Ocho

M E imagino que las palabras que más utilizaba Anna cuando escribía y hablaba eran «Señor Dios». Las que les pisaban los talones eran las que Anna llamaba palabras «de preguntar». «Qué», «cuál», «dónde», «por qué», «quién», todas ellas eran palabras de preguntar. Además de palabras de preguntar, había palabras de contestar; esas eran las palabras que indicaban algo, que señalaban algo. No era cuestión de señalar con el dedo; se señalaba con la lengua, diciendo: «Eso», «este», «ahí», «porque», «yo» (o «tú» o «el Señor Dios»).

En general, Anna estaba convencida de que el lenguaje mismo se podía dividir en dos partes: la parte de preguntar y la parte de contestar. De las dos, la parte de preguntar era la más importante. La parte de contestar daba ciertas satisfacciones, pero no era tan importante como la parte de preguntar, ni con mucho. Las preguntas eran una especie de picazón interna, una urgencia de avanzar. Las preguntas, pero las preguntas de verdad, tenían una peculiaridad; jugar con ellas era peligroso, pero emocionante. Nunca se sabía dónde podía uno ir a parar.

Ese era el problema con algunos sitios como la escuela y la iglesia; parecía que de las partes del lenguaje, les interesaba más la de contestar que la de preguntar. Los problemas que planteaban lugares como la escuela y la iglesia eran realmente tremendos, por la clase de «respuestas» que le daban a uno. Claro que se podía reconstruir la pregunta por la respuesta que se daba, pero el problema era que con frecuencia las preguntas de esa clase no tenían realmente dónde ir a parar; uno se quedaba para siempre en el aire. No, lo que distinguía a una verdadera pregunta era que con ella se iba a parar a alguna parte. Como decía Anna:

—Si quieres, puedes preguntar: «¿Te gusta polionar?».

Evidentemente parece una pregunta, y suena como tal.

—Pero no lleva a ninguna parte.

Y si uno suponía que esa era una auténtica pregunta, si suponía que realmente iba a parar a algún sitio, bueno, uno podía pasarse toda la vida haciendo preguntas sobre ella, y no llegaría nunca a ninguna parte.

Anna estaba segura de que el cielo existía y de que los ángeles, los querubines y esas cosas eran reales; además, sabía más o menos como eran, o por lo menos sabía cómo no eran. Por de pronto, no eran como esas figuras de los ángeles con sus hermosas alas llenas de plumas. No eran las alas lo que le preocupaba, desde luego; lo que preocupaba a Anna era que tuvieran aspecto de personas. La posibilidad de que un ángel pudiera hacer sonar una trompeta (no hablemos de que quisiera) le llenaba de profunda consternación. La idea de que, en el día de la resurrección, Anna seguiría teniendo todavía dos piernas, que tendría todavía ojos y oídos, que sería en general, muy semejante a como era ahora, le parecía una idea demasiado monstruosa para poder captarla. ¿Y por qué los adultos insistían en hablar de dónde estaba el cielo? Todo eso de dónde estaba el cielo no tenía nada que ver con aquí ni con allá, no tenía ninguna importancia, era un disparate. ¿Y por qué, pero por qué, a los ángeles y los querubines y esas cosas, y hasta el propio Señor Dios, por favor, los representaban como seres humanos? Vamos, si la cuestión de dónde estaba el cielo era una de esas no-preguntas, que no iba a parar a ninguna parte, es decir, que no era una pregunta que sirviera de nada plantear.

Tal como Anna lo veía, la cuestión del cielo no tenía que referirse a un «dónde»; tenía que referirse a la perfección de los sentidos. El lenguaje se veía en un auténtico aprieto cuando trataba de describir o explicar el concepto del cielo, pero es que el lenguaje dependía de los sentidos, y así, la idea que se tuviera del cielo también dependía de los sentidos. Esas imágenes, esas estatuas, esas historias de ángeles no hacían más que proclamar que quienes perpetraban esas monstruosidades no tenían la menor idea de lo que decían. No hacían más que mostrar con toda claridad que los ángeles y todo eso eran simplemente hombres y mujeres con alas. Estaban cargados con la misma clase de sentidos que nosotros, es decir que no eran criaturas adecuadas para el cielo. No, fuera cual fuese la descripción del cielo, y eso en realidad no tenía la menor importancia, no era la descripción de un lugar, sino la de sus habitantes. Cualquier lugar donde existiese la perfección de los sentidos podía ser el cielo. Los sentidos del Señor Dios eran perfectos. Vaya, si cualquiera es capaz de comprender que poder vernos a través de distancias inmensas hasta lo imposible, oírnos, conocer nuestros pensamientos, no eran características irrazonables del Señor Dios… ni tampoco de los ángeles; pero representarlos en los relatos, los cuadros y las estatuas con ojos, oídos y formas como las nuestras, eso era tremendamente infantil. Si resultaba imprescindible pintar a las huestes celestiales, había que hacerlo de tal modo que pudiera advertirse la perfección de sus sentidos, y puesto que el lenguaje dependía de los sentidos, también la perfección de su lenguaje.

La extraña insistencia de la señorita Haynes, la maestra de la escuela dominical, y del reverendo Castle en usar de manera tan torpe palabras como «ver» y «saber» era algo que molestaba profundamente a Anna. Un domingo por la mañana, durante el sermón, el reverendo Castle habló de «ver» al Señor Dios, de encontrarse con él «cara a cara». Jamás se imaginó hasta qué punto estuvo al borde del desastre. Anna me cogió fuertemente de la mano, sacudió violentamente la cabeza y se volvió hacia mí. Todo su esfuerzo estaba concentrado en sofocar su fuego interior, que habría consumido al reverendo Castle de haber quedado en libertad.

Y hablando de fuego, el viejo Nick no podía compararse con Anna. Anna era capaz de hacer que el fuego del infierno pareciera simples brasas.

Con un susurro cuyo eco se dejó oír en toda la iglesia, Anna comentó:

—¿Y qué diablos va a hacer si el Señor Dios no tiene cara? ¿Qué va a hacer si no tiene ojos, entonces, eh, Fynn?

El reverendo Castle vaciló durante un momento y prosiguió, seguido por los ojos y las cabezas de toda la congregación.

—Entonces, ¿qué? —insistió Anna.

—No sé —le susurré al oído.

Me tironeó del brazo, haciéndome señas de que me acercara más, y puso los labios dentro de mi oreja.

—El Señor Dios no tiene cara —silbó.

Volví el rostro hacia ella, expresando con las cejas levantadas la pregunta:

—¿Cómo es eso?

—Porque no tiene que darse vuelta para ver a todo el mundo, por eso —me susurró, otra vez dentro de la oreja, y volvió a recostarse en su asiento, haciendo un gesto afirmativo como para corroborar su propia certidumbre. Después se cruzó de brazos como punto final.

Cuando volvíamos a casa le pregunté qué era lo que había querido decir con eso de que «no tiene que darse vuelta».

—Bueno —explicó—. Yo tengo «delantero» y «trasero», así que tengo que darme vuelta para ver qué es lo que tengo detrás, pero el Señor Dios no.

—¿Y qué hace entonces? —pregunté.

—El Señor Dios no tiene más que «delantero», no tiene «trasero».

—Ah, ya entiendo —asentí.

La idea de que el Señor Dios no tuviera «trasero» me pareció deliciosamente divertida, e hice todo lo que pude por contener la risa, pero me fue imposible. Finalmente, estallé.

Anna se quedó un poco intrigada.

—¿De qué te ríes? —me preguntó.

—De la idea de que el Señor Dios no tenga trasero —conseguí decir.

Durante un momento, sus ojos se empequeñecieron, pero después entendió. En los ojos, la sonrisa se le convirtió en una llama, y su cara se encendió como una luz de Bengala.

—¡Pues desde luego que no lo tiene!

Su risa corrió por toda la calle, levantando pequeñas barricadas a su paso. Los buenos cristianos, evidentes y satisfechos de sí mismos, chocaron con la risa y fruncieron el ceño.

—El Señor Dios no tiene trasero —salmodiaba Anna, al compás de la melodía de «Adelante, soldados cristianos».

Los ceños fruncidos se convirtieron en escandalizadas miradas de horror.

—¡Repugnante! —comentó el Traje de los Domingos.

—¡Pequeña salvaje! —chillaron los Zapatos de los Domingos.

—¡Obra satánica! —declaró el Reloj de Bolsillo que asomaba por el chaleco, pero Anna prosiguió como si tal cosa, riéndose con el Señor Dios.

En el camino de regreso a casa, Anna practicó conmigo su juego recién descubierto. De la misma manera que lanzaba hacia el Señor Dios su ser espiritual, lanzaba hacia mí su ser físico. «El Señor Dios no tiene trasero» no era una broma, Anna no se estaba comportando como una chiquilla escandalosa o tonta. Era una erupción de su espíritu. Con esas palabras, Anna se arrojaba sobre el Señor Dios, y él la recibía. Anna sabía que sería recibida, sabía que no corría riesgo alguno. Realmente no había otra manera, tenía que hacerlo y nada más. Era su manera de salvarse.

Su juego conmigo era similar. Se detenía a cierta distancia, corría hacia mí y se arrojaba sobre mí. El hecho de venir corriendo hacia mí era deliberado, activo; un momento después de saltar se quedaba completamente pasiva y floja. No hacía esfuerzo alguno por ayudarme a que la recogiera, por salvaguardar su propia seguridad. Su seguridad significaba no hacer nada de todo eso, su salvación significaba confianza en el otro.

La seguridad era fácil. Bastaba con aceptar al Señor Dios como a un superhombre que hacía más o menos seis meses que no se afeitaba, a unos ángeles que parecían hombres y mujeres con alas, a unos querubines con aspecto de bebés regordetes con alitas que no podrían sostener a un gorrión, y mucho menos los quince kilos de un infante mofletudo. En cambio, la salvación sólo era posible para Anna en ese acto de violencia creativa contra las imágenes de la seguridad.

Anna vivía cada minuto de cada día, aceptaba totalmente su vida y, al aceptar la vida, aceptaba también la muerte. La muerte era un tema de conversación bastante frecuente con Anna, pero jamás era algo mórbido o ansioso; simplemente, algo que sucedería en un momento u otro, y era mejor haber llegado a entenderlo un poco antes de que ocurriera, que esperar al momento mismo de la muerte y ser entonces presa del pánico. Para Anna, la muerte era un abrirse a nuevas posibilidades. Fue mamá quien ofreció a Anna la solución del problema de la muerte. Como Anna, mamá tenía ese don encantador de hacer preguntas que iban a parar a alguna parte.

—¿Cuál fue el acto creativo más grande de Dios? —nos preguntó un domingo por la tarde.

—Hacer a la Humanidad —contesté, aunque no concordara con el Génesis.

Como, según mamá, yo estaba equivocado, tenía derecho a otra respuesta. Tampoco esa sirvió. Repasé los seis días de la creación sin obtener otro premio que miradas impávidas. No podía pensar ya en nada más. Sólo después que se me hubieron agotado las ideas me di cuenta de que entre mamá y Anna pasaba algo. Esa sonrisa, era algo frecuente en mamá. Era su sonrisa de árbol de Navidad, que la iluminaba, que fulguraba, que no dejaba mirar a ninguna otra parte. Era como si lo reuniera todo en torno de ella. Anna la miraba intensamente, con el mentón apoyado en ambas manos. Estaban ahí sentadas, mirándose, mamá con su sonrisa maravillosa, Anna con su mirada intensa. Estaban a dos metros una de otra pero su separación estaba empezando a desmoronarse. Anna la taladraba con sus ojos azules al tiempo que mamá iba fundiéndola con su sonrisa. De pronto, sucedió. Anna colocó lentamente las manos sobre la mesa y se enderezó. La brecha estaba salvada. La sonrisa de Anna tuvo que esperar a que la perplejidad desapareciera de su cara.

—Fue el séptimo día, claro que fue el séptimo día —murmuró.

Yo miré primero a una, después a otra, y me aclaré la garganta para llamar la atención.

—No lo entiendo —declaré—. Dios hizo todos sus milagros en seis días, y después cerró para descansar un poco. ¿Qué tiene eso de emocionante?

Anna se bajó de la silla y se sentó sobre mi regazo. Yo ya sabía. Era su manera de acercarse a un niño que no veía, que no sabía… a mí.

—¿Por qué descansó el Señor Dios el séptimo día? —empezó.

—Me imagino que después de seis días de trabajar tanto, lo necesitaba —respondí.

—Pero él no descansó porque estuviera cansado.

—¿Ah, no? Pues yo, sólo de pensarlo ya me canso.

—Claro que no. Él no estaba cansado.

—¿No?

—No. Fue para hacer el descanso.

—Ah. ¿Fue por eso, entonces?

—Sí. Ese es el milagro más grande. Que haya descanso. ¿Cómo crees tú que era el primer día, antes de que el Señor Dios empezara su obra?

—Me imagino que un tremendo lío —contesté.

—Claro, y no se puede descansar cuando todo es desorden, ¿no te parece?

—Supongo que no. ¿Y entonces?

—Bueno, cuando él empezó a hacer todas las cosas, el lío se hizo un poco menor.

—Sí, claro —admití.

—Cuando terminó de hacer todas las cosas, el Señor Dios había deshecho el lío por completo. Entonces se puede descansar, por eso el descanso es el más grande de todos los milagros. ¿No lo ves?

Dicho así, lo veía, y lo que veía me gustaba. Tenía sentido. A veces, sin embargo, creo que yo me resistía a ser siempre el último de la clase, y era frecuente que esa sensación me llevara a decir algo sarcástico cuando se presentaba la ocasión.

—Ya sé lo que hizo con todo ese lío —exclamé, sintiéndome muy satisfecho de mí mismo.

—¿Qué? —preguntó Anna.

—Se lo metió en la mollera a la gente.

Mi intención había sido arrojar una granada, pero no estalló; dos cabezas, en cambio, hicieron un gesto de asentimiento, complacidas de que yo hubiera entendido tan rápidamente de qué se trataba. Cambié rápidamente de actitud y acepté sus gestos de aprobación como si tuviera pleno derecho a ellos. Pero me quedé con un problema. ¿Cómo podía preguntar por qué había metido todo ese lío en la cabeza a la gente, sin que volviera a encontrarme convertido otra vez en el último de la clase?

—Es extraño, el lío ese —empecé.

—No, no lo es —se opuso Anna—. Antes de saber realmente lo que es el descanso, hay que tener un lío en la cabeza.

—Ah, sí. Claro. Supongo que esa debe ser la razón.

—Estar muerto es un descanso —prosiguió Anna—. Al estar muerto, uno puede mirar hacia atrás y enderezarlo todo antes de seguir.

Morirse no podía justificar tanta bulla. En alguna medida, la muerte podía ser un problema, pero no si uno había vivido realmente. La muerte exigía cierta preparación, y la única preparación adecuada era vivir de verdad; era la preparación que había practicado durante toda su vida la anciana abuelita Harding. Cuando murió, Anna y yo habíamos estado sentados junto a ella„ sosteniéndole las manos. La abuelita estaba feliz de morirse; no porque la vida hubiera sido demasiado dura con ella, sino porque había estado feliz de vivir. Se sentía feliz al hallarse próxima al descanso, no porque hubiera trabajado en exceso, sino porque quería poner orden, quería arreglar noventa y tres años de bella vida, quería volver a escuchar el disco desde el principio.

—Es como darse la vuelta de dentro hacia fuera, queridos míos —había dicho.

La abuelita Harding murió sonriendo, murió en medio de una descripción del bosque de Epping durante una madrugada de comienzos del verano. Murió feliz porque había vivido feliz. Por segunda vez en su vida, la anciana abuelita fue a la iglesia.

Apenas habían pasado tres semanas cuando tuvimos que ir a otro funeral. Más o menos dos docenas de nosotros fuimos al funeral de Skipper; cinco o seis de los mayores, y unos veinte de tamaños varios.

—No va a llegar a vieja —había dicho alguien, y no se equivocó.

Skipper era bromista por naturaleza, siempre dispuesta a reírse. Y se habría reído mucho más, pero la risa la hacía toser y últimamente su tos era muy intensa. Cuando murió, Skipper estaba a punto de cumplir los quince. Con sus cabellos de color de lino, los ojos azules, la piel casi transparente como un papel de seda, Skipper se abrió paso a lo largo de sus quince años entre risas y bromas. Vaya, si no hacía tantas semanas que habíamos estado todos hablando de la muerte.

El que comenzó la conversación fue Bunty, preguntando:

—¿Cómo le va a uno cuando se muere?

—Es fácil, se detiene uno y nada más —contestó alguien.

—Seguro que es fácil —apoyó Skipper—. Facilísimo.

Lo dijo de una manera que a todos nos afectó.

El servicio fúnebre fue algo muy solemne, demasiado solemne para alguien como Skipper. El reverendo Castle habló de la inocencia de la juventud, y no faltó quien tuviera que sofocar una risita. Elevando los ojos al cielo, el reverendo nos dijo que allí estaba ahora Skipper. Amén. Todas las caritas se elevaron y todas las boquitas se abrieron, pasmadas, salvo la de la pequeña Dora, que seguía mirando hacia abajo. Alguien le dio un buen codazo, y con uno de esos susurros atronadores, le advirtieron:

—No… arriba.

La cabeza de Dora subió hasta el techo de la iglesia, chocó contra él y volvió a bajar.

—Se me cayeron al suelo los caramelos —se quejó.

Con su voz ronroneante, el reverendo Castle siguió pintando con palabras su imagen de Skipper. Pero no era de nuestra Skipper de quien hablaba; por lo menos, ninguno de nosotros la reconoció. Está bien eso de que los muertos no hablen. Me imagino lo que habría dicho Skipper.

—¿De qué demonios está hablando ese viejo tonto?

Afortunadamente, el reverendo Castle no la oyó y la ceremonia concluyó. Todos fuimos al cementerio a rendirle nuestro último homenaje. Los chiquillos arrojaron diversos objetos a la fosa y se apartaron. A unos metros de distancia esperamos a Buzz, que se quedó un poquito más. Skipper y Buzz habían sido siempre así. Nos dirigimos lentamente a las puertas del cementerio, pasando junto a un ángel de casi cuatro metros que depositaba sobre una tumba un ramo de flores de mármol.

—¿Os dais cuenta de que ahora Skipper tiene alas? —empezó alguien.

—Lo imagino —asintió otro.

—Yo no me veo con alas.

—¿Por qué?

—¿Cómo hace uno para quitarse la camisa?

—No seas bobo, que los ángeles no usan camisa.

—¿Qué usan entonces?

—Un camisón.

—Yo no pienso ponerme un camisón, parece cosa de maricas.

La vida volvía a ponerse en marcha.

—Maggie —preguntó alguien, a gritos—, ¿dónde está el cielo?

—Por ahí —respondió Maggie.

—Está ahí arriba.

—Mejor que no.

—¿Por qué?

—Porque si fuera así Skipper estaría haciendo pis encima de tu cabeza.

—Oh, qué odiosa eres.

—Buzz, ¿te vas a casar ahora que Skipper ha muerto?

—Estúpida —dijo Buzz—, ¿por qué tenía que morirse?

—Mejor que pasarse la vida tosiendo.

—Sí, claro, pero…

—Maggie, ¿hay un cielo diferente para los protestantes y los católicos y los judíos y todos?

—No, no hay más que uno.

—Entonces, ¿para qué hay diferentes iglesias y sinagogas?

—No sé.

—Eso es una cosa del viejo Nick. Al viejo Nick le gusta confundirlo todo.

—¿No crees que Skipper esté con el viejo Nick?

—Espero que no. Pero el viejo Nick la sacaría corriendo en un par de días.

—Pobre viejo Nick. Me da risa.

—Es lo que no puede aguantar, el viejo Nick.

—¿Qué es lo que no puede aguantar?

—La risa. Eso sí que le vuelve loco.

—¿Qué piensas que estará haciendo Skipper ahora?

—Cantando himnos, supongo.

—No me la imagino, cantando himnos todo el tiempo —declaró Mat. Mirando hacia arriba, empezó a cantar, y en un momento se le unieron todos los demás chicos.

Una vieja, vieja, vieja,

se peinó con una teja,

y creyendo que era el sol,

se sentó bajo un farol.

—Te apuesto cualquier cosa a que Skipper ya ha enseñado esa canción a todos los ángeles.

—Sí, y también la del viejo de Lancashire que…

—No, esa no, idiota, que es sucia.

—Qué va a ser. Te apuesto a que Dios se ríe.

—A que no.

—Entonces, ¿para qué nos hizo con culo, si no lo podemos decir?

—Es sucio, y basta.

—Pero ¿por qué pensáis todos que Dios se sentirá incómodo? Si yo fuera Dios, me reiría.

—¿Y qué me dices de Jesús?

—¿Qué hay con Jesús?

—En todas las imágenes parece un mariquita.

—Pero él no tenía ese aspecto.

—Si el viejo era carpintero.

—Y Jesús también.

—Si te pasas todo el día aserrando maderas, tú sabes los músculos que se te hacen.

—Claro. Apuesto a que era un hombre fuerte.

—Seguro que sí. Y no se privaba de la bebida, tampoco.

—¿Dónde dice eso?

—En la Biblia. ¿No convirtió el agua en vino?

—Suerte que mi viejo no puede hacer eso.

—Tu viejo no puede hacer nada.

—¿Por qué no puedo decir «culo»?

—Porque no se puede.

—Si Jesús también lo tenía.

—Pero no lo decía.

—¿Cómo lo sabes?

—Apuesto a que decía «trasero».

—No, porque hablaba en Yiddish.

—Eres tonto.

—Como esa noche en la escuela dominical, cuando nos dijeron que la lluvia son los ángeles que lloran. ¿Por qué diablos tienen que llorar?

—Porque tú haces preguntas tontas.

—¿Os dais cuenta de que Dios se harta?

—¿De qué?

—De tantas oraciones y preguntas.

—Si yo fuera Dios, haría que la gente se riera.

—Si tú fueras Dios, ya estaría todo el mundo riendo.

—Si yo fuera Dios, les daría con un rayo en la cabeza.

—Se me ha ocurrido una idea.

—¡Otro milagro!

—No, en serio. ¿Y si fundamos otra iglesia?

—Que me cuelguen, ¿no hay ya bastantes?

—Sin plegarias y sin himnos, quiero decir. No hacemos más que contar chistes sobre el viejo Nick, y así lo destruimos.

—Sí, una Iglesia riente.

—Eh, qué gran idea. Una Iglesia riente.

Y así seguían. Durante horas, durante días, durante años. Como los relámpagos de verano, la conversación se encendía, brillaba, iluminaba los lugares más oscuros mientras iba forjando una filosofía, una teología, un modo de vida, una razón de vivir. Eso era lo que despertaba tanta avidez en Anna. Tal vez no suene muy importante, pero era el mineral de donde se sacaba el oro. Una cosa era segura. Skipper había muerto y, como ella misma habría dicho:

—¡Bueno, la vida es así!

La muerte era un hecho de la vida. En el más allá, la vida era un hecho de la muerte.

Esa noche, después del funeral de Skipper, me despertó un grito de desesperación, que procedía del otro lado de las cortinas. Fui hacia Anna y la tomé en brazos. En lo primero que pensé fue en una pesadilla, o tal vez en su dolor por Skipper. Suavemente, la acuné en mis brazos, haciendo todos esos ruidos reconfortantes. Aunque yo la tenía bien abrazada para consolarla, se retorció entre mis brazos hasta escaparse y se quedó de pie sobre la cama. Ante ese inesperado giro de los acontecimientos me quedé sin saber qué hacer, un poco asustado y como perdido. Encendí el gas, pero me sentía mal por dentro. Anna seguía de pie sobre la cama, con los ojos abiertos y desorbitados, las lágrimas corriéndole por las mejillas y ambas manos apretadas contra la boca como si quisieran sofocar un grito. Parecía que todos los objetos familiares de la habitación se alejaran a toda velocidad hacia el infinito, que el mundo entero se disolviera en una masa informe.

Intenté decir algo, pero no me salía nada. Era uno de esos momentos sin sentido; mi mente daba vueltas en círculo, pero mi cuerpo no engranaba. Quería hacer algo, pero me sentía paralizado. Lo que realmente me asustó fue que Anna no me viera, que yo no existiera para ella, no poder ayudarla. Y lloré; no sé si por ella o por mí. Por la razón que fuere, la angustia me abrumó. De pronto, en mi vacío inundado de lágrimas, oí la voz de Anna.

—Por favor, Señor Dios, enséñame a hacer verdaderas preguntas. Oh, por favor, Señor Dios, por favor, ayúdame a hacer verdaderas preguntas.

Durante un momento de eternidad vi a Anna como una llama y me estremeció la súbita intuición de mi propia peculiaridad. Cómo me las arreglé en ese momento es algo que nunca llegaré a saber, porque mis fuerzas no estaban a la altura del momento. De alguna manera extraña y misteriosa «vi» por primera vez.

De pronto una mano se posó en mi rostro, suave y tierna. Una mano que me enjugaba las lágrimas y una voz que decía:

—Fynn, Fynn.

La habitación empezó a reunirse de nuevo, las cosas volvieron a ser.

—Fynn, ¿por qué estás llorando? —me preguntaba Anna.

No sé por qué, tal vez fuera simplemente por miedo, pero empecé a decir palabrotas fría y eficientemente. Me dolían todos los músculos del cuerpo, y estaba temblando. Sentí los labios de Anna junto a los míos, su brazo en torno del cuello.

—Calla, Fynn, está todo bien. Todo bien.

Yo procuraba encontrar algún sentido en ese momento de espanto y belleza, trataba de volver a la normalidad; era como si estuviera descendiendo por una escalera interminable.

Anna estaba hablando otra vez.

—Me alegro de que vinieras, Fynn —me susurró—. Te quiero, Fynn.

«Yo también», quise decir, pero no sucedió nada.

De alguna extraña manera, me sentía como si estuviera mirando en dos direcciones al mismo tiempo. Quería hallarme de nuevo entre los objetos familiares que tan bien conocía, pero, al mismo tiempo, deseaba volver a experimentar ese momento. Desde la bruma de mi confusión, me di cuenta de que volvían a llevarme a la cama, de que me sentía totalmente agotado. Me quedé ahí tendido, procurando encontrar algún sentido en todo aquello, intentando encontrar algún punto de partida que me sirviera para empezar a hacer preguntas. Pero parecía que las palabras no pudieran unirse de ninguna manera razonable. Fue una taza de té que apareció en mi mano lo que volvió a poner el mundo en movimiento.

—Bébelo, Fynn, tómatelo todo.

Anna estaba sentada sobre la cama, con mi viejo suéter azul encima del pijama. Había preparado el té, dulce y caliente, una taza para cada uno. Oí que un fósforo raspaba sobre la caja de cerillas, y que Anna tosía al encenderme un cigarrillo, y sentí que me lo ponía entre los labios. Me incorporé hasta apoyarme sobre el codo.

—¿Qué ha pasado Fynn? —me preguntó.

—Sabe Dios —respondí—. ¿Estabas dormida?

—Estuve largo rato despierta.

—Pensé que tenías una pesadilla —farfullé.

—No —sonrió—: estaba diciendo mis oraciones.

—Por la forma en que llorabas… pensé…

—¿Por eso lloraste tú?

—No sé, supongo que sí. Fue como si de pronto me sintiera totalmente vacío. Era raro. Por un momento me pareció que estaba mirándome a mí mismo. Y dolía.

Durante un momento no contestó.

—Sí, ya sé —dijo después.

Yo estaba demasiado cansado para seguir apoyándome en el codo, y de pronto me encontré con la cabeza apoyada en el brazo de Anna. Parecía que no estuviera bien, que tendría que ser al revés, pero no era, y me di cuenta de que me gustaba, de que eso era lo que quería. Durante largo rato permanecimos de esa manera, pero había cosas que yo quería preguntarle.

—Tich —dije—, ¿por qué le pedías a Dios eso de las verdaderas preguntas?

—Oh, es que es triste, sabes, nada más.

—¿Qué es triste?

—La gente.

—Ya veo. ¿Qué es triste en la gente?

—La gente tendría que aumentar en sabiduría a medida que envejece. Bossy y Patch se hacen más sabios, pero la gente no.

—¿Te parece que no? —le pregunté.

—No. Las cajas se hacen cada vez más pequeñas.

—¿Las cajas? Eso no lo entiendo.

—Las preguntas están en cajas —explicó—, y las respuestas no pueden ser más grandes que la caja.

—Eso es difícil de entender; explícamelo mejor.

—No es sencillo explicarlo. Es como… es como si las respuestas fueran del mismo tamaño de la caja. Como eso de las dimensiones.

—¿Cómo?

—Si haces una pregunta de dos dimensiones, entonces la respuesta también es en dos dimensiones. Es como una caja. No puedes salir.

—Creo que entiendo a qué te refieres.

—Las preguntas llegan hasta el borde y allí se quedan. Es como una prisión.

—Me imagino que todos estamos en una especie de prisión. Anna sacudió la cabeza.

—Oh, no. El Señor Dios no haría una cosa así.

—No, desde luego que no. Entonces, ¿cuál es la respuesta?

—Dejar en paz al Señor Dios. Él nos deja en paz a nosotros.

—¿Y nosotros no?

—No. Nosotros ponemos al Señor Dios en cajitas.

—No creo que hagamos eso.

—Sí, continuamente. Porque en realidad no le amamos. Tenemos que dejar al Señor Dios en libertad. Eso es el amor.

Anna estaba buscando al Señor Dios y deseaba llegar a entenderle mejor. Su búsqueda del Señor Dios era seria y alegre a un tiempo, grave y despreocupada, reverente y atrevida; aunque concentrada en una sola intención, iba hacia ella por mil caminos. Para Anna, que uno y dos fueran tres era indicio de que Dios existía. No se trataba de que, por un momento siquiera, dudara de la existencia de Dios, pero por un tiempo eso era un signo de su existencia. De la misma manera, también lo era un autobús o una flor. Cómo llegó Anna a esta visión de la perla inapreciable, no lo sé. Sin duda, la había alcanzado antes de que yo la conociera. Simplemente, tuve la suerte de estar con ella cuando trabajaba en su «solución». Escucharla resultaba vivificante, era como sentirse volar; verla era ser llevado a ver. ¿Pruebas del Señor Dios? Vaya, pero si no se podía mirar a ninguna parte donde no hubiera pruebas del Señor Dios; las había en todos lados. Todo daba prueba del Señor Dios, y llegados a ese punto era donde las cosas tendían a escaparse de las manos.

Las pruebas se podían disponer de demasiadas maneras. A la gente que aceptaba cierta disposición de las pruebas se las llamaba de cierta manera. Si uno las disponía de otro modo, se le daba un nombre diferente. Anna admitía la posibilidad de que la cantidad de disposiciones posibles de las pruebas con que contábamos llegara a «quillones» de nombres. Y el problema se complicaba aún más por la existencia de sinagogas, mezquitas, templos, iglesias y tantos lugares de culto diferente, sin excluir de la lista los laboratorios científicos. No había ninguna norma razonable de pensamiento ni de conducta que le permitiera a nadie decir, con la mano sobre el corazón, honradamente, que las demás personas no adoraban ni amaban a Dios, aunque le dieran algún otro nombre, como «Verdad». Anna no podía ni quería decir que el Dios de Alí fuera un Dios inferior al Señor Dios que ella tan bien conocía, ni tampoco que su Señor Dios fuera más grande o más importante que el Dios de Kathie. No tenía sentido hablar de Dioses diferentes; hablar así conducía inevitablemente a la sinrazón. No, para Anna era todo o nada, no podía haber más que un solo Señor Dios. Y si era así, pues los diferentes lugares de culto, los nombres diferentes que se les daban a los creyentes, las diferentes formas de ritual a que se ajustaban se debía a una sola cosa, las diferentes maneras de disponer las pruebas del Señor Dios.

Anna resolvió el problema a su total satisfacción con el piano. Desde que tengo memoria, siempre he tocado el piano, aunque no sé leer una nota de música. Puedo escuchar música y conseguir una razonable aproximación de oído, pero si intento tocar la misma pieza leyendo la notación, no consigo sino un resultado lamentable. Esa serie de puntitos negros me apabullan. Todo lo que he conseguido sacar en el piano me viene de aquellas hojas de música populares de antes de la guerra, con el dibujo de los trastes y una constelación de puntitos que le enseñaban a uno la digitación del ukelele —¿o sería de la guitarra?—, y con esos símbolos enigmáticos bajo el pentagrama para identificar los acordes. Esa fue la clase de música que yo aprendí. Era limitada, quizá, pero tenía una gran ventaja. Si uno tenía una adecuada cantidad de notas, las podía llamar un acorde «así» o un acorde «asá», o darles tal vez otra media docena de nombres, todo dependía de alguna otra cosa.

Este fue, pues, el método que seguí para enseñarle a Anna algo de piano. No tardó en andar retozando entre acordes mayores, acordes menores relativos, séptimas menores, séptimas disminuidas e inversiones. Anna sabía los nombres y cómo aplicarlos y, lo que es más, sabía que el nombre que se le da a una serie de notas depende de dónde está uno y de lo que está haciendo. Claro que había que investigar por qué a un grupo de notas se le llamaba «un acorde». Como siempre, recurrimos al diccionario, y en él nos informamos que «acorde» y «acuerdo» eran más o menos la misma palabra. Una nueva consulta al diccionario para descubrir cómo se usaba la palabra «acorde» nos llevó a «consenso» y allí nos quedamos.

No pasaron muchas horas, ese mismo día, cuando me vi frente a la boquiabierta y ojiabierta expresión de asombro que se dibujó en el rostro de Anna. De pronto, dejó de jugar con los demás chiquillos y se acercó lentamente a mí.

—Fynn —el pasmo hacía que su voz resultara casi inaudible—. Fynn, estamos todos tocando el mismo acorde.

—No me sorprende —respondí—, pero ¿a qué te refieres?

—Fynn, ¿no son todos los nombres diferentes de las Iglesias?

—Y eso, ¿qué tiene que ver con los acordes? —pregunté.

—No hacemos otra cosa sino tocar todos el mismo acorde del Señor Dios, pero con diferentes nombres.

Era ese tipo de cosas lo que hacía que fuera tan estimulante hablar con Anna. Esa capacidad suya de tomar una premisa referente a un tema, desarmarla hasta descubrir su íntima esencia y después mirar a su alrededor hasta encontrar una estructura similar en otro tema. Anna concedía gran importancia a los hechos, pero la trascendencia de un hecho no consistía en su peculiaridad, sino en su capacidad de ser útil para diversos temas. Si alguna vez le hubieran dado un argumento convincente en favor del ateísmo, Anna lo habría desarmado hasta ver con toda claridad el diseño, lo habría mirado por todos los lados y después le habría demostrado a uno que ese argumento era un ingrediente necesario de la existencia de Dios. El acorde del ateísmo podía ser discordante, pero es que en opinión de Anna las discordancias eran «estremecedoras», decididamente «estremecedoras».

—Fynn, los nombres de los acordes —empezó.

—¿Qué pasa con ellos?

—La nota principal no puede ser el Señor Dios, porque entonces no podríamos darles nombres diferentes. Tendrían todos el mismo nombre —caviló.

—Creo que en eso tienes razón. Entonces, ¿cuál es la nota principal?

—Soy yo, o eres tú o es Alí. Fynn, es todo el mundo. Por eso todos los nombres son diferentes. Por eso todas las Iglesias son diferentes. Eso es lo que pasa.

—Eso tiene sentido, ¿verdad? Estamos todos tocando el mismo acorde, pero parece como si no nos diéramos cuenta. Tú llamas a tu acorde do mayor, y yo a la misma serie de notas las llamo la menor. Yo, a mí mismo, me llamo cristiano; ¿cómo te llamas tú? Admito que el Señor Dios debe ser un músico excepcional, si se sabe todos los nombres de los acordes. O tal vez no le importa el nombre, con tal que uno lo interprete.