Roma, marzo de 2012
Llevaba dos días en Roma y ya estaba cansado de la bulliciosa urbe. Al final había cambiado la paradisíaca playa por la ciudad que me había visto nacer. No sé por qué me decidí por ella; había sido un impulso, una decisión repentina e inesperada, y ahí estaba yo, regresando al lugar donde todo había comenzado.
Un arrebato estúpido que lamenté desde el mismo instante en que puse un pie en ella. Cada calle me traía un recuerdo diferente, a cuál más molesto. Miles de rostros y nombres se agolpaban en mi mente, sueños, anhelos, humanidad…
Sin embargo era algo que podía decir de prácticamente la totalidad de ciudades civilizadas. Oliver y yo habíamos vivido en casi todos los rincones del planeta. Su pasión por la música nos había arrastrado a Berlín, Liverpool, Viena, Chicago, París, Sevilla… Y tras nosotros Céline, como una constante en mi existencia. La chica que se mantenía alerta ante cada uno de nuestros movimientos, pero al mismo tiempo lo más alejada posible de nosotros.
Aunque Roma me arrastraba más lejos en el tiempo. Me evocaba recuerdos que no tenían nada que ver con Oliver o Céline, ni siquiera conmigo. Dejé la taza con cuidado cuando noté que mis manos temblaban. Me había perdido en los recuerdos y una mezcla de rabia e impotencia me había sacudido con tanta fuerza que temí derramar mi capuccino sobre mis impecables pantalones de Dolce & Gabbana.
Mala idea, Roma era una mala idea en mi recientemente creada lista de malas ideas, de ideas pésimas y catastróficas.
De todos modos tampoco podía quedarme en el mismo sitio mucho tiempo, iba a tener que moverme si quería esquivar a los sabuesos, demonios encargados de localizar proscritos para llevarlos ante sus superiores, donde eran juzgados y posteriormente ajusticiados. Con nuestras estrictas leyes eran muy pocos los que sobrevivían a un juicio de sangre. En una sociedad en la que la mentira y la falsedad eran lo más parecido que teníamos a una virtud, ningún juicio podía ser medianamente justo; por ello se instauraron los juicios de sangre, el cálido líquido vital nunca mentía. Contenía mucho más que simple ADN, era la depositaria de los recuerdos y, por consiguiente, de la verdad absoluta.
Y yo era consciente que debía evitarlo a toda costa. Para ello tenía que convencer a Adrien de que mis palabras eran ciertas porque si no lo convencía, estaba perdido. Y me gustaba demasiado la vida que llevaba como para darme por vencido.
Tenía que trazar un plan maestro que me sacara del problema con limpieza y rapidez. Una idea arriesgada ya daba vueltas en mi cabeza desde que Céline me visitó en aquella sucia y destartalada habitación en Armony, pero si fallaba no habría ninguna salida de emergencia con la que salvaguardar mi apreciado pellejo. Tenía que jugármelo todo a una sola carta. Aceptar los riesgos fue la segunda mala idea de mi lista.
Céline iba a ser mi salvoconducto. Ella no lo sabía; no obstante, iba a hacer que ganara muchos puntos ante mis superiores y no me estaba refiriendo exclusivamente a Adrien, sino a las altas esferas. Mi metedura de pata con Oliver solo tenía una solución viable y desde luego pasaba por salvar mi trasero a toda costa.
Roma, 1525
Entré en el despacho con una idea fija. Mi maestro estaba sentado tras su escritorio repasando la correspondencia y, quizás, meditando sobre los pasos a seguir para terminar de completar mi educación. Habían transcurrido ya cinco años desde que me recogió en la calle. Después de meditarlo largamente habíamos decidido que lo mejor era esperar a tener una edad más adulta para completar el cambio. De ese modo sería un chico joven eternamente y las puertas de los hombres más importantes siempre estarían abiertas para mí.
Por lo que de momento todo mi tiempo se lo llevaba la instrucción constante pero cariñosa que Adrien me impartía.
—Maestro, ¿cómo se consigue llegar a lo más alto? —pregunté a Adrien plantándome frente a su escritorio. Alzó la vista de los documentos que estudiaba y me miró con los ojos brillantes de orgullo. No conocía con exactitud la edad real de mi protector, pero su aspecto exterior era el de un joven de diecinueve años. Eso, unido a su trato fraternal, hacía que lo viera como un hermano mayor al que respetar y al que poder acudir siempre a pedir consejo. Ver el orgullo que sentía por mí hizo que por primera vez en mucho tiempo me sintiera feliz. Después de todo lo que había sufrido, por fin podía estar agradecido por mi nueva vida.
—Eres un joven muy ambicioso Mefisto. Eso es muy bueno jeune ami[4] —me dijo reclinándose en la silla—. Sin embargo recuerda bien lo que te voy a decir: primero, nunca muestres tus cartas; segundo, cuando entres en un lugar busca siempre una salida por la que poder escapar y tercero, y más importante, nunca hay que arriesgarse. Siempre hay que jugar con ventaja. Si no dispones de cierta ventaja no vale la pena jugar.
—¿Cómo se juega con ventaja, maestro?
—Con paciencia, con mucha paciencia. El tiempo corre en contra de los humanos que necesitan aprovechar cada momento como si fuera el último. Sus vidas están gobernadas por la incertidumbre del mañana, por el anhelo del carpe diem. Para nosotros el tiempo no es más que un instrumento con el que lograr nuestros fines. Algún día lo entenderás, Mefisto, aún eres muy joven —su sonrisa enigmática hizo que sintiera la necesidad de conocer ese secreto que se me escapaba a mis once años. Por ello me apliqué y gasté todas mis energías en aprender todo lo que él estuviera dispuesto a enseñarme.
—Pero… —una de mis cualidades era que jamás daba por terminada una conversación hasta que le exprimía todo el jugo, y esta conversación aún conservaba el néctar que yo ansiaba probar.
—No he olvidado tu pregunta Mefisto. El mejor modo de medrar en nuestro círculo es atrapar el alma de alguien del otro lado —me explicó con la misma paciencia que pregonaba.
—¿Te refieres a ellos? —pregunté señalando el cuadro que colgaba presidencial sobre la chimenea del despacho de mi tutor. Dos ángeles gemelos idénticos a los de la Capilla Sixtina, pintados por la misma mano, se mostraban pensativos y ligeramente aburridos. Mi maestro se burlaba con ese gesto de los habitantes del otro lado, como él los llamaba. Personajes aburridos y siempre ansiosos por seguir las normas, demasiado perfectos para romperlas.
—Sí, lo hago.
Sonreí complacido, ya tenía mi respuesta.
Ahora lo que tenía que hacer era organizarme y para ello necesitaba tiempo, que era justamente de lo que menos disponía. La teoría de Adrien sobre el tiempo en este caso no era válida para mí.
Roma, marzo de 2012
Encontrar a Rachel era la parte más fácil; parecíamos imanes, por mucha distancia que pusiéramos entre nosotros, el destino siempre se empeñaba en unirnos. Lo que me preocupaba era cómo reaccionaría al verme, sobre todo después de nuestro último encuentro, en el que había puesto excesivo interés en mostrarle todo lo cruel que podía ser. Fruncí el ceño molesto por el paradójico impulso que siempre me empujaba a protegerla alejándola de mí.
Seguía sentado frente al capuccino humeante en el Cafe della Pace situado en la vía con el mismo nombre, cuando la idea final que tanto me había costado encontrar hizo chispa en mi cerebro. El plan se plasmó completo ante mis ojos.
Me pasé las manos por el cabello, aturdido por lo magistral que era el movimiento. Demasiado bueno para ser cierto, jamás hubiese conseguido una jugada mejor ni planeándola durante siglos. Si todo salía bien conseguiría las dos cosas que siempre había anhelado: el poder y a Céline. Después de todo, regresar a Roma tampoco había sido una idea tan mala.
En menos de media hora ya había organizado con el iPhone mi nuevo viaje a la ciudad que nunca duerme. Si había algo que adoraba casi tanto como la libertad de esta época, era la tecnología que facilitaba desde contratar un viaje a través del teléfono móvil, el mejor invento que podía recordar, hasta localizar a una persona con solo buscarla en Facebook, Twitter o cualquiera de las redes sociales en auge.
Cuatro horas después estaba metido en un avión dispuesto a olvidarme de Céline, de Oliver y de las pocas debilidades que aún me permitía.
Después de que el avión despegara y dejara de distinguir la ciudad a mis pies, me di cuenta que las horas de viaje no iban a resultarme tan plácidas como otras veces. Siempre había disfrutado de un vuelo en primera clase, pero en esos momentos estaba más pendiente de que lo que dejaba atrás que de responder a las miraditas ávidas de la rubia del asiento de al lado. Me concentré en ella tratando de acortar las horas y desplegué mi encanto depredador. La rubia era la mejor forma de olvidarme de todo lo que me atosigaba, además cumplía la regla indispensable para mí: no era morena.
Me giré, y para hacerlo desplacé todo mi cuerpo de modo que no quedara ninguna duda de que estaba interesado. Clavé mi mirada en ella, era escandalosa, ¡perfecto!
Vestía un traje sastre rojo y ceñido, sus voluptuosos senos asomaban por la chaqueta entallada que llevaba, cuya falda eran tan corta que perdía todo el derecho de llamarse así. Me devolvió la sonrisa y se levantó sin dejar de contonearse con movimientos lánguidos y sensuales, incluso tuvo el descaro de mirarme de arriba a abajo evaluando lo que veía. Tuve que controlar la carcajada que su insolencia me había despertado. Su forma de andar era estudiadamente provocadora, sonreí complacido.
No era un alma cándida, era una mujer que sabía lo que quería y yo pensaba disfrutar de ello todas las veces que fuese necesario hasta olvidarme de mi nombre.
Cuando salí del cuarto de baño sonreí satisfecho temporalmente, incluso había conseguido que desapareciera de mi mente todo lo demás.
Armony, febrero de 2012
Lo que peor llevaba, de todo lo que constituía mi mundo, era tener que cambiar constantemente de lugar. Cuando por fin me acostumbraba a la nueva ciudad, Oliver decidía marcharse en busca de algo que jamás encontraría, la paz que perdió cuando firmó el pacto por el que vendió su alma a Mefistófeles. Y como siempre, yo lo abandonaba todo e iba tras ellos.
Solo que esta vez Oliver se quedaba, Mefisto había desaparecido y yo ya no tenía ninguna razón para seguirles.
La pareja a la que buscaba se sonreía como si no hubiese nadie más a su alrededor. La expresión de Oliver se había suavizado tanto en los últimos días que llegó a recordarme al niño con el que había crecido en Florencia.
Antes de acercarme y hablarles les observé conversar. Estaban sentados en el patio del instituto, disfrutando de los pocos rayos de sol que nos había traído el invierno. Oliver sonreía y susurraba una melodía en el oído de Danielle, que reía divertida y feliz. Para ellos todo había terminado y, contra todo pronóstico, había salido bien.
Me encaminé, resuelta e incómoda al mismo tiempo, hacia los árboles bajo los que estaban sentados. Había tanta intimidad en sus movimientos que me sentí una intrusa. Danielle tenía la facilidad de hacerme sentir así.
—He venido a despedirme —les dije a modo de saludo, avisando de ese modo de mi presencia.
Mi nueva pupila parecía aliviada de que me marchara. Intenté dejarle un poco de privacidad, no obstante, era difícil hacerlo cuando su mente gritaba tan fuerte.
—Pero no olvides que tienes un deber conmigo —le advertí molesta con ella y con su actitud respecto a mí.
Danielle era una persona muy intuitiva y casi desde el primer momento había sospechado que entre Mefisto y yo había sucedido algo. Era verdad y yo nunca mentía, lo que me molestaba era que a pesar de todo lo que este les había hecho aún albergara en su corazón una profunda e irracional simpatía por él. Y lo peor era que me molestaba porque era un eco de lo que yo misma sentía.
—Bueno Rachel, después de tanto tiempo juntos, creo que puedo decir que te voy a echar de menos —comentó Oliver terminando con la tensión provocada por el sepulcral silencio.
Una tímida sonrisa asomó a mis labios. Oliver era una parte de mi vida, prácticamente me la había pasado completa vigilándolo, atenta para que no facilitara víctimas a Mefisto. Me alegró comprobar que no era como yo había imaginado y que había luchado por alejarse del engañoso poder que le había sido otorgado.
Mi sonrisa se hizo más intensa cuando me vi en sus recuerdos. Habíamos estado a punto de ser familia.
—Supongo que puedo decir lo mismo —confesé sinceramente.
Estaba a punto de dar media vuelta y marcharme cuando una imagen se instaló en mi cabeza, la misma imagen que había intentado alejar de mí en muchas ocasiones, unos ojos verdes taladrándome, irritados y vencidos a partes iguales.
—Oliver. No fue culpa tuya. Fue mía —dije sin poder controlar el temblor de mi voz. Durante años había escuchado las lamentaciones de Oliver, había visto el sentimiento de culpa que le embargaba y había pasado de largo, ¿qué clase de ángel era yo que permitía que alguien sufriera con una mentira?
—¿A qué te refieres? —me preguntó, pero yo sabía que había comprendido a la perfección mis palabras.
—Isabella —contesté con un hilo de voz.
—No, Céline —negó usando mi antiguo nombre—. Me ha costado mucho aceptarlo, pero por fin sé la verdad y lo cierto es que no fue culpa tuya, ni mía, ni siquiera de Mefisto. Isabella tomó su decisión. Por muy horrible que esta haya sido, fue su elección. Eligió su camino igual que hemos hecho todos nosotros y todavía hoy seguimos haciéndolo.
Agradecí sus palabras con una trémula sonrisa, quizás en otro tiempo le hubiera abrazado, sin embargo hacía mucho que Céline no salía a la superficie.
—Adiós —me despedí. Ya no había nada más que decir.
Ignoré la punzada de dolor y lástima que Oliver sintió y la extraña mezcla de alivio y tristeza que invadió a Danielle y volví a sentirme como aquella fatídica noche en el laberinto, sola y perdida. Muy perdida.
Nueva York, marzo de 2012
Nueva York era la ciudad perfecta para gente como yo, era lógico que Adrien la hubiera escogido como cuartel de operaciones. El único inconveniente que le encontraba a la Gran manzana era que no estaba lo suficientemente lejos de Armony.
Paseé la mirada por la fachada del Edén, la discoteca más de moda de la ciudad. Estaba pintada con un gran mural verde lleno de prados y de luz. Me reí ante la velada burla de mi maestro: el nombre del local, la decoración… todo aludía al libro sagrado y a las creencias del otro lado.
La cola formada en la entrada me impedía ver de qué más se había mofado Adrien. Me acerqué confiado y consciente de que los sabuesos habían notado mi presencia. No iban a atacarme puesto que conocían mis intenciones y, en cualquier caso, en ese mismo instante, mi maestro ya debía de estar informado de mi aparición, el vínculo que nos unía se habría encargado ya de avisarle y si este fallaba, disponía de su propia cohorte infernal.
Aunque era prácticamente imposible que el vínculo fallara, puesto que estábamos lo suficientemente cerca como para que sintiera mi energía a su alrededor.
La relación entre pupilo y maestro solo tenía una limitación real, y esa era la distancia. Mientras había vivido en Armony, o en otras ciudades, no había podido sentir el poder que emanaba de Adrien. Dicha limitación afectaba incluso en la misma ciudad, de una punta a otra se perdía el contacto. Y ese era precisamente el motivo por el que me había establecido lo más lejos del Edén. Lo más alejado posible de él. Los siglos que había vivido a mi aire me habían acostumbrado a disponer de intimidad y no estaba dispuesto a renunciar a ella, ni siquiera para representar el papel del hijo pródigo.
Me detuve al inicio de la larga hilera de gente que esperaba para entrar al local con la intención de ejercer mi derecho de VIP. Escuché protestas y algún silbido, pero apenas les presté atención. Frente a mí tenía una imagen con la que no había esperado encontrarme nunca más. Las puertas que franqueaban la discoteca formaban parte del gran mural que había vislumbrado antes, en ellas destacaba una pareja desnuda y abrazada. Una serpiente verde y dorada se enroscaba desde el tobillo hasta el muslo de la chica. Unos muslos blancos que yo sabía que eran sedosos y cálidos. Lo sabía porque los había tocado a escondidas bajo la mesa del comedor, en el jardín de las rosas, en todas partes. Isabella sonreía dándoles la bienvenida a los visitantes del Edén, pero esa mueca provocativa y calculada nunca había estado en sus labios antes. La perdición de Adán había tomado la forma física de Isabella, pero no su dulce personalidad.
El portero me permitió pasar tras dirigirme una mirada apreciativa. No le hizo falta nada más, puesto que compartíamos naturaleza.
El local por dentro era tal y como me había imaginado, elitista y sofisticado. Su forma circular me hizo sonreír. Mi maestro no solo se había burlado de las creencias de los del otro lado, también se había atrevido a reírse de las nuestras.
No eran nueve círculos como los que Dante había creado en La divina comedia; no obstante, la idea quedaba bastante clara. En el centro de la discoteca estaba la pista de baile iluminada por decenas de focos en movimientos. Tras ella, con forma semicircular, estaba dispuesta la barra en la que camareros y camareras vestidos de negro y rojo servían a los clientes. En el centro del siguiente semicírculo había varias puertas señalizadas como cuartos de baño y al extremo izquierdo dos puertas más, y era de una de ellas de donde salía la energía de mi maestro.
Evité dirigirme a la zona de despachos; primero necesitaba tomarme una copa. Avancé sin perderme ninguno de los detalles de las paredes. Los murales no se limitaban a la parte exterior, hacia la mitad de la pared que quedaba libre de la barra, estaba pintada la misma serpiente verde y dorada. Seguí su trayecto con la mirada esperando volver a encontrarme con Isabella, pero la cola de la serpiente esta vez no se enroscaba en su cuerpo sino en el árbol de la fruta prohibida.
Impresionante, eso había que reconocérselo. Adrien siempre había sido un snob aunque su buen gusto no podía ponerse en entredicho. Era uno de los demonios más antiguos, al menos de entre los creados. Los originales eran otra historia y, a pesar de tener cientos de años, aparentaba diecinueve. Su pelo rubio y sus ojos grises lo hacían parecer joven e incluso inocente y el acento francés que tanto se había esforzado por mantener le permitía marcar las distancias con la plebe.
No había hecho más que acercarme a la barra cuando una preciosa rubia se paró a mi lado. Sonreí famélico. Mi maestro aún recordaba mis gustos. Comprendí que eso era un punto a mi favor, pero me molestó tener que olvidarme de la copa; realmente la necesitaba.
—¿Sería tan amable de acompañarme, señor Mefisto? —me preguntó la sonriente y proporcionada rubia.
Me estremecí. La chica era humana e inocente, no tenía la más remota idea de para quién trabajaba.
—Por supuesto, pequeña. Por cierto, puedes llamarme Gabriel —le ofrecí guiñándole un ojo.
La chica sonrió francamente y supe que no se resistiría a mis avances. El problema era que yo no estaba dispuesto a intentarlo, mi encuentro con la rubia del avión me había demostrado que ya no estaba tan receptivo como antes. Deseché el pensamiento para otra ocasión en la que dispusiera de más intimidad mental y la seguí poco interesado en el vaivén de sus caderas y la suave curva de su trasero. Fijé mi atención en la pista de baile que estábamos bordeando.
Al entrar me había visto tan eclipsado por la decoración que no había sido consciente de la variedad de bailarines que había en la pista. Los había que parecían haber nacido en un escenario y también estaban los que apenas se sostenían en ella. Del mismo modo también destacaba la variedad en cuanto a grupos; si bien predominaban los demonios y los humanos, también se prodigaban algunos ángeles descarriados.
La rubia se giró para comprobar que le seguía y me indicó con la cabeza, en un gesto apenas perceptible, que me colocara a su lado. Sonreí y me acerqué más a ella, pero me mantuve a su espalda.
—Disfruto más las vistas desde esta posición —le respondí con una mirada cargada de picardía. No tenía ganas de soportar su escrutinio ni tampoco ninguna insinuación.
Me devolvió la sonrisa y siguió caminando. Ni siquiera me molesté en preguntarle su nombre, no estaba interesado.
La rubia llamó a la puerta y se apartó para que la abriera y pasara. Nada más entrar en el despacho de mi maestro la vi parada tras su silla, susurrándole algo al oído que provocó que Adrien asintiera complacido. Ni siquiera me despedí de la chica que me había acompañado. Una imperdonable falta de educación provocada por el estupor que me estaba causando la visión.
Durante un largo minuto fui incapaz de hablar o hacer cualquier otra cosa más que mirarla fijamente; poco me importó la sonrisa triunfal que apareció en el rostro de mi maestro. Tuve que agarrarme al respaldo de la silla que había frente a mí porque las piernas comenzaron a temblarme.
—¿Isabella? ¿Eres tú? —pregunté mareado por la sorpresa de ver a uno de mis fantasmas parado frente a mí.
Una reacción extraña para alguien que había vivido tanto como lo había hecho yo. Guardé esa idea en la cabeza para revisarla más tarde y crucé los dedos para que hubiera un más tarde.
—No seas absurdo, Mefisto. Isabella está muerta. Eva es solo alguien que se le parece. Aunque tu reacción es bastante normal —respondió Adrien con una sonrisa encantada, era él quién había orquestado el encuentro entre la falsa Isabella y yo. Siempre había sido un gran admirador del teatro y de los grandes dramas y si por algo se caracterizaban estos, era por las apariciones inesperadas.
Arqueé una ceja. ¿Eva? No fue necesaria formular la pregunta en voz alta para que él comprendiera.
—¿Irónico, verdad? Sus padres acertaron con el nombre —dijo mientras le daba una juguetona palmada en el trasero—, aunque en eso fue en lo único en que acertaron ―dijo más para sí que para nosotros.
—Seguro que sí —comenté de pasada. Una vez superado el shock inicial pude recomponerme lo suficiente como para mostrar mi mejor cara de póquer, a pesar de que mi mirada terminaba desviándose en su dirección.
—Me alegra verte, he escuchado muchas cosas sobre ti últimamente… —dijo tanteando mi reacción.
—Todo es falso maestro —refuté socarrón, fingiendo una diversión que no sentía. Me estaba costando mucho apartar la mirada de Isabella o de su doble, más bien.
—Eso ya lo suponía —dijo mientras me señalaba una silla frente a su escritorio.
La tal Eva abandonó discretamente la habitación y yo pude volver a pensar con claridad. Estaba allí con un fin mucho más importante que una visión del pasado, estaba allí para salvar mi pellejo.
—De lo contrario no habrías venido a la boca del lobo —comentó reclinándose en la silla.
—No maestro, no soy tan tonto.
—Soy perfectamente consciente de ello. No olvides que yo te eduqué —explicó con una pizca de orgullo en la voz.
—Todo lo que he hecho en estas últimas semanas ha sido premeditado. Nunca he querido traicionar a los míos. Todo formaba parte de un plan —mentí intentando no pensar en nada que pudiera delatarme ante él.
—Te escucho —dijo al tiempo que despegaba su espalda de la silla y apoyaba los brazos sobre el escritorio acercándose a mí, que estaba sentado al otro lado de la mesa. Sus ojos brillaban expectantes.
—Voy a conseguir que Céline se una a nosotros —esperé un gesto, una mirada de reconocimiento, sin embargo esta no llegó y continué con mi discurso ensayado—. Su caída será mi subida, nuestro éxito, maestro. Nunca estuve interesado en Oliver, siempre quise tenerla a ella —dije consciente del doble sentido que tenían mis palabras.
—Eso nadie lo ha dudado nunca, Mefisto. Por lo que me cuentas deduzco que has seguido mis instrucciones al pie de la letra, has mostrado paciencia, incluso demasiada para alguien inmortal. Pero, ¿qué te hace pensar que va a volver a caer en tus redes? La primera vez que confió en ti perdió su rango y después la abandonaste a su suerte ¿de verdad crees que volverá a dejarse engañar por ti? Nunca me ha parecido una estúpida, de hecho creo que es una criatura fascinante.
—¡Estoy seguro!
—¡Muéstrame tus cartas, Mefisto! —pidió admirado por mi seguridad. Si había algo que mi maestro amaba era, sin lugar a dudas, los hilos con los que se entretejía la traición.
—Su compasión por mi precaria situación hará que quiera salvarme a toda costa. Su infinita misericordia —pronuncié esas palabras con sorna—. Será su perdición y nuestra victoria.
—¡Brillante! —aplaudió Adrien—. Realmente brillante. Estoy deseando volver a verla y disfrutar del espectáculo que vas a montar. Llámalo intuición, pero algo me dice que Céline está más cerca de lo que pensamos.
Me tensé en la silla, incómodo. La idea que Céline estuviera al alcance de mi maestro me perturbaba más de lo que conseguía explicarme racionalmente.