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Capítulo 16

Armony, abril de 2012

Por primera vez desde que abandoné Florencia, y con ella la casa de mis padres, había conservado algo que me ataba a un lugar: mi casa en Armony. Una pequeña vivienda con dos plantas. En la primera había una cocina y un salón, y en la planta superior estaba el único dormitorio y el cuarto de baño. Una casa pequeña y acogedora a la que llamaba hogar.

Nunca antes lo había hecho, en cuanto abandonábamos una ciudad cortaba los lazos que me unían a ella, tanto emocionales como físicos. O bien ponía la casa en venta o bien dejaba de pagar el alquiler. Los cambios de domicilio eran tan rápidos que nunca tenía tiempo de recuperar la fianza. Oliver huía de sí mismo constantemente y sin descanso, siempre me asombraba que no se diera cuenta que huir de uno mismo era una tarea imposible. Yo lo había descubierto mucho antes que él, a base de golpes y lágrimas, sin embargo aprendí la lección, desde ese instante nunca volví la vista atrás, jamás hasta que conocí esta ciudad.

Cuando entré en mi casa sentí ese olor tan característico, el aroma a pintura mezclado con el olor del cielo de Armony, y el polvo de los meses acumulados durante mi huida a Nueva York. Una sonrisa triste se instaló en mis labios al pensar en ello, esta vez Oliver se había quedado y era yo la que se había marchado buscando algo nuevo… La única diferencia era que a mí nadie me había seguido, continuaba estando tan sola como lo había estado siempre.

Tristan acudía cuando lo necesitaba pero no era suficiente, ansiaba tener a alguien a mi lado cada día de mi vida. El problema era que no había sido plenamente consciente de mis necesidades hasta hacía unas pocas semanas.

Dejé la maleta y la mochila que traía conmigo en la entrada y comencé a abrir las ventanas. El aire fresco de abril se coló por ellas y se llevó consigo el olor a cerrado y mis tristes pensamientos.

Deambulé por mi casa con una sensación de estar en el lugar correcto, todo seguía como cuando me fui de allí precipitadamente.

Después de salir del motel en el que hablé con Gabriel, solo pensaba en poner distancias entre Armony y yo, ya que de alguna manera, con ello lograría dejar atrás los sucesos de los últimos días.

Con mis escasas pertenencias a cuestas subí hasta mi dormitorio, me puse una de mis viejas camisetas oscuras y mis nuevos vaqueros pitillo, recogí mi cabello en una cola alta, y con unos gruesos calcetines de lana regresé abajo dispuesta a tomar las riendas de mi vida.

En la cocina todavía quedaban periódicos, así que me hice con unos cuantos, con un balde pequeño de agua y regresé al salón. Los abrí y uno a uno fui colocándolos cuidadosamente, de manera que cubrieran cada baldosa del suelo, me tomé mi tiempo para que todo quedará perfecto y evitar así limpiar después.

Para impedir que los papeles se movieran, metí mi mano en el agua y rocié los periódicos con las gotas que chorreaban por mis mojados dedos.

Una vez que estuvo hecho regresé a la cocina, abrí la despensa y saqué un cubo grande y blanco que arrastré conmigo al comedor, tirando de él con las dos manos.

De nuevo en la cocina, recogí lo que no había podido llevarme antes y comencé con la tarea de remodelar mi vida, empezando por borrar el gran mural que presidía mi salón.

París, 17 de julio de 1798

Ya desde antes del fatídico catorce de julio reinaba el caos en las calles de Paris, pero después de la toma de la Bastilla, la inseguridad era mucho peor. Nadie estaba seguro ni en su propia casa, el pueblo asaltaba las mansiones y palacetes con antorchas y cualquier instrumento que les sirviera para la lucha. Estaban dispuestos a terminar con todo aquello que oliera a nobleza, a injusticia, a poder corrupto.

Me encontraba en medio de la revolución, siguiendo a Fausto, que en un afán autodestructivo y suicida había decidido permanecer en París después de que Luis XVI hubiera perdido la cabeza en los brazos de madame guillotina.

Fausto, e incluso yo misma, que era hija de un conde, éramos nobles en el infierno en que se había convertido la ciudad. No era de extrañar que Adrien hubiese regresado a su patria, si no hubiese sido imposible hasta para él. Habría pensado que estaba involucrado en la revolución que estábamos viviendo.

Me arrebujé en mi capa y traté de esconder mi vestido gris perla lo mejor que pude. Me había puesto uno de los más viejos y poco llamativos que tenía, sin embargo no era suficiente; la calidad de la tela, el corte, cualquiera se daría cuenta de que se trataba de ropa de cara. Bajo la capucha de mi capa, iba sin peluca y con el cabello sin empolvar, solo se me había ocurrido eso para disfrazar mi condición. Lo único que me quedaba, si me descubrían, era fingirme burguesa, la simple hija de un rico comerciante.

Seguí andando entre las sombras, parándome cuando escuchaba el tumulto próximo a mí y escondiéndome cuando pasaba lo suficientemente cerca como para oler el humo de las teas.

Ya casi había llegado a mi destino cuando escuché la voz ebria de Fausto tras de mí, gritando a la noche que él era el Fausto, Oliviero Basani, Conde de Basani y que no pensaba huir de nuevo.

A su lado Mefisto reía divertido con la peluca torcida, que se mantenía sobre su cabeza en un ángulo imposible. Me giré dispuesta a hacerlos callar y me topé con los ojos pardos de Mefisto, demasiado cerca de los míos.

—Céline, qué agradable sorpresa —dijo alargando las sílabas. Era evidente que él también había abusado del alcohol esa noche.

—Claire, por favor. Llámame Claire —le pedí mirando a mi alrededor—. Y haz que Fausto cierre la boca de una vez, madame guillotina puede acabar con nosotros para siempre. ¡No seas estúpido Mefisto!

Tanto Mefisto como yo éramos inmortales, podíamos vivir eternamente mientras mantuviéramos la cabeza sobre los hombros. Si nos atrapaban, todos estaríamos perdidos, y el que más riesgo corría era Fausto, porque si moría su alma se iría derechita al infierno, donde cumpliría su parte del trato.

Mefisto sonrió burlón.

—Michel. Tú eres Claire y yo Michel, ninguno de los dos deberíamos olvidarlo —dijo sonriente.

No hice caso a la burla implícita en el nombre elegido, estaba demasiado acostumbrada a que siempre eligiera los nombres de mis hermanos.

En ese instante lo más importante para todos era conservar la cabeza sobre nuestros hombros.

—Tenemos que llegar a casa de Adrien cuanto antes —le insté. Estaba claro que compartíamos un destino común.

—¿Por qué crees que estamos aquí, princesa? Buscamos lo mismo que tú, que Adrien nos saque de este maldito infierno. Por el camino solo nos divertimos.

—Arriesgas demasiado. No solo tu vida, sino la de él —dije señalando a Fausto, que bailoteaba en medio de la calle desierta.

—Y tú no arriesgas nunca, ¿verdad? Es una maravillosa idea acudir en plena madrugada a casa de un demonio a solicitar su ayuda —me regañó desafiante—. Lo que no comprendo es porque crees que él va a ayudarte.

—No dudes que lo hará —respondí segura.

Su mirada entonces cambió, se volvió especulativa e interesada. Me tomó de la mano y me guió hasta la callejuela más próxima y oscura. Sin fuerzas para oponerme a él, me dejé llevar. Vi por el rabillo del ojo como Fausto paraba de bailar y se permitía caer al suelo, arrastrándose hasta la pared más próxima, probablemente interesado en dormir la borrachera.

—¿Dónde has estado este tiempo? —preguntó Michel bajo los efectos del vino, que todavía podía oler en su aliento.

—Siempre he estado aquí —respondí alzando la nariz.

—No es cierto.

—No fui yo la que se marchó, no fui yo la que no acudió a la cita —por fin lo había dicho. Después de tanto tiempo había liberado mi dolor.

—No pude hacerlo —susurró sobre mis labios antes de besarme.

Durante unos instantes olvidé dónde estábamos, olvidé todo menos que estaba nuevamente entre los brazos de Mefisto. Ni siquiera recordé la larga espera en el laberinto donde había prometido venir a por mí y donde nunca llegó, las lágrimas que derramé por su ausencia y por la culpa que me atenazaba el pecho y que no pude compartir, la noticia de la perdida de mi rango, el miedo a la soledad…

En ese instante solo me dejé llevar por mis embargados sentidos, por el calor abrasador de su cuerpo, por la dulzura de su boca, por él.

Pero el ruido de la turba encabezada por los sans-culotte[12] quebró el extraño momento de dicha que me había sido regalado.

—Están cerca —comentó repentinamente sobrio—. Y la verdad es que, aunque son muy agradables, tus besos no valen tanto la pena.

Volví a sentir la misma punzada que me recordaba que la felicidad junto a Mefisto solo duraba unos pocos segundos.

—Vayamos pues —le insté, fingiendo que no me había dolido su comentario. Corrí hacia donde estaba Fausto y entrelacé mi brazo al suyo para ayudarle a levantarse.

—Hola, Céline —me saludó sonriente, como si ciertamente se alegrara de verme.

—Hola, Fausto, estás hecho un asco —le dije arrugando la nariz.

—Tú siempre tan amable, dulce y cariñosa —dijo riendo

—Déjate de halagos ―le respondí en el mismo tono de mofa.

A partir de ahí caminamos en silencio para evitar ser escuchados, teníamos que abandonar París y seguramente Fausto, en esos momentos, ya había elegido nuestro próximo destino.

Esa fue la única vez que Mefisto y yo hablamos de nuestro intento de estar juntos. De cómo me abandonó aquella noche en el laberinto.

Y ese beso robado era el que presidía la pared principal de mi salón, un recuerdo como todos los que conservaba de él, entre dulce y amargo, a medio camino de un lado y el otro, blanco y negro, bueno y malo.

No sentí nada cuando el rodillo con pintura blanca borró de una pasada el ayer. «Tabula rasa», pensé. Ya era hora de escribir una nueva historia, una en la que la felicidad me durara más que unos pocos segundos robados a un sueño.