Dos

D URANTE las semanas que siguieron intentamos descubrir dónde vivía Anna, mediante hábiles interrogatorios. La técnica de la suavidad, la indirecta, la sorpresiva, todas resultaron inútiles. Simplemente, había que admitir la posibilidad de que hubiera llovido del cielo. Yo estaba ya dispuesto a creerlo, pero Stan, mucho más práctico, no estaba en absoluto de acuerdo. Lo único que sabíamos con seguridad era que ella no pensaba ir a arreglar eso con la poli. Y para entonces yo estaba seguro de que quien había iniciado esa idea era yo. Después de todo, uno no se encuentra una orquídea y después la guarda en el sótano. No era que ninguno de nosotros tuviera nada en contra de la poli, de ningún modo. En esos días, los de la poli eran más bien como amigos oficiales, aunque si le encontraban a uno haciendo algo raro le golpearan en una oreja con el guante lleno de guisantes secos. No, si es lo que he dicho antes, no se puede encerrar un rayo de sol en la oscuridad. Y además, todos queríamos que se quedara.

Para entonces Anna ya era la favorita de nuestra calle. Siempre que los chicos participaban en juegos de equipo todos querían que Anna estuviera en el bando de ellos. Tenía una aptitud natural para todos los juegos: las peonzas, el salto a la cuerda, el escondite. Lo que ella no era capaz de hacer con un aro, no valía la pena hacerlo.

Nuestra calle, que abarcaba unas veinte casas, era un duplicado de la Liga de las Naciones; en cuanto a chicos, los únicos colores que no teníamos eran verdes y azules, porque casi todos los demás estaban. Era una hermosa calle. Dinero nadie tenía, pero en todos los años que viví allí no recuerdo que ninguna puerta estuviera nunca cerrada durante el día ni, en realidad, durante la mayor parte de la noche tampoco. Era una hermosa calle para vivir y toda la gente era cordial, pero unas pocas semanas después de la llegada de Anna, parecía que la calle y la gente que en ella vivía resplandecieran como un botón de oro.

Hasta el mal genio de nuestro gato, Bossy, se dulcificó. Bossy era un gato peleón, con las orejas como de encaje, que consideraba inferiores a todos los seres humanos, pero bajo la influencia de Anna, Bossy empezó a permanecer más tiempo en casa y no tardó mucho en tratar a Anna como a una igual. Yo podía instalarme en la puerta del fondo y quedarme ronco de tanto llamar a. Bossy sin que a él se le moviera un pelo, pero con Anna… bueno, la cosa era diferente. Una sola llamada, e inmediatamente aparecía, con una estúpida sonrisa en la cara.

Bossy totalizaba unos seis kilos de furia agresiva, y yo guardo cicatrices que lo demuestran. El hombre que le traía la carne solía dejarla bajo el llamador de la puerta, envuelta en un trozo de periódico. Bossy acechaba en la oscuridad del pasillo, o debajo de las escaleras, en espera de que alguien fuera a buscar la carne del gato, y en ese momento se abalanzaba hecho una furia, todo dientes y garras, usando cualquier cosa como escalera para llegar hasta la carne. Si lo que se le ofrecía para llegar hasta ella era una pierna o un brazo humano, Bossy no dudaba en utilizarlo. Anna lo domesticó en un día. Levantando un dedo admonitorio, le dio una conferencia sobre el vicio de la glotonería y las virtudes de la paciencia y las buenas maneras. Finalmente, Bossy era capaz de que la comida le durara cinco minutos, mientras Anna se la daba a pedacitos, en vez de los treinta segundos habituales. En cuanto a Patch, el perro, se pasaba las horas sentado, practicando ritmos nuevos con la cola.

En el jardín de detrás había una heterogénea colección de conejos, paloma, colipavas, ranas y un par de culebras. El jardín de detrás, «El Patio», como lo llamábamos, era un lugar bastante grande para el East End. Un poco de césped, algunas flores y un árbol, grande, de unos doce metros de altura. En conjunto, Anna tenía bastante campo para practicar su magia. Pero nadie cayó bajo su hechizo más completamente ni más a gusto que yo. Mi trabajo, en una fábrica, no quedaba a más de cinco minutos de camino de casa, de manera que yo siempre volvía a comer alrededor de las doce y media. Hasta entonces, cuando al salir para el turno de la tarde mamá me preguntaba a qué hora volvería esa noche, mi respuesta habitual era: «Seguramente antes de medianoche». Ahora las cosas eran diferentes. Anna salía a la calle a despedirme y yo partía húmedo de besos y con la promesa de estar de vuelta a eso de las seis de la tarde. Pasar el tiempo solía significar beber alguna cerveza en la taberna mientras regresaba a casa y jugar una que otra partida de dardos con Cliff y George, pero ahora ya no lo hacía. Cuando sonaba la sirena de la fábrica, yo me iba a casa. No corría, exactamente, pero caminaba a paso vivo.

Esa caminata hacia casa era un placer; cada paso que daba era un paso que me acercaba a Anna. La calle por donde tenía que ir describía una ligera curva hacia la izquierda, y yo tenía que recorrer más de la mitad de la distancia hasta poder distinguir nuestra casa, y ahí estaba ella. Con lluvia o con sol, con nieve o con viento helado, Anna siempre estaba ahí, y ni una sola vez faltó al encuentro, salvo… pero eso vendrá después. Dudo que alguna vez hayan existido amantes que se encontraran con más regocijo. Cuando me veía llegar por la curva de la calle, venía a mi encuentro.

La capacidad de Anna para lograr que cualquier situación fuera perfecta era realmente extraordinaria. Tenía el misterioso don de hacer, en el momento justo, lo que había que hacer para sacar el máximo partido de una situación. Yo siempre había pensado que los niños corrían al encuentro de los que amaban, pero Anna no. Cuando me veía empezaba a caminar hacia mí, no muy lentamente, pero tampoco con demasiada rapidez. Cuando empezaba a verla, estaba demasiado lejos para que yo pudiera distinguir sus facciones; podría haber sido cualquier otra criatura, pero no lo era. Su hermoso pelo cobrizo se destacaba a la distancia, era imposible confundirla.

Después de las primeras semanas que pasó con nosotros siempre se ponía en el pelo una cinta de intenso color verde para el momento de nuestro encuentro. Al evocarlo, estoy seguro de que su forma de caminar hacia mí era deliberada y calculada. Había captado el significado de esos encuentros y había comprendido casi instantáneamente hasta qué punto exacto podía dramatizarlos, cuánto se podían prolongar para obtener de ellos todo el gozo que podían proporcionar. Para mí, ese minuto, o esos dos minutos de caminar hacia ella eran de una absoluta perfección; nada se podía añadir, y nada se podía suprimir sin destruirla por completo.

Fuera lo que fuese lo que ella comunicaba a través del espacio que nos separaba, era algo casi sólido. Su cabello ondulante, el brillo de los ojos, la sonrisa enorme y descarada, se transmitían como una descarga de alto voltaje a través del espacio. A veces, sin decir palabra, Anna se limitaba a tocarme la mano en señal de saludo; a veces, los últimos pasos que daba la transformaban en una gigantesca explosión, se relajaba y se arrojaba en mis brazos. Y en no pocas ocasiones se detenía frente a mí y me tendía los puños cerrados. Pronto aprendí que eso quería decir que había encontrado algo que la enternecía, y nos deteníamos a examinar el hallazgo del día… tal vez un escarabajo, una oruga o una piedra. Mirábamos en silencio, inclinadas las cabezas sobre el tesoro. Los ojos de Anna eran grandes y profundos abismos de interrogantes. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué? Yo encontraba su mirada y hacía un gesto con la cabeza; con eso es suficiente, me respondía ella, también sin palabras.

La primera vez que eso sucedió, me pareció que se me escapaba el corazón. Me esforcé por mantenerme firme. Deseaba tomarla en brazos para consolarla. Felizmente, conseguí hacer lo que el momento requería. Supongo que algún ángel, al pasar, me dio un codazo. La desdicha necesita consuelo, y quizá también el temor, pero esos momentos especiales con Anna eran momentos de misterio puro y simple. Eran momentos muy de ella y muy privados, que Anna decidía compartir conmigo y que yo me sentía honrado de compartir. No podía consolarla, porque eso habría significado una invasión a la que no me atrevía. Lo único que podía hacer era ver lo que ella veía, conmoverme como ella se conmovía. Es esa forma de sufrimiento que uno tiene que soportar solo. Como ella decía con tanta sencillez:

—Es para mí y para el Señor Dios.

Y para eso no hay respuesta.

En casa, la comida de la noche era siempre más o menos lo mismo. Como hija de un granjero irlandés, a mamá le gustaba preparar guisados. Una gran olla de hierro y una tetera, igualmente grande, también de hierro negro, eran los dos utensilios de cocina más usados. Muchas veces, lo único que permitía distinguir el guisado del té era que este siempre se servía en tazones, mientras que el guisado venía en platos. Ahí terminaba la diferencia, porque a menudo en el té había tantos elementos sólidos como en el guiso.

Mamá creía firmemente en el dicho de que la naturaleza tiene cura para todo. No había hierba, flor ni hoja que no fuera la cura específica de una dolencia u otra. Hasta el cobertizo de afuera tenía su utilidad: proporcionar telarañas. Así como hay pueblos que tienen vacas sagradas o gatos sagrados, mamá tenía arañas sagradas. Jamás llegué a comprender del todo la razón por la que utilizaba las telas de araña, pero lo cierto era que el emplasto para cualquier corte o rasguño eran las telas de araña. Y por si no las hubiera, siempre había papel de fumar bajo el reloj de la cocina. Una vez bien lamidos, los papeles se pegaban sobre el corte. Nuestra casa estaba atestada de botellas de zumos, hojas secas y ramilletes de esto, aquello y lo de más allá, todo colgado del techo. Todos los achaques se trataban de la misma manera: te lo frotas, te lo lames o, si no puedes lamértelo, escupes encima. O si no, «Bébete esto, que te hará bien».

Fuera cual fuese el valor real de estas cosas, lo único seguro era que nadie jamás estaba enfermo. El doctor no entró en nuestra casa sino cuando se sospechaba que algo estuviera roto, y cuando nació Stan. No importaba que el té o, para usar la expresión completa, «el rico té», y el guisado tuvieran el mismo aspecto; los dos sabían a gloria, y las comidas nos satisfacían el hambre a todos.

Mamá y Anna compartían muchos gustos y aversiones; tal vez lo más simple y lo más bello que compartían fuera su actitud hacia el Señor Dios. La mayoría de las personas que yo conocía usaban a Dios como excusa para sus fracasos. «Él debería haber hecho esto», decían, o «¿por qué Dios me hace algo así?», pero en el caso de mamá y Anna, las dificultades y adversidades se convertían en ocasiones de hacer algo. La fealdad era una oportunidad de hacer algo bello, la tristeza una ocasión para pasar de ella a la alegría. Para ellas, el Señor Dios era siempre accesible. A un extraño se le habría disculpado que creyera que el Señor Dios vivía con nosotros, pero es que eso era lo que creían mamá y Anna. Rara era la vez que al Señor Dios no se le incluía en alguna conversación, de una manera u otra.

Una vez terminada la cena y recogidos todos los restos y sobrantes, Anna y yo nos dedicábamos a alguna actividad, que generalmente elegía ella. Los cuentos de hadas quedaban de lado como simples ficciones; vivir era real, interesante, y mucho más divertido. La lectura de la Biblia no resultaba muy satisfactoria. Anna la consideraba más bien como una lectura elemental, estrictamente para niños muy pequeños. ¡El mensaje de la Biblia era simple, y cualquiera que tuviera dos dedos de frente lo entendía en media hora escasa! La religión era para hacer cosas, no para leer sobre hacer cosas. Una vez captado el mensaje, no servía de mucho volver una y otra vez sobre lo mismo. El párroco de nuestro barrio se quedó de una pieza cuando habló con Anna de Dios. La conversación fue así:

—¿Tú crees en Dios?

—Sí.

—¿Y sabes lo que es Dios?

—Sí.

—Bueno, ¿qué es Dios?

—¡Es Dios!

—¿Vas a la iglesia?

—No.

—¿Por qué no?

—¡Porque ya sé todo lo que hay que saber!

—¿Qué es lo que sabes?

—Sé amar al Señor Dios y amar a la gente y a los gatos y a los perros y a las arañas y a las flores y a los árboles —y la enumeración seguía y seguía— con todo mi corazón.

Carol me miró con una sonrisa, Stan puso cara de ausente y yo me metí a toda prisa un cigarrillo en la boca y me permití el lujo de toser un poco. No es mucho lo que se puede hacer frente a una acusación como esa, ya que en el fondo de eso se trataba. («Los locos y los niños…») Anna había dejado de lado todos los detalles para destilar siglos de enseñanzas en una sola declaración:

—Y Dios dijo ámame, ámalos, ámalo, y no te olvides de amarte a ti mismo también.

A Anna, toda la historia de que los adultos fueran a la iglesia le parecía muy sospechosa. La idea de una adoración colectiva chocaba con su necesidad de mantener conversaciones privadas con el Señor Dios. Y en cuanto a eso de ir a la iglesia para encontrarse con el señor Dios, le parecía ridículo. Después de todo, si el Señor Dios no estaba en todas partes, no estaba en ningún lado. Para Anna, la presencia física en la iglesia y las charlas con el «Señor Dios» no tenían necesariamente ninguna relación. Para ella, todo el asunto era de una transparente simplicidad. Cuando uno era muy pequeñito, iba a la iglesia para enterarse del mensaje. Una vez que lo conocía, se iba y comenzaba a practicar lo que había aprendido. Si uno seguía yendo a la iglesia era porque no había recibido el mensaje, o porque no lo entendía, o simplemente «por hacer alarde».

Después de la cena yo siempre le leía algo a Anna, libros sobre temas que podían ir de la poesía a la astronomía. Después de un año de lecturas, tres libros llegaron a ser sus favoritos. El primero era un gran libro de imágenes que no contenía otra cosa más que fotografías de copos de nieve y dibujos formados por la escarcha. El segundo libro era la Concordancia Completa, de Cruden, y el tercero, como si no hubiera podido elegir algo más extraño, era la Geometría de las cuatro dimensiones, de Manning. Cada uno de esos libros actuaba sobre Anna como un catalizador. Los devoraba ávidamente, y de su digestión iba derivando su propia filosofía.

Uno de sus placeres era que yo le leyera la parte de la concordancia que se refería al significado de los nombres propios. Yo le leía los nombres en estricto orden alfabético, y le daba el significado. Después de haber saboreado y repensado cada nombre, Anna decidía si le parecía bien. La mayoría de las veces sacudía la cabeza, tristemente y con desilusión; eso no servía. A veces era perfecto; el nombre, la persona, el significado, todo se adecuaba exactamente para su sensibilidad y, sin poder dominar su excitación, saltaba sobre mis rodillas y me decía:

—Anótalo, anótalo.

Eso significaba que yo debía escribir el nombre en enormes mayúsculas en una tira de papel, que Anna contemplaba durante uno o dos minutos con absoluta concentración, para guardarla después en una de sus múltiples cajas. Tras un momento para recuperar la compostura, me decía:

—Sigue, por favor.

Y seguíamos. Con algunos nombres, hacían falta quince minutos o más para decidir, en el sentido que fuera. La decisión se tomaba en completo silencio. Si alguna vez yo me movía para ponerme más cómodo, o empezaba a hablar, recibía como reprimenda un movimiento de cabeza, una mirada enérgica y un dedito apoyado con firme suavidad sobre mis labios. Aprendí a esperar con paciencia. Nos llevó unos cuatro meses terminar con la sección dedicada a los nombres propios, y hubo momentos de gran emoción y otros de desilusión profunda, sin que en el momento yo entendiera ni unos ni otros. Más adelante pude conocer el secreto.

Desde nuestro primer encuentro, ella siempre se refería a Dios como el Señor Dios; el Espíritu Santo, por alguna razón que sólo Anna conocía, era Vehrak. Jamás le oí pronunciar el nombre de Jesús. Si alguna vez lo mencionaba, era como el hijo del Señor Dios. Una noche que estábamos recorriendo la J, llegamos a Jesús. Apenas si había yo pronunciado la palabra cuando me detuvo un «¡No!», la oscilación de un dedito y un «Sigue, por favor». ¿Quién era yo para discutir? Seguí. El próximo nombre de la lista era Jetró. Tuve que pronunciarlo tres veces antes de que Anna, volviéndose a mí, me dijera:

—Ahora lee lo que dice.

Jetró —leí, obediente—. Significa el que se destaca o permanece, o el que examina e investiga, y también línea o cuerda.

El efecto de mis palabras fue eléctrico, catastrófico. En un solo movimiento se bajó de mi regazo, me miró a los ojos y se quedó ahí acurrucada con las manos entrecruzadas, toda ella temblando de excitación. Durante un momento de horror pensé que estaba enferma o que había sufrido un ataque, pero no era así. Fuera cual fuese, la explicación estaba en algo más profundo de lo que yo podía alcanzar. Anna rebosaba alegría.

—Es verdad, yo lo sé. Es verdad, es verdad. Yo lo sé —repetía incesantemente.

Sin dejar de repetir esas palabras, corrió hacia el patio. Yo hice ademán de seguirla, pero mamá me detuvo con un movimiento de la mano.

—Déjala, que es feliz. Se le ve en los ojos.

Pasó media hora sin que Anna volviera. Cuando lo hizo, sin decir palabra se sentó en mis rodillas, me dedicó una de sus sonrisas especiales y me pidió:

—Por favor, escríbeme el nombre grande para esta noche.

Después se quedó dormida. No se despertó siquiera cuando la acomodé en la cama. Pasaron meses, y la palabra epilepsia seguía rondando mis pensamientos.

Mamá decía siempre que compadecía a la mujer que se casara conmigo, porque tendría que competir con mis tres amantes, las matemáticas, la física y los chismes electrónicos. Para mí era más importante leer sobre esos temas o manipular mis aparatos que comer o dormir. Jamás me compré un reloj de pulsera ni una pluma estilográfica, y muy rara vez me compraba ropa, pero a todas partes iba siempre con mi regla de cálculo. Eso era algo que fascinaba a Anna, quien no tardó en querer una para ella. Después de aprender a contar, y cuando todavía era incapaz de sumar dos números, ya extraía raíces con ayuda de su regla de cálculo. Los amantes de la regla de cálculo no tardan en adoptar un método estable de usar el aparatito. Lo sostienen con la mano izquierda, dejando la derecha libre para usar el lápiz; el cursor se puede mover con el pulgar, mientras la otra escala se mantiene firme contra la mesa de trabajo. Uno de mis grandes placeres era ver a esa miniatura de chiquilla de pelo cobrizo mientras sacaba sus «resultados», como ella decía; mirarla desde más de un metro ochenta de altura y preguntarle «¿Qué tal va, Tich?», y ver cómo su cabeza giraba y se levantaba y cómo un delicioso estremecimiento iba subiéndole desde los dedos de los pies para recorrerle todo el cuerpo y alborotarse en lo alto de la cabeza en un torbellino de sedosos hilos de cobre, mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa de absoluto deleite.

Algunas tardes las dedicábamos a tocar el piano. Yo toco bastante bien, un poco a estilo bar, algo de Mozart, algo de Chopin, y algunas piezas como la «Danza de Anitra», para mantenerme en forma. Sobre el piano había varios aparatos electrónicos y uno de ellos, el osciloscopio, tenía para Anna todo el encanto de una varita mágica. Nos pasábamos las horas sentados en la habitación donde estaba instilado el piano, tocando notas aisladas y mirando la danza resplandeciente del punto verde en la pantalla. Todo ese asunto de relacionar los sonidos que le transmitían a uno los oídos, con la forma visual que tenían los mismos sonidos en la pequeña pantalla del tubo era una fuente inagotable de placer.

¡Y los sonidos y ruidos que captábamos Anna y yo! Una oruga que devoraba una hoja sonaba como un león hambriento, una mosca dentro de un frasco de mermelada parecía un avión, el raspar de una cerilla recordaba a una explosión. Todos esos ruidos y muchos más se amplificaban y se hacían accesibles, no sólo en forma sonora, sino también visible. Anna había encontrado un mundo nuevo, flamante, para explorar. Yo no sabía hasta qué punto tenía significado para ella; tal vez no fuera más que un juguete muy elaborado, pero para mí, con sus chillidos de placer era bastante.

No fue sino en algún momento del verano siguiente cuando empecé a darme cuenta de que para ella los conceptos de frecuencia y longitud de onda eran significativos, de que realmente sabía y entendía qué era lo que estaba oyendo y mirando. Una tarde de verano, cuando todos los chiquillos jugaban en la calle, apareció un moscardón enorme.

—¿Cuántas veces por minuto agita las alas? —se le ocurrió preguntar a un chico.

—Deben ser millones —contestó otro.

Anna entró corriendo en casa, canturreando en un tono muy bajo. Yo estaba sentado en el umbral de la puerta. Unos rápidos toquecitos en el piano le bastaron para identificar la nota, la de su canturreo y el zumbido del moscardón. Entonces volvió a la puerta.

—¿Me prestas tu regla de cálculo?

No tardó más que un momento en gritar:

—Un moscardón agita las alas…

Y mencionó un número de veces por segundo. Nadie le creyó, pero lo cierto es que había errado por muy poco margen.

Todo sonido que se podía captar, se captaba. Las comidas empezaron a estar salpicadas de comentarios como: «¿Sabías que un mosquito agita las alas tantas veces por segundo, o una mosca tantas otras veces por segundo?».

Todos esos juegos llevaron inevitablemente a hacer música. Ya para esa época, cada nota había sido minuciosamente examinada, y un sonido dependía de cuántas veces oscilaba por segundo. Anna no tardó en componer pequeñas melodías a las que yo agregaba la armonía. En la casa pronto empezaron a resonar los ecos de cancioncillas con títulos como «Mami», «La danza del Señor Jetró» y «Risas». Anna había empezado a componer. Me imagino que en su vida no había más que un problema: la falta de horas en el día. Había tanto para hacer, tantas cosas emocionantes para descubrir.

Otra alfombra mágica era el microscopio, que revelaba el mundo de lo pequeño, haciéndolo grande. Un mundo de formas y diseños complicados, un mundo de criaturas demasiado diminutas para verlas a simple vista; hasta una simple mota de polvo era una maravilla.

Antes de que ella se aventurara en esos mundos ocultos, el Señor Dios era amigo y compañero de Anna, pero ahora eso le parecía un poco demasiado. Si el Señor Dios había hecho todo eso, bueno… entonces era algo más grande de lo que Anna se había imaginado. Había que pensarlo un poco. Durante las semanas que siguieron, su actividad disminuyó; seguía jugando en la calle con los otros niños; seguía tan dulce y tierna como siempre, pero se volvió más hacia dentro; mostraba una mayor inclinación a estar sola, sentada en lo alto del árbol del patio, sin otra compañía que la de Bossy. No importaba hacia dónde mirara, siempre le parecía que cada vez había más de todo.

Durante esas semanas Anna hizo una lenta recopilación de todo lo que sabía; caminaba lentamente, tocando las cosas, como si buscara alguna clave que se le hubiera pasado por alto. No hablaba mucho en esa época. Cuando se le hacían preguntas las contestaba con toda la sencillez que podía, disculpándose por su ausencia con la más dulce de las sonrisas, diciendo sin palabras:

«Espero que me disculpen, pero volveré tan pronto como haya resuelto este pequeño rompecabezas».

—Finalmente, toda la historia culminó cuando Anna se volvió hacia mí, preguntando:

—¿Puedo ir esta noche a tu cama?

Hice un gesto afirmativo.

—Ahora —me urgió.

De un salto se bajó de mis rodillas, me tomó de la mano y me llevó hacia la puerta. Yo la seguí.

Creo que aún no he contado la forma que tenía Anna de resolver los problemas. Cuando se veía enfrentada con una situación poco clara, no había más que una cosa que hacer: quitarse la ropa. Así fue como nos encontramos en la cama, mientras el farol de la calle iluminaba la habitación, Anna con la cabeza sostenida en ambas manos, los codos firmemente plantados en mi pecho. Esperé. Durante diez minutos se mantuvo inmóvil, mientras ordenaba adecuadamente su razonamiento, y después se lanzó al ataque.

—El Señor Dios ha hecho todas las cosas, ¿no es verdad?

De nada hubiera servido decir que en realidad yo no estaba seguro sobre ese punto.

—Sí —respondí.

—¿También el polvo y las estrellas y los animales y la gente y los árboles y todo, hasta los polipinchos?

Los polipinchos eran las minúsculas criaturas que habíamos visto con el microscopio.

—Sí, todo eso —asentí. Con un gesto, Anna se mostró de acuerdo.

—¿Y el Señor Dios nos ama de verdad?

—Eso, seguro —afirmé—. El Señor Dios ama todas las cosas.

—Ah —acotó—. Bueno, entonces, ¿por qué permite que las cosas se estropeen y mueran? —su tono era como el de alguien que siente que ha traicionado una verdad sagrada, pero una vez que se había planteado el problema, no tenía más remedio que intentar resolverlo.

—No lo sé —respondí—. Hay muchísimas cosas del Señor Dios que no sabemos.

—Bueno, entonces —continuó Anna— si hay muchas cosas del Señor Dios que no sabemos, ¿cómo sabemos que nos ama?

Yo ya veía que iba a ser una de «aquellas» veces, pero gracias al cielo Anna no esperaba respuesta para su pregunta, y se apresuró a continuar:

—A los polipinchos, yo puedo amarlos hasta que reviente, pero ellos no se enterarán, ¿no es cierto? Yo soy un millón de veces más grande que ellos, y el Señor Dios es un millón de veces más grande que yo, por tanto, ¿cómo sé yo qué es lo que hace el Señor Dios?

Durante un ratito, se quedó en silencio. Más tarde, pensé que en ese momento Anna había lanzado su mirada de despedida a la infancia.

—Fynn —continuó—, el Señor Dios no nos ama —vaciló—. No, porque en realidad, sabes, únicamente las personas pueden amar. Yo amo a Bossy, pero Bossy no me ama. Amo a los polipinchos, pero ellos no me aman. Te amo a ti, Fynn, y tú me amas, ¿no es verdad?

Apreté más el brazo con que la rodeaba.

—Tú me amas porque eres persona. Yo amo de verdad al Señor pero él no me ama.

Sus palabras me sonaron a toque de difuntos. Maldita sea, pensé, ¿por qué tienen que pasarle cosas así a la gente? Ahora se ha quedado en el aire. Pero me equivocaba; Anna tenía los pies firmemente apoyados en el peldaño siguiente.

—No —prosiguió—, no, él no me ama en la forma en que me amas tú; es, diferente, es un millón de veces más grande.

Debí moverme o hacer algún ruido en ese momento, porque Anna se enderezó y se sentó sobre los talones, riendo. Después se me echó al cuello y me desató el pequeño nudo de dolor, extrajo la inútil astilla de celos con la delicada pericia de un cirujano.

—Fynn, tú eres capaz de amar mejor que cualquier persona que haya vivido nunca, y yo también, ¿no te parece? Pero el Señor Dios es diferente. Fíjate, Fynn, las personas sólo pueden amar por fuera y besar por fuera, pero el Señor Dios puede amarte por dentro y besarte por dentro, así que es diferente. El Señor Dios no es como nosotros; nosotros nos parecemos un poquito al Señor Dios, pero no mucho todavía.

Me pareció que todo se reducía al hecho de que nosotros éramos como Dios por algunas similitudes, pero Dios no era como nosotros por nuestra diferencia. El fuego interior de Anna había purificado sus ideas y, como un alquimista, había convertido el plomo en oro. Todas las definiciones humanas de Dios, como Bondad, Misericordia, Amor y justicia, habían desaparecido, porque eran meros recursos para tratar de describir lo indescriptible.

—Fíjate, Fynn, el Señor Dios es diferente de nosotros porque él puede terminar las cosas y nosotros no. Yo no puedo terminar de amarte porque me habré muerto millones de años antes de poder terminar, pero el Señor Dios puede terminar de amarte, así que no es un amor de la misma clase, ¿no? Ni siquiera el amor del Señor Jetró es lo mismo que el del Señor Dios, porque él solamente vino aquí para hacernos recordar.

La primera andanada era suficiente para mí; todo eso había que pensarlo un poco, pero no me iba a salvar del resto de su artillería.

—Fynn, ¿por qué las personas tienen peleas y guerras y esas cosas?

Se lo expliqué lo mejor que pude.

—Fynn, ¿qué palabra se utiliza para decir que uno lo ve de manera diferente?

Después de un par de minutos de tanteos di con la frase que ella quería obtener de mí, la expresión «punto de vista».

—Fynn, ahí está la diferencia. Todo el mundo tiene un punto de vista, pero el Señor Dios no. El Señor Dios no tiene más que puntos para ver.

En ese momento, todo lo que yo deseaba era levantarme e irme para una larga, larguísima caminata. ¿Qué se proponía esa chiquilla? ¿Qué había hecho? Para empezar, Dios podía dar término a las cosas y yo no. Aceptémoslo, pero ¿qué quería decir eso? Me parecía que Anna había substraído a la limitación del tiempo la idea de Dios, para asentarla en el ámbito de la eternidad.

¿Y esa diferencia entre «un punto de vista» y «puntos para ver»? Eso me dejó estupefacto, pero con algunas preguntas más se aclaró el misterio. «Puntos para ver» no era una expresión feliz. Lo que Anna quería decir era «puntos desde donde ver». Ahí llegaba su segunda andanada. La Humanidad en general tenía un número infinito de puntos de vista, pero el Señor Dios tenía un número infinito de puntos desde donde ver. Cuando lo formulé de esa manera y le pregunté si era eso lo que quería decir, hizo un gesto de asentimiento y esperó, a ver si yo acababa de captarlo del todo. Pues veamos. La Humanidad tiene un número infinito de puntos de vista. Dios tiene un número infinito de puntos desde donde ver. Eso significa que… Dios está en todas partes. Di un respingo.

Anna prorrumpió en carcajadas.

—Lo ves —me dijo—, ¿lo ves?

Y bien que yo veía.

—Hay otra forma en que el Señor Dios es diferente —por lo visto, no habíamos terminado todavía—. El Señor Dios puede conocer a las cosas y a las personas desde dentro también. Nosotros solamente las conocemos desde fuera, ¿no es así? Así que ya ves, Fynn, la gente no puede hablar del Señor Dios desde fuera; del Señor Dios sólo se puede hablar desde dentro de él.

Quince minutos más tardamos en concretar esos argumentos.

—¿No es una maravilla? —susurró después Anna, me besó y se acurrucó bajo mi brazo, disponiéndose a dormir.

Diez minutos después:

—¿Fynn?

—¿Sí?

—Fynn, ¿te acuerdas del libro sobre las cuatro dimensiones?

—Sí, ¿qué hay con eso?

—Ya sé dónde está la número cuatro; está dentro de mí.

Yo ya había tenido bastante por esa noche, y con toda la firmeza y autoridad de que era capaz, la interrumpí:

—Ahora a dormir, que ya hemos tenido bastante charla por esta noche. Si no te duermes, te daré en el trasero.

Dio un leve chillido, me miró, me sonrió y se arrebujó más a mi lado.

—¡Qué va! —murmuró adormilada.

El primer verano que Anna pasó con nosotros fueron días de aventuras y visitas. Fuimos a Southend-on-Sea, a Kew Gardens, al museo de Kensington y a muchos otros sitios, la mayoría de las veces solos, pero en algunas ocasiones acompañados de una banda de chiquillos. Nuestra primera excursión fuera del East End fue «para el otro extremo». Para quien no esté familiarizado con esa expresión, diré que significa simplemente al oeste de Aldgate.

En esa ocasión Anna llevaba una falda de tartán y una camisa, boina escocesa negra, zapatos negros con grandes hebillas relucientes y medias de tartán. La falda era muy plisada, de modo que cuando giraba se abría como un paracaídas. Anna marchaba como una modelo, saltaba como Bambi, volaba como un pájaro y se balanceaba en las cadenas que había en algunas aceras como un equilibrista sobre la cuerda. Cuando Anna imitaba la manera de andar de Millie, una prostituta, con la cabeza alta, oscilando levemente el cuerpo para que se le mecieran las faldas, una sonrisa en el rostro y resplandecientes los ojos, no había defensa posible. La gente la miraba y sonreía. Anna era como un súbito derroche de sol después de varias semanas de cielo encapotado. Claro que la gente le sonreía; no podían evitarlo. Anna se daba perfecta cuenta de cómo la miraban los viandantes, y a veces se volvía para mirarme con una enorme sonrisa de placer. Danny decía que Anna no caminaba, avanzaba como una reina. De vez en cuando, su avance se veía entorpecido por sus súbditos: gatitos extraviados, perros, palomas y caballos, por no hablar de carteros, lecheros, conductores de autobús y policías.

Conforme nos acercábamos hacia el oeste de Aldgate los edificios se hacían cada vez más grandes y, consecuentemente, más se iba abriendo la boca de Anna. Daba vueltas y más vueltas, describiendo pequeños círculos, caminaba hacia atrás, hacia un lado, hacia todas partes. Finalmente se detenía perpleja, me tiraba de la manga y me preguntaba:

¿Todos estos son palacios y en ellos viven los reyes y las reinas?

El edificio del Banco de Inglaterra no la impresionaba demasiado, ni tampoco la catedral de San Pablo; las palomas ganaban a ojos cerrados. Después de hablarlo un poco, decidimos entrar a presenciar el servicio religioso. Anna estuvo muy incómoda, jugueteando todo el tiempo con esto y aquello. Tan pronto como terminó el servicio nos dimos prisa en salir y fuimos directamente hacia donde estaban las palomas. Con gran placer, Anna se sentó en el suelo a darles de comer. Yo me quedé a unos pasos de distancia, observándola. Sus ojos saltaban velozmente de una cosa a otra, de las puertas de la catedral a los viandantes, al tráfico, a las palomas. De vez en cuando sacudía la cabeza como si algo no le gustara. Yo trataba de distinguir qué podía ser lo que la afectaba tanto, pero sin llegar a ver nada que pudiera explicar su estado de ánimo.

Pasados unos meses, yo interpretaba ya perfectamente su señal de inquietud. Esa brusca sacudida de la cabeza no anunciaba nada bueno. A mí me parecía siempre como si Anna intentara apartar de su mente algún pensamiento desagradable, de la misma manera que uno podría sacudir una alcancía para hacer salir las monedas.

Yo me acercaba a ella y me quedaba esperando. La mayor parte de las veces, la proximidad era el único impulso que necesitaba. Y el movimiento de acercarme a ella no encerraba la intención de darle consejos. Ya hacía tiempo que yo había dejado atrás eso. «Creo que puedo arreglármelas», era su invariable respuesta cuando se le preguntaba: «¿Qué pasa, Tich?». En las ocasiones en que no podía arreglárselas sola con las respuestas, entonces y sólo entonces, hacía preguntas. No, la razón por la que yo me acercaba a ella era simplemente que así tenía los oídos listos, por si ella los necesitaba. Y cuando no los necesitaba, eso constituía un síntoma muy malo.

Desde San Pablo seguimos andando hasta Hyde Park. Después de todos esos meses, yo empezaba a sentirme orgulloso de ser cada vez más capaz de pensar como Anna. Comenzaba a comprender su proceso mental y la forma en que decía las cosas. Esa tarde, en especial, había un simple hecho que yo había olvidado… o mejor, que no había percibido. Se trataba de esto: hasta ese momento el horizonte visual de Anna había estado dibujado por casas, fábricas, grúas y estructuras que lo delimitaban. De pronto habían aparecido los espacios abiertos —para Anna, muy abiertos— del parque. Yo no estaba preparado para su reacción. Después de la primera mirada, Anna ocultó la cara contra mi cuerpo, me aferró con ambas manos, y comenzó a gritar. Cuando la levanté se me adhirió como una lapa, apretándome el cuello con sus bracitos y la cintura con las piernas, mientras sollozaba sobre mi hombro. Aunque hice todos los ruidos apropiados, no sirvieron de mucho.

Pasados unos minutos, miró furtivamente por encima del hombro y dejó de llorar.

—¿Quieres ir a casa, Tich? —le pregunté, y negó con la cabeza.

—Ahora puedes dejarme en el suelo —me dijo.

Creo que yo había esperado consolarla llevándola a caballo a través del césped. Tras un par de profundos resoplidos y un momento para recobrar la compostura, iniciamos la exploración del parque, sin que Anna dejara de apretar mi mano fuertemente. Como cualquier otra criatura, Anna tenía sus miedos, pero a diferencia de la mayoría de los niños, los reconocía. Y el reconocerlos le permitía comprender que podía seguir adelante a pesar de ellos.

¿Cómo puede un adulto saber el alcance exacto de ese terror? ¿Significa eso que el niño es tímido, que está alarmado, angustiado, petrificado o inmovilizado y rígido por el terror? Un monstruo de diez cabezas, ¿es más alarmante que una Idea? Si bien Anna no llegaba a dominar totalmente su miedo, fuera el que fuese, lo tenía bien controlado. Ya se sentía dispuesta a soltarse de mi mano, a dar algunos pasos hacia algo que provocaba su interés, sin dejar de mirar hacia atrás para asegurarse de que yo seguía allí. Entonces, yo me detenía y la esperaba. Todavía estaba un poco asustada, y sabía también que yo me daba cuenta de que estaba asustada. El hecho de que yo me detuviera cada vez que ella se soltaba de mi mano producía en su rostro una agradecida sonrisita de reconocimiento.

Mentalmente, me trasladé a la época en que yo tenía la edad de ella. Mis padres me habían llevado a Southend-on-Sea. La visión del mar y la opresión de toda esa gente produjeron en mí la misma impresión que si me hubiera atropellado un autobús. La primera vez que vi el mar estaba cogido de la mano de mi padre, y después, repentinamente, me encontré aferrando la mano de un desconocido. No es mucho lo que puedo recordar, salvo que ahí, y en ese instante, el mundo se me acabó. De modo que, fueran cuales fuesen los temores de Anna yo era capaz de comprenderlos un poco.

Sus breves escapadas de exploración iban, lentamente, devolviendo las cosas a la normalidad. Anna regresaba con sus habituales tesoros, hojas de diferentes formas, piedras, trocitos de ramas y cosas así. Su entusiasmo ya no aceptaba restricciones.

De pronto oí el gruñido áspero de uno de los guardas del parque. Me di vuelta y allí estaba Anna, de rodillas frente a un macizo de flores. Yo me había olvidado de decirle que estaba Prohibido Pisar el Césped. Anna no habría retrocedido ante el propio Lucifer, y mucho menos ante un guarda del parque. Tras haber superado una catástrofe, yo no tenía ganas de hacer frente a otra. Corrí a tomarla en mis brazos y la deposité nuevamente en el sendero.

—Me ha dicho —balbuceó indignada mientras señalaba con un dedo acusador—… me ha dicho que me saliera del césped.

—Sí —admití—, se supone que en esa parte del césped no hay que pararse.

—Pero es la mejor parte para pararse.

—Fíjate en estas palabras —le señalé el anuncio—. Ahí dice «Prohibido pisar el césped».

Con gran concentración, estudió el anuncio mientras yo le deletreaba las palabras.

Más tarde, mientras estábamos sentados sobre el césped comiendo chocolate, comentó:

—Las palabras.

—¿Qué palabras?

—Esas que dicen que no hay que pisar la hierba… son como la iglesia donde fuimos esta mañana.

Entonces todo se aclaró. Para Anna, el servicio religioso, lo mismo que los macizos de flores, no había sido otra cosa que un cartel que decía «Prohibido pisar el césped». Sentía que le impedían llegar a la mejor parte.

Estar dentro de una iglesia, no atender al servicio, sino estar dentro simplemente, era como visitar a un amigo muy, muy especial, y visitar a un amigo muy especial es una ocasión feliz, y eso, sin ninguna duda, es razón suficiente para bailar. Dentro de una iglesia, Anna bailaba; eso era la mejor parte. Es decir que los servicios religiosos, lo mismo que los anuncios que decían «Prohibido pisar el césped», la privaban de la mejor parte. Me sonreí al imaginar la clase de servicio religioso que le gustaría a Anna. ¡Y no estoy muy seguro de que no fuera también el que preferiría el Señor Dios!

Una vez que hubo empezado a soltarse, no le fue difícil proseguir:

—¿Te acuerdas cuando lloré?

Hice un ruido de asentimiento.

—Me sentía pequeña, tan pequeña que casi me perdí.

Lo dijo con una vocecita débil y lejana y después, como si un zoom la hubiera traído de vuelta a través de un infinito de espacio para hacerla aterrizar en mi pecho, concluyó triunfante:

—Pero no me perdí, ¿te diste cuenta?

Cuando ya ese primer verano tocaba a su fin, Anna hizo dos descubrimientos especialmente pasmosos. El primero fueron las semillas… el hecho de que de las semillas crecen cosas, de que toda esa belleza, esas flores, esos árboles, ese césped maravilloso procedía de las semillas y, además, que uno podía tener esas semillas en sus manos. El segundo descubrimiento importante fue la escritura, que los libros y todo lo escrito en general tenían una faceta mucho más emocionante que la de ser un simple mecanismo para contar cuentos. Anna comprendió que escribir era como tener una memoria portátil, un medio de intercambiar información.

Esos dos descubrimientos provocaron una inusitada actividad. Los procesos de pensamiento y la actividad corporal de Anna eran tales que a veces casi resultaba posible ver las imágenes de su mente.

La primera vez que sostuvo en la mano algunas semillas de flores fue una de esas ocasiones. Las palabras eran innecesarias; sus acciones y sus pensamientos hablaban por sí solos. Allí estaba, frente a una mata de flores silvestres, de rodillas, con un montoncito de semillas en las manos. Sus ojos expresaban sus pensamientos; miraba las semillas con el ceño fruncido. Por encima del hombro, miró a la distancia y sus ojos se abrieron asombrados, volvieron a las semillas, y luego miraron de nuevo por encima del hombro. Finalmente se levantó, miró hacia afuera, no sé hacia dónde, y lentamente describió un círculo girando sobre sí misma. Cuando volvió a mirarme, todas sus lámparas internas estaban encendidas.

Yo no necesitaba que me dijeran qué era lo que estaba pasando por su cabeza; era fácil de ver. La rápida aguja de sus pensamientos había unido aquel escenario lleno de flores con las desnudas manchas de tierra del East End. Claro que las semillas se podían transportar de un lugar a otro… entonces… ¿por qué no hacerlo? Me miró con enormes signos de interrogación en los ojos y yo, sin decir palabra, le tendí mi pañuelo limpio. Anna lo extendió en el suelo y, con un cuidado infinito, sacudió las cápsulas de semillas. La blancura del pañuelo no tardó en quedar cubierta por los oscuros granos de las semillas.

Miles de veces fui testigo de la recolección de semillas; jamás vi que Anna se mostrara brusca con una planta al despojarla de las semillas, y cada vez tenía que hacer frente a la decisión:

—¿Le habré quitado demasiadas? ¿Le quedarán suficientes?

A veces, la decisión sólo se tomaba después de un cuidadoso examen de las vainas o cápsulas que quedaban. Si le parecía que había tomado demasiadas, Anna procedía a separar una parte de las semillas que había recogido y volvía a esparcirlas cuidadosamente sobre la tierra.

—¡Qué maravilla es el Señor Dios! —se admiraba, como si las semillas hubieran hecho que el Señor Dios subiera diez puntos en su estimación.

Anna no sólo estaba profundamente enamorada del Señor Dios; se sentía orgullosa de él. El orgullo de Anna por el Señor Dios crecía y crecía, hasta alcanzar tales proporciones que en algún momento idiota me encontré pensando si alguna vez el Señor Dios no se sonrojaría de placer. No importa cuáles sean los sentimientos que el Señor Dios haya despertado en los seres humanos a lo largo de tantos siglos, de una cosa estoy seguro, y es de que a nadie le ha gustado el Señor Dios tanto como a Anna.

Esas excursiones por el reino de las semillas implicaban salir siempre con una buena provisión de sobres y con un gran morral que pendía de la cintura de Anna, asegurado en un espléndido cinturón de cuentas que Millie había hecho para ella. Millie era una de las integrantes de un grupo de jóvenes prostitutas que tenían una casa al final de nuestra calle. Para Anna, Millie y Jackie eran las dos muchachas más hermosas del mundo entero. Entre Anna y la joven prostituta se había establecido una corriente de recíproca admiración. Digamos de pasada que Millie tenía el pintoresco nombre de Venus de Mile End.

El otro gran descubrimiento que hizo Anna ese verano desembocó en una complejísima actividad, porque en nuestra casa florecieron súbitamente libretas azules y tiritas de papel. Cuando se encontraba frente a algo nuevo, Anna abordaba al primer transeúnte y, tendiéndole el lápiz y papel, le pedía:

—Escríbeme esto en letras grandes, por favor.