Siete

N O había cosa que a Anna no le interesara; y su interés era tan profundo que era muy raro encontrar algo que la asustara. Estaba dispuesta a afrontar cualquier cosa, tal como la cosa fuera. En cualquier nivel que algo existiera, Anna estaba ahí para asumirlo. A veces se metía en una situación para la que no tenía la palabra adecuada. Entonces inventaba una, que podía ser completamente nueva, o aportaba a una palabra ya en uso un significado nuevo, como la noche que me dijo que «la luz se deshilacha».

Ciertamente yo debería haber sabido que la luz se deshilachaba, pero como no lo sabía tuve que salir a la calle a oscuras, provisto de una linterna y una cinta métrica. Con la ayuda de un basurero y del muro que daba sobre la vía del tren, experimente que la luz realmente se deshilachaba. El vidrio de la linterna medía diez centímetros de diámetro. Coloqué la linterna sobre la tapa del basurero, con el haz apuntado sobre el muro. Cuando medimos el redondel de luz, tenía algo más de noventa centímetros. Retrocedimos unos pasos con el basurero y la linterna y volvimos a tomar la medida del disco de luz: ahora el diámetro era casi de un metro cuarenta. Realmente, la luz se deshilachaba.

—¿Por qué, Fynn? ¿Por qué sucede así?

Otra vez de vuelta en casa, busqué papel y lápiz y empecé a explicar.

—¿No se puede hacer que no se deshilache?

Estuvimos hablando de reflectores y de lentes hasta que el tema quedó asimilado, digerido, almacenado en el lugar conveniente y listo para volverlo a sacar en cualquier eventualidad desconocida.

El libro de espejos había ofrecido a Anna otra técnica para exprimir hechos interesantes; se trataba de darles la vuelta de dentro para afuera, de derecha a izquierda o de arriba para abajo. Que algunos de sus «hechos» no fueran más que fantasía no importaba un comino, ya que por esa época Anna sabía con toda exactitud y precisión qué era un hecho.

Un hecho era la cáscara exterior y dura de un significado, y significado era eso tierno y viviente que yace en el interior de un hecho. Hecho y significado eran el mecanismo de la vida. Si el engranaje de hechos dominaba al de significados, entonces ambos giraban en direcciones opuestas, pero entonces había que interponer entre ambos la ruedecilla de la fantasía, para que giraran en la misma dirección. La fantasía era importante… es importante; nos lleva el cielo sabrá dónde, pero es cuestión de ir a ver. A veces, da resultado.

El libro de espejos daba vuelta a las cosas de derecha a izquierda, así que, para empezar, ¿por qué no dar vuelta a todas las cosas para el otro lado? Newton tenía una ley, y Anna también. La ley de Anna era: primero darle la vuelta de dentro para afuera, después ponerlo patas arriba, después de atrás para adelante, no olvidarse de darle vuelta de lado, sin dejar nunca de mirarlo bien y…

—Fynn, ¿sabías que «zorra» deletreado al revés es «arroz»?

Bueno, una zorra es un animal que se come las gallinas, y nosotros comemos las gallinas con arroz, así que alguna relación había, ¿no? Y ya que estamos hablando de algo que se come:

—Fynn, si deletreamos «patata» al revés es «atatap». ¿Puedo cambiarle de lugar la «p» para que vuelva a quedar igual?

—Bueno, no veo por qué no.

—Fynn, si «león» deletreado al revés es «Noel», ¿es una Navidad? Fynn, ¿sabías que «atlas» al revés es «salta»? ¿Sabías que «Anna» deletreado al revés es «Anna»?

Está bien, no son más que coincidencias, no tienen ninguna importancia. Tal vez no, pero es divertido, y a veces suceden cosas muy sorprendentes.

Para Anna, las palabras se convertían en cosas con vida propia. Las separaba y las volvía a juntar. Descubría lo que las hacía vivir. Sin hacer grandes hallazgos etimológicos, aprendía palabras y aprendía a utilizarlas. Anna pintaba también, aunque debo admitir que sus cuadros no eran muy hermosos, pero es que lo hacía con una gran desventaja para pintar se ponía gafas de colores, y después se reía del resultado.

—Fynn, ¿quieres hacer que las gafas rojas sean azules? —me pedía después, y se ponía de nuevo a pintar. Nunca colgamos de una pared ninguno de sus cuadros, no era esa su intención. Sus cuadros eran estudios de visión. Habría sido temerario negar que una rosa roja pudiera ver. Tal vez, sólo tal vez, pudiera ver a través del rojo de los pétalos o del verde de las hojas, y uno tenía que descubrir cómo vería ella el mundo, ¿verdad?

Como yo también era «sumador», me sentí muy interesado por el acercamiento de Anna a las matemáticas. Fue amor a primera vista. Los números eran bellos, eran divertidos, eran sin lugar a dudas «cosa de Dios». Por lo tanto, había que tratarlos con reverencia. Una cosa de Dios sabía cómo portarse. Claro que a veces resultaba muy difícil de entender las cosas de Dios. Al parecer, el Señor Dios les había dicho exactamente a los números qué eran y cómo debían comportarse. Los números sabían qué lugar les correspondía en el esquema de las cosas. A veces, al Señor Dios le gustaba ocultar sus números en sumas o en libros de espejos, y como ya se sabe, los libros de espejos, podían alcanzar una tremenda complicación.

El enamoramiento de los números se marchitó un poco sin que, durante largo tiempo, llegara yo a saber por qué. Fue Charles quien me puso en la pista de la explicación. Charles era profesor en la misma escuela que la señorita Haynes, y la señorita Haynes enseñaba a sumar. Anna iba a la escuela de no muy buena gana y, como llegaría a saber después, no muy frecuentemente. En una de las clases de sumas, la señorita Haynes se había dirigido a Anna.

—Si tuvieras una hilera de doce flores —le preguntó— y tuvieras doce hileras, ¿cuántas flores tendrías?

¡Pobre señorita Haynes! Si se hubiera limitado a preguntarle a Anna cuánto es doce por doce, habría obtenido la respuesta que esperaba, pero no; tuvo que empezar a dar vueltas con las flores, con hileras y todo eso. Claro que obtuvo una respuesta; no la que ella esperaba, pero obtuvo respuesta.

Anna aspiró ruidosamente el aire, en un tono que indicaba la desaprobación más absoluta.

—Si cultiva así las flores, no crecerá ninguna.

La señorita Haynes estaba hecha de un material muy especial, y esa respuesta la dejó impávida. Lo intentó de nuevo.

—Tienes siete caramelos en una mano y nueve en la otra. ¿Cuántos caramelos tienes en total?

—Ninguno —respondió Anna—. En esta mano no tengo ninguno, y en esta otra mano tampoco, así que no tengo ninguno, y está mal decir que tengo si en realidad no tengo.

La valiente, intrépida señorita Haynes volvió a insistir.

—Quiero decir que te lo imagines, querida; que imagines que los tienes.

Una vez recibidas las instrucciones, Anna se lo imaginó y dio la respuesta, triunfante:

—Catorce.

—Oh, no, querida —corrigió la valerosa señorita Haynes—. Tienes dieciséis. Fíjate que siete más nueve son dieciséis.

—Eso ya lo sé —aclaró Anna—, pero como usted dijo que me imaginara, me imaginé que me comía uno y regalaba otro, así que tengo catorce.

Siempre he pensado que las palabras que siguieron iban encaminadas a aliviar el dolor y la angustia que se reflejaron en la cara de la señorita Haynes.

—Pero no me gustó, estaba ácido —admitió, como si ella misma se castigara.

Esas actitudes hacia una cosa del Señor Dios como los números eran poco menos que imperdonables, y era lo que más sublevaba a Anna. El golpe final lo recibió en la calle, un atardecer de verano. Dink estaba sentado en el umbral de la puerta de calle, haciendo los deberes. Dink tenía unos catorce años e iba a la Escuela Central. Era capaz de marcar goles desde ángulos increíbles, y de un solo puntapié podía enviar la pelota por encima del muro del ferrocarril, pero entre Dink y las matemáticas no había nada en común. Absolutamente.

—Tipo estúpido —masculló Dink.

—¿Qué pasa, Dink?

—Este loco que se está bañando.

—Hoy es viernes, ¿no?

—¿Qué tiene que ver que sea viernes?

—La noche del baño.

—Eso no tiene nada que ver con esto.

—¿Qué es lo que hace el loco, Dink?

—Tiene los dos grifos abiertos y no le ha puesto el tapón.

—¿Ves como se puede vivir sin sesos?

—En nuestro baño no hay grifos. Tenemos la bañera en el patio y la llenamos con un cubo.

—¿Qué tienes que hacer, Dink?

—Averiguar cuánto tarda en llenarse la bañera.

—Pero si no se bañará.

—¿No?

—Va a coger un resfriado, de tanto esperar ahí desnudo.

—Es un tarado.

—Déjalo que se bañe y vamos a jugar al fútbol, Dink. Yo seré el portero.

Anna había estado escuchando el diálogo, que reforzó sus mayores temores. Las sumas eran una invención del diablo, para apartarle a uno de la cosa de Dios que eran realmente los números y dejarle anclado en un mundo de idiotas.

Era la hora en que salíamos de la fábrica y casi habíamos terminado de lavarnos las manos. Cliff, George y yo íbamos cruzando el patio hacia la puerta de salida, y allí estaba Anna, esperando. Intrigado, eché a correr al verla y ella corrió a mi encuentro.

—¿Cómo te va, Tich? ¿Qué pasa?

—Oh, Fynn —me echó los brazos al cuello—. Es una maravilla. No podía esperar.

—A ver. ¿Qué es una maravilla?

Anna rebuscó en el bolsillo y me puso algo en la mano una hoja de papel cuadriculado, con un número en cada cuadro. Me pareció bastante simple. El número del ángulo izquierdo era —2. Le seguían a través del papel: «—1, 0, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7.» La línea siguiente empezaba «8, 9, 10, 11, etc.». Seis hileras de números que terminaban con el número 57 en el ángulo inferior derecho de la página. Era una simple sucesión de números consecutivos. Anna me miraba atentamente, esperando que se iluminara mi cara. Pero no; mi expresión era simplemente de perplejidad.

—Ahora te enseñaré, ven —me dijo, excitadísima.

Nos arrodillamos sobre la acera, mientras los obreros que volvían a sus casas se apartaban, mirándonos con una sonrisa divertida. Anna dibujó un cuadrado grande y lo dividió en cuatro más pequeños. Los dos de arriba llevaban los números «22» y «23», los de abajo «32» y «33».

—Suma estos dos —me indicó, señalando los números en diagonal, 23 y 32.

—Cincuenta y cinco —respondí.

—Ahora estos dos —señaló la otra diagonal: 22 y 33.

—Cincuenta y cinco —sonreí.

—Lo mismo —Anna se retorcía de placer—. ¿No es una maravilla, Fynn?

Después dibujó un cuadrado hecho de dieciséis cuadrados más pequeños. Con dos rápidos trazos de lápiz dividió los dieciséis en cuatro cuadrados, cada uno de los cuales contenía cuatro de los más pequeños.

—Y ese montón, y ese —señaló el grupo superior izquierdo de cuatro cuadrados, y el inferior derecho, de cuatro cuadrados.

—Ahora estos —indicó, señalando el grupo de la parte superior derecha y el de la zona inferior izquierda.

Durante casi media hora estuvimos barajando grupos de cuadrados, y siempre era lo mismo. ¡El grupo de números de una diagonal daba lo mismo que el grupo de números de la otra diagonal!

Cuando uno lo pensaba, era obvio: una diagonal era la imagen en espejo de la otra diagonal, de lo cual se concluía naturalmente que todos los números de una diagonal eran, de alguna manera misteriosa, la imagen en espejo de todos los números de la otra diagonal.

¡Nuestro viejo amigo el Señor Dios! ¡Otra vez a las andadas!

Más tarde, ese mismo día, Anna me contó que había hecho pruebas con muchísimas de esas disposiciones, poniendo el «0» en cualquier lugar que se le ocurriera. Había encontrado series muy complicadas, pero siempre salía perfecto. Los números del Señor Dios, los que realmente eran cosa de Dios, eran un milagro infinito, como desde luego cabía esperar. En cuanto a esas pamplinas para las que usaba los números el viejo Nick, como eso de llenar la bañera, ¡bueno…!

Anna se negaba en redondo a tener nada que ver con esa «cosa del diablo» que eran los libros de sumas. No había poder en la tierra, ni para el caso en el infierno, capaz de convencerla. Intenté explicarle que toda esa «cosa del diablo» no era más que una manera de demostrar las leyes de lo que se podía y no se podía hacer con los números. No tenía que preocuparme por eso. Las cosas del Señor Dios le decían de todas maneras a uno lo que se podía y lo que no se podía hacer. No me querréis convencer de que alguien se tomará la molestia de hacer que dos hombres caven un pozo en dos horas, para después… ¿qué? No para preguntarles lo que corresponde, para qué están cavando el pozo. No, de ningún modo, entonces se va a buscar otros cinco hombres que caven un pozo del mismo tamaño, nada más que para saber cuánto tardan. ¿Y el hombre del baño? No me vengáis a contar que realmente conocéis a alguien capaz de abrir los grifos y después, a propósito, dejar abierto el desagüe. Y en cuanto a las hileras de flores, vamos…

Anna jamás tuvo la menor dificultad en abstraer la idea de seis en seis manzanas para aplicarla a seis autobuses. Seis era simplemente «esta cantidad de esto», pero ni siquiera con eso se agotaba su contenido. Las cosas no llegaron realmente a marchar por la senda adecuada hasta que Anna no entabló la contienda con las sombras. Y es raro, si pensamos que una sombra es más o menos la ausencia de algo. Pero así y todo, las sombras pusieron en marcha una reacción en cadena que movilizó a Anna en todas direcciones al mismo tiempo.

Para entretenernos en las largas noches de invierno teníamos una linterna mágica, un número bastante grande de diapositivas divertidas que no eran divertidas, y una cantidad igual de diapositivas educativas que no eran educativas… es decir, salvo que a uno le interesen los metros cuadrados de vidrio que había en el Palacio de Cristal, o que por una razón cualquiera quisiera saber cuántos bloques de piedra habían hecho falta para la construcción de la Gran Pirámide. Lo que sí resultaba a la vez divertido y educativo, aunque por entonces yo no lo supiera, era tener encendida una linterna mágica sin ninguna diapositiva. Era divertido porque cuando uno ponía la mano delante de la luz, arrojaba una sombra sobre la pantalla (en realidad una sábana). Y era educativo porque originó tres ideas extraordinarias. Cuando Anna me preguntaba si podía encender la linterna, yo siempre le preguntaba:

—¿Qué es lo que quieres ver? —a lo cual la respuesta solía ser:

—Nada, quiero tenerla encendida, simplemente.

A mí me preocupaba no poco que se sentara a mirar el rectángulo de luz. Se pasaba largos ratos sentada y mirando, inmóvil. Yo me debatía cavilando si debía romper esa especie de trance hipnótico en que parecía sumida o esperar a ver en qué terminaba todo.

La contemplación del rectángulo de luz se prolongó durante una semana más o menos. Después de lo que me pareció una eternidad de sufrimiento, Anna habló:

—Fynn, pon una caja de cerillas en la luz.

Caja en mano, me adelanté a sostenerla ante el rayo de luz. La pantalla se llenó con las sombras negras de la mano y de la caja de fósforos.

—Ahora un libro —fue la orden siguiente, después de que hubiera observado las sombras con gran atención y durante un largo tiempo.

Obedientemente, busqué un libro y lo sostuve ante la luz. De nuevo ese aire de concentración absorta. Después de haber colocado como una docena de objetos en el rayo de luz, me pidió que «apagara». Sentado sobre la mesa, bajo la lámpara de gas, me quedé esperando una explicación que no se produjo. Ya agotada mi paciencia, pregunté con la voz más despreocupada que me fue posible:

—¿Qué estás pensando, Tich?

Aunque su rostro se volvió hacia mí, sus ojos miraban hacia otra parte.

—Es raro —murmuró—. Muy raro.

Desde mi asiento, mientras la miraba tuve la extrañísima sensación de que alguna íntima parte de ella giraba lenta, muy lentamente sobre su eje. Con los ojos fijos directamente hacia adelante, su cabeza se volvía con dolorosa lentitud hacia la izquierda. De pronto, su concentración se interrumpió y Anna soltó una risita. Me quedé con la sensación de haber estado leyendo una novela policíaca a la que le faltaba la página en la que se descubre quién es el asesino.

El mismo episodio se repitió seis o siete veces más, en otros tantos días sucesivos; por lo demás, Anna era la alegre chiquilla de siempre. Para mí fueron días de vivir en suspense, mordiéndome las uñas. Debió ser durante la quinta o sexta repetición de la secuencia cuando me pidió una hoja de papel y me dijo que la sujetara con alfileres en la pantalla. Así lo hice. El objeto de ese día fue una jarra, y Anna me explicó que quería que dibujara con un lápiz, sobre la hoja de papel, la sombra de la jarra. De manera que ahí estaba yo, de pie con la jarra en una mano y el lápiz en la otra. Pero no podía; me faltaba casi medio metro para llegar a la pantalla. Se lo advertí, pero Anna se limitó a permanecer sentada como un director de cine en los sets, que da órdenes a sus esbirros para que consigan los efectos que desea.

—Apóyala sobre algo —dijo simplemente cuando le pedí que me ayudara.

Hice lo que me decía. Con ayuda de una mesita y de una pila de libros, conseguí situarla y dibujar el contorno de la jarra sobre la hoja de papel.

—Ahora recórtala —expresó la nueva orden. Con la sensación de que mi considerable talento se desperdiciaba al tener que dedicarlo a tareas tan serviles, le pregunté por qué no lo hacía ella.

—Por favor —me pidió—. Fynn, por favor.

De manera que con la correspondiente expresión desdeñosa, recorté la sombra y se la entregué. Con la linterna apagada, y a la luz de la lámpara de gas, Anna estudió el recorte, repitiendo el enigmático gesto de ir girando la cabeza para… ¿qué? Fuera lo que fuese, aparentemente se quedó satisfecha, porque hizo un gesto afirmativo, se levantó y fue a guardar el recorte entre las páginas de la concordancia.

A la noche siguiente tuve que hacer tres recortes más, sin que por eso me enterara de algo más que el día anterior. Aunque en ese momento yo no lo sabía, Anna ya había resuelto el problema. Ni un signo, sin embargo, apuntaba hacia la solución. Anna era dueña de sus actos y de sus ideas. Pasaron tres días antes de que volviera a pedirme que encendiera la linterna mágica. Tres días de preguntas formuladas con aire socarrón, tres días de sonrisas enigmáticas, como una Mona Lisa en miniatura. Finalmente quedó terminada la puesta en escena.

—Ahora —anunció Anna, con absoluta confianza—. ¡Ahora!

Las cuatro figuras recortadas volvieron a salir del libro y quedaron sobre la mesa.

—Fynn, pon esta en la luz, por favor.

Sostuve el recorte en el foco de luz, pensando para qué podía querer la sombra de una sombra.

—¡Así no! Ponla perpendicular a la sábana.

—Ahí está —respondí, mientras ponía la sombra de papel perpendicular a la sábana.

—¿Qué es lo que ves, Fynn?

Me volví hacia ella, pero Anna no miraba. Tenía los ojos fuertemente cerrados.

—Una línea recta.

—Pon la siguiente.

Sostuve el recorte siguiente, perpendicular a la pantalla.

—¿Qué ves ahora?

—Una línea recta.

El tercer recorte, y el cuarto, también dieron líneas rectas. ¡Claro! Anna había establecido el hecho de que cualquier objeto, fuese una montaña o un ratón, una petunia o el propio rey Jorge, daba una sombra. Pues bien, si se sostenía esa sombra perpendicular a una pantalla, entonces todas las sombras de todos los objetos producían una línea recta. Pero ahí no terminaba todo.

Anna abrió los ojos y me miró fijamente.

—Fynn, ¿puedes sostener una línea perpendicular a la pantalla? En tu imaginación, quiero decir. ¿Qué verías, Fynn? ¿Qué?

—Un punto —respondí.

—Sí —su sonrisa era más luminosa que el rayo de la linterna mágica.

—Todavía no entiendo dónde quieres llegar.

—Eso es lo que es un número.

Siempre he pensado que el más bello cumplido que jamás me hayan hecho era el silencio de Anna, un silencio que yo interpretaba como si me dijera:

—Bueno, tú tienes suficiente inteligencia para resolverlo solo, de manera que adelante.

Y yo lo hacía. Ya habrá reparado el lector en que mi gimnasia mental terminaba siempre preguntando: «¿Quieres decir que…?».

—¿Quieres decir que…? —empecé esta vez también.

Lo que Anna quería decir era lo siguiente. Si un número, el siete por ejemplo, podía servir para contar cosas tan dispares como billetes de banco y bebés, libros y murciélagos, la conclusión era que todas esas cosas diversas debían tener algo en común: algún factor común que pasaba inadvertido y al que no se prestaba atención. ¿Qué podría ser? Las cosas daban sombra; el dar sombra era una indicación positiva de que algo existía. En una sombra se perdían muchas de las cosas que no se podían contar, como el rojo o la dulzura, y así ya era más fácil, pero seguían estando las formas. Una sombra todavía contenía demasiada información. Como las sombras eran diferentes, evidentemente había que perder más información. Ahora bien, si en una sombra ya se perdía mucha información inútil, entonces lo razonable era suponer que en la sombra de una sombra se perdería aún más. Así era exactamente, si, y sólo si, uno sostenía la sombra perpendicular a la pantalla; entonces todas las sombras se convertían en líneas rectas. El hecho de que todas esas líneas rectas fueran de diferente longitud también era una molestia, pero la solución era fácil. Con hacer que todas las líneas rectas arrojaran sombras, asunto terminado. Lo que todas esas cosas diversas tenían en común, aquello con lo que realmente se contaba, el número, era la sombra de la sombra de una sombra, que era un punto. Con ese método se soslayaba toda la información que era imposible de contar. Ahí estaba. Era eso lo que se contaba.

Una vez reducida la multitud de todas las cosas a una esencia común, que es el punto, lo que realmente se cuenta, Anna volvió a sacar las cosas casi de la nada. Con un lápiz en la mano, decoró con un punto una hoja de papel blanco.

—¿No es una maravilla, Fynn? —me preguntó, señalando al punto—. Eso podría ser la sombra de la sombra de la sombra de mi o de un autobús o de cualquier cosa. Hasta podrías ser tú.

Me miré atentamente, sin reconocerme, pero entendí el razonamiento.

Del punto Anna obtuvo una línea recta, de la línea una forma, de la forma un objeto, del objeto un… Antes de que se hubiera dado cuenta de lo que hacía, estaba trepando como un mono por un árbol de ene dimensiones. Porque un objeto podría, después de todo, ser la sombra de algo más complejo, y ese algo podría ser la sombra de algo más complejo aún, y así sucesivamente. Cuando lo piensa, a uno le da vueltas la cabeza. Pero en realidad no era nada del otro mundo, me explicó Anna. Una vez que se había conseguido reducir todo a un punto, ya no se podía reducir más. Ahí se acababa la línea, pero tan pronto como uno empezaba a desenrollar otra vez las cosas, bueno, ¿dónde se detenía? No había razón para que no se pudiera seguir eternamente. A excepción, naturalmente, de una cosa en este Universo que era tan compleja que ya no podía serlo más. Hasta yo me la vi venir. Nada menos que el Señor Dios. Anna había llegado a los extremos de una serie infinita de dimensiones. En un extremo, la serie terminaba en un «punto», en el otro en el Señor Dios.

Al día siguiente, mientras les dábamos de comer a los patos en el parque, le pregunté cómo se le había ocurrido la idea de las sombras.

—En la Biblia —anunció.

—¿Dónde en la Biblia?

—El Señor Dios dijo que guardaría a los judíos a salvo bajo su sombra.

—Ah.

—Y luego también está san Pedro.

—¿Qué pasa con san Pedro? ¿Qué hace?

—Sanaba a la gente.

—¿Cómo es eso?

—Ponía su sombra sobre los enfermos.

—¡Ah! Sí, tendría que haberlo pensado.

—Y el viejo Nick.

—¿Y él qué tiene que ver?

—¿Cuál es su nombre?

—Satán.

—Otro.

—¿El Diablo?

—No, otro.

Finalmente, acerté: «Lucifer».

—Ese. ¿Qué significa?

—Luz, creo.

—¿Y qué hay de Jesús?

—Sí… ¿qué hay de Jesús?

—¿Qué es lo que dice?

—Muchísimas cosas, me imagino.

—¿Qué nombre se daba él?

—¿El Buen Pastor?

—Hay otro.

—Eee… ¿el Camino?

—Hay otro.

—Ah, ¿te refieres a la Luz?

—Sí. El viejo Nick y Jesús… los dos la Luz. Tú sabes lo que dijo Jesús, ¿no? «Yo soy la Luz».

Anna enfatizó la palabra «yo».

—¿Y por qué lo dijo así?

—Para que no nos confundamos.

—¿Y cómo nos confundimos?

—Con las dos clases de luz… la verdadera y la ficticia. El Señor Dios y Lucifer.

La segunda idea de Anna fluía fácil y naturalmente de la primera. En realidad, para ella las sombras eran algo de la mayor importancia para entender correctamente al Señor Dios y, por consiguiente, para entender correctamente la creación del Señor Dios. Primero, tenemos al Señor Dios y sabemos que él es Luz. Después tenemos un objeto, y sabemos que es creación del Señor Dios. Y, finalmente, tenemos la pantalla sobre la cual se forman las sombras. La pantalla es ese objeto donde se pierde toda la información redundante, y que nos permite hacer cosas como las sumas, la geometría y todo eso.

Ahora, no hay que pensar que el Señor Dios desperdició todas esas cose tan maravillosas en simples sumas y geometrías. De ninguna manera. Primero, se puede poner la pantalla en ángulo con respecto al rayo de luz, o también mover la fuente de luz. Las sombras se deforman, pero se puede seguir hablando razonablemente de ellas; todavía es posible hacer sumas. Después, claro, es posible deformar la pantalla, dándole toda clase de formas interesantes, y aún se puede seguir hablando de manera lógica de las sombras. También se puede poner la luz dentro del objeto y proyectarla sobre la pantalla, y eso es muy interesante, realmente. Si uno hace una sombra de una sombra sobre una pantalla y después deforma la pantalla… bueno, una distancia de un par de centímetros podría reducirse a nada, o tal vez alargarse hasta una dimensión inimaginable. Una vez que uno empieza a deformar la pantalla, ya no hay límite para las clases de sumas que se podrían hacer. A eso le llamaba Anna las verdaderas cosas de Dios. Pero es imposible hacer nada de eso con la sombra de una sombra de una sombra: es un punto tan diminuto que no resulta factible deformarlo siquiera un poco, por más que uno se empeñe.

La revelación final de Anna con las sombras tuvo lugar durante una húmeda y ventosa noche de invierno, una noche con la que después de treinta años no he terminado de reconciliarme. Yo estaba cómodamente sentado al calor de la lumbre, leyendo. Anna jugueteaba con un papel y un lápiz, cuando todo empezó.

—¿Qué estás leyendo, Fynn?

—Algo sobre el espacio y el tiempo y esas cosas. No te interesaría.

—¿Qué dice?

—Muchas cosas sobre el espacio y el tiempo y —ese fue mi error— sobre la luz.

—¡Ah! —Anna dejó de escribir—. ¿Qué dice sobre la luz?

Empecé a sentir una picazón bajo el cuello de la camisa; después de todo, la luz y la sombra eran del dominio de Anna.

—Bueno, un tipo que se llama Einstein afirma que nada puede ir más deprisa que la luz.

—Oh —Anna empezó a asimilarlo y siguió escribiendo—. ¡No es cierto! —me espetó después, por encima del hombro.

—Conque no es cierto, ¿eh? ¿Por qué no me lo has dicho antes?

El chiste se perdió.

—No sabía qué era lo que estabas leyendo —contestó.

—Bueno, pues entonces dime qué es lo que va más deprisa que la luz.

—Las sombras.

—No puede ser —la contradije—, porque la luz y la sombra llegan al mismo tiempo.

—¿Por qué?

—Porque es la luz la que produce la sombra —ya empezaba a sentirme un poco confundido—. Fíjate que una sombra es donde no hay luz. No puedes tener una sombra que llegue a un lugar antes que la luz.

Durante cinco minutos estuvo masticándolo; entretanto, yo había vuelto a mi libro.

—Las sombras van más deprisa. Puedo demostrártelo.

—Eso tengo que verlo, así que empieza.

De un salto, Anna se bajó de la silla, se puso un abrigo y su impermeable y tomó la linterna.

—¿Adónde vamos?

—Al cementerio.

—Está lloviendo a cántaros, y afuera está oscuro como boca de lobo.

Me hizo un gesto con la linterna.

—Si no hay luz, no te puedo mostrar la sombra, ¿no?

Afuera, la oscuridad parecía un pozo, y la lluvia parecía un muro de agua.

—¿Para qué vamos al cementerio?

—Por la pared larga.

Como el camino del cementerio no llevaba a ninguna otra parte, y estaba cercado a un lado por una de las vallas del ferrocarril y al otro por el alto muro del cementerio, no era un camino muy bien iluminado, ni tampoco muy transitado. Por lo menos era lo que yo esperaba. Al llegar al punto medio del muro, nos detuvimos.

—¿Y ahora? —interrogué.

—Tú te quedas aquí.

Ahí me quedé, en el camino, a unos nueve metros de la pared.

—Yo me iré hacia allá —continuó Anna— y te alumbraré con la linterna. Tú observa tu sombra en la pared.

Con esa explicación se perdió, corriendo, en la oscuridad. De pronto apareció la luz de la linterna, tanteando en la oscuridad hasta encontrarme.

—¿Listo? —preguntó un alarido desde las tinieblas.

—Listo —vociferé a mi vez.

—¿Ves tu sombra?

—No.

—Me acercaré más. Dime cuándo.

La linterna se acercaba, oscilante, yo siempre en el haz de luz.

—Ya —volví a gritar cuando vi que mi sombra aparecía débilmente dibujada al final del muro.

—Ahora fíjate en tu sombra.

Vino caminando paralelamente al muro del cementerio, medio metro más apartada de él de lo que yo estaba. Yo miraba mi sombra, con los ojos clavados en la oscuridad. Vino agrandándose hacia mí con gran rapidez, indudablemente con mucha mayor rapidez de lo que Anna caminaba. El movimiento se hizo más lento al pasar por donde yo estaba y después volvió a acelerarse. Anna siguió caminando hacia atrás, sin dejar de enfocarme con la luz.

Repentinamente, volvió a mi lado.

—¿Has visto? —me preguntó.

—Sí, lo he visto.

—Va deprisa, ¿no?

—Desde luego. ¿Cómo lo advertiste?

—Con los coches. Con las luces de los coches.

Acepté que mi sombra se movía más rápidamente de lo que ella caminaba, pero no con más rapidez que la luz, y se lo dije. No obtuve respuesta. La luz de la linterna me permitió ver que Anna estaba a kilómetros de distancia. El experimento externo ya había terminado, pero ahora estaba ocupada planeando algún experimento interno. La tomé de la mano.

—Vamos, Tich. Vayamos a tomar una taza de té y a comer algo a la tienda de Ma B.

Por el camino nos encontramos con Sally.

—¿Estás loco? —me preguntó—. ¿Cómo se te ocurre sacar a la chiquilla en una noche así?

—Yo no la he sacado, ha sido ella quien me sacó a mí —expliqué.

—Ah —comentó Sally—, empieza bien.

—Sí. Ven, que tomaremos una taza de té donde Ma B.

—Encantada —aceptó Sally.

Yo casi había terminado con mi pastel de cerdo cuando el experimento interno de Anna llegó a su fin.

—El Sol —declaró— es como las luces de los coches.

Después de pensarlo un poco más, me apuntó con su tenedor, que todavía no había usado.

—Tú —prosiguió—, tú eres como la Tierra… la pared está… la pared está a quillones de kilómetros, pero no es más que una pared imaginaria.

Con un sobresalto volvió a la realidad y advirtió por primera vez la presencia de Sally.

—Hola, Sal —le sonrió.

—Hola, Tich. ¿De qué se trata?

Anna me atravesó con los ojos.

—El Sol hace una sombra de la Tierra sobre la pared… la pared imaginaria.

—Bueno —admití no muy convencido—, de eso no estoy seguro.

—Pues podría ser —sonrió Anna—; en tu imaginación podría hacerla. Si la Tierra da vueltas alrededor del Sol, y la sombra cae sobre la pared que está…

—… a un quillón de kilómetros de distancia —acepté.

—¿Con qué rapidez —me acorraló— con qué rapidez va la sombra por la pared?

Ensartó el pastel de carne con el tenedor y lo hizo describir un círculo en torno a su cabeza, como si fuera la Tierra dando vueltas alrededor del Sol. Con la cabeza inclinada a un lado, su sonrisa burlona me desafiaba a dar una respuesta.

Pero yo no estaba dispuesto a dársela. No iba a decirle que por lo menos a quillones de kilómetros por segundo, de ninguna manera, hasta que no hubiera podido pensarlo más.

Yo estaba seguro de tener razón, que nada podía ir más deprisa que la luz. Estaba completamente convencido. No tenía duda de que el señor Einstein había dado en el blanco.

Al mirar retrospectivamente esos años, me doy cuenta dónde cometí el error. No me refiero a las sumas, sino a la educación de Anna. No le enseñé a Anna la forma buena y adecuada de hacer las cosas. Claro que le enseñé formas de hacer cosas, formas divertidas y rápidas y difíciles y formas de todas clases, pero no la BUENA FORMA. En primer lugar, yo mismo tampoco estaba tan seguro de cuál forma era la BUENA, de modo que Anna, naturalmente, tuvo que encontrarlas por sí misma. Por eso a mí todo me resultaba tan difícil.