E RA un hermoso día de sol. La calle estaba llena de ruidos de chiquillos. Las risas cubrían el ruido de los pies que pasaban, cuando de pronto el mundo entero se vino abajo.
Un grito agudísimo asesinó las risas. Era Jackie. Me di vuelta para recibirla en el momento en que se me arrojaba en los brazos, convertido su rostro en una pálida máscara de horror.
—¡Fynn! ¡Oh, por Dios! Es Anna. ¡Está muerta!
Mientras sus uñas pintadas de escarlata se me hundían en el pecho, me inundaron las heladas aguas del miedo. Corrí por la calle. Anna estaba tendida sobre la verja, con los dedos contraídos aferrados a la pared. La levanté haciendo de mis brazos una cuna. La intensidad del dolor le estrechaba los ojos.
—Me caí del árbol —murmuró.
—Está bien, Tich, tranquilízate. Yo estoy contigo.
De pronto me sentí horriblemente descompuesto. Con el rabillo del ojo había visto algo, algo que de una manera extrañamente deformada era más aterrador aún que la criatura herida que tenía en mis brazos. Al caer, había roto la parte superior de uno de los barrotes. Un muñón de hierro quebrado. Pocos años antes nadie podía verlo, ahora estaba allí para que todos lo vieran. Ese muñón de hierro, esas montañas de cristal, estaban ahora rojas de vergüenza y espanto ante el papel que les había cabido en ese suceso horroroso.
Llevé a Anna a casa y la acosté. El médico vino, le vendó las heridas y la dejó conmigo. Mientras le sostenía ambas manos, yo le escudriñaba el rostro. El dolor le pasaba en destellos por los ojos, pero era ahuyentado por una mueca que lentamente fue floreciendo en una sonrisa. La sonrisa ganó; el dolor quedó oculto en algún rincón, dentro de ella. A Dios gracias, Anna iba a quedar bien. Gracias a Dios.
—Fynn, ¿la princesa está bien? —me susurró.
—Perfectamente —contesté, aunque no sabía si estaba bien o no.
—Se quedó enganchada en el árbol y no podía bajar… resbalé —prosiguió Anna.
—Está muy bien.
—Estaba muy asustado. No es más que un gatito.
—Está bien, perfectamente. Descansa, que yo me quedaré contigo. No tengas miedo.
—No tengo miedo, Fynn. No tengo miedo.
—Duérmete, Tich. Duerme un poquito, que yo te cuido.
Los ojos se le cerraron, y Anna se durmió. Iba a quedar perfectamente. Muy hondo dentro de mí, yo lo sabía. Durante dos días esa sensación de que todo iba bien fue en aumento y barrió mis temores. Su sonrisa y sus apasionadas conversaciones sobre el Señor Dios me tranquilizaban doblemente. Los nudos que me ahogaban por dentro fueron aflojándose. Estaba mirando por la ventana cuando Anna me llamó.
—¡Fynn!
—Aquí estoy, Tich. ¿Qué quieres? —me acerqué a ella.
—Fynn, ¡es como darse vuelta de dentro hacia fuera! —en su rostro había una expresión de aturdimiento.
Una mano de hielo me estrujó despiadadamente el corazón. Me acordé de la abuelita Harding.
—Tich —le pedí, en voz quizá demasiado alta—, Tich, ¡mírame!
Sus ojos vacilaron, su sonrisa se ensanchó. Corrí a la ventana y la levanté. Cory estaba afuera.
—Ve enseguida a buscar al médico —le dije.
Asintió con un gesto y, girando sobre sus talones, echó a correr. De pronto, supe qué era lo que iba a suceder. Volví donde estaba Anna. No era momento de llorar. Nunca fue momento de llorar. El terror helado que me llenaba el corazón me había congelado las lágrimas. La cabeza me latía con la idea de que «aquello que pidáis en mi nombre…». Pedí. Rogué.
—Fynn —susurró Anna, y la sonrisa le iluminaba el rostro—. Te quiero, Fynn.
—Yo también te quiero, Tich.
—Fynn, apuesto a que por esto el Señor Dios me dejará entrar en el cielo.
—Seguro. Apuesto a que te está esperando.
Quería decirle mucho más, mucho más, pero ya no me escuchaba, sonreía solamente.
Los días se quemaron como gigantescas candelas, y el tiempo se disolvió, se escurrió, volvió a condensarse en horrendos montones sin sentido.
Dos días después del funeral encontré la bolsita donde Anna guardaba las semillas, y me dio algo que hacer. Me fui al cementerio y me quedé allí un rato. Todo me pareció peor, mucho más vacío. Si en ese momento yo hubiera estado más cerca… si hubiera sabido lo que Anna estaba haciendo… si… Esparcí las semillas sobre la tierra recién removida y, con el corazón encogido, arrojé lejos de mí la bolsita.
Quise odiar a Dios, quise expulsarle de mi sistema, pero él no quiso irse. Dios me parecía más real, más extrañamente real que nunca. El odio se negaba a venir, pero entonces lo desprecié. Dios era un idiota, un cretino, un retardado. Podría haber salvado a Anna, pero no lo hizo; dejó, simplemente, que sucediera la más estúpida de las cosas. Esa criatura; esa hermosa criatura, segada de esa manera… segada sin haber cumplido siquiera ocho años. Justo cuando era… ¡Maldición!
Los años de la guerra me alejaron del East End. La guerra arrastró sus botas ensangrentadas por toda la faz de la Tierra, hasta que la locura se agotó. Miles de otros niños habían muerto, y muchos otros quedaban lisiados y sin hogar. La locura de la guerra se convirtió en la locura de la victoria. ¿Victoria? La noche de la victoria me emborraché como una cuba. Era una buena escapatoria.
Algún tiempo antes me habían enviado un paquete de libros, que ni siquiera me había molestado en desenvolver; no parecía tener ningún sentido. Después, vino uno de esos momentos en que no sabía qué hacer de mí mismo. Aquellos años me habían fatigado los ojos de mirar, y los oídos me dolían de escuchar. En busca de un signo, de una visión, aunque fuera un momento. Busqué los libros, pero no parecían muy interesantes. Nada parecía muy interesante. Recorrí ociosamente las páginas. Sólo cuando mis ojos tropezaron con el nombre de Coleridge, que para mí es la cima de la montaña, me detuve y empecé a leer:
«Adopto con plena convicción la teoría de Aristóteles según la cual la poesía, en tanto que poesía, es esencialmente ideal, y evita y excluye todo accidente, y su…».
Pasé unas páginas más y volví a leer, y de las páginas de ese libro surgió el viejo Woody.
«Coleridge ejemplifica con los siguientes versos, tomados de Sir John Davies, el proceso mediante el cual opera la imaginación poética»:
Pues así es como ella extrae del individuo
esa abstracción universal del género
e investido de otros nombres y fortunas
llévalo por los sentidos a la mente.
El humo de los fuegos de la «gentes de la noche» volvió flotando en mi imaginación: el viejo Woody, Bill el Convicto, Lil, Anna y yo. Unas líneas más, y mi ojo tropezó con una palabra: «violencia».
«El joven poeta», dice Goethe, «debe ejercer cierta violencia sobre sí mismo para salir de la mera idea general. No cabe duda de que esto es difícil, pero es el arte mismo de vivir».
Lentamente empezaba a cobrar sentido, las piezas empezaban a ocupar su lugar. Algo estaba pasando, y era algo que me hizo llorar; por primera vez en mucho, mucho tiempo, lloré. Salí fuera, a la noche, y me quedé fuera. Parecía que las nubes retrocedieran. Algo que me hostigaba, en lo hondo de mi mente. La vida de Anna no había sido segada; lejos de eso, había sido una vida plena, completamente realizada.
Al día siguiente volví al cementerio. Me costó mucho encontrar la tumba de Anna, acurrucada como estaba al fondo del cementerio. Yo sabía que no había lápida alguna, solamente una simple cruz de madera con el nombre: «Anna». Después de una hora, la encontré.
Había ido en su busca con un sentimiento de paz interior, como si el libro se hubiera cerrado, como si el relato hubiera sido la historia de un triunfo, pero eso no me lo había esperado. Me detuve boquiabierto. Eso, eso era. La pequeña cruz se inclinaba, ebria, con la pintura descascarada, y ahora estaba el nombre: ANNA.
Tuve ganas de reír, pero uno no se ríe en un cementerio, ¿o sí? No sólo tuve ganas de reír, tuve que reír. No podía dejarla así encerrada, y la risa me hizo correr las lágrimas por la cara. Arranqué la pequeña cruz y la arrojé entre unos arbustos.
—Está bien, Señor Dios, me convenciste —exclamé—. Viejo amigo, Señor Dios. Es posible que a veces seas un poco lento, pero vaya si al fin y al cabo no te sales con la tuya.
La tumba de Anna era una radiante alfombra roja de amapolas, respaldada por una guardia de altramuces. Un par de árboles se susurraban cosas, y una familia de minúsculos ratones correteaba entre el césped sin cortar. Ese era el lugar de Anna. ¿Qué otra señal necesitaba? Un quillón de toneladas de mármol no podían mejorarlo. Me quedé allí un rato más y, por primera vez en cinco años, le dije adiós.
Mientras volvía hacia la entrada del cementerio pasé junto a innumerables querubines de mármol, y ángeles y portales. Me detuve frente a los tres metros y medio de ángel de mármol que después de sabe Dios cuántos años, seguía empeñado en depositar su ramillete de flores marmóreas.
—Hola, viejo amigo —le saludé—. Jamás lo conseguirás, no te esfuerces.
Ya en los portones del cementerio, volví a entrar, con un grito:
—La respuesta es «En medio de mí».
El dedo de un escalofrío me recorrió la espalda y me pareció oír la voz de Anna:
—¿A qué pregunta te lleva esa respuesta, Fynn?
—Es muy fácil. La pregunta es: «¿Dónde está Anna?».
Había vuelto a encontrarla. A encontrarla en medio de mí.
Y supe, sin ninguna duda, que en alguna parte, Anna y el Señor Dios se reían.