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Capítulo 13

Faltaban algunos minutos para las once de la noche cuando giré la esquina de la casa de Rachel, me encontraba extrañamente nervioso. La última vez que había esperado a Céline las cosas no habían salido como ninguno de los dos esperaba.

Deseé que esta vez fuera diferente.

La puerta de abajo estaba abierta, así que no tuve que llamar. Aun así, me entretuve parado en el cristal revisando mi atuendo. Me había puesto una camisa negra de Dolce & Gabbana, mi marca fetiche y unos vaqueros oscuros de Gucci, unas botas del mismo color que la camisa remataban mi vestuario. Estaba perfecto para enloquecer a cualquier ángel principado, antiguamente arcángel. Sonreí completamente seguro de mí mismo.

Me encaminé hacia el viejo ascensor ansioso por comprobar cómo nos iba la noche, cuando bajé del montacargas me encontré con Rachel de pie frente a mí.

—Llegas puntual —me felicitó sorprendida. Supe que una parte de ella había esperado que no apareciera, que volviera a dejarla esperando. Sentí una inesperada punzada de remordimientos.

Le respondí con una sonrisa vacilante cuando desvié la mirada de su cara a su cuerpo. Ella notó el movimiento de mis ojos.

—¿Voy lo suficientemente arreglada para ti?

Tardé más de lo habitual en responder, llevaba un corpiño rojo y negro que se ataba por delante con corchetes y lazos, con una falda de tul capeada, corta y negra. Sus piernas se mostraban interminables bajo la tela. En los pies calzaba unos botines también negros con un tacón que la hacía parecer casi tan alta como yo, pero sin duda mi mirada se quedó estancada en el trozo de piel de su pecho que el corpiño dejaba al descubierto, en la elegante línea que discurría desde su garganta hasta sus clavículas. Instintivamente alargué el brazo, pero lo retiré inmediatamente, fingiendo que gesticulaba para que se diera la vuelta y poder verla por todas partes.

Llevaba su cabello lacio y negro suelto como siempre, salvo por una pequeña modificación que le sentaba a las mil maravillas: se había cortado el flequillo recto sobre sus perfectamente depiladas cejas, lo que le quitaba seriedad a su aspecto.

—Creí que habías abandonado definitivamente el negro —le respondí evitando con ello contestar a su pregunta.

—Y lo he hecho, he añadido el rojo. ¿No lo ves? —dijo sacando pecho y mostrándome más piel sedosa y tentadora.

—Voy a besarte —la avisé cuando la idea se instaló repentinamente en mi cerebro.

—¿Qué? —preguntó sorprendida por el cambio en nuestra conversación.

—Tranquila, tampoco es que me apetezca mucho la idea, sin embargo ha de resultar creíble cuando lo haga delante de Adrien —le conté para restarle importancia al hecho que deseaba hacerlo y que necesitaba justificármelo.

Desde el mismo instante en que entré en la casa, desde el segundo cero en que la vi parada frente a mí, sorprendida porque esta vez no le hubiera fallado.

—¿Por qué vas a tener que besarme delante de Adrien? —a diferencia de mí, ella parecía dispuesta a todo para retrasar el momento.

—Quizás no exactamente delante de él, no obstante, seguro que tiene espías vigilándonos y no creo que sea muy inteligente que te apartes o te muestres arisca cuando lo haga. Así que lo mejor es practicar el beso antes de hacerlo con público.

—Está bien. Tampoco puede ser tan malo —respondió fingiéndose indiferente.

—Me halagas, princesa —contesté haciendo lo mismo.

Suavemente acerqué mis labios a los suyos, eran mucho más suaves de lo que los recordaba. Su boca se abrió para mí y su aliento se fundió con el mío, le rodeé la cintura con mi brazo derecho y la atraje más hacía mi cuerpo. Utilicé la mano izquierda que me quedaba libre para acariciarle el cabello, la sien.

La esencia de esa chica inundó mis sentidos, su aroma, su sabor, el tacto de su suave piel, el sonido ahogado de sorpresa y deseo que emitió cuando introduje mi lengua en su boca.

Pude sentir como poco a poco iba cediendo al beso, pero yo no dejé de instigarla para que se soltara, para que se pusiera en mis manos. Finalmente me sentí triunfal cuando se pegó a mí y me rodeó el cuello con los brazos. Su gesto cambió el beso que se volvió más salvaje, posesivo y desesperado.

Sin dejar de besarla la empujé contra la pared (sonreí sobre sus labios al pensar en las veces que la había empujado contra una pared y había ansiado hacer esto), metí mi rodilla entre sus muslos y la obligué a separarlos para mí. Mis manos abandonaron su cabello y se instalaron en sus piernas desnudas, noté el respingo que dio cuando sintió el calor de mis palmas sobre la delicada piel de sus muslos. Sin dejar de besarla subí por sus costillas, hasta llegar a sus pechos. Me peleé con los lazos de su corsé igual que en los viejos tiempos mientras intentaba desatarlos.

No sé cuanto tiempo estuvimos besándonos y acariciándonos, en algún momento yo perdí mi camisa y el control de la situación.

La pasión y el deseo me cegaron, pero entonces Rachel me sacó de la bruma en que me encontraba cuando me llamó Mefisto, momento en que recuperé la cordura. Me obligué a mí mismo a soltarla, a romper la conexión que nos unía.

No podía dejar que ella tuviera el control, tenía que dominar la situación en todo momento si no quería sucumbir a lo que Rachel me hacía sentir. Había metido la pata en el museo, pero aún tenía una oportunidad y no pensaba perderla por un simple calentón.

Me separé con la respiración agitada. Los ojos de ella se veían confusos, aún estaba bajo los efectos del beso. Momento perfecto para darle el toque de gracia que volvería a darme el poder.

—Vaya, princesa, para no querer besarme has estado a puntito de devorarme.

Su mirada transparente se convirtió en agua congelada. De nuevo había dado en el clavo.

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Edén era el nombre del local que pertenecía a mi antiguo amigo y el local más de moda de todo Nueva York; el sentido del humor de Adrien era de lo más mordaz.

La fachada del local estaba pintada con motivos bíblicos, una burla descarada a mi familia. A pesar de mí misma sonreí por su desfachatez, era una verdadera lástima que hubiera elegido el lado equivocado. Adrien era demasiado inteligente y sofisticado para la inmundicia que reinaba en el otro lado, el descontrol y el caos no eran rasgos del carácter de Adrien, y dudaba que él mismo pudiera tolerarlos si me fijaba en lo ordenada y disciplinada que era su existencia desde que nos conocíamos.

El taxi nos había dejado prácticamente en la puerta, donde una larga hilera de gente esperaba para entrar. Sin pedirme permiso ni hacerme ningún gesto de aviso, Gabriel me tomó de la mano y me condujo hacía las puertas de acceso. Tuve que hacer un esfuerzo para no retirarla, no porque me molestara el gesto sino por todo lo contrario, me gustaba demasiado y tan solo hacía unos minutos él me había demostrado en mi casa que no sentía lo mismo.

Nos saltamos la cola y nos acercamos al enorme portero que franqueaba la entrada. El demonio me miró sorprendido, después miró a Gabriel y le guiñó un ojo mientras reía con exageradas carcajadas que dejaban al descubierto sus seis dientes de oro. Me fijé en sus musculosos brazos tatuados, conté seis: tres en el brazo derecho, dos en el izquierdo y uno en el cuello a modo de collar de perro. Al parecer el demonio todo lo hacía de seis en seis.

—Enhorabuena hermano. ¡Preciosa pieza! —le dijo al tiempo que nos permitía pasar con una elaborada reverencia.

Me abstuve de hacer comentarios. Era exactamente lo que pretendíamos con esta pantomima, que la gente pensara que estábamos juntos, que yo había decidido renunciar a mi naturaleza por él, y al parecer no resultaba tan increíble como yo había imaginado.

Decidí no preocuparme por ese tipo de reacciones, al menos de momento.

El Edén por dentro era simplemente fascinante, nunca había estado en un lugar como aquel. Destilaba clase y estilo por todas partes. Mientras Gabriel me arrastraba hacia la barra me fijé en que las camareras y los camareros parecían modelos de pasarela vestidos de rojo y negro, no había entre ellos nadie que pudiera calificarse de poco atractivo o normal.

Pero lo que llamó especialmente mi atención fue que había toda clase de gente, desde demonios hasta humanos y algunos ángeles de rangos inferiores al mío. No debería haberme sorprendido tanto, al fin y al cabo los ángeles éramos los legítimos dueños del lugar. Me reí yo sola ante mi triste chiste, definitivamente pasar tiempo con Gabriel me estaba afectando mucho más de lo que había creído.