Nueve

T AL vez el hecho de que Anna y yo nos habíamos conocido de noche fuera la causa de que las horas nocturnas tuvieran tanta magia para nosotros. Quizás era porque las horas nocturnas podían ser, y no pocas veces lo eran, tan sorprendentes. La multitud de cosas que se podían ver y oír durante el día se reducían, por la noche, a un número más asequible. Cosas y sonidos se separaban de noche, no se mezclaban con todo lo demás, y en la oscuridad sucedían cosas que de ninguna manera podrían pasar a la luz del día. De noche, no es inverosímil mantener una conversación con un poste de luz; pero si uno hace eso mismo de día se arriesga a que le lleven a uno en una ambulancia acolchada por dentro.

—El sol es hermoso —decía Anna—, pero ilumina de tal modo las cosas que no se puede ver muy lejos.

Yo me mostré de acuerdo en que el sol era tan deslumbrante que a veces lo cegaba a uno, pero no era eso lo que ella quería decir.

—Es tu alma la que no se aleja mucho en la luz del día, porque se detiene en lo que se puede ver.

—¿Y eso, qué quiere decir? —pregunté.

—Las horas nocturnas son mejores. Te estiran el alma hasta las estrellas. Y eso —declaró— es muchísima distancia. De noche el alma no tiene que dejar de salir. Lo mismo ocurre con los oídos; de día hay tanto ruido que no se puede oír. En cambio, de noche, sí se puede. La noche te estira.

Eso no se lo que iba a discutir. La noche era el momento de estirarse, y a nosotros nos gustaba estirarnos.

Mamá jamás se preocupó lo más mínimo por nuestras andanzas nocturnas. Mamá sabía que estirarse era importante, y en su tiempo había sido maestra en el arte de estirarse. Por poco que hubiera podido, se habría venido con nosotros.

—Que os divirtáis —nos decía—. Y no os perdáis demasiado.

No se refería a perdernos en las calles de Londres; ella hablaba de perderse entre las estrellas. A mamá no hacía falta explicarle eso de perderse entre las estrellas. Se daba cuenta de que «perderse» y «encontrar su camino» no eran más que las dos caras de la misma moneda. No se podía tener una cosa sin la otra.

Mamá era una especie de genio, seguramente única entre un millón.

—¿Por qué no salís —nos decía—, que está lloviendo? —o—: ¿Por qué no salís, que hay viento?

Ante cualquier perversidad que se le ocurriera al tiempo, mamá nos daba la idea de salir, simplemente por diversión, nada más que para ver cómo era.

—¡Salid de esa lluvia, que os calaréis hasta los huesos! —gritaban por las calles otras madres, desde las ventanas bruscamente abiertas, a chiquillos de todos los tamaños y colores.

Con viento o tormenta, con lluvia o con nieve, de día o de noche, a nosotros siempre nos animaban a que «saliéramos a ver». Mamá jamás nos protegió de las obras de Dios, como ella decía. Nos protegió, durante un tiempo, de nosotros mismos. Solía dejar el fuego encendido bajo el gran caldero de cobre para que tuviéramos una buena provisión de agua caliente al regresar a casa. Actuó así durante años, hasta que calculó que ya teníamos el sentido común necesario para hacerlo solos; entonces no lo hizo más.

Estar fuera toda la noche no era, para mamá, cosa de perdérsela.

Casi todas las «gentes nocturnas» eran personas increíbles. A casi toda la «gente de la noche» le gustaba hablar. Los que pensaban que estábamos locos, o que éramos simplemente estúpidos eran una minoría. No voy a negar que había quienes no vacilaban en decirme exactamente qué era lo que pensaban de mí.

—A quién se le ocurre salir con una criatura con semejante tiempo, debes estar loco de remate.

—Deberíais estar en casa acostados, en lugar de hacer cosas raras.

Esa gente suponía que la noche era para hacer cosas raras, o sucias, para «nada bueno». Por la noche, todas las gentes temerosas de Dios se iban a la cama. La noche era para los «sospechosos», para «los que tienen algo que esconder», y para el viejo Nick. Tal vez fuimos afortunados; tantas veces como anduvimos vagando por esas calles de noche, jamás nos tropezamos con ningún «sospechoso» ni con nadie que tuviera aspecto de andar escondiendo algo, ni siquiera el viejo Nick. Siempre encontramos gente encantadora. Al principio, procurábamos explicar que queríamos salir, porque eso nos gustaba, pero con alguna gente eso no servía más que para confirmar sus sospechas de que estábamos locos, de modo que dejamos de intentar una explicación, y simplemente salíamos.

Una vez que nos separábamos de un grupito de «gentes nocturnas», durante una de nuestras caminatas, Anna comentó:

—Es raro, Fynn, ¿no te parece? Toda la gente de la noche tiene sobrenombre.

Y tenía razón. Si uno se encontraba con un grupo de «gente nocturna» reunido en torno de un fuego, antes de que tuviera tiempo de decir esta boca es mía ya le habían presentado a todos.

—Esta es Lil. Está un poco mal de la cabeza, pero es buena.

—Este es el viejo Flintlighter —que en realidad se llamaba Robert No-sé-cuántos, pero todo el mundo le apodaba «el viejo Flintlighter».

Tal vez fuera porque la «gente de la noche» tenía más tiempo para conversar, o quizá porque no estaban demasiado ocupados en aparentar lo que no eran, pero en fin, lo cierto es que hablaban y hablaban, que compartían y compartían.

Fue durante una noche de esas cuando pasaron la botella. De mano en mano fue dando la vuelta al círculo. Cada vez, una manga sucia enjugaba la boca de la botella antes de que se echaran un buen trago. Me llegó el turno; la enjugué rápidamente y me bebí mi trago. Ojalá no lo hubiera hecho. Mis tripas dieron un salto mortal y todo se me secó por dentro. Tosiendo y atorándome, mientras las lágrimas me corrían por la cara, se la pasé al siguiente. Sabía a barniz rancio sazonado con TNT. Un trago era una experiencia, dos un castigo y tres serían, con seguridad la muerte lenta.

—¿Es la primera vez, hijo? —me preguntó el viejo Flintlighter.

—Sí —conseguí decir—, y la última.

—Después sabe mejor —me informó Lil.

—¿Cómo demonios se llama eso? —pregunté cuando pude volver a respirar.

—Esto es Red Biddy, así se llama —dijo el viejo Flintlighter.

—Es bueno para quitar el frío, en noches como esta.

—A mí me sabe a gasolina —confesé.

—Algo de eso hay —graznó la vieja Lil—. Pero después de un tiempo te llega a gustar.

Anna quería probarlo, de modo que eché una gota en un ángulo de mi pañuelo, sin saber si de un momento a otro no empezaría a echar llamas. Anna lo chupó e hizo una mueca.

—¡Aj —escupió—, es horrible!

Todos se rieron.

Me pareció raro que siguieran manteniendo el ritual de enjugar la boca de la botella; debía ser una costumbre que conservaban de días más prósperos. Indudablemente, ningún microbio podría haberse acercado a medio metro sin achicharrarse.

Después de esa experiencia, jamás volvimos a beber nada que no fuera té o cocoa. Nos sentábamos sobre viejos tambores de aceite o sobre cajones de madera, a beber té en abollados jarros de estaño, mientras asábamos alguna salchicha en el extremo de un palo, y charlábamos.

Bill el Convicto, con su voz ronca, contaba sus aventuras a proa del mástil. Bill el Convicto contaba tantas aventuras extraordinarias que debían de haberle sucedido por lo menos cuatro aventuras de tamaño natural por día. ¿Y qué importaba que no fueran verdad? ¿Qué importaba que no fueran otra cosa que aventuras de la imaginación? Era genialidad pura, pura poesía. Era verdad, las estrellas estiraban a las personas, las estrellas rompían esa prisión que era una caja y dejaban errar la imaginación.

Anna, sobre el tambor de aceite que constituía su trono, era siempre y en todas partes el centro de la atención, radiante el rostro al esplendor del fuego mientras escuchaba las aventuras de la «gente de la noche». En esas condiciones, su contribución variaba… podía ser una danza, una canción, un cuento.

En una noche de esas, Anna empezó a contar un cuento. El viejo Flintlighter la levantó y la depositó sobre un cajón de embalar. Allí se quedó, fijos sobre ella los ojos de un par de docenas de «seres de la noche». Contó el cuento de un rey que estaba a punto de hacerle cortar la cabeza a alguien, pero que cambió su decisión cuando vio sonreír a un niño pequeñito. Todas las cabezas asintieron al unísono.

—¡Ah! —aprobó Bill el Convicto—. Vaya si tiene poder una sonrisa. Pues mirad, me viene a la memoria aquella vez que… —y se lanzó en una nueva, fantástica aventura.

La primera vez que nos encontramos con el viejo Woody fue una helada noche de abril. El viejo Woody, muy respetado por la «gente de la noche», era evidentemente bien educado, tenía buenos modales y estaba totalmente satisfecho con su vida. El viejo Woody era alto y recto como un poste. Nariz de halcón, barba, y ojos que parecían enfocarle a uno desde el infinito. Su voz sonaba a castañas asadas, cálida y tostada. Cuando el viejo Woody sonreía, la sonrisa apenas le tocaba las comisuras de la boca. Pero no era ahí donde habla que buscarla, sino en los ojos. Eran unos ojos que parecían envolverle a uno, eran unos ojos llenos de cosas buenas que, cuando el viejo Woody sonreía, se volcaban todas encima de uno.

Cuando avanzamos a la luz del fuego, el viejo Woody levantó la vista y nos estudió durante un par de minutos. Nadie hablaba. Sus ojos pasaron de mi cara a la cara de Anna, y allí se quedaron. Con una sonrisa, le tendió la mano, y Anna se adelantó hacia él y se la tomó. Durante un momento largo, muy largo, se miraron, cada uno bañando al otro de cosas buenas y sonriendo como si fueran a estallar. Eran los dos cortados por la misma tijera, no necesitaban las palabras. El intercambio fue inmediato y completo. Haciendo que Anna se quedara en pie ante él, el viejo Woody volvió a mirarla.

—¿No te parece que eres muy pequeña para esto, chiquilla?

Anna mantuvo su silencio, mientras probaba y escrutaba al viejo Woody. Él no le exigía respuesta, no estaba ansioso, podía esperar.

Pasó con bien el examen, y obtuvo su respuesta.

—Ya tengo edad para vivir, señor —dijo con serenidad Anna.

El viejo Woody sonrió, acomodó a su lado un cajón, dio una palmada en él y Anna se sentó encima.

Como a mí me habían dejado de pie, di unas vueltas hasta encontrar un cajón que sirviera para sentarme y me uní al círculo. El silencio se había mantenido durante unos tres minutos o más. El viejo Woody estaba ocupado en llenar su pipa y asegurarse de que tirara bien. Satisfecho de que todo fuera como debía ser, se levantó, fue hasta el fuego y la encendió. Antes de sentarse otra vez, apoyó la mano en la cabeza de Anna y dijo algo que no conseguí oír. Los dos se rieron. El viejo Woody le dio una larga, satisfactoria chupada a la pipa.

—¿Te gusta la poesía? —preguntó.

Anna asintió con un gesto. El viejo Woody, con el pulgar, acomodó en la pipa el tabaco ardiendo.

—Pero —empezó mientras volvía a chupar la pipa—, ¿sabes tú lo que es la poesía?

—Sí —replicó Anna—; es algo así como coser.

—Ajá —asintió el viejo Woody—, ¿y a qué te refieres al decir coser?

Anna barajaba mentalmente las palabras.

—Bueno, es hacer con trocitos diferentes algo que es diferente de todos los trocitos.

—Hum —caviló el viejo Woody—. Creo que es una estupenda definición de poesía.

—Señor —preguntó Anna—, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Claro —asintió el viejo Woody.

—¿Por qué no vive usted en una casa?

El viejo Woody miró su pipa y se frotó el pulgar en la barba.

—Si me la haces así, no creo tener respuesta. ¿No puedes hacerla de otra manera?

Anna pensó un momento.

—Señor, ¿por qué le gusta a usted vivir en la oscuridad? —preguntó después.

—¿Vivir en la oscuridad? —sonrió el viejo Woody—. Eso puedo explicarlo muy fácilmente, pero me pregunto si tú comprenderás mis palabras.

—Si es una respuesta, sí —contestó Anna.

—Sí, tienes razón. Si es una respuesta, sí. Es verdad, sólo si es una respuesta. ¿A ti te gusta la oscuridad? —le preguntó después de una pausa.

Anna asintió con la cabeza.

—Le estira a uno y le hace grande —explicó—. Y agranda la caja.

—Es verdad —confirmó él con una risita—. Es verdad. Mi razón para preferir la oscuridad es que en la oscuridad, tú mismo tienes que describirte. A la luz del día, son los demás los que te describen. ¿Comprendes tú eso?

Anna sonrió, y el viejo Woody extendió su vieja mano sarmentosa, le cerró suavemente los ojos, le tomó ambas manos y dejó que aflorara algún íntimo aspecto de sí mismo. Ese pequeño rincón de Londres, mirado a la luz del día, era un matadero; en ese momento, bajo el resplandor del fuego, era pura magia.

La voz firme y fuerte del viejo Woody habló para su Dios, para Anna y para toda la Humanidad:

A fe que con mis ojos no te amo, pues

ellos en ti mil faltas notan; el que ama

lo que desprecian ellos mi corazón es.

Su risa de color de nuez rompió el hechizo.

—¿Conoces eso? Es uno de los sonetos de Shakespeare. Ellos —continuó, y sus brazos se abrieron para abarcar el mundo— te enseñarán y te animarán a desarrollar tu cerebro y tus cinco sentidos. Pero eso no es más que la mitad, eso es ser sólo a medias humano. La otra mitad es desarrollar el corazón y los talentos —con el cabo de la pipa, fue enumerándolos sobre una mano nudosa—. Está el talento común, está la imaginación, la fantasía, está la estimación y la memoria —el rostro del viejo Woody se volvió hacia lo alto, su espíritu subió danzando a calentarse entre las estrellas mientras su cuerpo seguía entre nosotros, calentándose junto al viejo brasero fabricado con una lata—. No dejes nunca que nadie te despoje de tu derecho a completarte. La luz del día es para el cerebro y los sentidos, la oscuridad para el corazón y los talentos… Nunca, nunca tengas miedo. Algún día el cerebro podrá fallarte, pero el corazón no.

Regresó como un cometa, dejando tras de sí una estela relumbrante de amor.

Después se levantó, se estiró, miró todos los rostros que le rodeaban y su mirada se detuvo en Anna.

—Te conozco, muchachita, te conozco bien.

Se ciñó más la chaqueta en torno de los viejos hombros, salió del círculo de luz y, una vez más, sonrió a Anna. Tendió hacia ella un brazo y recitó:

Pues así es como ella extrae del individuo

esa abstracción universal del género

e investido de otros nombres y fortunas

se abre camino por los sentidos a la mente.

Y se fue. No, no se fue, porque una parte de él, tal vez la parte más grande de él, se quedó, y aún hoy sigue estando. Durante unos diez minutos seguimos mirando el fuego. No hicimos preguntas, porque no había preguntas. Ni siquiera les dijimos adiós a las «gentes de la noche» cuando nos fuimos. Yo me preguntaba, cuando nos íbamos, si dejaríamos tanto detrás de nosotros.

Lentamente, caminamos a través de las calles de Londres, llevado cada uno por sus pensamientos. Una de las barredoras mecánicas del ayuntamiento recogía la suciedad del día. Vino hacia nosotros, rociando la calle y las aceras mientras avanzaba, despejando las calles de Londres con sus grandes cepillos cilíndricos, para cuando llegara la gente del día. Mientras su rocío silbaba contra el pavimento, hicimos un pas de deux hacia la derecha, y otro hacia la izquierda cuando pasó.

Anna conectó la bocina de su risa y, llena de alegría, se puso a girar como un trompo.

—Hadas, parecen hadas —exclamó, señalando la barredora que se alejaba.

—Y qué hadas —exclamé.

—Como lo que tú me leíste… sobre Puck.

El alma y el júbilo de la noche se adueñaron de mí. Eché a correr, trepé de un salto a un buzón cercano y, de pie sobre él, declamé para la noche los versos de Puck:

Me han enviado delante, escoba en mano,

para barrer el polvo detrás de la puerta.

Titania dibujó una pirueta y bailó en torno al buzón la danza de las hadas. A lo lejos se acercaba un policía y, señalándole con el dedo, le saludé a gritos:

—¡Hola, espíritu! ¿Por dónde vagas?

Su asombrada protesta se perdió casi entre nuestras risas. De un salto descendí del buzón y, tomando de la mano a Anna, corrimos ambos en pos de la barredora cada vez más lejana. Como flechas pasamos a través de los chorros de agua y nos detuvimos delante de ella a esperarla, jadeantes por la carrera y la risa.

—¡Mira! —exclamé—. Son Polilla y Mostaza.

—No —gritó Anna—, son Chicharrillo y Telaraña[1].

Al pasar, la barredora nos empapó los pies y las piernas. Siguió andando unos metros y se detuvo; el agua también dejó de brotar. Se abrió la puerta de la cabina y Mostaza se bajó de un salto. El espectáculo de una Mostaza de un metro ochenta y de ciento veinte kilos, enfundados en un mameluco, fue demasiado, y los dos nos abrazamos, ahogándonos de risa. Mostaza empezó a venir hacia nosotros por un lado, mientras el policía, sin apretar el paso, se acercaba desde el otro. Gritando, escapamos por una calle lateral y nos detuvimos a distancia segura. El policía y Mostaza, a quienes ahora se había unido Polilla, estaban mirándonos. De qué hablarían, jamás lo sabré, pero me figuré que algo referente a las locuras de los jóvenes. Volví a tomar de la mano a Anna y seguimos corriendo, sin detenernos hasta llegar al borde del Támesis. Nos subimos al parapeto, desenvolvimos nuestros bocadillos y empezamos a comer mientras mirábamos pasar el tráfico nocturno por el río.

Después de acabar con nuestra provisión, encendí un cigarrillo. Anna se bajó del parapeto y empezó a jugar sola a la rayuela sobre el adoquinado. Se alejó unos veinte metros, se volvió y vino corriendo a detenerse frente a mí.

—Hola, Fynn —giró en redondo y su falda se abrió como una sombrilla.

—Hola, Anna —la saludé con la cabeza y le tendí graciosamente la mano.

Volvió a alejarse, saltando cuanto le permitían las piernas, entonando una canción de «Uno, dos, tres». Se detuvo y, de pura alegría, ejecutó una breve danza. Otra vez volvió corriendo, mientras con el dedo trazaba una línea ondulante sobre la pared. Antes de llegar donde yo estaba se detuvo y se volvió, dibujando en la pared otra línea ondulada, con los dedos de la otra mano.

Veinte o treinta veces recorrió ese mismo tramo de pared. Dibujando ondas largas y lentas, ondas cortas y rápidas. A veces caminaba mientras trazaba las líneas ondulantes, a veces marchaba, hacia atrás, otras hacia adelante, con toda la rapidez que le permitían sus piernas. En la pared no quedaban signos de su actividad, nada en ella daba testimonio de sus pensamientos, la pared seguía en blanco; pero es que Anna estaba escribiendo en la pizarra de su interior.

Después dejó de correr y se detuvo, bajo la luz del farol que brillaba sobre su pelo. Violentamente, sacudió la cabeza, y una nube de chispas de cobre se elevaron y volvieron a asentarse. Anna empezó a caminar, con la cabeza baja, apoyando lentamente el pie, desde el talón a los dedos, sobre las rendijas entre las piedras, sin intención de ir a ninguna parte, simplemente dejándose llevar por el azar de las intersecciones de las rendijas entre las piedras. No creo que se diera cuenta siquiera de lo que hacía. Esa actividad absorbía el uno por ciento de su atención. El otro noventa y nueve por ciento se había vuelto hacia adentro y estaba buscando algo. Es curioso cómo uno aprende a leer los signos. Eso era el preludio de una revelación inminente; es decir, si «le salía». Puse a mi lado el paquete de cigarrillos y las cerillas. Si no me había equivocado al interpretar los signos, era posible que durante una hora, más o menos, no tuviera otra oportunidad.

Terminado su paseo, Anna se acercó cuidadosamente a la pared, se apoyó contra ella y durante uno o dos minutos se mantuvo totalmente inmóvil. Con la misma atención que había puesto al marchar por las rendijas del empedrado, deslizó los pies hacia adelante, un metro aproximadamente, hasta quedar en ángulo con la pared, sostenida solamente por los talones y la coronilla. Yo estuve a punto de gritar, pero me contuve. Mi chillido no hubiera servido de mucho tan poco era lo que de Anna, quedaba fuera, y desde donde estaba no podría haberme oído.

Esta vez no volvió andando ni saltando ni deslizando los pies ni corriendo; vino rodando. Durante treinta metros, o más, rodó manteniendo el equilibrio con la cabeza y los talones. Rodó y rodó y rodó hasta terminar con la cabeza contra mis piernas, y allí se quedó.

—Estoy mareada —anunció su voz, ahogada contra mis pantalones.

—¡Y vaya si lo estás! —comenté.

—La pared es dura —continuó la voz ahogada.

—Tu cabeza también.

Un brusco mordisco en la pierna me aconsejó que no me hiciera el gracioso.

—¡Eh, que duele! —le recordé.

—Y a mí me duele la cabeza.

—Eso es por tu culpa. No deberías ser tan chiflada. ¿A qué venía todo eso?

—Estaba pensando.

—¿Con que eso era pensar? —me asombré—. Quiera Dios que a mí nunca me dé por pensar.

—¿No quieres saber en qué estaba pensando, Fynn?

Levantó los ojos hacia mí.

—Si depende de mí —confesé—, no, no quiero.

Anna sabía que estaba tomándole el pelo, y su sonrisa me dijo que de todas maneras no dependía de mí.

—No puede ser luz —enunció con una determinación irrefutable.

—Ah, bueno —me di por enterado—. Y si no puede ser luz, ¿entonces qué es?

—El Señor Dios no puede ser luz —las palabras volaban como fragmentos de piedra que Anna fuera desbastando con sus cinceles mentales.

Yo me imaginaba al Señor Dios inclinándose hacia adelante en su trono de oro para atisbar hacia abajo por entre las nubes, con cierta curiosidad por saber en qué clase de molde estarían metiéndole a la fuerza ahora. Sentí el impulso de mirar hacia arriba y decirle: «Quédese tranquilo, Señor Dios. Quédese tranquilo, que está en buenas manos». Me imagino que de vez en cuando, el Señor Dios debe hartarse un poco, considerando todas las formas diferentes en que lo hemos metido a presión durante el último quillón de años, y no creo que hayamos acabado de hacerlo todavía, ni mucho menos.

—No puede ser luz, ¿verdad? ¿Verdad, Fynn?

—Y a mí me lo preguntas, Tich. A mí me lo preguntas.

—No, no puede ser, porque ¿qué hay de esas ondas pequeñitas que no podemos ver, y de las ondas grandes que no podemos ver?

—Entiendo a qué te refieres. Me imagino que las cosas se verían muy diferentes si pudiéramos ver con esas ondas.

—Creo que la luz está dentro de nosotros. Eso es lo que pienso.

—Podría ser. Tal vez tengas razón —admití.

—Pienso que es así para que podamos ver cómo ver —hizo un gesto afirmativo—, eso pienso.

Allá arriba el Señor Dios (si se me permite la imagen) se dio una palmada en la pierna y se volvió hacia las huestes angélicas.

—¡Pero escuchad eso! ¿Qué os parece?

—Sí —continuó Anna—, el Señor Dios Luz dentro de nosotros es para que podamos ver al Señor Dios Luz fuera de nosotros, y… Fynn —la excitación le hacía saltar mientras terminaba de dar forma a su idea—, el Señor Dios Luz fuera de nosotros es para que podamos ver al Señor Dios Luz dentro de nosotros.

En silencio, volvió a tocar para sí misma toda la melodía. Con una sonrisa que habría hecho avergonzar al gato de Cheshire, susurró:

—Es hermoso, Fynn. ¿No es hermoso?

Coincidí en que era hermoso, mucho, pero ya estaba empezando a sentir que para mí era bastante por una noche. Pero aunque yo estuviera ahíto y necesitara un poco de tiempo para digerir todo lo de esa noche, Anna no; ella apenas estaba comenzando.

—Fynn, ¿me puedes dar las tizas?

Era tiempo de tomarse un respiro, y busqué la lata en mis bolsillos.

Los paseos con Anna se dividían naturalmente en tres categorías. Una era «dar una vuelta», que era lo que hacíamos esa noche. Las exigencias para «dar una vuelta» eran fáciles de satisfacer. Dos latas no muy grandes, llenas de tizas de colores, cordel, restos de lanas, elásticos, uno o dos frasquitos, papel, lápiz, alfileres y algunos otros chismes y chucherías por el estilo.

La categoría número dos era «salir a caminar» y era un poco más complicada. Además de las dos latas que había que llevar para «dar una vuelta», para «salir a caminar» se necesitaban cosas tales como una red de pescar plegable, frascos de mermelada, cajas de diversos tamaños, latitas, bolsas y mil cosas así. Lo ideal habría sido que nos siguiera un camión de cinco toneladas, cargado con todo lo necesario para «salir a caminar». Si Madre Naturaleza hubiera sido un poco más bondadosa con todos los bichos, escarabajos, orugas, renacuajos y otros muchos que Anna llevaba consigo cuando «salíamos a caminar», creo que eso habría sido el fin de Londres. Habríamos estado todos metidos hasta las orejas en ranas y escarabajos.

La última categoría era «salir a caminar con una intención definida», y era una experiencia terrible, capaz de producirle a uno pesadillas para el resto de su vida. Hacer frente a todas las contingencias posibles en «salir a caminar con una intención definida» habría requerido por lo menos tres camiones de mudanzas, y mejor, media docena. Con minucias tales como, digamos uno o dos equipos de perforación, compresores de aire, una escalera de treinta metros, una campana neumática para inmersión, un par de grúas… cositas así. Es un tema demasiado doloroso. Después de las tres veces que «salimos a caminar con una intención definida», tardé una semana en poder enderezarme de nuevo.

Es decir que andar por ahí llevando tizas encima era algo tan natural como respirar. Las tizas me acompañaban a todas partes, y el hecho de llevarlas me producía algunas fantasías delirantes. Yo iba al teatro, o a un baile de estudiantes tal vez, y de pronto la representación se interrumpía.

—¿No habrá entre el público un caballero que tenga un trozo de tiza? —preguntaba el animador, adelantándose.

Yo me levantaba.

—Sí, cómo no. ¿De qué color la quiere?

¡Aplausos! ¡Aplausos!

Claro que nunca me las pidió nadie aparte de Anna, pero ella jamás usaba las tizas para reformar lo fantástico; le servían para explicar lo fantástico.

Le alcancé las tizas. Se arrodilló sobre la acera y dibujó un gran círculo rojo.

—Figúrate que soy yo —me dijo.

Por fuera del círculo desparramó generosamente una cantidad de puntos. Después, una cantidad más o menos igual dentro del círculo. Con un gesto, me indicó que me bajara del muro. Fui a arrodillarme junto a ella. Tras mirar a su alrededor, me señaló un árbol.

—Eso —explicó— es esto.

Señaló un punto fuera del círculo y lo marcó con una cruz. Después señaló un punto dentro del círculo.

—Eso es este punto fuera del círculo, y eso es el árbol —con el dedo sobre el «punto árbol» dentro del círculo, siguió explicando—: Y ese es el árbol dentro de mí.

—Me parece que ya anduve antes por aquí —murmuré.

—Y este —exclamó triunfalmente, apoyando el dedo sobre un punto dentro del círculo— es un… es un… un elefante volador. Pero fuera, ¿dónde está? ¿Dónde está, Fynn?

—Como ese animalejo no existe, no puede estar fuera —expliqué.

—Bien, entonces, ¿cómo se introdujo en mi cabeza? —se sentó sobre los talones y se me quedó mirando.

—Que me cuelguen si sé cómo se te mete a ti cualquier cosa en la cabeza, pero un elefante volador no es un hecho, es pura imaginación.

—¿Y mi imaginación no es un hecho, Fynn? —me azuzó, inclinando la cabeza.

—Claro, seguro que tu imaginación es un hecho, pero lo que sale de ella no es necesariamente un hecho.

El terreno estaba empezando a ponerse resbaladizo.

—Bueno, entonces ¿cómo llegó a estar ahí dentro —con un pie golpeó en el interior del círculo—, si es que no está ahí fuera? —otros golpecitos más—. ¿De dónde vino?

Por suerte, no me dio siquiera oportunidad de contestarle. Estaba en pleno vuelo. Se levantó y echó a andar en torno del diagrama de su Universo.

—Hay muchísimas cosas ahí fuera que no están aquí dentro.

Desde el borde del Universo dio un salto, cayó en el círculo que era ella y se arrodilló.

—Fynn, ¿te gusta mi dibujo?

—Me gusta mucho. Me parece buenísimo.

—¿Dónde estaba? —me preguntó, con las manos apoyadas en las caderas.

Señalé uno de los puntos fuera del círculo.

—Ahí, me imagino.

Sin levantarse, retrocedió hasta salir del diagrama y con un dedo señaló el centro del círculo, dando más énfasis a sus palabras con un gesto.

—Ahí, ahí es donde lo pinté… dentro de mí.

Durante un largo momento se mantuvo en silencio y después, abarcando con ambas manos el diagrama, articuló con tono perplejo:

—A veces, no sé si estoy encerrada fuera o encerrada dentro. Es raro —continuó mientras iba tocando los puntos de dentro, y luego los de fuera—. A veces uno mira dentro y encuentra algo fuera, y otras veces mira fuera y encuentra algo dentro. Es muy raro.

Mientras estábamos arrodillados estudiando el sector sudeste del Universo de Anna, hacia el Noroeste aparecieron un par de botas relucientes del número cuarenta y cinco.

—Vaya, vaya… —exclamó una voz—, de nuevo el joven Puck y la señorita Titania.

—Santo cielo, es Oberón —farfullé, al mirar hacia arriba y ver al policía.

—¿Es que no tenéis casa donde estar? ¿Y qué es eso de andar así haciendo dibujos en las aceras?

—Sí, casa tenemos —admití.

—Pero esto no es un dibujo, señor —le señaló Anna, que seguía doblada sobre la acera.

—Y entonces, ¿qué se supone que es? —quiso saber el policía.

—En realidad, es el Señor Dios. Eso soy yo, eso es dentro de mí, y eso es fuera de mí, pero todo es el Señor Dios.

—Está bien —dijo el policía—, pero sigue siendo dibujar sobre la acera, y eso no está permitido.

Anna extendió la mano para expulsar de su Universo un par de botas del número cuarenta y cinco. El policía la miró asombrado.

—Es que acaba de aplastar un par de billones de estrellas —le expliqué.

Tal vez él representaba la ley y el orden, pero a Anna le preocupaban leyes más altas y órdenes superiores.

—Eso es usted, señor —prosiguió, impertérrita—, y eso es usted dentro de mí. ¿No es verdad, Fynn?

—Seguro. Claro que es así, agente, es exactamente así —coincidí.

—Sólo que en realidad a usted no se lo ve así, sino así —Anna se hizo un poco a un lado, dibujó otro circulo grande y lo llenó de puntos.

—Eso soy yo dentro de usted —explicó, señalando un punto—, pero ese punto en realidad es ese círculo. Esa soy yo.

El policía se inclinó para mirar el Universo de Anna.

—¡Ah! —dijo, como si lo comprendiera. Me miró y levantó las cejas. Yo me encogí de hombros. Después de un par de gruñidos, con sus cuarenta y cinco señaló uno de los puntos de afuera.

—¿Sabes lo que es eso, Titania?

—¿Qué? —preguntó Anna.

—El sargento. En unos minutos estará por aquí, y si para entonces esta acera no está limpia, vosotros iréis a parar a uno de estos —con el pie describió un amplio círculo—. ¿Sabes lo que es? La comisaría —su ancha sonrisa desmentía la severidad de su voz.

Anna aceptó el pañuelo que yo le ofrecía y borró el Universo de las aceras de Westminster. Se levantó, sacudió el polvo de tiza del pañuelo y me lo devolvió.

—Señor —preguntó—, ¿usted trabaja siempre aquí?

—Casi siempre —respondió el policía.

—Señor —Anna le tomó de la mano y le llevó hasta el muro—, señor, el Támesis, ¿es el agua o el hueco por donde corre?

El policía la miró un momento antes de contestar:

—El agua, seguro. Sin agua, no hay río.

—Ah —continuó Anna—, pero es raro, porque cuando llueve no es el Támesis, pero cuando corre por el hueco es el Támesis. ¿Por qué es así, señor? ¿Por qué?

El policía me miró.

—¿Me está tomando el pelo?

—Usted está saliendo bien —le consolé—. A mí me toca todo el día.

Para él, ya había sido suficiente.

—Ahora, a ahuecar, vosotros dos, a ahuecar porque si no… Ah, sí. Una última advertencia. Mejor que os vayáis a casa por ese lado —señaló con el dedo—. Ese… Chicharrillo y Telaraña estarán aquí en menos que canta un gallo —le costaba controlar la risa—, y si os encuentran aquí todavía, será vuestro trasero el que pague. ¿Entendido? —terminó con una risita, satisfecho de sí mismo.

—Oh, cómicos —murmuré para mis adentros—, este mundo está lleno de cómicos.

Tomando a Anna de la mano, me alejé con ella.

—Estuviste bien, Tich, muy bien. Le hará pensar un rato, ese asunto del Támesis.

—Oh, pero —es que es así, Fynn. ¿Cuándo empiezas a hablar del Támesis, y cuándo dejas de hablar del Támesis? ¿Hay alguna señal? ¿La tienes tú, Fynn?

El viejo Woody tenía razón. La luz del día adiestraba los sentidos, pero la noche desarrollaba los talentos, estiraba la imaginación, aguzaba la fantasía, fijaba a martillazos el recuerdo y alteraba toda escala de valores.

Yo empezaba a entender por qué la mayor parte de la gente se va a dormir de noche: es más fácil. Muchísimo más fácil.