Florencia, 1535
Durante quince segundos fui incapaz de hacer otra cosa más que mirarla fijamente, temeroso de que, si parpadeaba, la visión se esfumaría ante mí…
Creía estar preparado para volverla a ver, pero estaba equivocado. Mientras la contemplaba me olvidé de respirar, la sangre se paralizó en mis venas y desatendí a la chica que estaba a mi lado… La tierra se movió a toda velocidad bajo mis pies haciendo que me costara mantenerme firme en el mismo lugar, y todo porque volvía a estar parada frente a mí.
Había vuelto a encontrarla, la razón por la que abandoné Roma, por la que me negué a morir de frío y de hambre. La única debilidad que me había permitido en los catorce largos años que llevaba sin verla, y lo mejor de todo, aún era libre para estar conmigo…
Pero entonces algo en mí se rompió en pedazos y la odié tanto como la había necesitado. Un segundo después, cuando recordé que yo ya no era la misma persona. Que ni siquiera tenía derecho a llamarme así.
Armony, febrero de 2012
No podía creer que me viera en una situación semejante. Era evidente que me había fallado a mí mismo al permitirme tal absurda debilidad. Los demás no importaban y en cualquier caso, tampoco había nadie más conmigo; siempre había estado solo y tampoco me lamentaba por ello. La compañía más fiel siempre era uno mismo.
Pasé los brazos por debajo de la cabeza y me dediqué a observar las grietas del mohoso techo. Algunas tan abiertas que parecía imposible que no se hubiera derrumbado ya sobre la cabeza de algún inocente durmiente. Poco me importó que mi carísima ropa se arrugara, el repugnante olor que impregnaba la habitación del motel o lo hambriento que estaba. Lo único importante era que había descubierto una faceta de mí mismo que creía eliminada de raíz.
El ambiente cochambroso de la habitación en que me escondía, con sus oscuras manchas de humedad en las paredes, las tiesas sábanas y las alimañas que se descolgaban por las telarañas de las paredes, influía en mi ánimo tanto que había llegado a auto compadecerme.
El suave golpe de unos nudillos contra la puerta me sacó de sopetón de mis funestos pensamientos. No estaba muy seguro de querer abrir, ya sabía quién estaba al otro lado y por primera vez en mi vasta vida no me sentía con fuerzas para verla, y mucho menos para enfrentarme ni a su lengua mordaz ni a sus miradas recriminadoras.
Resoplé resignado cuando comprendí lo evidente: que no iba a marcharse sin darme uno de sus interminables sermones. Me levanté de la cama despacio, descalzo, me dirigí a la puerta esbozando mi mejor sonrisa.
—Adelante —la invité en cuanto abrí, todavía sonriendo a pesar de lo mucho que me costaba hacerlo.
—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó sin saludar siquiera. Me dio un leve empujón y entró como un torbellino para pararse en medio de la inmunda habitación.
Su presencia desentonaba allí tanto como podía hacerlo un pato en un estanque de cisnes. Me pasé la mano por la frente para descartar la inesperada idea.
Mi sonrisa se hizo más pronunciada, más estudiada.
—No pienses por un momento que ha sido un gesto noble. No lo ha sido —la avisé consciente de por dónde discurrían sus pensamientos.
—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó de nuevo con sus ojos fijos en los míos.
Instintivamente aparté la mirada. Céline siempre se empeñaba en buscar dentro de mí con la esperanza de encontrar algo más, me molestaba que lo hiciera porque yo sabía que nunca hallaría nada, al menos nada que valiera la pena ser encontrado.
Yo no era nada más que lo que se veía, por mucho que mi ropa y mis impecables modales pudieran dar a entender otra cosa. De alguna manera el dicho de «las apariencias engañan», en mí, resultaba una verdad absoluta.
—Lo he hecho por mí —contesté mientras la rodeaba—. ¿Qué esperabas Céline?
—Rachel —pidió alzando altiva la nariz.
—Creo que yo tengo derecho a llamarte Céline, ¿no crees?
—No, no lo tienes —pude notar el dolor de su voz. No obstante, lo ignoré y seguí con mi juego.
—Déjame adivinar Céline —remarqué cada sílaba de su nombre con la intención de molestarla—. Danielle os ha contado qué ha pasado y tú has creído que lo he hecho por ella, que aún hay algo bueno en mí a lo que aferrarte. Pues te equivocas princesa, no lo hay.
—¿Entonces por qué lo has hecho? —volvió a preguntar, pero esta vez su voz sonó como una súplica. Era la primera vez en mucho tiempo que me permitía ver algo más que frialdad y desdén. Sin embargo no me importó, estaba dispuesto a matar sus esperanzas por el bien de los dos.
—Porque me había cansado de Oliver y de sus remordimientos, de su forma de castigarse y de esta maldita y agobiante ciudad —dije abarcando con mis manos la mugrienta habitación en la que me había visto obligado a esconderme. Yo escondido de nuevo entre la basura, huyendo nuevamente. La imagen de un niño sucio con las marcas del llanto en sus manchadas mejillas hizo que me estremeciera de pies a cabeza.
—¿Te vas? —su voz sonó distante, como si hubiera ido a buscarla muy lejos de aquí. Agradecí internamente que hablara ya que con ello había dejado atrás la mirada perdida de aquel niño pequeño.
—Por supuesto, en Armony no hay nada para mí —mi sonrisa se hizo más intensa porque era consciente del daño que le estaban causando mis palabras. Inconscientemente me odié por ello, pero seguí sonriendo, aferrándome a su dolor.
Céline no movió un músculo, sin embargo, el brillo que segundos antes chispeaba en sus ojos había desaparecido de sus iris claros.
Sin dedicarme una sola mirada más o una palabra de despedida se dio la vuelta y me dejó allí, consciente de que la habitación se había vuelto más sombría con su ausencia.
Una hora después, mi mente se movía en otras direcciones. Parecía que las cosas se veían desde otro punto de vista tumbado en la incómoda cama a la que había regresado en cuanto ella se fue.
Mi conversación con Céline había sido relegada al olvido. La esperanza que destellaba en sus transparentes ojos, el dolor de ella al descubrir la verdad, que yo no valía la pena el esfuerzo… Lo sorprendente era que no lo hubiera descubierto antes, con la cantidad de oportunidades que había tenido desde que había regresado a su vida.
Florencia, 1535
Una risa cristalina me hizo volver la cabeza, curioso e interesado. Una jovencita corría entre los rosales del jardín seguida de cerca por un perro bastante feo y desgarbado. El pobre parecía estar en las últimas: su pelaje encrespado y lo que le costaba correr tras la chica daban buena cuenta de su edad.
—Isabella —la llamó la señora Onetti.
Una mujer tan vieja como el perro, que ejercía de institutriz de la hija pequeña del conde de Basani, y se había mostrado distante y almidonada cuando me la presentaron esa misma mañana.
La vieja institutriz se consideraba por encima del servicio doméstico de la casa, por lo que me convenía tenerla como aliada si quería hacerme con los favores de su pupila. La saludé tímidamente con la cabeza, aparentando un respeto que no sentía. La joven que desde la distancia se veía preciosa, era la menor de las hijas de mi nuevo señor. El maestro me había colocado al servicio de un noble para que pudiera moverme por los círculos más altos de la sociedad, ya que era ahí donde los vicios y la ambición eran más fuertes y poderosos. Dos de las bazas con las que podía lograr mis objetivos, que no eran otros que mi codicia y el deseo de poder.
Me sentía a gusto en este mundo, ya que había sido educado para pertenecer a él. Además, Adrien se había trasladado conmigo a Florencia, con lo que contaba con su apoyo incondicional.
La muchacha, que no parecía muy dispuesta a seguir a su profesora dentro, clavó sus grandes ojos en mí. Noté un escalofrío recorrerme la espalda cuando a pesar de los metros que nos separaban logré distinguir la profunda tonalidad verdosa de sus iris.
Tal y como me había dicho el maestro, mis sentidos se estaban desarrollando… Mi nuevo yo estaba emergiendo.
Armony, febrero de 2012
Después de barajar mis opciones comprendí que apenas tenía dos: quedarme y hacer frente a lo que vendría si me encontraban (esconderme en Armony no era una opción) o dejar la ciudad y huir hasta que las aguas se calmaran o encontrara una forma de librarme del castigo. Me decanté por esta última; nunca había sido partidario de los enfrentamientos directos. El golpe era más determinante cuando el enemigo no se lo esperaba.
Decidí que tenía que abandonar Armony cuanto antes, principalmente por mi propia seguridad, lo que había hecho se sabría muy pronto y no podía quedarme a esperar que me encontraran y, en menor medida, porque no estaba acostumbrado a vivir en las sombras. Me gustaba rodearme de lujos y el viejo motel carecía del más humilde de ellos. Ya puestos podía aprovechar la tesitura y buscar el anonimato en alguna playa paradisíaca con calas vírgenes y aguas transparentes. La imagen me arrancó una sonrisa. El trabajo no estaba reñido con el placer: esa era una de las filosofías que regían mi vida.
Mi sonrisa se hizo más profunda, siempre había sabido sacarle partido al trabajo. Primero Isabella, luego Céline… el recuerdo de mis antiguas amantes me dio una idea nueva con la que no había contado, una nueva carta con la que apostar y ganar. Apenas pude contener la emoción al comprender que contaba con una baza excepcionalmente afortunada, tenía en mis manos la reina de corazones.
Mi cabeza bullía llena de interrogantes, dudas y emociones contenidas durante años e incluso desterradas. Tenía que esforzarme al máximo por aparentar normalidad y la normalidad, en mi caso, era evitar que mis pensamientos y sentimientos se leyeran en mi rostro.
No estaba dispuesta a permitir que volvieran a hacerme daño, así que mantenía las distancias con todas las personas que me rodeaban. No había sido una decisión difícil de tomar, lo complicado había sido aprender a dejar fuera mi parte más emocional. De ese modo había conseguido eliminar los impulsos que tan mal me habían conducido en Florencia. Había aprendido a contenerlos con la razón, incluso, a veces, con los dolorosos recuerdos que mantenían a raya mis debilidades.
Pero dejar de sentir era imposible, así que la única opción que me quedaba era ocultar que lo hacía. Si nadie sabe lo que sientes es más fácil evitar que te hagan daño. Lo aprendí muy tarde, pero lo aprendí muy bien.
Estar con Mefisto había traído consigo un duro castigo para mí, había perdido más de lo que había ganado, que puestos a ser francos, fue nada. Y yo había aprendido la lección completa.
Florencia, 1535
—Siento tener que ser yo el portador de tan malas noticias —me dijo Tristan mientras acariciaba suavemente mi cabello.
Asociaba ese familiar gesto de consuelo a él, desde mi más tierna infancia mi madre siempre había estado demasiado ocupada con mi hermana Laura como para tomarse la molestia de ofrecerme su amor incondicional. De ahí que el cariño fraternal lo asociara a Tristan y en menor medida a mi padre que, aunque se desvivía por hacerme feliz, estaba como el resto de nosotros, bajo las tensas riendas con las que mi madre dirigía nuestras vidas.
—Yo no —confesé con la voz quebrada por el llanto—. Contigo puedo dejarme llevar por la autocompasión —me aferré con más fuerza a sus brazos y permití que las lágrimas por la pérdida de mi rango me inundaran los ojos y el alma.
No había nadie mejor que Tristán para desahogarme. Era mi maestro, mi mentor. No obstante, también había sido mi compañero y mi único amigo. Ahora que había perdido mi condición de arcángel y a la persona que amaba, Tristan era todo lo que me quedaba, lo único a lo que aferrarme para no romperme en diminutos trocitos irreparables.
Pero no podía olvidar que Tristán era además mi superior, la persona a la que tenía que rendirle cuentas durante el resto de mis días.
Armony, febrero de 2012
Sacudí la cabeza para escapar de los peligrosos pensamientos que se habían instalado en mi mente. No había nada más que mi propia naturaleza compasiva en lo que estaba sintiendo por Gabriel. Lo que me embargaba en esos momentos era lástima y solidaridad, lamentaba que se viera acorralado; eso era todo. Me lo repetí a mí misma tantas veces que al final terminé por convencerme de ello.
Mefisto estaba solo y, a pesar de la dureza de sus palabras, de la actitud distante e incluso cruel con la que me había tratado, yo no podía evitar recordar el niño que había sido. Mi amigo de la infancia, el chiquillo lleno de moretones y golpes que se había esforzado tanto por aprender a leer. Gracias a que mi familia me había destinado a la Iglesia había recibido una educación superior a la de cualquier mujer, incluso a la de muchos nobles varones. Ya que para mis seres queridos, y en especial para mi madre y mi hermana, mi único cometido en la vida era que terminara siendo abadesa y con ello honrara el apellido familiar.
La niña que fui antaño compartió esos conocimientos con un Mefisto sucio y agotado por el trabajo en el convento en que malvivía. El compañero que había ocupado mis pensamientos desde el mismo día en que nos conocimos.
Cuando lo volví a ver ya no quedaba nada de ese niño en su mirada, pero aun así no pude apartarme a tiempo o no quise hacerlo. El resultado fue igual de catastrófico para mí.
Cerré los ojos con fuerza para mantener los recuerdos en su sitio. En el pasado de dónde nunca deberían salir.
Florencia, 1535
—¿Céline, eres tú? —preguntó después de varios segundos de observarme en silencio.
Parecía sorprendido y admirado al mismo tiempo de que nuestros caminos por fin se hubieran cruzado.
Las comisuras de mi boca tiraron hacia arriba ofreciendo una sonrisa amplia, sentí un agradable cosquilleo en mi estómago y clavé la mirada en la persona que acababa de dirigirse a mí.
Esa voz me recordaba a alguien…
—¡Demone! —exclamé emocionada al reconocer en el atractivo joven plantado frente a mí al antiguo amigo por el que tanto me había preocupado y me lancé a sus brazos sin pensar en las consecuencias de mi acto reflejo y poco convencional. Él me abrazó con la misma necesidad que yo estaba sintiendo en ese momento.
Tal y como le había prometido tantos años atrás, le pedí a mi padre que me permitiera traerlo a vivir con nosotros y, tal y como había esperado, mi padre aceptó. Pero cuando escribimos al convento solicitando su presencia se nos informó que había abandonado el lugar, no se nos dio ningún detalle de su paradero, así que durante semanas fantaseé con la idea que había sido adoptado, que era feliz por fin. Nunca le olvidé, siempre estuvo presente cada noche en mis oraciones.
Y ahora por fin volvía a estar al alcance de mi mano. Cambiado, no obstante, con la misma sonrisa pícara y la misma mirada felina que tan bien recordaba.
Sentí como Isabella daba un respingo al comprender que nos conocíamos y la familiaridad que había en nuestro abrazo. Me molestó que sintiera celos, él no era suyo, no tenía porque sentirlos. En ese momento no me di cuenta que yo estaba actuando de la misma manera.
—Mi princesa… —murmuró todavía abrazándome.
—¿Quién es Demone? —preguntó enfada por quedar fuera de nuestra conversación. Estaba tan alterada que ni siquiera supo disimular su descontento.
La mirada de complicidad que intercambiamos no pasó desapercibida para sus profundos ojos verdes.
—Yo soy Demone —respondió él sin mirarla—, era así como me llamaban las monjas del convento en que viví de niño —era toda la explicación que iba a darle al respecto.
—Ahora me llamo Mefistófeles, pero puedes llamarme Mefisto. Es más corto y todo el mundo lo hace —se inclinó en una teatral reverencia, pero sin cortar el contacto visual conmigo.
—Tú y tus nombres —me reí feliz por volver a saber de él. Era como si no hubiesen pasado catorce años desde la última vez que estuvimos juntos, y supe que a él le sucedía lo mismo.
Isabella por su parte estaba a punto de estallar de rabia, celos y miedo. Yo lo sentía con la misma fuerza con la que lo hacía ella, lo percibía en cada poro de mi piel, el cambio se había completado. Desvié mi atención de ella y la centré de nuevo en Mefistófeles.
—Estás preciosa Céline —me dijo con voz ronca y sensual.
Le sonreí en respuesta y le hice un casi imperceptible gesto señalando a su acompañante. Estaba tan contenta y feliz por el reencuentro que me permití sentirme compasiva.
—Después —prometió con esa única palabra.
Desgraciadamente, nunca hubo un después…