Diez

L A llegada de la guerra parecía ya segura. En las calles se veían ya máscaras antigás, y los instaladores de refugios Anderson descargaban en los fondos de las casas sus planchas de acero acanalado. Las advertencias referentes a ataques aéreos, sirenas, refugios y todo lo que había que hacer «si» se multiplicaban como las manchas de alguna enfermedad. La podredumbre de la guerra se difundía por todas partes. Las paredes contra las cuales los niños solían jugar a la pelota se habían convertido en carteleras para fijar informaciones sobre la guerra. Las normas de distintos juegos que los chiquillos escribían con tiza en las paredes, habían quedado cubiertas por las normas para el oscurecimiento. Estaban enseñándonos las reglas de un juego nuevo.

La infección de la guerra se difundía entre los niños. Una pelota ya no era una cosa para botarla; se había convertido en una bomba. Los palos de cricket se utilizaban como ametralladoras. Muchachitos con los brazos extendidos giraban a través de cielos imaginarios, haciendo «ra-ta-ta-tat», derribando a tiros aviones enemigos o levantando a tiros soldados enemigos. Un chillido de «¡uiiiii, buuum!», y una docena de críos se desplomaban en fingida agonía. «¡Bang, te maté!».

Anna se aferraba fuertemente de mi mano y se acercaba más a mí. No era el tipo de juego que ella pudiera jugar; la acción y la ficción eran parte de algo real, y era esa la realidad que con tal claridad veía Anna. Me tiraba de la mano para que entráramos en casa, y nos íbamos al jardín. Allí las cosas no eran mucho mejor, porque por encima de los techos de las casas, un globo de cortina se mofaba de los cielos. Anna giraba, describiendo un círculo, para mirar a los intrusos en el cielo. Después me miraba a la cara, y su mano buscaba la mía, mientras una sombra le oscurecía la frente.

—¿Por qué, Fynn? —me preguntaba, buscando la respuesta en mi rostro—. ¿Por qué?

Yo no tenía respuestas para darle. Anna se arrodillaba y tocaba con delicadeza las pocas flores silvestres que crecían en el jardín del fondo. Bossy se le acercaba, a refregarle contra la pierna su vieja cabezota. Patch, tendido cuan largo era, la miraba preocupado. Esa vez debí estar casi una hora allí, de pie, mirándola tocar y recorrer esos pocos metros cuadrados de jardín. Con ternura y reverencia sus dedos pasaban de un escarabajo a una flor, de un guijarro a una oruga. Yo esperaba que Anna llorara, pensaba que en cualquier momento correría a mis brazos, pero no lo hizo. Yo no estaba nada seguro de lo que pasaba por su cabeza; lo único que sabía era que la herida era profunda, tal vez demasiado para que yo pudiera restañarla.

Hubo un momento en que intenté encender un cigarrillo, pero no llegué muy lejos. Lo tenía todavía entre los labios, sin encender, cuando le oí decir en voz muy, muy baja:

—Lo siento.

No hablaba conmigo, hablaba con el Señor Dios. Hablaba con las flores, con la tierra, con Bossy y con Patch y con los bichitos y escarabajos. La Humanidad pidiendo perdón al resto del mundo.

Como me sentía un intruso, me fui a la cocina y empecé a decir palabrotas. Fue curioso darme cuenta de que desde que conocía a Anna, juraba y maldecía mucho más que antes. Debería haber sido al revés, pero no. Me saqué de la boca el cigarrillo sin encender. Se me había pegado en los labios, y tuve la sensación de que me arrancaba la mitad de la piel. Eso me hizo maldecir otra vez, pero no me ayudó a sentirme mejor.

No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, pero me pareció una eternidad. Lo que volvió a llevarme al jardín fue el horror de mi propia imaginación. Mi imaginación había conseguido armarme de una ametralladora y me descubrí matando a los que habían causado tanto dolor a Anna. Confundido y perplejo ante mi propia violencia, salí otra vez al patio, con cierto temor de que de alguna manera ella hubiera adivinado mis pensamientos.

Anna estaba sentada sobre el muro del jardín, con Bossy sobre la falda. Me sonrió mientras me acercaba, y aunque no era una de sus mejores sonrisas, fue suficiente para que yo cerrara de golpe la puerta sobre mi violencia.

Volví a entrar en la cocina y puse a calentar el agua. No tardamos en estar los dos sentados sobre el muro, bebiendo cocoa. Yo tenía la cabeza hirviendo de preguntas que habría querido hacerle, pero me dominé. Quería sentirme seguro de que Anna estaba bien, pero no podía tener esa seguridad. Más bien sabía que no lo estaba. Sabía que el horror de la guerra inminente la había afectado muy profundamente. No, Anna no estaba bien, pero se las arreglaba. Para ella, esa guerra que rastreramente se nos acercaba era un hondo dolor del alma. El angustiado era yo.

Esa noche, más tarde, cuando Anna estaba lista para acostarse, le sugerí que si quería podía venirse a mi cama, para que yo la consolara, claro, para que yo la protegiera. Señor, qué fácil es engañarse, qué fácil encubrir los estremecimientos del propio miedo, haciendo como si fuera el otro quien lo siente. Yo sabía perfectamente que estaba preocupado por Anna; me daba cuenta de su dolor y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para consolarla. Fue en mitad de la noche cuando me di cuenta de hasta qué punto necesitaba que Anna me asegurara que estaba bien, de la medida en que su equilibrio me protegía. Con sus pocos años, la vi entonces tal como la veo ahora, el más cuerdo, el menos confundido, el más directo de los seres. Su capacidad para ignorar los excesos de información, para apartar a un lado los detalles inútiles y llegar al corazón de las cosas era verdaderamente mágica.

—Te amo, Fynn.

Cuando Anna decía algo así, las palabras no bastaban para contener la plenitud de lo que expresaba. Anna hablaba desde un «yo» que era una totalidad, desde un centro rebosante de ser. Como la luz que no se desflecaba, tampoco el «yo» de Anna se desflecaba; era puro, todo de una sola pieza. En su manera de usar la palabra «amor» no había sentimentalismo ni blandura; el amor de Anna era una fuerza, una plenitud y una fuente de valor. Para Anna, «amar» significaba reconocer la perfectibilidad del otro. Anna «veía» una persona en cada parte, «veía» un «tú». Y es toda una experiencia, que a uno le vean como un «tú» claro y definido, y sin ninguna parte oculta. Es maravilloso y aterrador. Yo había pensado siempre que era el Señor Dios quien lo veía a uno con tal claridad, enteramente; pero claro, todos los esfuerzos de Anna se dirigían a ser como el Señor Dios, de modo que tal vez sea cuestión de intentarlo con suficiente tesón.

En general, a mí me parecía que podía entender la actitud de Anna hacia el Señor Dios, pero había un aspecto que me dejaba totalmente atónito. Tal vez ese sea el sentido oculto del «Tú ocultaste esas cosas a los sabios y los eruditos, y se las revelaste a los niños». Cómo lo había conseguido, realmente no lo sé, pero de alguna manera Anna había escalado los baluartes de la majestad de Dios, el aspecto sobrecogedor de su naturaleza, y estaba ya del otro lado. El Señor Dios era un «encanto». El Señor Dios era divertido, y era un Ser de amor. Para Anna, el Señor Dios era bastante simple, y el entendimiento de su naturaleza no suponía ningún auténtico problema. El hecho de que pudiera arrojar una enorme llave inglesa en los engranajes, y de que más de una vez lo hiciera, no tenía nada que ver. El Señor Dios era perfectamente libre de hacerlo, y evidentemente si lo hacía era para bien, aunque nosotros no fuéramos capaces de ver ni de entender ese bien.

Anna veía, reconocía, admitía todos esos atributos de Dios, tan a menudo discutido, y se sometía a ellos. El Señor Dios era el creador de todas las cosas, omnipotente y omnisciente, y estaba en el corazón mismo de todas las cosas… salvo una. Esa excepción era para Anna la clave de todo; una excepción divertida, emocionante, que hacía del Señor Dios ese «encanto» que era.

Lo que tenía perpleja a Anna era que nadie lo hubiera advertido antes; o por lo menos, si lo habían advertido, era algo de lo que nadie parecía dispuesto a hablar. Era muy extraño, porque según Anna, se trataba de una cosa tan rara que solamente podía habérsele ocurrido al Señor Dios. Todas las demás cualidades del Señor Dios, esas de las que se habla tanto en la iglesia y en la escuela, eran magníficas, tremendas y, confesémoslo, un poco aterradoras. Y después, él venía y hacía eso, que le convertía en amoroso, divertida, encantador.

Uno podía si quería, negar la existencia del Señor Dios, pero ninguna negación alteraba el hecho de que el Señor Dios era. Vaya si era el Señor Dios; él era el rey del tablero, el centro, el corazón mismo de las cosas, y allí era donde todo se ponía divertido. Porque fijaos, había que reconocer que él era todas esas cosas, y eso significaba que en nuestro propio centro estábamos nosotros, no el Señor Dios. Dios es nuestro centro, y sin embargo, somos nosotros quienes reconocemos que el centro es él. Eso hace que de alguna manera seamos parte de la naturaleza espiritual del Señor Dios. Porque en su naturaleza está ese curioso hecho de que, aunque él esté en el centro de todas las cosas, espere fuera y llame para entrar. Somos nosotros quienes abrimos la puerta. El Señor Dios no la echa abajo para entrar, no; él golpea, y espera.

Claro que tiene que ser un super Señor Dios para que se le ocurra eso, pero es que es precisamente lo que hace.

—Es muy gracioso —como decía Anna—, y me hace a mí muy importante, ¿verdad? Figúrate, ¡que el Señor Dios se quede en un segundo plano!

Anna jamás se complicó con el problema del «libre albedrío». Me imagino que era demasiado joven, pero había llegado al corazón del problema: ¡el Señor Dios se queda en segundo lugar, qué os parece!

Era un domingo por la mañana, un poco después de las diez. Anna estaba levantada desde hacía largo rato. Con una mano me sacudía para despertarme, mientras en la otra sostenía una taza de té. Con el único ojo que pude abrir vi cómo se balanceaban la taza y el plato; era más que posible que, si Anna seguía sacudiéndose así, la taza terminara conmigo en la cama. Me aparté hacia un costado, para permitirme una posible maniobra de emergencia.

—Basta, criatura —rogué.

—Te he traído el té, Fynn —anunció, desplomándose sobre la cama. La taza describió un último círculo frenético alrededor del platillo y se aquietó. Anna me la entregó, después de haber enjugado la base frotándola contra el borde del plato. El té que quedaba en el fondo podría haber sido suficiente para que se ahogaran un par de moscas, o por lo menos para fastidiarlas bastante. Levanté la taza para beberme lo que había y me cayeron sobre la nariz media docena de terrones de azúcar sin disolver. Le puse cara fea.

—¿A esto le llamas té? —pregunté.

—Bebe lo que hay en el plato entonces. Yo te lo sostendré.

A primera hora de la mañana nunca estoy en mi mejor forma, y necesito los dos brazos para apoyarme. Me senté en el borde de la cama y me recosté, con los ojos cerrados y la boca abierta. El plato me chocó contra las muelas cuando Anna, inclinándolo, me lo metió en la boca. Más o menos el tercio del té debió quedar dentro de mí, mientras lo demás se derramaba. Anna se reía.

—Un poco más, para lavarme puedo esperar. Vete a la cocina a preparar más.

Señalé hacia la puerta, y Anna desapareció.

—Se despertó Fynn —la oí gritar—, y quiere más té. Se volcó casi todo en el pijama.

—Bendita chiquilla —mascullé mientras me quitaba la chaqueta del pijama para enjugarme el pecho con la parte seca.

En nuestra casa no había que esperar mucho el té. El té no faltaba nunca, como no faltaba el suero en un pabellón de primeros auxilios. El té con azafrán era bueno para alguna cosa; para la fiebre, creo. El té con menta curaba la flatulencia. Con té despertaban a uno, y con té le enviaban a la cama. El té sin azúcar era refrescante, el té con azúcar reparaba las fuerzas, el té con muchísima azúcar era bueno para el shock. Como para mí despertarme era un shock, la primera taza de té del día era caliente y dulce.

En un abrir y cerrar de ojos, regresó Anna con más té.

—¿Puedes hacerme dos ruedas de paletas esta mañana? —me preguntó.

—Tal vez —refunfuñé—. ¿Adónde te vas?

—A ninguna parte. Quiero hacer un experimento.

—¿De qué tamaño tienen que ser las ruedas de paletas, y para qué las vas a usar?

—Pequeñas así —con las manos indicó algo menos de diez centímetros—. Y son para saber algo del Señor Dios.

En esa época, yo estaba acostumbrado a esa clase de encargos. Después de todo, si se podía leer un sermón en una piedra o en cualquier otra cosa, ¿por qué no en una rueda de paletas?

—¿Y puedo usar la bañera grande, y un trozo de manguera, y tener una lata agujereada? Tal vez necesite algo más, pero todavía no lo sé.

Mientras yo le hacía las ruedas de paletas, Anna preparaba su experimento. Las ruedas fueron montadas en ejes. En un costado de una gran lata cilíndrica, cerca del fondo, hicimos un agujero, soldé en el interior de la lata una de las ruedas de paletas. Después de una hora de febril actividad, Anna me llamó al patio para que viera en marcha el experimento del Señor Dios.

Una manguera colocada en el grifo llenaba la bañera grande. En mitad de la bañera, inmovilizada por unas cuantas piedras, estaba la lata con su rueda de paletas. Como el agua le caía encima por el agujero, la rueda giraba. Otro trozo de manguera desempeñaba el papel de sifón, sacaba el agua de la lata y, al verterla sobre ella, hacía girar la segunda rueda. Finalmente, el agua se iba por el desagüe. Con las cejas enarcadas, di una vuelta alrededor del experimento.

—¿Te gusta, Fynn? —me preguntó Anna.

—Me gusta, sí. Pero ¿qué es?

—Este eres tú —respondió Anna, señalando la lata con su rueda de paletas.

—Debí imaginármelo. ¿Y qué es lo que hago?

—El agua es el Señor Dios.

—Entendido.

—El agua cae del grifo a la bañera.

—Hasta ahí estamos de acuerdo.

—Entra en la lata, que eres tú, por el agujero, y te hace funcionar como a un corazón —prosiguió Anna, señalando la rueda.

—¡Ah!

—Cuando tú funcionas, sale por ese tubo —señaló el sifón— y hace funcionar la otra rueda.

—¿Y qué hay del desagüe?

—Bueno —titubeó Anna—, si tuviera una pequeña bomba como el corazón del Señor Dios podría hacerla volver toda dentro de la bañera. Entonces no necesitaría el grifo. Funcionaría solo, sin parar.

De manera que ya veis: cómo hacer un modelo del Señor Dios, con un par de ruedas de paletas. En todo hogar debería haber uno. Me senté sobre la pared a fumarme un cigarrillo, mientras observaba cómo el Señor Dios y yo hacíamos girar las ruedas.

—¿No te parece bien, Fynn?

—Desde luego que sí. Podríamos llevarlo el domingo a la iglesia. Tal vez le haga pensar un poco a alguien.

—Oh, no, eso no podemos hacerlo. Estaría mal.

—¿Por qué? —pregunté.

—Bueno, no es el Señor Dios, sólo se le parece un poco.

—¿Y eso qué? Si funciona para ti y funciona para mí, está bien. Tal vez funcione para alguien más.

—Funciona porque tú y yo estamos llenos.

—Y con eso, ¿qué quieres decir?

—Bueno, si uno está lleno, puede usar cualquier cosa para ver al Señor Dios. Si no está lleno, no.

—¿Cómo es eso? Dame un ejemplo.

Anna no vacilaba jamás.

—¡La Cruz! Si estás lleno, no la necesitas, porque la cruz está dentro de ti. Si no estás lleno, tienes la cruz fuera de ti y entonces la conviertes en una cosa de magia.

Me tiró del brazo y nuestros ojos se encontraron. Anna prosiguió, calma y lentamente.

—Si no estás lleno por dentro, entonces de cualquier cosa puedes hacer una cosa de magia, y se convierte en una parte que está fuera de ti.

—¿Y eso está mal?

Hizo un gesto afirmativo.

—Si haces eso, entonces no puedes hacer lo que el Señor Dios quiere que hagas.

—¡Ah! ¿Y qué es lo que él quiere que haga?

—Amar a todo el mundo como a ti mismo, y para poder amarte bien a ti mismo tienes que estar lleno de ti.

—Como eso de que la mayor parte de una persona está por fuera —reflexioné.

Anna sonreía.

—Fynn, en el cielo no hay diferentes iglesias, porque en el cielo todo el mundo está dentro de sí mismo. Las partes que están fuera —prosiguió—, son las que hacen las diferentes iglesias y templos y sinagogas y cosas así. Fynn, el Señor Dios dijo «Yo soy», y eso es lo que quiere que digamos todos… eso es lo difícil.

Mi cabeza subía y bajaba en azorado asentimiento.

—«Yo soy»… eso es lo difícil.

«Yo soy». Si llegas realmente a decir eso, ya está, si lo dices realmente estás lleno, estás todo dentro. No tienes que querer cosas que estén fuera de ti para llenar los huecos que hay dentro de ti. No andas dejando trozos de ti mismo enganchados en los objetos que se ven en los escaparates, en los catálogos o en los anuncios. Vayas donde vayas, te llevan contigo a ti mismo todo entero, no dejas por ahí trozos para que los pisoteen, eres todo de una pieza, eres lo que el Señor Dios quiere que seas. Un «Yo soy», como es él. ¡Pues vaya! Durante todo el tiempo, yo había pensado que uno iba a la iglesia en busca de Dios, para ensalzarlo. Hasta entonces no había entendido lo que hacía el Señor Dios. Todo ese tiempo él había estado esforzándose para ordenarme un poco la sesera, por conseguir que un «Eso es» se convirtiera en un «Yo soy». Comprendí el mensaje. Ese domingo fue el día que realmente ingresé en sus filas.

Empecé a ver el sentido de ese asunto del «Yo soy». Al pensar en lo importante que era para el Señor Dios, no me parecía algo tan imposible de enfrentar. El asunto estaba en mirar dentro de uno mismo para ver qué faltaba en el mecanismo. Una vez salvado ese obstáculo, lo demás era bastante fácil. La primera vez que me atreví a mirar realmente dentro de mí mismo, volví a cerrar apresuradamente de un portazo. «¡Eso que hay dentro soy yo!». Pero si parecía más bien un enorme queso Gruyere, lleno de agujeros. Ahora veía que al decirme «Tú estás lleno, Fynn», Anna había querido darme ánimos, más que enunciar un hecho.

Una vez repuesto del impacto, entreabrí apenas la puerta para volver a espiar. Antes de que transcurriera mucho rato, ya había identificado uno de los agujeros: tenía la forma de una bicicleta de motor. Más aún, lo reconocí perfectamente: la forma exacta de la bicicleta de motor que había visto en el escaparate de High Street.

Con un poco de práctica, se me hizo cada vez más fácil identificar los agujeros: un microscopio muy especial, uno de esos televisores nuevos, un reloj que le decía a uno la hora en Bombay, Moscú, Nueva York, Londres y unos cuantos lugares más, todo al mismo tiempo. Por todas partes había trozos de mí, que dejaban en mi interior idénticos agujeros. Yo estaba, por decirlo sin exagerar, un poco desparramado. Por alguna parte, las cosas se habían descaminado. Yo estaba seguro de no haber empezado con todos esos agujeros. Eran todos esos malditos anuncios que no dejaban de proclamar: «Adelante», «Esfuérzate», «Con una bicicleta de motor, te admirarán», «Con un automóvil, mucho más», «Si tienes dos coches, hermano, ya has llegado». Y yo había entrado en el juego, había mordido el anzuelo como un pez. Los anuncios estaban dentro de mí, y habían echado raíces en suelo bastante fértil. Cuantos más anuncios tenía dentro, más partes de mí quedaban fuera. «La mayor parte de una persona está por fuera». Vaya si era verdad.

No fue un milagro repentino, ni un súbito destello de revelación. Fue algo que se me fue infiltrando lentamente, algo en lo que todavía estoy esforzándome. Como un niño que aprende una palabra nueva, me encontré debatiéndome con «Quiero ser yo», «Quiero, realmente quiero ser YO». Para entonces ya no me era tan difícil abrir las puertas. Ahora ya sabía dónde estaba. El agujero de la bicicleta seguía allí, pero parecía que se desdibujara un poco, como si lo iluminara una bombilla eléctrica que falla. Después, un día se apagó. El agujero ya no estaba, un buen trozo de mí había regresado a casa. Finalmente, estaba encaminado. Un par de vistazos más hacia dentro de mí me permitieron darme cuenta de que estaba empezando a llenarme. A pesar de la guerra, el mundo estaba bien.