S ENTADOS ante una taza de té, hicimos nuestros planes. Tan pronto como abrieran, nos iríamos al mercado y compraríamos en Woolworth’s un buen montón de espejos.
Cuando llegamos a la plaza del mercado, las tiendas todavía estaban cerradas. Los dueños de los puestos disponían sus productos a la luz deslumbrante de las lámparas de carburo. Como disparos, atravesaban la calle en todas direcciones humorísticos insultos, instrucciones y conjeturas sobre lo que podía deparar el día. Los pies golpeaban el suelo como si quisieran aplastar a las escurridizas alimañas del frío. Instalados sobre sus soportes de ladrillo, braseros improvisados con tambores de aceite se ocupaban de hacer hervir el agua para el té. El puesto de café inundaba con su aroma de embutidos calientes y café toda la plaza del mercado.
—Un té, dos rosquillas y pastel de queso, amigo —pidió el taxista.
—Para mí, un té y un par de panecillos —agregó su compañero.
—¿Y tú, muchacho? —era mi turno.
—Dos tés y cuatro salchichas.
Dejé las monedas sobre el mostrador y recogí el cambio, empapado por el té derramado. Anna estaba de pie aferrando su taza con ambas manos, mientras hundía profundamente la nariz en ella. Por encima del borde de la taza, un par de ojos vivaces y sonrientes lo escudriñaban todo. Como ella no podía sostener al mismo tiempo el té y las salchichas, yo las sujeté entre los dedos de la mano izquierda, para que Anna las tomara cuando quisiera. En el puesto de al lado quedaba un espacio libre donde dejé mi taza de té para intentar encender el cigarrillo con una sola mano. Probé a encender la cerilla frotándola con la uña del pulgar, pero esa técnica jamás conseguí aprenderla bien. Lo más que conseguí alguna vez fue que la cabeza del fósforo se desprendiera y se me quedara incrustada bajo la uña. Entonces, cuando no era el momento oportuno, encendía… y dolía. Anna levantó un pie y encendí el fósforo. En el mercado, el ritmo iba in crescendo.
—¡Cuidado con la espalda, por favor! ¡Cuidado con la espalda!
Como la estela de un barco que pasa, todos nos amontonamos sobre la acera y volvimos a desparramarnos, mientras un carro tirado por un caballo iba abriéndose paso entre la gente; el caballo humeaba en la mañana helada.
—¡Ernie! —vociferó una señora con un delantal de piel—, ¿dónde diablos están esas coles rojas? Este hombre me va a matar —agregó para quien quisiera escucharla—, acabará llevándome a la tumba.
—¡Si puede! —acotó alguien.
En ese momento llegó un hombre que caminaba entre dos enormes carteles que le colgaban sobre pecho y espalda, anunciando a todos los presentes: «El fin está próximo», y pidió una taza de té.
—¡Mirad, aquí llega el ángel de la trompeta!
—Hola, Joe. Ven a tomar algo caliente conmigo —le saludó el taxista.
—El fin está próximo —salmodió el viejo Joe.
—Me das escalofríos.
—¿Cuál era el de la semana pasada?
—¡Preparaos para el Juicio!
—¿Y cómo diablos os llegan todos esos mensajes?
—El recibe un telegrama de San Pedro.
Desde el extremo del mostrador, una voz que parecía un trueno sacudió a todos los presentes.
—¿Quién de vosotros, desgraciados, me ha quitado los panecillos?
—Si los tienes bajo el codo.
—Harry, cuida tu lenguaje que hay una chiquilla aquí. Harry se apartó del mostrador con un puñado de panecillos en una mano, y en la otra un enorme jarro que entre sus dedos parecía una jícara.
—Hola, chiquilla. ¿Cómo te llamas?
—Anna, ¿y tú?
—Harry. ¿Estás sola?
—No. Con él —Anna me señaló con el mentón.
—¿Qué estáis haciendo en la calle a estas horas de la mañana?
—Esperando a que abra Woolly —explicó Anna—. ¿Y qué vais a comprar en Woolworth’s?
—Unos espejos.
—Ah, qué bien.
—Diez espejos.
—¿Y para qué queréis diez espejos?
—Para ver diferentes mundos —le confió Anna.
—Ah —Harry se dio por enterado, aunque no hubiera entendido mucho—. Pues no hay duda que eres precavida, ¿no?
Anna sonrió.
—¿Te gustaría una tableta de chocolate?
Anna me miró y yo asentí con un gesto.
—Sí, señor.
—Harry —la corrigió su interlocutor, levantando un índice que no pesaría menos de un kilo.
—Muchas gracias, Harry.
—¡Arfer! —vociferó Harry por encima del hombro—. A ver si nos alcanzas un buen par de tabletas de chocolate.
Arfer se las trajo y Harry las cogió.
—Toma, Anna, aquí tienes un poco de chocolate.
—Gracias —dijo Anna.
—¿Gracias, qué? —la voz de Harry se enroscó en un signo de interrogación.
—Gracias, Harry —mientras desenvolvía una de las tabletas le invitó—. Toma un trocito, Harry.
—Gracias, Anna, creo que aceptaré.
Un par de troncos de árboles terminados en dos grandes jamones se tendieron hacia Anna. Al abrirse, los jamones se convirtieron en enormes racimos de plátanos, y partieron un trocito de chocolate, tamaño Harry.
—¿Te gustan los caballos, Anna? —preguntó Harry.
Anna admitió que los caballos le gustaban.
—Pues ven conmigo a ver a Nobby —la invitó Harry.
Dimos la vuelta a la esquina, entramos por una callecita, y allí estaba Nobby, un percherón verdaderamente gigantesco, todo ornamentado con arreos de bronce y con la piel casi tan brillante como el bronce. Nobby estaba comiendo, con el hocico metido en lo que a mí me pareció un saco de carbón de unos cien kilos que le colgaba del cuello. Al ver que Harry se aproximaba, Nobby resopló dentro de su saco y nos bañó a todos con una lluvia de avena y heno. Harry abrió la boca y dejó escapar un tornado de amor y de risa. No hacía cinco minutos que había amenazado con partirle la cabeza a alguien por sus panecillos, y era indudable que podría haber hecho frente a cuatro, e incluso a seis hombres corpulentos. Ahora, una niña y un caballo le habían ablandado hasta convertirlo en una especie de gigante de cuento de hadas. En la mano de Anna cayó un puñado de terrones de azúcar para Nobby.
—No te hará daño, Anna. No es capaz de hacerle daño a una mosca, sabes.
Ni tú tampoco, Harry, tan grandote y torpe, pensé.
Los belfos de Nobby se retrajeron, dejando ver una hilera de dientes que parecían lápidas, y después volvieron a bajar sobre los terrones de azúcar, que al instante desaparecieron. Después de hablar durante unos minutos con el caballo, Harry se dirigió a Anna.
—Oye, Anna, tú te sientas encima de Nobby a conversar con él mientras yo voy descargando esto. Después os llevaré a Woolworth’s como es debido.
Anna despegó y aterrizó sobre el lomo de Nobby, transportada por uno de los racimos de plátanos que eran las manos de Harry. La princesa quedó montada en su corcel mientras Harry descargaba. Sacos y cajones se elevaban como si estuvieran llenos de plumas. Cuando hubo terminado, Harry volvió a levantar a Anna para sentarla en el pescante y se acomodó junto a ella. Yo me senté en la tabla de detrás. Anna tomó las riendas y, a la voz de «¡Arre!» partimos. No creo que Nobby necesitara que le guiaran; se conocía el camino como el dorso de los cascos. No atravesamos la plaza del mercado, ya que el carro, de tan generosas proporciones como Harry y como Nobby parecía un acorazado con ruedas. Al llegar a una esquina paramos.
—Woolworth’s —bramó Harry, y se bajó de un salto, digno de la misma Pavlova—. Aquí lo tienes, Anna. Woolworth’s —repitió.
—Gracias, Harry —contestó Anna.
—Gracias, Anna —le sonrió él.
—Ya nos veremos —nos gritó, mientras él y Nobby daban la vuelta a la esquina.
Y más de una vez, después de esa ocasión, volvimos a ver a Harry y a Nobby.
La dependienta que nos atendió tras el mostrador de Woolworth’s tardó un poco en convencerse de que realmente queríamos diez espejos, pero nos los entregó por fin.
—Ande usted con cuidado —me aconsejó.
Sin pérdida de tiempo, nos fuimos a casa con nuestro tesoro y despejamos la mesa de la cocina. Con goma de pegar y unas tiras de tela uní dos espejos, como si fueran las tapas de un libro. Anna trajo el gran trozo de cartulina donde habíamos trazado la línea negra y lo puso sobre la mesa. Sobre la cartulina colocamos, abierto, nuestro libro de espejos, con lo que sería el lomo lejos de la línea, en tanto que los bordes de los espejos más próximos a nosotros apenas la tocaban. Verifiqué el ángulo que formaban los espejos y los corregí. La línea dibujada y las dos que se reflejaban formaban un triángulo equilátero. Anna miraba absorta. Cerré ligeramente el ángulo, las líneas se reajustaron y se formó un cuadrado. Anna no apartaba los ojos del libro de espejos.
—Un poquito más —indicó.
Seguí cerrando el ángulo, mientras ella contaba:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Tiene cinco lados —durante un momento se quedó en silencio—. ¿Cómo se llama?
—Un pentágono —contesté.
El libro se cerró un poco más y fui anunciando los nombres de las figuras: un hexágono… un heptágono… un octágono. Después del «decágono» ya me quedé sin nombres, así que nos limitamos a contar los lados y a decir que era un «diecisiete-ágono» o un «treinta y seis-ágono». A Anna le parecía un libro rarísimo y maravilloso. Cuanto más lo cerrábamos más complejas se hacían las figuras. Decir rarísimo era poco. Pero más raro todavía era que el «libro» no fuera otra cosa que un par de espejos. Porque si uno tuviera una página para cada uno de los «ágonos» diferentes que se podían ver, vaya, se necesitarían millones de páginas, qué va, quillones de páginas. Así pues, era realmente un libro mágico. ¿Dónde se había visto un libro con quillones de figuras, pero sin PÁGINAS?
A medida que íbamos cerrando más y más el «libro», nos veíamos en un lío. Como el libro ya no tenía más que un par de centímetros de abertura, y no podíamos meternos dentro para ver qué era lo que pasaba, empezamos otra vez desde el principio. De nuevo, cuando llegamos al ágono de ene lados, no podíamos meternos dentro. ¿Qué se podía hacer?
—Cuando lleguemos al quillonágono, será un círculo —anunció Anna.
Pero, ¿cómo podíamos meternos dentro? El pequeño enigma se resolvió después de pensarlo un poco y de algunos intentos fallidos. Rascamos un poco el baño de azogue de uno de los espejos, hasta dejar despejado un pequeño círculo de vidrio transparente a modo de puesto de observación. Ahora podíamos mirar hacia adentro. Era cierto, un «quillonágono» iba a ser un círculo. Ya era difícil decir si lo que veíamos no era un círculo.
Después se nos planteó otro problema: a medida que cerrábamos el libro íbamos quedándonos sin luz para ver. Anna quería saber qué veríamos si se cerraba del todo el libro de espejos. El problema no era fácil: cómo hacer que entre luz en un libro de espejos que está completamente cerrado.
—¿No podemos meter una luz dentro del libro de espejos? —preguntó Anna.
Descartamos las cerillas y las velas, y luego se nos ocurrió pensar en la linterna. En un abrir y cerrar de ojos la desmontamos y la volvimos a armar, soldando unos cables a la bombilla y a la batería. Pusimos la bombilla dentro del libro. Como era un poco demasiado grande, no podíamos cerrarlo del todo. La solución para este nuevo problema fue casi inmediata. Los dos espejos paralelos, con sólo un centímetro de separación nos darían una aproximación bastante buena. Los dispusimos así y los envolvimos con un trapo, para que no pudiera entrar luz por los bordes. Anna miró por el hueco de observación y contuvo el aliento.
—Hay millones de luces —susurró, y agregó más sorprendida todavía—. ¡Fynn, en una línea recta!
Ya me había sorprendido a mí hacía diez años, de manera que estaba preparado para eso. Me aproximé y muy suavemente acerqué apenas los dos espejos, por un costado.
—¿Qué haces? —exclamó, dando un salto hacia atrás para mirarme.
Le expliqué que había acercado dos de los bordes.
—Se forma el círculo más grande del mundo —exclamó Anna.
Mientras seguía con los ojos clavados en el círculo más grande del mundo, presioné los otros bordes para acercarlos. El círculo más grande del mundo se enderezó, y después se curvó hacia el otro lado.
El libro de espejos se abría y se cerraba cientos de veces por día. En el ángulo de los espejos poníamos miles de cosas diferentes, que formaban dibujos de increíble complejidad, capaces de maravillar a cualquiera.
Una tarde sucedió algo nuevo. Anna tomó unas tarjetas, escribió sobre ellas todas las mayúsculas, las fue colocando entre los espejos y empezó a mirar.
—Qué cosa tan extraña —murmuró mientras giraba la cabeza para mirar al espejo de la derecha, después al de la izquierda y volver de nuevo al de la derecha—. Es muy raro —repitió sin dirigirse a nadie—. La próxima está al revés, pero la que sigue a esa queda al derecho.
Algunas de las letras reflejadas «se ponían de espalda», mientras otras seguían estando «al derecho». Anna apartó las letras que «se ponían de espalda» y entonces le quedaron: A, H, I, M, O, T, U, V, W, X.
Como quien no quiere la cosa, me senté junto a ella y rebusqué entre las letras hasta encontrar una «A». Puse la tarjeta sobre la mesa y con un solo espejo bisequé el ángulo de la «A». Anna me miró, me quitó el espejo de las manos y repitió la prueba. Después la fue haciendo con las demás letras. Durante una hora más o menos siguió absorta en esa operación hasta que concluyó:
—Fynn, si la mitad que hay en el espejo es lo mismo que la mitad que hay en la mesa, entonces la letra no varía. La más divertida es la «O», porque se la puede partir de muchísimas maneras.
Anna estaba descubriendo los ejes de simetría.
Fue un juego nuevo para jugar, fueron nuevas maravillas para descubrir. Había cosas que se daban vuelta de dentro para afuera, o al menos de derecha a izquierda, y otras que no. Hicimos un libro de espejos tamaño bolsillo, con espejitos de cartera que nos regalaran Millie y Kate, reforzados con madera contra posibles accidentes, y con él salíamos a la calle. Llevábamos el librito a todas partes. En plena calle nos poníamos en cuclillas al ver alguna estructura inesperada en algún adoquín, y sacábamos el libro de espejos. Entre los espejos iban a parar escarabajos, hojas, semillas, billetes de tranvía. Se podía uno pasar toda la vida haciendo esas cosas. Preparábamos un sándwich de espejos y bombillas de colores, lo encendíamos y atisbábamos por el agujero. Vaya, si por un par de chelines podíamos tener algo más deslumbrante que Picadilly Circus, Blackpool y Southend, todos juntos. Era algo muy milagroso, y no solamente milagroso, sino también útil, porque podíamos ver al mismo tiempo las dos caras de un objeto… bueno, más o menos. Anna quería saber si podríamos ver un objeto desde todos los lados, así que hicimos un cubo de espejos. En un lado dejamos un atisbadero, y por él se colgaban los objetos en el centro del cubo, con un hilo. Como estaba demasiado oscuro para ver, tuvimos que ponerle luz dentro, y…
¡Vaya, quién lo hubiera dicho!
Podíamos ver un objeto desde todos los lados.
Nunca llevé la cuenta de los espejos que compramos y usamos; debieron ser más de cien. Con espejos se hacían todas las figuras platónicas, y algunas más que a Platón jamás se le habían ocurrido. Las nuestras eran un poco diferentes; nos metíamos dentro y veíamos cosas que el lenguaje hubiera encontrado difícil describir. Descubrimos variantes de aritmética enloquecidas, que tenían sentido siempre y cuando uno estuviera dispuesto a convivir con los mundos del espejo. Reconozco que de este lado del espejo las cosas se ponían un poco alucinantes, pero lo único importante era recordar que uno estaba jugando con espejos.
Aprendimos a dibujar, a escribir y a hacer nuestras «sumas» en una libreta que colocábamos frente a nosotros. La dificultad estribaba en que no mirábamos el papel, sino el reflejo del papel en un espejo vertical. La tensión se hacía a veces insoportable, la concentración era absoluta, pero lo conseguíamos.
Una noche se nos ocurrió que el libro de espejos era algo más; era un libro-milagro. El diccionario Weekly nos mostró que la palabra inglesa para espejo (mirror) provenía de mirari, palabra latina que significa «asombrarse dé», y que «milagro» se derivaba de la palabra mirus, que en latín quiere decir «maravilloso». Sabíamos que el Señor Dios, había hecho al hombre a su imagen y semejanza, así que podría ser… tal vez fuera posible…
—¡Podría ser que hubiera hecho un gran espejo, Fynn!
—¿Para qué iba a hacer algo así?
—No lo sé, pero pudo haberlo hecho.
—Podría ser.
—Tal vez nosotros estemos del otro lado.
—¿Qué quiere decir eso del otro lado?
—Tal vez estemos del revés.
—Es una idea, Tich.
—Y por eso lo entendemos todo mal.
—Claro, por eso lo entendemos todo mal.
—Como los números.
—¿Cómo los números?
—Sí, los números en el espejo.
—¿A qué te refieres?
—Los números en el espejo son números «no», no son números «sí».
—No te entiendo, Tich. ¿Qué quieres decir?
Anna tomó papel y lápiz y escribió «0, 1, 2, 3, 4, 5».
—Estos son números «sí», porque aumentan —declaró—. Si pones un espejo en el «0», entonces los números resultan así. «5, 4, 3, 2, 1». Son números «no», porque disminuyen.
Hasta ahí, el razonamiento era claro. Los números reflejados eran números «no».
—La gente —continuó Anna—, es gente «no».
—Un momento —la detuve con un gesto—. No entiendo eso del «no».
De un salto se bajó de la silla y volvió tambaleándose, con los brazos llenos de libros. Se sentó de nuevo y dio un par de golpes sobre la mesa.
—Esto es «0» —me informó—; esto es «0» y es el espejo.
—De acuerdo, eso lo entiendo, es el espejo —yo también di un golpe en la mesa—. Y ahora, ¿qué?
Anna puso un libro sobre la mesa.
—Esto es aumentar uno —explicó, mirándome con fijeza. Hice un gesto afirmativo. Otro libro apareció encima del primero.
—Esto es aumentar dos —nuevo gesto afirmativo.
—Esto es aumentar tres, esto es aumentar cuatro.
La pila siguió creciendo. Cuando estuvo segura de que yo había entendido exactamente lo que decía, Anna derribó con un brazo todos los libros y los arrojó al suelo.
—Ahora…
Evidentemente, estábamos llegando a la parte difícil.
—¿Dónde hay un «libro no»? —me preguntó, con una mano en la cadera y mirándome de soslayo.
—Si crees que lo tengo yo, regístrame —le contesté.
Volvió a dar un par de golpes sobre la mesa.
—Ahí. Está ahí.
—Ah, claro —respondí—. Está ahí.
No estaba muy seguro de a qué se refería «ahí», y así se lo dije.
—«Un libro-no» es un agujero tan grande como un libro —me explicó— y «dos libros-no» es un agujero tan grande como dos libros. No es difícil.
No, no lo era, cuando uno conseguía entrar en el asunto, de modo que seguí adelante:
—Así que «ocho-libros-no» es un agujero del tamaño de ocho libros.
Anna continuó con su aire magistral.
—Si tienes un agujero de «diez libros-no» y tienes además quince libros «sí», ¿cuántos libros tienes en total?
Empecé a dejar caer por el agujero los quince libros «si», uno por uno, mirando cómo desaparecían. De esa manera perdí diez y al final me quedaron cinco.
—Cinco —anuncié—, pero, ¿eso qué tiene que ver con la gente «no»?
Su mirada compasiva me hizo encogerme de tal manera que a duras penas pude evitar caerme por el agujero del «no».
—Si —acentuó la condición— la gente es gente del espejo, entonces son gente «no».
¡Es todo tan evidente, evidente hasta el punto de que habría que ser idiota para no verlo! Todos sabemos que el Señor Dios hizo al hombre a su imagen, y las imágenes se reflejan en los espejos. Los espejos le dan vuelta a uno de atrás para adelante, o de derecha a izquierda. Las imágenes eran cosas «no». Así que, si lo sumamos todo, el Señor Dios estaba y el Señor Dios está de un lado del espejo. El señor Dios estaba del lado «sí». Nosotros estábamos del otro lado del espejo, así que estábamos del lado «no». Ya deberíamos saberlo. Cuando mamá deja en el suelo al bebé que apenas sabe caminar y retrocede unos pasos, lo hace para animar al pequeño a que eche a andar hacia ella. Exactamente lo mismo hacía el Señor Dios. El Señor Dios le pone a uno del lado «no» del espejo, y después le pide que se las arregle para llegar al lado «sí» del espejo. Evidentemente, quiere que uno sea como él.
—La gente «no» vive en agujeros.
—Así debe ser —admití—. ¿En qué clase de agujeros?
—Muy diferentes.
—Ah, bueno, así se explica. ¿En qué sentido son diferentes?
—Algunos grandes, otros pequeños, y todos con nombres diferentes.
—Con nombres diferentes… ¿por ejemplo?
Anna fue rodeando los agujeros, leyendo los nombres mientras andaba.
—Avaro, Malo, Cruel, Mentiroso y cosas así.
De nuestro lado del espejo, todo estaba lleno de agujeros de diversas profundidades; en el fondo se hallaba la gente. Del lado del Señor Dios había montones de todo lo imaginable, dispuesto para llenar los agujeros, sin que necesitáramos otra cosa que el sentido común necesario para pedírselo. Los montones también tenían nombres: «Generosidad», «Bondad», «Verdad». Cuanto más llenaba uno su agujero, tanto más se acercaba al lado del espejo donde estaba el Señor Dios. Si conseguía llenar el agujero y todavía le sobraba algo, en tal caso estaba indudable y decididamente del lado «sí». Del lado del Señor Dios. Se entiende, naturalmente, que al mirar su espejo el Señor Dios nos ve a todos nosotros, pero nosotros no podemos ver al Señor Dios. Quiero decir que, después de todo, una imagen reflejada no puede ver aquello que la mira. Como decía Anna:
—El reflejo de tu cara no puede verte a ti, ¿verdad?
Hay ocasiones en que el Señor Dios se complace en hacer algo con el agujero en que está alguien… es decir, él lo llena por su cuenta. ¡A eso lo llamamos un milagro!
El Señor Dios jamás andaba muy lejos de ninguna conversación, y además iba resultando cada vez más sorprendente. El hecho de que pudiera escuchar, y naturalmente entender, todas las plegarias diferentes en todos los idiomas diferentes era una auténtica maravilla, pero hasta eso palidecía y se perdía en la insignificancia al compararlo con las pilas y pilas de milagros que estaba descubriendo Anna. Tal vez el más milagroso de todos los milagros fuera que nos hubiera concedido la capacidad de descubrir y entender los milagros. Anna consideraba que Dios estaba escribiendo un relato sobre su creación; ya tenía el desenlace decidido, y sabía exactamente por dónde iba. Claro que en esa parte de sus actividades nosotros no podíamos ayudar al Señor Dios, pero por lo menos podíamos ir dando vueltas a las páginas. Y Anna le estaba dando vueltas a las páginas.
Un día, me detuvo en la calle la maestra de la escuela dominical. Fue para pedirme… no, para decirme que enseñara a Anna a conducirse correctamente en clase. Cuando pregunté qué era lo que Anna había hecho, me informó que uno, Anna interrumpía; dos, Anna contradecía, y tres, Anna usaba malas palabras. Admito que a veces Anna podía despacharse con alguna expresión bastante fuerte, y procuré explicar a la maestra de la escuela dominical que, aunque a veces Anna usara mal las palabras, jamás usaba palabras de maldad. Mi flecha pasó de largo junto al blanco. Me imaginaba, claro, que Anna la habría interrumpido y no se habría privado de contradecirla, pero la maestra no quiso contarme los detalles del suceso. Esa noche hablé con Anna del tema. Le dije que me había encontrado con la maestra de la escuela dominical, y le conté la conversación que habíamos tenido.
—No quiero ir más a la escuela dominical.
—¿Por qué no?
—Porque ella no enseña nada sobre el Señor Dios.
—Tal vez sea que tú no escuchas bien.
—Sí que escucho, pero ella no dice nada.
—¿Quieres decir que no aprendes nada?
—A veces.
—Ah, bueno. ¿Qué es lo que aprendes?
—Qué la maestra de la escuela dominical está asustada.
—No sé qué te lleva a decir eso. ¿Cómo puedes saber que está asustada?
—Bueno, porque no quiere dejar que el Señor Dios se agrande.
—Explícame eso de que la maestra de la escuela dominical no quiere dejar que el Señor Dios se agrande.
—¿El Señor Dios es grande?
—Sí, el Señor Dios es grande y bueno.
—¿Y nosotros pequeños?
—Eso es; nosotros somos pequeños.
—¿Y hay una gran diferencia?
—Sí, claro.
—Si no hubiera diferencia, no valdría la pena, ¿verdad?
Eso me confundió un poco. Me imagino que debí parecer un tanto desconcertado, de manera que Anna volvió a la carga, esta vez de flanco.
—Si el Señor Dios y yo tuviéramos el mismo tamaño no podrías distinguirnos, ¿no?
—Sí, ya veo a qué te refieres —respondí—. Si la diferencia es grande, entonces es razonable decir que el Señor Dios es grande.
—A veces —me previno.
Evidentemente, la cosa no era tan simple. Paso a paso, fui llevado a aceptar el hecho de que cuanto mayor era la diferencia entre nosotros y el Señor Dios, más se acentuaba la Divinidad del Señor Dios. En el momento en que la diferencia fuera infinita, entonces el Señor Dios sería absoluto.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con la maestra de la escuela dominical? Estoy seguro de que ella conoce la diferencia.
—Oh, sí —asintió Anna.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Cuando yo descubro cosas, la diferencia se agranda y el Señor Dios se agranda.
—¿Y?
—La maestra de la escuela dominical agranda la diferencia pero deja al Señor Dios del mismo tamaño. Porque está asustada.
—Eh, espera un segundo. ¿Cómo es eso de que ella agranda la diferencia, pero deja al Señor Dios del mismo tamaño?
Casi no entendí la respuesta; fue una de esas pistas realmente traicioneras, y arrojada como al descuido.
—Lo único que hace es empequeñecer a la gente.
No obstante, después continuó:
—¿Por qué vamos a la iglesia, Fynn?
—Para entender más al Señor Dios.
—Menos.
—¿Menos qué?
—Para entender menos al Señor Dios.
—Un momento, santo cielo. ¡Estás delirando!
—No, no deliro.
—¡Anna, por favor!
—No. Uno va a la iglesia para hacer al Señor Dios real, realmente grande. Pero real, pero realmente grande. Y es cuando real, realmente no puede entenderlo… Y entonces lo entiende.
Se sorprendió y se decepcionó un poco al darse cuenta de que su razonamiento pasaba por encima, muy por encima de mí pero me lo explicó.
Cuando uno es pequeño, «entiende» al Señor Dios, que está allá arriba sentado en su trono, de oro naturalmente; usa barba y corona, y todo el mundo se enloquece cantándole himnos. Dios es útil, y uno le utiliza. Se le pueden pedir cosas, puede dejar a los enemigos de uno más muertos que una piedra, y es excelente para hacer el mal de ojo al matón del barrio, para que le salgan verrugas y cosas así. El Señor Dios es tan «entendible», tan útil y tan práctico que resulta como un objeto; tal vez sea el más importante de todos los objetos, pero de cualquier modo es un objeto y se le entiende de punta a cabo. Más adelante, uno «entiende» que él es un poco diferente, aunque todavía puede captar de qué se trata. ¡Pero por más que uno le entienda a él, parece que él ya no le entiende a uno! Como no parece entender que uno simplemente necesita una bicicleta nueva, el «entendimiento» que uno tiene de él va cambiando un poquito más. De cualquier manera o condición que uno entienda al Señor Dios, le disminuye de tamaño; lo convierte en una más de tantas y tantas entidades que se pueden entender. De manera que a lo largo de la vida de cada uno, el Señor Dios sigue continuamente desprendiéndose de aspectos y pedacitos, hasta que llega el momento en que uno admite, libre y sinceramente, que no comprende en absoluto al Señor Dios. En ese momento es cuando uno deja que el Señor Dios tenga su verdadero tamaño, y ¡cataplún!, helo ahí riéndose de uno.