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Capítulo 18

Nueva York, abril de 2012

Desde la noche en el Edén no había vuelto a saber nada de Rachel, y de eso ya habían pasado dos semanas. Cuando no apareció al día siguiente pensé en darle unos días para que asimilara lo que le había confesado y la implicación que ella tenía en mi plan. Sin embargo, después de ese tiempo otorgado no había vuelto a saber nada de ella, y no era porque no la hubiera buscado. Su piso estaba vacío y yo no había modo de encontrarla, sobre todo si lo que quería era esconderse precisamente de mí.

Estaba preocupado y me molestaba estarlo, pero eso no cambiada el hecho de que lo estuviera.

Había visitado varias veces el MOMA y el Guggenheim, no había rastro de ella por ninguno de los museos de la ciudad. Algo grave tenía que haber sucedido en el despacho de Adrien para olvidarse de mí y de mi seguridad.

Una ira homicida se apoderó de mí cuando contemplé la idea de que la había lastimado, pero la deseché en cuanto recobré la lucidez. Adrien había salvado a Céline de morir en París, la había protegido del ataque de Isabella… que la hubiera lastimado ahora no era una opción.

Definitivamente si quería saber qué había sucedido tenía descubrir qué demonios había pasado en ese despacho.

Barajé diversas fuentes y Adrien fue la primera que descarté, no podía ir de frente y preguntarle directamente qué le había hecho a Rachel, puesto que se suponía que teníamos una relación y en ese caso, yo debería estar enterado de todos sus movimientos.

Mi segunda opción y posterior descarte fue Verónica, la camarera del Edén, pero era bastante improbable que supiera nada, no parecía estar entre los círculos interiores de Adrien. Así pues solo me quedaba una alternativa, y no era precisamente la que más me atraía.

Las únicas dos veces que había visto a Eva habían sido, una en el Edén y otra en mi propia casa, así que estaba bastante perdido sobre cómo dar con ella. Mi única posibilidad era que esa noche fuera a la discoteca.

Como todavía faltaban muchas horas, decidí volver visitar el MOMA con la esperanza de descubrir qué era lo que lo hacía un lugar tan importante para Rachel. Para mí no era más que un espacio en el que encontrar cuadros de pintores muertos. Nada que no pudiera encontrar en cualquier otro museo.

Una vez que estuve dentro del museo me di cuenta de que había sido un nuevo error en mi ya repleta lista de errores. No debería importarme el porqué de esa obsesión que siempre había sentido Rachel por la pintura, en realidad no debería importarme nada relacionado con esa persona, pero nunca había sido capaz de encontrar la manera de evitarlo.

Pasé de largo el Matisse. De repente ya no me interesaba descubrir cuál era la magia que escondían esas paredes, ya no quería ser consciente de lo que deseaba Rachel. De lo que soñaba Céline.

Me detuve ante Vencejos: trayectorias y secuencias de Giacomo Balla. Era lo suficientemente abstracto como para que no viera nada en él.

Me concentré en las vibraciones y en los contrastes de color. Tenía que reconocer que no eran las pinturas negras de Goya, pero el cuadro me atraía con la misma fuerza.

Balla representaba los efectos que la luz reflejaba, oscuridad y luz, la dualidad estaba representada en los colores que lo componían. Como la vida, como las personas, como las decisiones, todo lo que conocemos contiene un lado oscuro y un lado de luz. Solo que en mi caso estaba tan fundido que costaba separarlos, hasta para mí se volvía imposible la tarea.

Florencia, 1535

Parpadeé varias veces, como si al hacerlo consiguiera despertar de la pesadilla que me asolaba.

Dejé de escuchar los gritos y el llanto a mi alrededor. Me evadí de aquello. Desconecté mi sentido del oído, quise también desconectarlos todos pero tenía que seguir ahí. Todo lo que tan minuciosamente había planeado se había vuelto un imposible, el sueño se había transformado en pesadilla y se alejaba más y más de mi alcance.

Vi como Fausto se agachaba sobre el cuerpo que yacía en medio del patio de su casa. No necesité escuchar sus lamentos, ni el grito desgarrado que brotó de su pecho cuando vio quién era la persona que su madre sostenía entre sus brazos, podía sentir el dolor que le atravesaba, el odio que estaba sintiendo en ese mismo momento por mí… Me culpaba por lo sucedido, se culpaba a sí mismo por no haberla protegido.

Pero nada de eso consiguió conmoverme, contemplé impasible cómo con manos temblorosas desabrochaba la cadena de oro del cuello de Isabella, besaba la diminuta cruz y se la metía en el bolsillo del jubón. El pelo revuelto, la ropa descompuesta, incluso fui capaz de oler el perfume afrutado del vino en su aliento.

Fausto había tomado una decisión que me afectaba a mí y a Céline y nos trastocaba a todos. No podía dejarle marchar sin más; era mi proyecto, la persona que haría que medrara en mi círculo, gracias a él tendría más poder. Pero tampoco podía dejar a Céline, la necesitaba a mi lado para seguir viviendo.

La revelación me golpeó con fuerza en el estómago, ver el cuerpo inerte de Isabella me había impactado tanto que desconecté mis oídos. Saber que Céline lo era todo para mí, había hecho que no viera nada que no pudiera mantenerme en pie.

Me tambaleé sobre mis talones, me sentía ebrio y tenía nauseas.

No podía permitir que ella lo supiera, no podía permitir que me controlara.

En ese instante no me importó que se quedara esperándome. Era mucho mejor que la decepcionara ahora a que lo hiciera después, cuando el matrimonio fuera irrevocable.

Si hay algo en lo que los dos bandos estaban de acuerdo, era en la validez del contrato matrimonial, pero sobre todo, no podía rendirme a ella, aún no estaba preparado.

«¿No querías saberlo?», me digo molesto conmigo mismo, «pues ahí lo tienes».

Lo que atraía a Rachel a este lugar, lo que hacía que pintara las paredes de su casa eran los malditos recuerdos. El dolor de todas y cada una de las pérdidas que había sufrido, cinco siglos de pérdidas, de separaciones de reencuentros y dolor. Y gran parte de todo ese sufrimiento, por no decir todo, había sido infringido por mí y por mi incapacidad a admitir que otra persona me importaba.

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De nuevo en el Edén, el portero arqueó una ceja interrogante, no hizo falta que verbalizara la pregunta, ya sabía qué quería saber.

—La he dejado en casa, no conviene que se acostumbre a venir conmigo a todas partes —le dije al demonio de la puerta.

Pareció confuso unos momentos, como si le costase entender la broma, pero cuando por fin la captó se echó a reír tan fuerte que me contagió una auténtica y genuina sonrisa.

Todavía riendo se apartó y entré en el local. Agudicé la vista, no tenía ganas de que Adrien supiera que estaba allí. Era lo que menos me apetecía, pero tampoco podía ignorarle o sospecharía y estando tan cerca era imposible que no sintiera mi presencia.

Estaba tan centrado en buscar a Eva entre los bailarines, que no me di cuenta que no sentía el tirón que me conectaba a mi maestro.

Sonreí a una par de chicas que me rozaron al pasar y bordeé la pista de baile para acercarme hasta el despacho del jefe. Quizá si jugaba bien mis cartas descubriría dónde andaba Eva. Porque una cosa tenía clara, no iba a tratar nada que tuviera que ver con Rachel con Adrien.

Una vez frente al despacho de mi maestro me sorprendí al no encontrar vigilancia en la puerta y me descolocó que estuviera cerrada con llave. Tras llamar y esperar una respuesta, cogí el pomo para comprobar que estaba cerrada.

—No hay nadie —susurró una voz femenina en mi oído.

Me giré para encontrarme con la rubia o con Verónica, pero todavía era reticente a darle un nombre, si pensaba en ella por su nombre se convertiría en una persona para mí y no tenía ganas de que eso sucediera. Parecía buena chica y yo no estaba interesado, fin de la historia.

—Hola, preciosa —la saludé amable pero distante.

Frunció el ceño ante mi epíteto, supuse que esperaba el princesa, pero no estaba Rachel, por lo que no había razón para que la llamara así.

—Si buscabas a Adrien has venido en vano. No está —no se me escapó el dolor de su voz. Sin duda esperaba otra cosa de mí.

—¿Dónde ha ido? —pregunté cada vez más intrigado.

—De viaje de negocios, estará fuera unos días. En su ausencia Eva es la que se encarga de que todo funcione correctamente.

—¿Eva? —«¡Bingo!» pensé, ya tenía lo que andaba buscando y sin ningún esfuerzo extra.

—¿Sabes dónde está Eva? —pregunté aliviado de que no hubiese sido tan difícil localizarla.

—En su despacho —me respondió señalando una puerta contigua a la de Adrien.

—Gracias, princesa —le ofrecí el princesa sabiendo que la iba a hacer sonreír. Era algo así como un premio de consolación.

Tal y como había imaginado mi apodo le agradó y me regaló una sonrisa sincera y feliz, que no supe por qué me hizo sentir incómodo. Me sentí culpable por llamarla de la misma forma con que había apodado de niño a Céline.

Yo no tenía conciencia ni, por lo tanto, remordimientos, debía tratarse de cualquier otra cosa.

No obstante, el molesto sentimiento desapareció con la misma celeridad con que había llegado, cambiando nuevamente mi estado de ánimo, que ahora era expectante.