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Capítulo 20

Respiré hondo varias veces y volví a evocar el Kandinsky. Inmediatamente noté que mi pulso se tranquilizaba. Mi cuerpo había reaccionado a mi orden de calma, en cambio mi mente seguía por su cuenta, mostrándome imágenes que yo no quería ver y palabras que no quería escuchar. La voz de Adrien se había grabado a fuego en mi memoria.

«No podía permitir que te marcharas con Mefisto. Me pareció la mejor forma de evitarlo».

Me puse de pie, no podía decirle a Oliver lo que tenía que comentarle sentada, desde la distancia, él tenía que sentir mi empatía, algo que tras mucho tiempo había vuelto a dejar que surgiera en mí.

Me acerqué hasta él y me arrodillé delante posando mis manos sobre sus rodillas. Noté cómo se aceleraba su respiración y vi como las motas doradas cambiaban en sus ojos. Fui consciente de la tensión de cada uno de sus músculos.

Hice una inspiración profunda que expandió mis pulmones y desembotó mi cabeza.

—Es sobre Isabella —le dije únicamente.

—Lo sé, Céline. Lo he sentido desde el momento en que te he visto entrar por esa puerta —confesó, lo vi cansado y decaído, pero al mismo tiempo expectante.

—Lo siento —me disculpé antes de tiempo.

Lo hacía por el dolor que iba a infringirle al contarle la verdad, pero era un dolor necesario.

—Sea lo que sea estoy seguro que no es culpa tuya, seguramente la culpa sea de Gabriel —bromeó con la voz tensa por la incertidumbre.

Le sonreí agradecida. Ni siquiera sabía si lo era y él ya me estaba exculpando.

—Fausto, Isabella no se suicidó. Ella quería vivir, estaba segura de que tú la ayudarías y la protegerías de la ira de tu padre, Adrien la empujó —dije de sopetón.

Me centré en sus ojos pero no me atreví a tomar su mano. Sentí el lejano grito horrorizado de Danielle, muy lejano, como si no estuviera a mi lado en la misma habitación.

Oliver no cuestionó en ningún momento mis palabras, no me preguntó la fuente, ni intentó saber nada más. Se quedó quieto, en silencio, con la vista clavada en un punto mucho más allá de mí.

Me levanté del suelo y me aparté de él. Finalmente, como si hubiera regresado de alguna parte, Oliver se abrazó en silencio a Danielle, y Tristan y yo abandonamos el salón para dejarles intimidad.

No me atreví a marcharme de allí, no sin poder hablar con él nuevamente, sin rogarle que me perdonara por volver a arrebatarle la paz, por perseguirle durante tanto tiempo, por desconfiar de él… Les había vuelto a abrir la puerta a los sentimientos. Finalmente decidí que era absurdo tenerlos si no podías compartirlos con los demás, era como tener un deportivo y tenerlo guardado en el garaje. La imagen me trajo a la cabeza un coche rojo descapotable. Parpadeé varias veces pero la imagen de Gabriel no se marchó, había abierto la caja de Pandora.

Después de quince minutos en silencio escuchamos los pasos de Danielle y varios segundos después su cara asomó en la cocina. Estaba pálida y tenía los ojos rojos por el llanto.

—Necesita estar solo —nos anunció solemne—. Preparemos algo para cenar.

—De acuerdo —concedió Tristan, que se levantó para ayudarla.

Yo me mantuve sentada en la mesa de la cocina, en silencio por miedo a que al hablar se esfumara la imagen que minutos antes había intentado desterrar.

La música del piano me sacó de golpe de mis pensamientos. Era una melodía nostálgica, desgarrada, muy oportuna para el momento que estábamos viviendo. No era de extrañar que yo la reconociera, era la Sonata para piano nº 2, op. 36 de Sergei Rachmaninoff. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome como lo hacía él.

Danielle seguía a mi lado y yo sabía que estaba haciendo esfuerzos por dejarle espacio e intimidad a su novio.

Noté que no podía permanecer sentada y que tampoco estaba a gusto de pie. Al final lo único que nos mantenía medianamente racionales era seguir fingiendo que hacíamos la cena, porque era evidente para todos nosotros que ninguno iba a ser capaz de probar bocado.

Cuando parecía que la melodía bajaba y que dolor se había mitigado volvía a subir, un crescendo cada vez más desesperado.

Me ahogué en el dolor de Oliver que podía sentir y compartir, pero que desgraciadamente no podía borrar. No estaba en mis manos liberarle de él.

Aún seguía asombrada de la entereza con la que había recibido la noticia. Lo normal, lo intrínseco a Oliver era el modo en que descargaba su dolor aporreando las teclas de un piano.

—Estará bien —dijo Tristan suavemente mirando a Danielle y después a mí.

Ambas asentimos en silencio.

—Mañana estará mejor —siguió animándonos Tristan.

—Pero nunca lo superará —vaticinó Danielle.

—Sí que lo hará, ahora te tiene a ti —mi comentario me valió una sonrisa afectuosa de Danielle.

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Estaba absorta escuchando a Oliver cuando la idea irrumpió arrasando con todo en mi mente. No había mucha diferencia, al fin y al cabo, entre lo que habíamos pensado siempre que había pasado, y lo que realmente había sucedido, Isabella seguía siendo una víctima de las circunstancias y aunque ahora sabíamos que mi negativa a separarme de Mefisto no la empujó al suicidio, también sabíamos que por mi causa estaba muerta. Adrien había orquestado su muerte para impedir mi fuga con Mefisto, por lo que indirectamente (tan indirectamente como cuando pensábamos que se había suicidado) la culpa recaía sobre mí.

La tregua que me había dado mi conciencia había terminado igual que lo había hecho el primer movimiento de la sinfonía.

La única persona que debería sentirse liberada y en paz, era la misma que estaba encerrada en el salón tocando como si le fuera la vida en ello.

Como si hubiésemos estado pensando lo mismo, Tristan, Danielle y yo dejamos de fingir que cocinábamos y nos sentamos en silencio alrededor de la mesa de la cocina. Sabiamente Danielle encendió la cafetera italiana y sacó el azúcar y tres tazas de un armario, iba a ser una noche larga.

La música que se filtraba desde el salón era cada vez más atribulada.