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Capítulo 11

Aparté la mirada del Matisse todavía sin entender qué tenía de especial ese cuadro para Rachel. Para mí no era más que pintura roja y tela, comprendí que por mucho que buscara no iba a encontrar la respuesta y como tampoco estaba dispuesto a preguntarle a ella directamente, decidí que lo mejor era olvidar el tema, al menos de momento.

—¿Recuerdas cuando descubriste quién era yo? —le pregunté repentinamente.

—Sí.

—Ese fue el mejor y el peor momento de mi vida, las dos cosas al mismo tiempo. El peor porque durante una fracción de segundo temí que me odiaras y el mejor porque no lo hiciste. El resto del tiempo ha sido una pesadilla ya que cambiaste de opinión muy pronto —dije bromeando, ocultando tras una sonrisa la verdad que escondían mis palabras.

—¿Pretendes que me ría en un momento como este? —me interrogó intentando mostrarse ofendida.

—Pretendo que te rías en todos los momentos. Extraño la persona que eras antes, Rachel me cae bien, pero no termina de ser mi tipo.

—Lo siento mucho, pero esto es lo que hay —me respondió señalándose.

—Pues estoy en un buen dilema. Por un lado tenemos a Adrien, que no está muy contento conmigo por lo que hice en Armony con Danielle y Oliver, por otro tenemos a Tristan, que nunca ha estado contento conmigo, y luego estás tú, que durante un tiempo lo estuviste.

»Quizás lo mejor sea abandonar la ciudad. No sé, la idea de una playa paradisíaca me tienta bastante. ¿Te apuntas, por los viejos tiempos? —mi tono fue tan despreocupado como siempre. Tenía que probarla, saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar por mí.

—Esto no es un juego, si los sabuesos te atrapan estarás acabado —me reprendió con las manos en la cintura, como si estuviera regañando a un niño pequeño.

—Bueno, he vivido mucho. A lo mejor no es tan mala idea —fui consciente que la había forzado demasiado cuando me atacó.

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Sus palabras me devolvieron a la realidad. Mefisto nunca jamás hubiese dicho algo como eso. Jamás se hubiese rendido sin más…

En un arrebato de ira le di un empujón, con todas mis fuerzas. Poco me importó que estuviéramos en un lugar público, que la gente se quedara paralizada ante semejante espectáculo o que Gabriel cayera al suelo al pillarle por sorpresa mi reacción.

Sin ser plenamente consciente de lo que hacía comencé a moverme, alejándome de allí. Nadie dijo nada, ni se acercó a nosotros. Debieron pensar que era una inofensiva riña entre enamorados: él dice algo inapropiado y ella se marcha llorando.

Di gracias porque el cuarto de baño estuviera vacío. Me miré en el espejo y me obligué a respirar despacio, centrándome en los colores del cuadro: el rojo, el amarillo, el azul… dedicando mi tiempo a cada uno de los doce círculos concéntricos que lo componían.

No sé cuánto tiempo estuve allí mirándome en el espejo e intentando ralentizar mi respiración. Cuando por fin conseguí calmarme, abrí el grifo y me lavé la cara con agua helada. Tuve que coger un pedazo de papel higiénico para eliminar los chorretones de rimel que tenía bajo los ojos, no obstante, por mucho que tratara de eliminarlos no conseguí nada más que unas ojeras negras y profundas. «Menos mal que era resistente al agua» pensé irónica.

Lo primero con lo que me encontré cuando abrí la puerta para salir de mi escondite fue a Gabriel apoyado contra la pared de enfrente.

—¿Ya has superado tu ataque de agresividad? ¿Podemos hablar? —preguntó cauteloso.

—No.

—¿No has superado tu ataque de violencia o no podemos hablar? Sé un poco más clara por favor —comentó tanteando a ver si sonreía.

No respondí y le miré como si fuera un insecto insignificante al que ni siquiera valiera la pena pisar.

—¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando a que salgas de ahí dentro? He estado tentado varias veces de entrar y sacarte por la fuerza. Pero no hubiese sido correcto, y no me refiero a lo de sacarte por la fuerza, sino a lo de entrar en el cuarto de baño de mujeres.

—No estoy de humor para escuchar tus tontas divagaciones.

—No sabes cuánto lo siento princesa. Pero me vas a escuchar —sentenció al tiempo que me sujetaba por los hombros y me empujaba contra la pared sin soltarme y aprisionándome con su cuerpo.

Gruñí molesta. ¿Acaso se había convertido en una costumbre empujarme contra esa misma pared? Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que lo hacía, y como la vez anterior he de confesar que me costó reaccionar. Sentirlo tan cerca fue tan embriagador como siempre, a pesar de mi enfado, a pesar de sus mentiras.

Comencé a temblar de forma descontrolada mientras mi mente se negaba a admitir lo que sentía mi cuerpo. Estaba escindida entre la emoción y la razón, entre lo que sentía y lo que quería sentir.

—Céline, ¿qué te he hecho? —preguntó Gabriel separándose un poco de mí. En su voz puede distinguir miedo y frustración.

—Nada. Esto no tiene nada que ver contigo —iba más allá de él, tenía que ver conmigo y con mi estúpida debilidad por él.

—¡No me mientas! —me exigió como si tuviera libertad moral para hacerlo.

—¡Yo nunca miento! —respondí en tono calmado.

—¿Estás segura? —insistió esperando una respuesta que no iba a recibir.

Y es que su pregunta me descolocó tanto como la respuesta real que se atoró en mi garganta.

Una tregua no verbalizada se instaló entre nosotros. En silencio se apartó totalmente de mi cuerpo y me dejó espacio para moverme, para decidir hacia dónde quería ir, pero la libertad de elección no implicaba que fuera a dejarme marchar sola.

Caminamos uno junto al otro, perdidos cada uno en sus propios pensamientos. Nuestros pasos nos llevaron hasta mi apartamento, durante una fracción de segundo pensé en invitarle a subir, sin embargo recordé que el loft estaba decorado y no quería que él lo viera, que fuera testigo de mi debilidad.

—Si estás pensando en despedirme, lamento decirte que voy a subir de todas formas, me invites o no —me anunció muy serio.

—Es mi casa. Que subas o no debo decidirlo yo, no tú.

—En este caso obviaremos las normas. Tenemos que hablar —me recomendó con el mismo tono serio y autoritario.

—¿No es una grosería obligar a alguien a soportar tu compañía? Creía que Adrien te había enseñado bien —le lancé mi mejor dardo.

—No va a funcionar Céline. Voy a subir quieras o no —usó mi antiguo nombre con la intención de molestarme.

Esta vez no puse objeciones, era cierto que teníamos que hablar. Su actitud en el museo había despertado en mí una sensación de desconfianza, de recelo. Sus palabras habían encendido una enorme señal luminosa de peligro en mi cabeza.

No estaba segura de conseguir que Gabriel me dijera la verdad, pero al menos tenía que intentarlo y después ya me encargaría de filtrar la información que me diera hasta dar con qué era verdadero y qué no.

Saqué las llaves del bolsillo derecho de mi pantalón vaquero y abrí la puerta, en cuanto entré la solté, pero no llegó a cerrarse porque Gabriel me seguía muy de cerca.

Subimos al viejo montacargas reformado en ascensor y presioné el último botón.

Seguía pensando que era muy mala idea pero lamentablemente en ese momento no tenía muchas opciones.

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Rachel parecía nerviosa, no quise forzarla más. Su arranque en el museo me había pillado desprevenido y con la guardia baja. Algo estaba danzando en su hermosa cabecita y creía saber qué era. Mi intento de provocarle lástima había sido excesivo e inverosímil, había sobreactuado y a ella no se le había escapado. Yo mismo había abierto la brecha que ahora nos separaba de nuevo.

Al parecer eso era lo que mejor se me daba, alejarla sin remedio de mí.

Me quedé petrificado en el umbral asombrado por la belleza del mural que tenía delante. Mantuve la expresión indiferente y me callé todas las preguntas que quería hacerle: ¿Quién era el chico de la escena? ¿Por qué se parecía tanto a mí? ¿Era un recuerdo o un sueño? ¿Por qué presidía el salón de su casa?

Sabía que no era el momento adecuado para volver a presionarla, no obstante, no estaba dispuesto a quedarme con las dudas. Ahora tenía que arreglar el desaguisado que yo mismo había hecho, pero no iba a quedarme con la incógnita mucho tiempo.

Avancé y me senté en una de las incómodas sillas que constituían el escaso mobiliario. El lugar contrastaba con la casa de Adrien y con la mía propia, estaba prácticamente vacío, si exceptuábamos las latas de pintura y los pinceles.

Una mesa y unas pocas sillas, al este una cama enorme y un armario con un tocador de bambú, una nevera destartalada y varias cajas de zapatos. Eso era todo lo que había en casa de Rachel. ¿Había sido siempre así su vida desde que abandonó Florencia?

Ella que había vivido desde que nació entre la opulencia y el dinero. ¿Era como en el caso de Oliver una especie de castigo auto infringido? Pero castigo, ¿por qué? ¿Qué mal creía Rachel haber ocasionado? La respuesta se materializó ante mis ojos antes de terminar de formularme la pregunta: Isabella. Céline se culpaba por la muerte de Isabella. Ese par de tontos se habían estado culpando y castigando por lo mismo y de igual modo. Tuve que sofocar la risa hastiada que nació en lo más profundo de mi alma oscura.

Las palabras de Rachel me sacaron de golpe de mis pensamientos.

—¿Qué has dicho? —pregunté recuperando la compostura e intentando parecer indiferente.

—¿Qué te traes entre manos? Sé que hay algo mucho más de lo que das a entender —había acertado en mis suposiciones, Rachel sospechaba de mi penosa actuación en el museo.

—No entiendo qué quieres decir —la esquivé.

—¿No lo entiendes? Veamos, intentaré ser más clara. Tú nunca te rindes, has pasado cinco siglos acosando a Oliver para que cediera a tus deseos y, en todo ese tiempo, no has dejado de importunarle y de repente no solo le liberas del pacto sino que también te rindes con Danielle y me dejas vía libre a mí. ¿A qué juegas, Mefistófeles?

—¿Mefistófeles? —pregunté intentando ganar tiempo para inventar alguna historia creíble que me evitara confesar la verdad.

—Es tu nombre y te viene al dedo en todas sus acepciones. Eres el mentiroso más efectivo de la historia y el ser más oscuro que conozco, elige con cuál te quedas.

—Me harás sonrojar si sigues por ahí —le respondí fingiendo que no me molestaba su maltrato.

—Lo dudo, eres demasiado ególatra, disfrutas con esto.

Quizás lo hubiera disfrutado si las palabras hubieran salido de otros labios, en los suyos no sonaban tan bien. Atronaban como lo que eran, recriminaciones totalmente justificadas.

—Princesa, me parece que la que está disfrutando con esta batalla dialéctica eres tú. Me estás insultando a placer —dije con una sonrisa sardónica.

—¿Insultándote? No lo creo. Simplemente estoy diseccionando cómo trabaja tu mente. Así que, una de dos: o tienes un plan oculto en el que yo soy uno de tus peones o definitivamente no eres tan cruel como quieres dar a entender y ahora tienes que tergiversar tu metedura de pata de manera que sea favorable para ti. En cualquier caso, yo sigo sintiéndome como un peón de tu maquiavélico juego.

Sentí su temor a que se repitiera de nuevo la historia y eso activó el mío. Al parecer, Rachel nunca iba a rendirse conmigo, por lo que iba a tener que ser más claro si quería liberarla de los lazos inmortales que nos unían y nos obligaban a permanecer juntos, a pesar de lo mucho que lucháramos para evitarlo.

—Me pillaste. Voy a tener que confesar —mantuve la ironía tanto como pude—. Tú no eres un peón en mi maquiavélico juego, princesa. Eres la reina.