 23

Londres, 25 de marzo de 1825

Seguí a Fausto en silencio y me dejé caer en una de las butacas de nuestro palco privado. Estaba hastiado de Londres, de mi acompañante y de la maldita novena sinfonía de Beethoven.

Fausto me había arrastrado a Viena apenas un año antes para acudir a su estreno y no contento con eso, volvíamos a asistir a la primera ejecución que iba a realizarse en Londres. Al menos había conseguido mi moneda, me consolé dispuesto a soportar la tediosa noche que me esperaba.

Intenté no fijarme en cómo Fausto se estrujaba las manos. Nervioso ante la patética perspectiva de volver a escuchar una obra que conocía hasta la saciedad, me apoyé sobre la barandilla curioso por ver a los asistentes. Mi acompañante pertenecía a la mítica raza de los que asistían a la ópera para escuchar y no para ver y ser visto por la alta sociedad londinense, en este caso, y sin que sirviera de precedente, yo me encontraba entre la gran mayoría.

Aún no había hecho más que asomarme cuando sentí el conocido tirón en el estómago. Giré la cabeza en la dirección correcta y a punto estuve de atragantarme con mi propia saliva. En ese mismo instante Adrien levantó la cabeza y se topó con mi escrutadora mirada clavada en su hermosa acompañante.

Sentí un súbito ataque de ira cuando vi cómo se acercaba a su oído para avisarla de mi mirada, los ojos transparentes de Céline se clavaron en mí como cuchillos afilados, posiblemente molesta todavía tras nuestro último encuentro en Sevilla.

Ambos estaban en el palco que quedaba justo enfrente del nuestro, iba a ser imposible no estar pendiente de cada uno de sus movimientos; maldije al hado traidor que nos acercaba con la misma fuerza que los imanes.

—No comprendo qué hace Céline con Adrien —comentó Fausto a mi espalda—. Creía que le desagradaba más de lo que lo haces tú.

—Te equivocas, yo le desagrado más.

—Pues no lo entiendo —me contestó clavando la mirada en ellos.

—Ya puestos, yo tampoco —respondí.

—Será mejor que nos sentemos, va a comenzar ya —le miré con cara de pocos amigos—. No deberías haber venido —gruñó nervioso.

—Imposible, sabes tan bien como yo lo mucho que disfruto oyéndote tararear la música —le confesé.

—Esta vez no voy a hacerlo, voy a estar concentrado y no vas a utilizarme.

Me reí burlón, pero mi risa no fue todo lo sincera que hubiese sido si Céline y Adrien no estuvieran sentados juntos.

—No te tortures. ¿Acaso crees que vale la pena la lucha? —le pregunté conociendo de antemano su respuesta.

—No lo sé, dímelo tú. Esta noche tu tortura va a ser peor que la mía —su sonrisa irónica me molestó aún más que sus palabras.

Dirigí la mirada hacia ellos y me dejé caer de golpe en la butaca. Por una vez dejé que Oliver supiera la verdad y no lo negué. Era absurdo intentarlo y una manera estúpida de desgastar energías que en ese momento no tenía.

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Lo que menos había imaginado cuando acepté la invitación de Lord Haywood y su esposa a su palco, era que Adrien iba a estar entre sus invitados. Había tenido la esperanza de no encontrarme con ningún conocido esa noche. Esperanza vana teniendo en cuenta que Fausto no iba a perderse la primera representación en Londres de la novena sinfonía a pesar que ya habíamos asistido en Viena a su estreno.

Tuve que ocultar la incómoda sensación que me invadió el estómago cuando Adrien tomó mi mano y la besó, había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto, pero no el suficiente. Todavía se mezclaba en mí esa poderosa sensación que me empujaba y me separaba de él con la misma fuerza. Solo Adrien tenía ese efecto en mí.

Sentí cómo se acercaba furtivamente a mi lado y se agachaba para susurrarme al oído las palabras que tanto había rezado para no escuchar. Un gesto demasiado íntimo para dos personas que acababan de conocerse. De ese modo tan inofensivo había dado a entender a toda la sociedad que nos rodeaba, ansiosos de chismes, que entre nosotros existía más intimidad de la que podía parecer a simple vista.

—Lord Boissieu está dando que hablar a los curiosos, supongo que lo ha hecho a propósito —le regañé.

—Milady, es usted muy perspicaz —dijo con una sonrisa triunfal en los labios.

En silencio alcé la mirada y me topé con los ojos de gato de Mefisto, que en esos años respondía al nombre de Rafael.

Tal y como había temido, Fausto estaba a su lado. Quien fuera una vez mi futuro cuñado no había podido resistirse a acudir a la presentación.

Ansiosa por recuperar la compostura, centré mi mirada en la belleza del lugar en el que me encontraba, desde los palcos hasta las estatuas que adornaban el hall, incluso los murales que usaban para representar las obras, eran verdaderas joyas de arte, pero mi admiración iba más allá, a los brocados de las cortinas, a los vestidos de las damas, al ambiente festivo del teatro… Centré mi atención en esos detalles, era la mejor forma de olvidar que Adrien y Mefisto estaban cerca de mí.

—No va a funcionar —susurró Adrien en mi oído.

—¿El qué? —pregunté sin comprender.

—Fingir que no te importa.

Le miré sorprendida por su nueva actitud. Parecía molesto, incluso celoso.

—Lo que no sé es por qué te importa a ti —dije acercándome más a él, jugando la baza del coqueteo.

—Siempre me has importado, no deberías olvidarlo nunca. ¿Acaso no te salvé en París? —cogió mi mano con suavidad y se la llevó a los labios.

Le di una sonrisa tímida; nuevamente había triunfado la parte de mí que me empujaba a su lado.

—Volvería a hacerlo —confesó con los labios sobre la suave piel de mi muñeca—, te salvaría una y otra vez. Haré cualquier cosa hasta que por fin entiendas que me necesitas.

No fue necesario mirar al palco de enfrente para comprobar que Mefisto no perdía detalle.