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Capítulo 22

El sábado me desperté temprano, no había dormido mucho durante la noche. Al final, después de esperar durante horas en la cocina de Oliver, Tristan y yo nos habíamos marchado de allí sin poder verle ni hablar con él.

Danielle no se había dado por vencida y se había arriesgado a adentrarse en sus dominios durante una de sus pausas musicales. La esperamos durante una hora, sin embargo, al ver que no regresaba a la cocina para comentarnos cómo seguía Oliver, decidimos salir discretamente y dejarle espacio para que asimilara su pena. Ya nos buscaría cuando se calmara un poco y necesitara más respuestas.

Desde luego no contábamos con que la puerta del salón estuviera abierta de par en par, de modo que sin querer interrumpimos un momento íntimo de la pareja. No pude evitar pararme allí durante unos segundos, Tristan no hizo ningún comentario sobre mi actitud indiscreta y pasó de largo en silencio.

Los dos seguían sentados juntos en la banqueta del piano. Él reposaba su cabeza sobre el regazo de su novia, que le acariciaba el cabello oscuro y ensortijado. Oliver tenía los ojos cerrados y las mejillas encendidas por el llanto que había irrumpido libre en el instante en que sus dedos habían rozado las teclas del piano.

Danielle se inclinó sobre él para posar un suave y cariñoso beso sobre sus cabellos, pero en ese momento él se revolvió atrapando el beso en su boca.

Sentí una punzada de celos tan intensa e inesperada, que me cortó la respiración y me hizo salir a toda prisa de la casa. No porque estuviera interesada románticamente en Oliver, sino por la situación, el momento, la complicidad, y sobre todo la libertad con la que se amaban.

Cuando salí a la calle Tristan ya había desaparecido. Seguramente entendiendo que necesitaba estar sola para pensar en todo lo que me estaba pasando, o tal vez porque era él quien quería estar solo.

Me levanté de la cama de un salto, me duché, me puse ropa cómoda, y seguí con mi nuevo cometido, blanquear las paredes de mi casa y, con ello, mi propia vida. El blanco iba se iba a imponer definitivamente sobre la oscuridad. Me recogí el pelo en una coleta alta y me dispuse a ello con energías renovadas y la nueva ilusión de mejorar mi calidad de vida.

La primera pasada no había conseguido borrar el mural y tampoco estaba segura de si no iba a ser necesaria hasta una tercera.

Me detuve en cuanto sentí su presencia al otro lado de la puerta, me sorprendió que hubiese venido, y una sonrisa triste apareció en mis labios.

Abrí la puerta plenamente consciente de con quien iba a encontrarme al hacerlo. Oliver me miró y suspiró quedamente.

—Buenos días, Rachel —me saludo amablemente.

—¿Estás bien? —le pregunté preocupada.

—¿Puedo pasar?

Estaba tan inquieta por su ánimo que no me había dado cuenta de que le estaba impidiendo el paso a mi casa, me aparté para que entrara.

Intenté recoger un poco el desastre que tenía montado en el salón, no obstante, no me parecía adecuado recibirle en la cocina, y mi casa no era tan grande como la suya. A parte del salón y la cocina no había nada más en la planta baja.

—¿Estás redecorando? —me preguntó amablemente al ver los botes de pintura y los pinceles.

Le miré asombrada hasta que comprendí que estaba siendo discreto y evitaba hablar del mural, que tras la primera capa de pintura seguía igual de visible. Me reí tan fuerte que me asombré a mí misma, Oliver arqueó una ceja con confusión, pero al mirarme terminó por reír él también.

Finalmente hablé.

—Algo así, redecoro mi vida.

—¿Necesitas ayuda? —me ofreció tranquilamente.

—¿Para redecorar mi casa o mi vida?

—De momento comencemos por tu casa —respondió más animado que cuando le abrí la puerta.

—Vas a ensuciarte —le avisé.

—No me importa —dijo al tiempo que se quitaba su chaqueta de cuero negra—. La verdad es que necesito tener la cabeza y las manos ocupadas y tu vida parece más fácil de redecorar que la mía.

Le sonreí, pero no fue una sonrisa feliz, sino comprensiva. Entendía cada palabra que no había pronunciado, cada sentimiento que lo embargaba. Yo me sentía igual.

—Lo siento.

—Lo sé, pero necesito saber más —pidió con suavidad.

Me tensé a la espera que comenzara con sus preguntas, pero en lugar de hacerlo cogió uno de los rodillos, lo bañó en el bote pintura blanca y lo desplazó hábilmente y con soltura por la pared.

—Solo quiero hablar —me pidió en un susurro.

—¿Danielle?

No me dejó terminar.

—Quiero a Danielle, es lo más importante que tengo en la vida, estar con ella me ha convertido en una persona mejor. Pero ella no la conoció, tú sí.

No hizo falta que me dijera nada más, lo comprendí a la perfección. Nos habíamos pasado la vida desconfiando el uno del otro. Sin embargo eso no eliminaba lo primordial: que habíamos pasado toda nuestra vida juntos.

—¿Por dónde comenzamos? —le respondí cogiendo otro rodillo para pintar.

—Podemos empezar con algo fácil —me propuso—. ¿Qué estamos borrando?

—Creéme, esa no es una pregunta fácil.

Arqueó una ceja interrogante, no podía mentirle y tampoco quería hacerlo así que le dije la verdad: que desde siempre usaba las paredes para pintar escenas que de alguna manera habían marcado mi extensa vida, le hablé de la fiesta de máscaras en la que descubrí quiénes eran Adrien y Gabriel, de nuestra huida en París…

—No es mala idea —me animó—. Yo uso la música, tú la pintura, no somos tan diferentes como había pensado.

—No, no lo somos —concedí.

—A lo mejor lo que necesitas es pintar momentos agradables, felices.

—¿Sabes que no he tenido momentos de esos en mucho tiempo? Verdaderos quizás nunca…

—Yo tampoco, hasta que me arriesgué con Danielle —me dijo con una amplia sonrisa, como si con solo nombrarla fuera capaz de alejar las sombras.

—No entiendo qué me estás aconsejando.

—Sí que lo sabes —me acusó con humor.

—Creía que lo odiabas —comenté como de pasada.

—Yo también, parece que al final los dos nos hemos equivocado —me guiñó un ojo y continuamos pintando.

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De nuevo en Armony como si nunca hubiese abandonado esa tediosa ciudad. Me regañé a mí mismo mentalmente.

¡Mentiroso, haces honor a tu nombre! Armony podía ser cualquier cosa; no obstante, no era tediosa.

Sin ser muy consciente de lo que hacía le di al taxista que me recogió en el aeropuerto la dirección de Oliver: la de mi antigua casa. Aunque era cierto que no tenía muchas más opciones y por suerte para mí, había conservado las llaves que ahora estaban a buen recaudo en los bolsillos de los vaqueros Dolce & Gabbana que llevaba puestos.

Estaba tan acostumbrado a mentir sobre cualquier nimiedad que había terminado intentando engañarme a mí mismo. Comencé con un «Céline no me importa» y desde entonces no había dejado de hacerlo. Absurdo hasta para mí.

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Abrí la puerta esperando encontrar a Oliver y a Danielle en casa. No es que la idea de escuchar sus recriminaciones me ilusionara especialmente, pero era algo tan inevitable como que saliera el sol cada día. Suspiré aliviado al comprobar que no había nadie en casa, de ese modo podía moverme con tranquilidad, y al mismo tiempo dispondría de un tiempo para calmarme y decidir de una vez, y sin falsedades, por qué razón había regresado.

Abajo todo parecía igual que cuando me marché. Me dirigí a las escaleras para comprobar que todavía disponía de un dormitorio en mi propio hogar, pero cuando llegué al pasillo de arriba me quedé paralizado y confuso.

—Preciosas, os he echado mucho de menos. Los cuadros de Rachel no son tan bonitos como vosotras —les dije emocionado a las oscuras y atormentadas pinturas que aún seguían colgadas en las paredes.

Las pinturas negras de Goya estaban formadas por catorce murales que inicialmente estaban pintados sobre las paredes de la casa del propio pintor y que posteriormente fueron trasladadas a oleos. Desgraciadamente, yo solo disponía de cuatro de ellas: Saturno devorando a un hijo, Átropos o Las Parcas, Judith y Holofernes y El aquelarre, dos a cada lado del pasillo que llevaba a los dormitorios, unas preciosas imágenes para invitar al sueño. Me reí de mí mismo mucho más animado que cuando llegué.

Me sorprendió que Oliver no las hubiera quitado tres segundos después de mi marcha, que no lo hubiera hecho era un punto a analizar más detenidamente.

De una zancada me planté ante el que había sido mi dormitorio y, durante unos segundos, no hice nada más que pararme frente a la puerta, preocupado por lo que me iba a encontrar. ¿Se habría desecho Oliver de mis cosas o las habría conservado igual que había hecho con las pinturas? Un profundo malestar se instaló en mí cuando comprendí que la respuesta me importaba.

Finalmente abrí la puerta despacio, expectante. Un agradable e inesperado calor se instaló en mi pecho, las paredes seguían pintadas del mismo tono azul que recordaba, mi cama aún tenía la misma colcha y en las estanterías también seguían mis libros. Mi colección de monedas, la única debilidad humana que me había permitido desde que dejé a Céline, también seguía allí.

Londres, 25 de marzo de 1825

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Fausto preocupado por llegar tarde a la representación que se estrenaba esa misma noche.

—Quiero hacerme con una moneda romana que está en posesión de este anticuario —dije señalando una de las tiendas de la concurrida calle londinense en la que nos encontrábamos.

—Es curioso —murmuró más para sí mismo que para que yo le escuchara.

—¿Qué es curioso? —pregunté ansioso por saber lo que tramaba.

—La similitud —respondió misterioso.

Le miré exasperado por su falta de respuestas, me vi obligado a volver a preguntar.

—¿Qué similitud? —mi voz sonaba impaciente e irritada.

—La tuya con la de cierto personaje bíblico obsesionado con las monedas —su sonrisa era maliciosa y desafiante.

Yo jamás hubiese hecho esa relación.

—¿Te refieres a Judas Iscariote?

—¿Quién si no? —contestó mientras me dejaba plantado en medio de la calle y se acercaba a la tienda.

Mientras le seguía al interior del anticuario pensé que no podía culparlo, y mucho menos en esos momentos, puesto que la similitud se había ampliado, al igual que Judas yo acababa de traicionar a mi maestro.

Era cuanto menos curioso que sintiera que me estaba traicionando a mí mismo cuando me embargó una fuerte emoción de plenitud al ver mi dormitorio tal y como lo dejé, esa era la peor parte de aceptar lo que sentía por Céline, me volvía débil y sentimental. No obstante, fuera como fuera ya no había vuelta atrás, estaba enamorado de ella prácticamente desde que nos conocimos y esta vez no pensaba huir de lo que me hacía sentir, era demasiado consciente de que Adrien estaría al acecho para consolarla si eso sucedía. Lo que no tenía tan claro era cómo iba a convencerla de que esta vez iba a ser diferente.