E L ruego de que se lo «escribieran en letras grandes» solía provocar cierta reacción de azoramiento. En esas ocasiones, la actitud de Anna era una especie de cartucho de dinamita con una mecha muy, muy corta, y mucha gente se asustaba. Cuando se veían ante una chiquilla pelirroja de cinco años que le metía a uno una libreta y un lápiz en las manos, pidiendo que se lo «escribieran en letras grandes», mucha gente se acobardaba, por decir poco. Eso parecía por la forma en que se apartaban, diciendo: «Déjame, chiquilla», «No me molestes, niña», pero Anna ya se lo esperaba, y seguía insistiendo. Para Anna, la carabela del descubrimiento ya estaba en pleno viaje. Es verdad que de cuando en cuando hacía agua, y a veces los mares del conocimiento se ponían un tanto embravecidos, pero ya no era ocasión de volverse. Había cosas que descubrir, y Anna estaba dispuesta a descubrirlas.
Fueron muchas tardes las que me pasé sentado en los escalones mientras me fumaba un cigarrillo y la miraba disfrutar de su búsqueda de conocimientos, pidiendo a la gente que se lo «escribieran con letras grandes». Una tarde, después de una serie de negativas de los transeúntes, Anna empezó a desmoralizarse. Pensé que había llegado el momento de ofrecerle algunas palabras de consuelo, me levanté de los escalones y atravesé la calle hacia donde ella estaba.
Me señaló el tronchado muñón de una verja de hierro.
—Quiero que alguien me escriba algo sobre eso, pero no lo ven.
—Quizás estén demasiado ocupados —sugerí.
—No, no es eso. No lo ven. No saben a qué me refiero.
En su respuesta había una especie de íntima y profunda tristeza; era una expresión que yo habría de oír una y mil veces. «No lo ven. No lo ven».
Al leer la desilusión que se reflejaba en su rostro, supe qué era lo que tenía que hacer… o creí saberlo. Era una de las situaciones que yo me figuraba que era capaz de resolver. La levanté y la abracé.
—No te sientas tan desilusionada, Tich.
—No estoy desilusionada, estoy triste.
—No te preocupes —la consolé—, que yo te lo escribiré en letras grandes.
Se me escurrió de entre los brazos y se quedó en pie sobre la acera. Sus manos jugueteaban con la libreta y el lápiz, tenía la cabeza inclinada y lágrimas en las mejillas. Mi mente describía círculos y círculos. Los diversos métodos de abordarla se me confundían, y cuando estaba a punto de «arreglar las cosas» volvió a pasar aquel ángel y a sacudirme un golpecito en la cabeza, de modo que me quedé esperando, sin hablar. Anna seguía inmóvil, en el más absoluto desconsuelo. Yo estaba seguro, me dije, estaba seguro de que lo que quería era correr a mis brazos, sabía que necesitaba consuelo, pero lo único que hacía era quedarse ahí desgarrada por su lucha interna. Pasaban los tranvías resonantes, la gente hacía sus compras, los vendedores ambulantes voceaban sus mercancías y ahí seguíamos los dos, yo luchando contra el deseo de levantarla y Anna contemplando alguna imagen nueva que se dibujaba en su mente.
Por fin levantó la vista y sus ojos se encontraron con los míos. De pronto sentí frío y tuve deseos de golpear a alguien. Yo conocía esa mirada, la había visto ya en otras personas y más de una vez la había sentido suceder en mí mismo. Como un iceberg monstruoso que aparece entre la bruma, la palabra tomó forma, procedente desde lo más hondo de mí, aureolada de lágrimas pero, así y todo, inconfundible. Anna estaba despidiéndose de algo muerto. Todas las puertas de sus ojos y de su corazón estaban abiertas de par en par y esa celda solitaria que era su ser más íntimo aparecía con toda claridad.
—No quiero que tú me escribas nada —intentó sonreír, pero no lo consiguió y siguió hablando con tono lloroso—. Yo sé lo que tú ves, y tú sabes lo que yo veo, pero hay gente que no ve nada y… y… —sollozando, se me arrojó en los brazos.
Ese atardecer, en nuestra calle de East End de Londres, tuve un niño en mis brazos y miré dentro de esa solitaria celda de humanidad. Ningún libro que haya leído, ninguna conferencia han podido enseñarme más que esos momentos. Solitaria es tal vez la celda, pero jamás oscura. No había tinieblas tras esos ojos llenos de lágrimas, sino un deslumbramiento de luz. Y Dios hizo al hombre a su imagen, pero no en la figura, no en la inteligencia, no en los ojos ni en los oídos, ni en las manos ni en los pies, sino en esa absoluta interioridad. Allí estaba la imagen de Dios. No es lo que hay de demonio en su condición humana lo que hace del hombre una criatura solitaria, es su semejanza con Dios. Es la plenitud del Bien que no halla salida o no puede encontrar el «otro lugar» que le corresponde, lo que explica la soledad.
Anna estaba sufriendo por los demás. Eran ellos los que no podían ver la belleza de ese muñón de hierro quebrado, los colores, las formas cristalinas; no podían ver las posibilidades que todo ello encerraba. Anna quería que ellos se le unieran en la admiración de ese mundo nuevo y deslumbrante, pero ellos no podían sentirse tan pequeños como para que esa fractura irregular se convirtiera en un mundo de montañas de hierro, de llanuras de hierro con árboles de cristal. Era un mundo nuevo que había que explorar, un mundo de la imaginación, un mundo hacia el que muy pocos querrían o podrían seguirla. En ese muñón quebrado había todo un ámbito nuevo de posibilidades para explorar y para disfrutar.
Y era indudable que el Señor Dios se deleitaba en él, pero es que al Señor Dios no le importaba nada hacerse pequeño. La gente pensaba que el Señor Dios era muy grande, pero estaban completamente equivocados. Evidentemente, el Señor Dios podía adoptar cualquier tamaño que a él se le ocurriera. «Si no pudiera ser pequeño, ¿podría saber acaso cómo es ser una mariposa?». Y realmente, ¿cómo podría saberlo? De modo que, como Alicia en el País de las Maravillas, Anna se comía el pastel de la imaginación y cambiaba de tamaño para adecuarse a la ocasión. Después de todo, el Señor Dios no tenía un solo punto de vista, sino una infinidad de puntos desde donde ver, y todo eso de vivir no tenía otro sentido que ser como el Señor Dios. Por lo que a Anna se refería, ser buena, ser generosa, ser obediente, rezar y todas esas cosas tenían muy poco que ver con el Señor Dios. No eran, como se dice hoy en día, más que un truco publicitario. Todas esas cosas no eran más que «jugar sobre seguro», y Anna no quería tener nada que ver con eso. ¡No! La religión era solamente ser como el Señor Dios, y ahí era donde las cosas se podían poner un poco arduas. No era cuestión de ser buena y generosa y amante y todo eso, porque así uno se parecía más al Señor Dios. ¡No! Todo el sentido de estar vivo era ser como el señor Dios, y si era así uno no podía menos que ser bueno y generoso y amante.
—Si te haces como el Señor Dios, no sabes que eres, ¿verdad?
—¿Que eres qué? —interrogué.
—Bueno y generoso y amante.
Este último comentario lo realizó en su tono de voz más descuidado, como si fuera algo insignificante y que no venía al caso. Era una técnica que yo ya conocía. Había que hacer como si no pasara nada, o bien empezar a hacer preguntas. Vacilé durante unos momentos, mientras contemplaba cómo la risa le subía desde los dedos de los pies hasta estallar en un breve clamor de regocijo, y me di cuenta de que ya me había hecho caer en la trampa. Anna tenía algo que decir, y me había obligado a que yo le hiciera la pregunta. Si no se lo preguntaba entonces, igualmente tendría que hacerlo tarde o temprano…
—Está bien, Tich. ¿Qué es todo ese asunto de la bondad y la generosidad y el amor?
—Bueno… —el tono de su voz comenzó a descender la montaña rusa de la excitación, volvió a subir por el otro lado y siguió—. Bueno, si tú piensas que eres, no eres.
—¿Cómo es eso? —pregunté, desde mi situación de alumno retrasado de esa clase particular.
Pensé que había captado hacia dónde apuntaba la conversación y me imaginé que yo estaba ya dos pasos por delante de ella, esperándola. Anna había hecho señal de doblar a la derecha, y yo la esperaba, pero de pronto realizó un giro en U hacia la izquierda y aceleró contra todos los argumentos que yo había preparado. Con ese súbito viraje me hizo perder el equilibrio, y no tuve más remedio que volver andando hacia donde ella me esperaba.
—Está bien. ¡Adelante! —dije.
—Tú no pensarás que el Señor Dios sabe que él es bueno y generoso y amante, ¿verdad?
Creo que yo jamás me había detenido a pensarlo, pero si ella lo planteaba así no cabía más que una respuesta, aunque yo no estuviera convencido de su verdad.
—Me imagino que no —contesté.
En algún lugar entre el cerebro y las cuerdas vocales se me quedó atascada la pregunta «¿Por qué?». Tendría que haber sabido que toda esa conversación conducía a alguna conclusión, a alguna idea, a alguna formulación que a Anna le satisfacía plenamente. Se concentró, conteniendo con gran esfuerzo su excitación, hasta que de pronto estalló, jadeante:
—El Señor Dios no sabe que es bueno y generoso y amante. El Señor Dios es… está… ¡vacío!
Bueno. Yo puedo aceptar que la piedra que me magulla un dedo del pie no esté realmente ahí. No tengo inconveniente en admitir la idea de que todo es pura ilusión, pero que el Señor Dios esté vacío, simplemente no tiene sentido. ¡Cualquiera que razone llega a la conclusión de que el Señor Dios está lleno! Lleno de conocimiento, lleno de amor, lleno de compasión… de cualquier cosa que a uno se le ocurra, de eso está lleno. Si Dios es como… como una gigantesca media de Navidad llena de presentes, inagotable, que derrama sobre sus hijos presentes innumerables e indecibles en un movimiento ininterrumpido. ¡Claro que está lleno, demonios! Eso era lo que me habían enseñado y esa es la verdad… ¿o no?
No conseguí sacar más de Anna ese día, ni los que siguieron. Seguí cociéndome en mi propio jugo. La idea de que el Señor Dios estuviera vacío me carcomía el cerebro. Claro que era ridícula, pero no podía apartarla de mi cabeza. A medida que una imagen iba formándose en mi mente, me sentía cada vez más confundido y avergonzado. Nunca había visto con tanta claridad esa imagen, pero ahí estaba el Señor Dios vestido con traje de etiqueta, sombrero de copa y una varita mágica, sacando conejos de un sombrero. Uno levantaba la mano y le pedía un automóvil, mil libras o lo que quisiera, y el Señor Dios movía su varita mágica y sacaba lo que se le había pedido. Por fin veía yo mi imagen del Señor Dios… un mago, bondadoso, benévolo y barbudo.
Unos días después, tras haber cavilado mucho sobre cómo podía habérsele ocurrido esa idea de que el Señor Dios estaba vacío, me decidí a hacerle la pregunta que me tenía tan intrigado.
—¡Tich! Háblame más de eso de que el Señor Dios está vacío.
Se volvió ansiosamente hacia mí, y tuve la nítida impresión de que hacía días que estaba esperando que se lo preguntara, pero que no podía hacer nada hasta que yo hubiera visto mi imagen del Señor Dios como el gran mago.
—Cuando el mundo se puso todo rojo a través del trocito de vidrio, y el color de la flor.
Eso lo recordaba yo muy bien. Habíamos hablado de la luz transmitida y la luz reflejada: que la luz tomaba el color del vidrio a través del cual se transmitía, que el color de una flor amarilla se debía a la luz reflejada. Habíamos visto los colores del espectro con ayuda de un prisma, habíamos hecho girar el disco coloreado de Newton para mezclar todos los colores del espectro y que volvieran a ser blancos. Yo le había explicado que la flor amarilla absorbía todos los colores del espectro, con excepción del amarillo, que al ser reflejado llegaba hasta el ojo. En aquella ocasión, Anna caviló un rato sobre esa información, para después decir:
—¡Ah! ¡El amarillo es la parte que no quiere! —y, después de una pequeña pausa—: Entonces, su verdadero color son todas las partes que quiere.
Era algo que yo no podía discutirle, ya que, en cualquier caso, no estaba seguro de qué diablos podría querer una flor.
Todas esas informaciones habían sido asimiladas, mezcladas con varios trozos de vidrio coloreado, bien sacudidas y situadas dentro del especial marco de referencia de Anna. Parecía que, al nacer, cada individuo recibía diversos trozos de vidrio con los rótulos de «Bueno», «Malo», «Horrible», etcétera, y la gente acostumbraba a ponerse esos trocitos de vidrio ante sus ojos internos, y a ver las cosas según el color y la etiqueta del vidrio. Me dio a entender que eso lo hacíamos para justificar nuestras convicciones.
Ahora bien, el Señor Dios era un poco diferente de una flor. A una flor que no quería la luz amarilla se la llamaba amarilla, porque de ese color la veíamos. Pero no se podía decir lo mismo del Señor Dios. ¡El Señor Dios quería todo, así que no reflejaba nada! Pero si el señor Dios no nos devolvía ningún reflejo, era imposible que pudiéramos verlo, ¿verdad? Por lo que a nosotros se refería, hasta dónde éramos capaces de entender lo que era el Señor Dios, teníamos que admitir simplemente que el Señor Dios estaba completamente vacío. No vacío porque no hubiera nada en él, sino porque lo aceptaba todo, porque lo quería todo y no reflejaba nada. Cierto que si uno quería podía hacer trampa; podía ponerse el trocito de vidrio que decía «el Señor Dios es bueno» o el que anunciaba «el Señor Dios es generoso», pero en tal caso no captaba la naturaleza total del Señor Dios. ¡Qué clase de «objeto» puede ser el Señor Dios, si lo acepta todo, si no devuelve absolutamente ningún reflejo! Eso, decía Anna, es ser un verdadero Dios. Lo que nosotros teníamos que hacer era apartar nuestros pedacitos de vidrio para poder ver con claridad. El hecho de que el viejo Nick, el diablo, se dedicara a repartirlos tan afanosamente por millones dificultaba un poco las cosas, a veces, pero bueno, la cosa era así.
—A veces —afirmó Anna— son los adultos los que dan a los niños pedacitos de vidrio.
—¿Por qué hacen eso? —le pregunté.
—Para conseguir que los niños hagan algo que ellos quieren.
—¿Para asustarlos, quieres decir?
—Sí. Para que hagan algo.
—¿Como decir Dios te castigará si no te comes la compota?
—Sí, eso es. Pero al Señor Dios no le importa que a uno le guste la compota, ¿no es cierto?
—No lo creo.
—Y si te castigara por eso no sería más que un matón, y desde luego no lo es.
La mayor parte de la gente tiene suerte si alguna vez llega a descubrir el mundo en que vive. Anna había descubierto mundos innumerables gracias a sus trocitos de vidrio coloreado, filtros ópticos, espejos y campanillas de jardín. El único problema que presentaban sus múltiples mundos era que muy frecuentemente, uno se quedaba sin palabras para describir lo que veía. No recuerdo que Anna usara alguna vez palabras como «sustantivo» o «verbo», e indudablemente no sabía distinguir un adjetivo de un bocadillo de jamón, pero muy pronto llegó a la conclusión de que el aspecto más arriesgado de actividades como hablar o escribir era el uso de palabras descriptivas. Podía aceptar la enunciación de que «Una rosa es una rosa es una rosa»… bueno, casi aceptarla; pero decir que «Rojo es rojo es rojo» ya era otra cosa.
El problema con las palabras se complicó aún más a causa de la señora Sussums. La señora Sussums se había encontrado con nosotros en la calle. En realidad, la señora Sussums era mi tía Dolly, una tía política, y la tía Dolly tenía una sola gran pasión en su vida: comer caramelos de nuez. Los comía en cantidades enormes, continuamente, y en consecuencia siempre tenía la cara un poco deformada por la presencia en su boca de un gran trozo de caramelo. Había algo criticable en la tía Dolly: siempre insistía en besar a todo el mundo, y no una, sino muchas veces. Por separado, la costumbre de comer caramelos y la de besar no eran tan graves, pero las dos juntas… bueno, podían resultar un tanto peligrosas.
Primero, no conseguimos esquivar los besos. Después recibimos instrucciones de «abrir la boca» y nos metieron algo que parecía una especie de lápida de caramelo; es decir la mitad más o menos llegó a entrar, mientras el resto se quedaba afuera, esperando.
Después de tantos años de comer caramelos de nuez, la tía Dolly tenía en la cara unos músculos increíblemente fuertes, que le permitían hablar aunque tuviera los dientes pegados en el caramelo. Mientras la sostenía a la distancia que le permitían sus brazos, miró a Anna, exclamando:
—¡Caramba, qué grande!
Me cambié el caramelo de muela y conseguí emitir algunos ruidos de asentimiento. En cuanto a Anna, produjo cierto sonido gutural, que espero haya sido traducible.
La tía Dolly se despidió de nosotros y siguió su camino, mientras nos sentábamos sobre un resto de pared hasta conseguir reducir el caramelo a un tamaño más manejable.
Antes de encontrarnos con la tía Dolly veníamos caminando por la calle, o más bien avanzábamos por ella de una forma un poco extraña. Es decir, habíamos inventado un juego que podía exigir un par de horas para caminar doscientos metros. Uno de los dos era el «nombrador» y el otro el «hacedor». El juego consistía en que el «nombrador» nombraba algún objeto que hubiera en el suelo, una cerilla por ejemplo, y el «hacedor» se detenía sobre ella. Entonces, el «nombrador» nombraba algún otro objeto, y el «hacedor» tenía que llegar hasta el objeto de un solo paso o de un salto. Por eso avanzábamos en forma un tanto errabunda, ya que no había ninguna seguridad respecto a la dirección que tendría que tomar el «hacedor». Reiniciamos el juego y debíamos haber recorrido unos veinte metros, en otros tantos minutos, cuando Anna se detuvo.
—Fynn, seamos los dos «hacedores» y yo seré «asombradora» también.
Volvimos a empezar, Anna dando los nombres y los dos tomábamos parte en la acción, pero esta vez era diferente. Sin risitas, sin chillidos que anunciaran «Encontré uno, me encontré un billete de tranvía». Esta vez, todo era absolutamente serio. A cada paso, Anna murmuraba para sus adentros, «pasito corto, paso largo», hop, hasta que se detuvo. Se, volvió a mirar el último paso que había dado, después giró la cabeza hacia mí y me pregunto:
—Ese paso, ¿ha sido largo?
—No mucho.
—Para mí, sí.
—Lo que sucede es que tú no eres más que una pulga —le sonreí.
—La tía Dolly dijo que era grande.
—Seguramente, quería decir que eres grande para tu edad —le expliqué.
Como explicación, no le satisfizo en absoluto. El juego se acabó de pronto. Con las manos en las caderas, Anna se volvió hacia mí. Casi podía ver el funcionamiento de su máquina de pensar.
—Eso no quiere decir nada —declaró, como un juez que se envuelve en la toga.
—Naturalmente que sí —intenté explicarle—. Quiere decir que con respecto a muchas otras niñas de algo más de cinco años, tú eres más grande que la mayoría de ellas.
—Bueno, y si las niñas tuvieran diez años yo sería más pequeña, ¿no?
—Podría ser.
—Y si yo fuera la única no sería ni más grande ni más pequeña, ¿no? ¿Sería solamente yo, no?
Hice un gesto de asentimiento. Comprendiendo que otra vez subía la marea, que Anna estaba empeñada en dar forma a algo, intenté decir algo más antes de que el agua me anegara.
—Oye, Tich, no se utilizan expresiones como «más grande» o «más pequeño» o «más dulce» si uno no tiene por lo menos dos cosas para compararlas.
—Pues no puedes entonces, no siempre —en su voz había una nota de confianza.
—¿No puedes qué?
—No puedes comparar, por… —Anna me disparó con toda su artillería pesada— por el Señor Dios. Como no hay más que un Señor Dios, no puedes comparar.
—Las personas no comparan al Señor Dios con ellas.
—Ya lo sé —dejó escapar una risa ante mi esfuerzo por defenderme.
—Entonces, ¿a qué viene armar tanto lío?
—Porque son ellos los que se comparan con el Señor Dios.
—La misma diferencia —contesté.
—No.
Consideré que yo había ganado esa partida, ya que mis preguntas la habían llevado a realizar un movimiento erróneo. Después de todo, si Anna había concedido que la gente no comparaba con ella al Señor Dios, de eso se deducía que tampoco ellos se comparaban con el Señor Dios, y así se lo hice notar. Dispuesto a terminar esa discusión ocupando el primer puesto, lancé mi acorazado insumergible:
—Tú dijiste que la gente se comparaba. Tenías que haber dicho que no se comparaba.
Anna me miró. Apresuradamente, preparé mi artillería. Sabía que yo tenía razón, pero quería estar preparado, por si acaso. Anna me miró y mi acorazado insumergible se fue a pique. Recuerdo que me sentí mal al pensar que ella misma se había enredado con sus argumentos, ya que de alguna manera la culpa era mía, mal porque yo había disfrutado al ganar esa discusión. Anna se me acercó, me rodeó con los brazos y apoyó su cabeza en la parte baja de mi pecho. Pensé lo cansada que debía sentirse después de tanto pensar, y cuál sería su decepción al no haberse salido con la suya. Todas las puertas de mi almacén de amor y de consuelo se abrieron de par en par, y la estreché en mis brazos. Anna se estremeció apenas, para indicar que me entendía.
—Fynn —me dijo en voz baja—, compara dos y tres.
—Uno menos —murmuré, en la lumbre del contentamiento.
—Um. Ahora compara tres y dos.
—Uno más.
—Eso es, uno menos es lo mismo que uno más.
—Ajá —gruñí—, uno menos es lo mismo que… ¡eh!
De pronto se hallaba a diez metros de distancia, doblada en dos de risa, ululando como un fantasma.
—No es lo mismo —vociferé mientras corría tras ella.
—Ya lo creo que lo es —me gritó.
Por entre los puestos y vehículos de la calle del mercado la perseguí hasta casa. Como era mucho más pequeña que yo, se escurría por lugares por donde yo no podía introducirme físicamente, ni tampoco mentalmente, en realidad.
—Me imagino que eso fue un trocito de tu famoso vidrio —le dije esa tarde mientras, sentados sobre el muro que daba a la vía del tren, mirábamos pasar los trenes.
Hizo un ruido que yo interpreté como un «sí». Tras una pequeña pausa, seguí preguntando.
—¿Con cuántos trozos de vidrio carga uno?
—Yo tengo millones, pero todos son para divertirme.
—¿Y con los pedazos de que no puedes deshacerte?
—Ya está.
—¿Ya está qué?
—Ya me he librado de ellos.
El tono de absoluta objetividad con que pronunció las últimas palabras me dejó sin saber qué decir. En mi cabeza zumbaban esas frases tan adecuadas, del tipo de «el orgullo se tiende sus propias trampas» o «a los demasiado seguros los guía el Diablo». Tenía esa grata sensación adulta de que yo «debía» hacerla bajar un par de tonos, de que Anna no «debía» hacer semejantes observaciones. Después de todo, la única razón para que tales comentarios estuvieran dando vueltas en mi cabeza era que resultaría beneficioso para ella. Quería decirle todo eso por el bien de ella. Era mi deber decírselo, y eso me daba una cálida y grata sensación de virtud. El ángel pasó volando sin darme el habitual golpecito en el cráneo, de modo que me sentí seguro de estar pisando terreno firme. Había luz verde, así que podía seguir. Mi guisado de lugares comunes, proverbios y buenos consejos estaba en plena ebullición, de modo que abrí la boca para transmitir tanta sabiduría. La pena fue que nada salió de mis labios.
—¿Tú crees saber más que el reverendo Castle? —le pregunté, en cambio.
—No.
—¿Él tiene trocitos de vidrio?
—Sí.
—¿Y cómo es que tú no los tienes?
En la vía del tren, la máquina dio la voz de orden a sus vagones con una ráfaga de vapor y un alarido: un par de pitidos de advertencia, un reumático chirrido de articulaciones, y adelante. Los vagones se despertaron y fueron pasando el estrepitoso recado a lo largo de la vía: «Ting-bong-tibang-bing-bong-bang-ti-clanc». Al llegar al final, otra vez hacia adelante hasta que la máquina recibiera el mensaje: «Bueno, ya estamos despiertos, deja ya ese maldito silbato». Sonreí ante la idea de que en cierto modo, la máquina y Anna se parecían. Las dos usaban la misma técnica. La máquina empujaba a los vagones, y Anna me impulsaba a hacer las preguntas que ella quería contestar.
Ni necesitó pensar la respuesta, cuando yo le pregunté cómo era que ella no tenía pedacitos de vidrio. Hacía tiempo que la tenía preparada, y sólo estaba esperando el momento oportuno para darla. Y lo hizo con absoluta naturalidad.
—Oh, porque yo no estoy asustada.
Bueno, pues quizá no haya palabras más difíciles de entender que esas. Difíciles porque en eso consiste todo. Difíciles porque es un precio terriblemente alto, porque el precio de no estar asustado es la fe. ¡Y vaya con la palabra! No importa cómo se defina, lo más seguro es que se escape lo principal. Porque fe es más que confianza, es más que seguridad; no tiene que ver con la ignorancia y tampoco con el conocimiento. Es simplemente la capacidad de abandonar la convicción de que «yo soy el centro de todas las cosas» y dejar que algo más o alguien más se haga cargo. Y, en cuanto a Anna, ella simplemente había salido para dejar entrar al Señor Dios. Hacía ya tiempo que yo lo sabía.
Me gustan las matemáticas. Me parecen la más bella, la más emocionante, la más poética y sublime de todas las actividades. Tengo desde hace muchísimos años una pequeñez, un juguete, algo que me gusta contemplar y que muchas veces enciende en mí la chispa de una idea. Se trata de dos argollas de grueso alambre de cobre, unidas como dos eslabones en una cadena, y suelo juguetear con ellas con tanta frecuencia que más de una vez no me doy siquiera cuenta de que las tengo en las manos. En una ocasión en que yo los sostenía de manera que los dos círculos estaban perpendiculares uno a otro, Anna señaló uno de ellos con el dedo.
—Ya sé lo que es eso —dijo—; soy yo. Y ese es el Señor Dios —señaló el otro círculo—. El Señor Dios me pasa exactamente por el medio, y yo paso exactamente por el medio del Señor Dios.
Y así era. Anna había entendido que su lugar estaba en el medio de Dios, y que el lugar de Dios estaba en medio de ella. La primera vez, eso puede resultar un poco difícil de entender, pero después a uno le sabe cada vez mejor y por cierto que el «Porque yo no estoy asustada» de Anna era totalmente inobjetable. Esa era su estructura, su imagen satisfactoria de cómo eran las cosas, y yo la envidiaba.
Rara vez a Anna la tomaban completamente desprevenida. Pero en una ocasión muy especial vi cómo se detenía literalmente en el aire una cucharada de budín de pasas con crema. Sucedió así: Ma B tenía una tienda de budines. Ma B era un milagro de la naturaleza, ya que era más alta cuando se acostaba que cuando estaba en pie… supongo que porque comía sus propios budines.
Ma B había reducido el lenguaje a un nivel realmente básico, en el que había dos oraciones: «¿Y vosotros, pichones?» y «¡Pero imagínese!». Lo que le faltaba de la melodía del idioma, Ma B lo suplía con la orquestación. «¡Pero imagínese!» podía ser orquestado de mil maneras para significar sorpresa, indignación, horror o cualquier mezcla de sentimientos que exigiera la ocasión. Cuando Ma B resollaba: «¿Y vosotros, pichones?», el pedido de «dos de budín de carne y dos de guisantes» solía ir seguido de comentarios tan sabrosos como:
—¿Qué me cuenta del hijo mayor de la señora Tal y Cual? Entonces se comprendía con claridad toda la utilidad de «¡Pero imagínese!». Si por casualidad el hijo mayor de la señora Tal y Cual se había muerto, «¡Pero imagínese!» iba envuelto en los correspondientes crespones, pero si el asunto era que la hija mayor se había escapado con un pensionista, «¡Pero imagínese!» era otra manera de decir: «Yo ya lo sabía». De todas maneras, siempre era «¡Pero imagínese!».
En cuanto a «¿Y vosotros, pichones?», Ma B no demostraba ningún esnobismo. «¿Y vosotros, pichones?» tenía un matiz de universalidad; servía lo mismo para obreros portuarios de cien kilos, curas, conductores de tranvías, chiquillos y perros. La teoría de Danny era que Ma B había comido tal cantidad de sus propios budines de manteca que «¡Pero imagínese!» y «¿Y vosotros, pichones?» eran las dos únicas frases que conseguían emitir las cuerdas vocales oprimidas por la grasa.
En su tienda, Ma B vendía toda clase de budines: de carne, de manteca, con rellenos diversos, también con o sin fruta… todas las clases imaginables de budines las vendía Ma B. Como incentivo para que le compraran su mercancía, las salsas eran gratis: salsa de mermelada, de chocolate, de crema, y toda clase de mejunjes esperaban en grandes calderos. Las únicas ocasiones en que este paraíso de la felicidad budinera se echaba a perder (y eso sucedía dos o tres veces por hora) era cuando algún pequeño granuja intentaba hacerse con una porción de budín sin pagarlo. Los ciento veinte kilos de Ma B se abalanzaban para ahuyentarle estrepitosamente con el cucharón, pero la manita ya había desaparecido. Ma B no tenía muy buena puntería con el cucharón. No sólo al asestar el golpe con su arma letal bañaba a todo el mundo de crema o de la última salsa que hubiera servido con él, sino que lo más frecuente era que el golpe lo recibiera algún inocente budín de manteca que esperaba sobre el mostrador y que sufría un daño irreparable. Los que teníamos experiencia nos quedábamos bien atrás, o incluso nos sentábamos en el «Asiento reservado», como lo anunciaba el letrero del escaparate.
La noche que el budín de pasas se detuvo en el aire estábamos sentados a una de las mesas. En total, éramos seis. Anna y sus dos camaradas preferidos, Bom-Bom y Tick-Tock, Danny, el joven franco-canadiense, Millie, la Venus de Mile End, y yo. Ya habíamos terminado el budín de guisantes y el pastel de carne y riñón, y estábamos dando cuenta del budín de pasas cuando la mesa contigua a la nuestra fue ocupada por dos jóvenes de uniforme, dos matelots franceses. No sé qué fue lo que provocó la observación, ni estoy seguro de poder reproducirla con exactitud, pero de pronto se oyó algo así:
—Mon Dieu —dijo el matelot—, le pudding, il est vraiment formidable!
La cuchara de Anna se inmovilizó en el aire. La boca, abierta para recibir el budín de pasas, se abrió más aún a causa del asombro, y los ojos que habían estado perdidos en el placer gustativo se abrieron de pronto como enormes signos de interrogación.
—Es francés —explicó Danny, con la boca llena, en respuesta a la pregunta no formulada.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Anna, en un susurro.
—Ha dicho que el budín estaba horrible —contestó Bom-Bom, muerto de risa.
Pero no era momento para chistes, y Anna no se unió a la carcajada general. Bajó la cuchara hasta el plato, y como si la hubieran ofendido de alguna manera increíble, declaró:
—Pero es que yo no entiendo qué es lo que dice.
Bien que mi francés se limita a que las fleurs son belles, las vaches comen hierba y el pleur es húmedo, conseguí explicarle a Anna que el francés se hablaba en Francia, que Francia era otro país que quedaba más o menos por ese lado, señalando con la mano hacia el Este. Conseguí que quedara convencida de que no se trataba de ángeles que hablaban el idioma del cielo, y que el propio Danny sabía hablar francés con tanta facilidad como inglés. Anna digirió esa información más deprisa y con mayor facilidad que el budín de pasas de Ma B.
—¿Puedo pedirle? —susurró.
—¿Pedirle qué? —quise saber.
—¿Que me escriba lo que dijo?
—Claro que sí.
Papel y lápiz en mano, allá se fue Anna a pedirle al matelot que se lo «escribiera en letras grandes… lo del budín». Felizmente, uno de los matelots hablaba inglés, de manera que no tuve que ayudarla. Dos tazas de té más tarde volvió a nuestra mesa, y hasta consiguió articular un «au revoir» de despedida.
La emoción que provocó en ella ese episodio le duró un par de días. El hecho de que en Francia hubiera más gente que hablaba francés que los ingleses que en Inglaterra hablaban inglés la escandalizó un poco.
Algunos días después la llevé a la biblioteca pública para mostrarle libros escritos en diversos idiomas, pero ya entonces Anna había destilado su azoramiento y lo había almacenado en el rincón adecuado de su mente. Como me explicó más tarde, en realidad, si uno lo pensaba, no era nada sorprendente; después de todo, los gatos hablan el idioma de los gatos y los perros el idioma de los perros, y los árboles el idioma de los árboles. Así, por tanto, nada tenía de extraño que los franceses hablaran el idioma de los franceses.
A mí me había desconcertado un poco la reacción de Anna al oír hablar francés. Estaba seguro de que ella conocía otras formas de lenguaje; sabía hablar diciendo las palabras al revés y en slang rimado, y su vocabulario incluía muchas palabras en yiddish. Con Tick-Tock hablaba por signos, lo que era obligado porque Tick-Tock era sordomudo de nacimiento. El alfabeto Braille le había llamado la atención, y mi propio interés de radioaficionado la había iniciado en los misterios del código Morse. Lo que yo no sabía cuando ocurrió lo de los franceses era que Anna se encontrara ya sumergida en el problema de las lenguas. Por eso, su reacción al oír hablar francés tenía más bien el sentido de: «¿Cómo, otra más?».
Al parecer, eran dos las cuestiones que se le planteaban respecto de las lenguas. La primera era: «¿Puedo hacerme mi propia lengua?», y la segunda: «¿Qué es, exactamente, una lengua?». La primera de esas preguntas estaba ya bien encaminada hacia una solución. Una noche me mostró los «resultados» de esta aventura. Una de las múltiples cajas de zapatos, que contenía libretas y muchas hojas sueltas, fue sacada del aparador y colocada sobre la mesa de la cocina.
La primera hoja de papel que salió de la caja tenía, en la parte izquierda, una simple columna de números, y a la derecha, la palabra o palabras correspondientes. El hecho de que fuera posible escribir «5 manzanas» con un número y «cinco manzanas» con una palabra era muy importante, según se me informó. Si todos los números se podían escribir como palabras, la consecuencia era que todas las palabras se podían escribir como números. Y, ciertamente, bastaba con la simple sustitución de las veintiocho letras por los primeros veintiocho números; pero, en realidad, escribir en vez de «Dios» «5.10.18.22» no parecía servir de mucho.
Para sustituir a las letras se podían usar objetos, o también los nombres de los objetos. Un libro de lectura de primer grado ilustraba la «A» con «ala», diciendo que «A sirve para Ala», de lo cual naturalmente se deducía que «Ala sirve para A». Si «Ala sirve para A», y «Libro sirve para L», entonces la palabra «Ala» se podía representar con la línea de objetos Ala, Libro, Ala.
Innumerables hojas de papel demostraban que Anna había experimentado con palabras, números, objetos y códigos hasta que finalmente llegó a la conclusión de que el problema de inventar una lengua no radicaba en que eso fuera muy difícil. La dificultad estaba en elegir una de entre tantas posibilidades. A lo que Anna llegó en definitiva fue a una adaptación del código Morse. Como este consistía únicamente en puntos y rayas, era muy fácil ver que se podían usar dos cosas distintas cualesquiera. Como el Señor Dios había tenido la gentileza de darle a uno un pie izquierdo y otro derecho, era posible utilizarlos para hablar con ellos. Un salto sobre el pie izquierdo representaba un punto, un salto sobre el pie derecho una raya. Apoyar ambos pies en el suelo indicaba la terminación de una letra. Nos entendíamos muy bien con ese sistema, que nos permitía comunicarnos a gran distancia. Cuando estábamos cerca, el sistema consistía en pisar la línea que separaba dos baldosas en la acera, para un punto, y colocar el pie en medio de la baldosa para una raya. Tomándonos de la mano y haciendo presión alternativamente con el pulgar o con el meñique conseguíamos una forma de comunicación muy íntima y muy privada. En total, Anna ideó nueve variantes distintas de este sistema.
Me fascinó tanto el entusiasmo de Anna por esta forma de comunicación que creé dos cinturones zumbadores, que no eran otra cosa que cinturones comunes que llevaban remachados un par de pilas eléctricas. Al ponerse el cinturón, una de las pilas encajaba bajo las costillas del lado izquierdo, y lo mismo sucedía en el lado derecho. El método tenía varios inconvenientes graves; primero, que los zumbadores hacían cosquillas y hacían reír a Anna, segundo que el proceso de conectarse pilas, baterías y cables resultaba un poco pesado, y tercero que la primera vez que lo usamos en la calle nos tropezamos con un par de inocentes a quienes la cosa, por decirlo sin exagerar, no les divirtió nada, de manera que dejamos de lado ese sistema.
La cuestión de qué es, exactamente, una lengua, resultó un poco más difícil de resolver. En el curso de sus investigaciones, Anna había llegado a la conclusión de que en el reino de los números había uno que era mucho más importante que todos los demás. Se trataba del número 1, que era importante porque sumando una cantidad suficiente de unos, se podía llegar a hacer cualquier otro número. Cierto que había otra solución más fácil, ya que se podían usar signos como 5 o 37 o 574, en vez de seguir diciendo «uno más uno más uno, etcétera», pero ese método lo único que hacía era ahorrar tiempo, sin que se alterara el hecho de que el 1 era el número más importante. Como para los números, también en el caso de las palabras había una que era la más importante, y naturalmente, esa palabra era «Dios». Anna veía al «importantísimo número 1» como el vértice de un triángulo… ¡sólo que su triángulo tenía ese vértice como base! El número 1 tenía que soportar el peso de todos los demás números.
Con las palabras era diferente. Era como si se apoyaran sobre pilas de otras palabras. Esas otras palabras servían para explicar el uso y el significado de la palabra que tenían encima. La palabra «Dios» estaba en lo más alto de la pila que contenía a todas las otras palabras y, de la manera que fuere, uno tenía que llegar a la cúspide de esa pila para poder entender el significado de la palabra «Dios». La idea era aterradora. La Biblia, la Iglesia, la escuela dominical, todos estaban dedicados a edificar esa colosal montaña de palabras, y era muy dudoso que alguien pudiera llegar a la cima de semejante pila.
Afortunadamente, en su sabiduría, el buen Señor Dios ya nos había resuelto el problema. Y la solución no estaba en las palabras, sino en los números. El número 1 soportaba el peso de todos los demás números, de manera que sería un error esperar que las palabras soportaran el peso del significado de la palabra «Dios». ¡No! Es menester que sea «Dios» la palabra que soporte el peso de todas las demás palabras. Entonces, la idea de la pirámide de palabras con «Dios» en la punta está invertida, de manera que hay que darle la vuelta. Cuando hacemos eso, toda la pirámide de palabras se apoya sobre el vértice, como los números. El vértice de la palabra «pirámide» es «Dios», y eso debe ser lo correcto, porque ahora la palabra «Dios» soporta el peso y significado de todas las demás palabras.
Anna me mostró sus «resultados». Una hoja, contenía un «triángulo del revés», apoyado en un punto llamado «1»; era el triángulo de los números. En otra hoja aparecía un triángulo apoyado en el punto llamado «Dios», y la caja de zapatos contenía una última hoja en la que el triángulo se apoyaba sobre el punto llamado «Anna».
—Ajá —comenté—. Veo que tienes un triángulo para ti sola.
—No. Todo el mundo lo tiene.
—Ah. ¿Y qué significa, entonces?
—Es para cuando yo me muera y el Señor Dios me haga todas las preguntas.
—¿Qué pasa con eso?
—Bueno, que tendré que contestarlas todas yo sola. Nadie podrá hacerlo por mí.
—Eso lo veo, pero, ¿qué significa el triángulo?
—Que tengo que ser…
—¿Responsable? —sugerí.
—Sí, responsable.
—Ya veo. ¿Te refieres a que tienes que soportar todo el peso, lo mismo que esos otros triángulos?
—Sí, el de las cosas que haya hecho y el de las cosas que haya pensado.
Subrayó cada palabra con un gesto afirmativo de satisfacción, y me redujo al silencio con el punto final.
Me llevó un tiempo asimilarlo todo, pero era verdad. Todos tenemos que soportar el peso de nuestras propias acciones. Todos tenemos que ser responsables, ya sea ahora o más adelante. Todos tenemos que responder por nosotros mismos a las preguntas del Señor Dios.