3. Sexo, sexo y más sexo

La basura muda había sido mala. La basura hablada hizo clamar venganza a los censores.

Daniel Lord: Played By Ear

Varios meses después de la adopción del Código, Will Hays nombró a Jason Joy guardián de la moralidad del reino cinematográfico. Una de sus primeras obligaciones fue la de juzgar la compatibilidad entre el Código moral de Lord y Der Blaue Engel, de Josef von Sternberg (1930). La película presentó a Marlene Dietrich al público norteamericano en el papel de Lola, una sensual cantante de cabaret, quizá un tanto vulgar, que seduce a un respetable profesor de bachillerato, tímido y retraído (Emil Jannings), y lo arrastra a la cama, al altar y, por último, a la humillación y la ruina. La Lola de la Dietrich emanaba desde la pantalla una sexualidad irresistible en cada instante; el refinado intelecto de Jannings no podía competir con ella. Sin duda, la película atentaba tanto contra algunas disposiciones concretas como contra el espíritu del Código; no obstante, cuando Joy fue invitado a la Paramount para ver la película, le pareció «magnífica»[1]. No vio nada censurable en ese film serio e inteligente sobre un hombre mayor que se enamora perdidamente de una hermosa joven.

Sin embargo, no ocurrió lo mismo con C.W. Cowan, censor de Pasadena (California). Cowan se indignó ante la descarada sexualidad de la película y dio orden de prohibirla en la ciudad. Cuando el propietario del cine local le rogó que le permitiera exhibirla, el censor cedió y se puso manos a la obra con las tijeras. Tras cortar las escenas ofensivas, concedió una licencia a Der Blaue Engel y le estampó orgullosamente el sello que daba fe de su aprobación. Cuando Der Blaue Engel se estrenó en el Colorado Theater, el público acogió el sello del censor «con tal jarana» que el cine tuvo que retirar la frase que decía que la película había sido censurada[2].

Pasadena no era precisamente un hervidero de liberalismo en California. Era, y sigue siendo, una comunidad conservadora. Sin duda, la película original habría ofendido a mucha gente; no obstante, los que la vieron lamentaron profundamente que el censor la hubiera recortado por todas partes. Este episodio simboliza la persistencia del debate sobre la censura cinematográfica. Donde algunos veían arte e inteligencia, otros veían sexualidad que debía ser reprimida. El público de Pasadena deseaba juzgar por sí mismo.

Pese a que la industria adoptó el Código de Lord, no quedó claro cómo debía ser aplicado por Joy, ni cuál era su significado exacto. Joy no tuvo ningún problema con Der Blaue Engel. Aunque no nos conste la reacción de Lord, debe de haber estado más próxima a la opinión de Cowan que a la de Joy. El que una película fuera buena o mala, arte o puro comercio, seria o excitante, inteligente o subversiva, dependía del espectador. Joy disponía de un equipo muy reducido para imponer el Código y no tenía ninguna autoridad para obligar a los productores a aceptar sus opiniones. Sin embargo, se esperaba que su oficina asegurara que las más de 500 películas producidas al año por los estudios acataran el Código, lo cual habría sido posible si todo el mundo en la industria —Hays, los directores de las compañías, los jefes de los estudios, los productores, los directores y los guionista— hubieran estado de acuerdo sobre la necesidad del Código y, lo que era más importante, sobre los límites de la libertad de expresión en el cine.

No hubo tal acuerdo. Los estudios opinaban que tenían todo el derecho del mundo a hacer películas que atrajeran al público contemporáneo. Durante el debate sobre el Código, Irving Thalberg había defendido para el cine una libertad de expresión sin límites. La adopción del Código fue para él una derrota, pero desde el principio quedó claro que la filosofía que se ocultaba tras el Código —que el cine tenía que ser más restrictivo que otros medios de entretenimiento porque atraía a un público más amplio— conducía a la Oficina Hays y a los productores a un choque frontal con los estudios y los guardianes de la moral.

Era imposible que la comunidad creativa y artística de Hollywood hiciera películas sin violar una o dos disposiciones del Código. Los estudios, pese a que podían estar de acuerdo con algunas disposiciones, resistirían cualquier interpretación literal o cualquier imposición, mientras que Lord y los demás críticos sólo se conformarían con una interpretación literal. Los jefes de los estudios de Hollywood y los productores, como Louis B. Mayer e Irving Thalberg, de la MGM; B.P. Schulberg, de la Paramount; y Darryl F. Zanuck, de Warner Bros., desafiaron la idea de los censores de que el cine incitaba al crimen o alteraba los valores morales fundamentales. Creían que el público norteamericano era mucho más receptivo a las películas que cuestionaban las ideas morales tradicionales. Las taquillas demostraban que un poco de sexo y violencia atraía a los espectadores.

Joy y el doctor James Wingate, que le sucedió en 1932 en el cargo de director del Departamento de Relaciones con los Estudios (SRD), se vieron atrapados en medio del conflicto. Si aplicaban el Código con laxitud, utilizando quizá un toque de sentido común —reconociendo que la popularidad de Hollywood se basaba precisamente en la cultura popular que, al igual que el país, tendía a ser vulgar, basta, directa e irreverente con la autoridad y la tradición—, provocaban de un modo inevitable la ira de los censores, que exigían que las películas fueran inofensivas. Pero si Joy o Wingate intentaban imponer las restricciones laberínticas exigidas por Lord, los estudios se rebelaban.

Las relaciones entre Will Hays y los estudios complicaban las cosas todavía más. Hays trabajaba en Nueva York y había sido contratado para lavarle la imagen a la industria, pero no necesariamente para inmiscuirse en su aspecto creativo, situado en Hollywood. Los directivos de Nueva York se resistían a obligar a los jefes de los estudios y a los productores a cambiar las fórmulas básicas que habían convertido el cine en el medio de entretenimiento más popular jamás conocido. En 1930, Hays no tenía suficiente autoridad como para ordenar a un estudio que suprimiera escenas de una película. Podía rogar y suplicar a los representantes de la industria, o discutir con ellos, pero no prohibir determinadas películas ni exigir que se eliminaran determinadas escenas.

El conflicto entre las diversas partes fue evidente desde el principio. El cine, desde sus comienzos, había desafiado la tradición y ofendido a personas como Daniel Lord. De pronto, gracias a la posibilidad técnica de incorporar el sonido, se le pedía que se abstuviera de hacer comentarios, ya fuera con seriedad o con humor, sobre temas de índole social o política. Para Hays, Joy, Wingate y, por último, para Joe Breen, que tomó el relevo en el cargo de censor en 1934, la cuestión era la siguiente: ¿cómo hay que interpretar y aplicar el Código? Una cuestión básica era saber si Lord realmente quiso decir lo que había escrito. En lo relativo a la moralidad, por ejemplo, el Código afirmaba claramente y sin dejar lugar a dudas que el adulterio nunca debía presentarse como algo seductor y atractivo; pero, ¿de qué otro modo podía presentarlo Hollywood? El cine es un medio visual. La mujer hermosa y seductora formaba parte integrante del producto, al igual que las actrices de Hollywood. ¿Se suponía que con el Código los papeles de las mujeres seductoras tenían que ser interpretados por actrices adustas y feas? ¿Lord dijo en serio que en ninguna circunstancia el público podía mostrarse a favor del pecado, o mínimamente comprensivo con él? ¿Qué quiso decir cuando escribió que el adulterio «nunca sería un tema adecuado para una comedia», o que las alcobas no debían utilizarse con fines cómicos? ¿Acaso eso eliminaba todas las comedias de alcoba del repertorio de Hollywood? ¿Se prohibían las farsas sexuales? ¿El público compartía los temores de Lord por lo que ocurría en las alcobas? ¿A qué se refería el sacerdote con expresiones como «besos lujuriosos» o «poses y gestos provocativos»? ¿La definición de «lujurioso» dada por Lord era aceptada por todos? ¿Cuánta gente, por ejemplo, estaría de acuerdo con el sacerdote cuando escribió que la pasión sexual era «subversiva para el interés de la sociedad, y un peligro para la raza humana»? ¿Significaba eso que Hollywood tenía que prohibir las historias de amor, que tenía que limitar su presentación de la moral y de las costumbres norteamericanas a lo que un sacerdote católico consideraba aceptable?

Estas preguntas, que al parecer no se tuvieron en cuenta en las reuniones organizadas por Lord, preocupaban a los productores. Por otro lado, conocían a Jason Joy y confiaban en él, y nada hacía pensar que éste fuera a exigir el cine estéril y puro que al parecer pedía el Código. Joy no era ningún mojigato y, a diferencia de muchos que pedían un cambio, le gustaba el cine y consideraba que su función era aconsejar a los productores más que censurar las películas. Quería apartar a los estudios de los temas que levantarían polémicas. Su conocimiento de los diversos Consejos de Censura de todo el país ya lo había sensibilizado a determinadas restricciones aplicadas a nivel local; no obstante, también creía firmemente que Hollywood tenía todo el derecho a hacer películas sobre temas polémicos. Ambas posturas no eran necesariamente contradictorias: Joy quería alejar a los productores de los desnudos más atrevidos o de las escenas picantes gratuitas, pero creía que la industria tenía derecho a tratar con inteligencia temas como el adulterio, la prostitución, el divorcio, el crimen o la corrupción política. El problema era cómo debían presentarse esos temas. Muchas películas consideradas inmorales por el clero y otros guardianes de la moral eran para Joy y Wingate un buen entretenimiento, una sátira, una comedia o un comentario legítimo sobre problemas contemporáneos de raíz social, moral o política. Sin dejar de ver el Código como una directriz general, Joy procuró conciliar su espíritu con las exigencias de un espectáculo popular. No era una tarea fácil, y a la larga no satisfaría a ninguna de las partes implicadas en esa continua batalla.

Estos problemas complejos se agudizaron tras el colapso repentino y espectacular de las taquillas provocado por la Depresión. La conversión del «cine mudo» al cine sonoro» había atraído una avalancha de aficionados a las salas de cine. En 1926, el último año del cine totalmente mudo, la industria vendió 500.000 entradas semanales. En 1930, el primer año en el que el sonido dominó la pantalla, se vendió una media de noventa millones de entradas semanales, una cifra increíble para un país de 120 millones de habitantes. Hollywood vio que el cine se había convertido en una obsesión nacional, y los magnates pronosticaron con gran seguridad en sí mismos que la suya sería la única industria que demostraría «ser inmune a la Depresión». Los norteamericanos necesitaban su «dosis» de celuloide semanal. Por supuesto, estos comentarios no eran más que simples paparruchas hollywoodenses.

A mediados de 1930, poco después de la adopción del Código en marzo, la industria empezó a sufrir un importante descenso en las taquillas y, a finales de 1931, la asistencia semanal se redujo drásticamente a unos sesenta millones de espectadores. Sesenta millones de entradas semanales no dejaba de ser una cifra importante teniendo en cuenta la gravedad de la Depresión, y si la industria no se hubiera endeudado tanto a finales de los años veinte para financiar su expansión y la conversión al sonoro, habría podido capear el temporal económico que la sacudió. Pero los estudios estaban muy endeudados, y los plazos de devolución de los préstamos, así como las enormes nóminas semanales, los pusieron en un grave apuro financiero. La industria sufrió el típico problema de liquidez. Toda la estructura financiera y la producción de Hollywood se basaban en captar al público internacional. Los estudios, con sus técnicas de producción en cadena de montaje, con la enorme cantidad de personal técnico y los equipos creativos compuestos de productores, directores, guionistas y actores y actrices contratados, sólo podían obtener beneficios si producían películas como salchichas, capaces de atraer a las masas y no sólo a un público especializado. El dinero de las taquillas permitía a los estudios seguir rodando; cualquier interrupción en el flujo de dólares auguraba una crisis financiera. A cambio, las salas de cine pedían un suministro constante de películas nuevas capaces de atraer a los clientes. La Depresión puso a Hollywood en una situación difícil: los estudios no podían cerrar debido al elevado número de empleados contratados que cobraban aunque no trabajaran, y reducir la producción habría repercutido directamente en la recaudación.

En un intento desesperado por recuperar a los espectadores, la industria bajó drásticamente el precio de las entradas. La MGM, por ejemplo, redujo los precios en sus cines de estreno a quince centavos en la primera sesión y a veinticinco centavos en las demás sesiones. En 1933, el precio medio de las entradas había bajado a veintitrés centavos. Pese a esta rebaja y otros trucos como programas dobles, regalos en metálico y de objetos o espectáculos en vivo, los ingresos seguían disminuyendo. Mientras que en 1930 Hollywood había gozado de una recaudación de 730 millones de dólares, en 1932 las cifras habían bajado en picado a 527 millones. Los gráficos de las recaudaciones se parecían a las acciones de Wall Street: bajaban y bajaban y bajaban.

«La fábrica de sueños —escribió Andrew Bergman—, cayó junto con la fábrica de acero»[3]. Los estudios que antes habían alardeado de beneficios históricos empezaron a sufrir grandes pérdidas en 1931 y 1932. La Warner Bros., que había liderado la conversión al sonoro, fue un caso típico: a finales de los años veinte, el estudio había contraído grandes deudas con las empresas inversoras de Wall Street, no sólo para financiar la conversión al sonoro, sino también para comprar unas 700 salas de cine (y todas debían adaptarse a la nueva técnica) con el fin de exhibir sus productos. Cuando la novedad del sonido atrajo a multitudes de espectadores a las salas, la solicitud de préstamos para expandirse pareció una sabia decisión financiera que remataba un brillante golpe tecnológico. En 1929, el estudio obtuvo unos beneficios de 17 millones de dólares, y en 1930 registró la respetable cifra de siete millones; sin embargo, en 1931 el descenso de la recaudación dio lugar a una pérdida de 8 millones de dólares y, al cabo de un año, cuando se hizo sentir todo el impacto de la Depresión, Warner registró un déficit de 14 millones de dólares[4].

Los magnates, unos hombres que habían partido de la nada, ferozmente independientes, de pronto se enfrentaron a la bancarrota. Ningún estudio estaba a salvo. El ejemplo más famoso fue el de William Fox. Como se mencionó en el capítulo 2, Fox, hijo de inmigrantes, se había introducido en la industria del espectáculo en 1904 con la compra de una sala de juegos. Después se expandió con una pequeña cadena de salas de cine, se diversificó hacia la producción cinematográfica y a principios de los años veinte ya dirigía su propio estudio, que producía más de cincuenta películas al año. Fox, sin embargo, era demasiado ambicioso como para conformarse con ser uno más entre los grandes: a mediados de los años veinte, poseía más de 500 salas por todo el país y, en 1929, pidió prestados 36 millones de dólares para financiar la construcción de un estudio de mayor tamaño y para construir todavía más estudios. Ese mismo año, Fox pidió otro préstamo de 50 millones de dólares a Halsey, Stuart and Company para comprar una participación mayoritaria en Loew’s, e invertir en una cadena de salas de cine británica. Cuando se produjo el crack en octubre de 1929, nadie cayó tanto ni tan rápido como William Fox. Los banqueros invadieron las oficinas de la Fox.

Destinos similares resonaron por toda la industria. La Paramount perdió 21 millones de dólares y tuvo que reorganizar su estructura financiera. La RKO se declaró en suspensión de pagos antes de caer en la bancarrota. United Artists y Columbia apenas se mantuvieron a flote. Sólo la MGM, bajo la dirección de Louis B. Mayer e Irving Thalberg, sacó beneficios.

Hasta 1934, la industria no inició una recuperación firme, aunque lenta, en las taquillas. Ese mismo año recuperó 70 millones de espectadores semanales y se estabilizó con una media de 85 millones de entradas semanales en la última mitad de la década.

Justo cuando Hays convenció a los líderes de que el nuevo Código moral sería beneficioso para la industria, las taquillas se colapsaron. Si la situación económica se hubiera mantenido estable, Hays y su agente, Jason Joy, habrían podido convencer poco a poco a los estudios de que, a la larga, las películas menos sensacionalistas beneficiarían los intereses económicos de Hollywood. Es poco probable que un alejamiento gradual del sensacionalismo más exagerado hubiera satisfecho a los críticos más feroces.

Sin embargo, cuando los ingresos de taquilla comenzaron a caer para finalmente colapsarse, obligando a los estudios a vender sus activos, incluidas las salas, para hacer frente a los pagos de las nóminas y de los intereses, los magnates no estaban de humor para obedecer un Código moral restrictivo que no sólo les impedía tratar temas morales polémicos como el divorcio, el control de la natalidad, el aborto y las relaciones prematrimoniales, sino que también exigía que el cine ignorara la cruda realidad de la Depresión. En 1930, el drama humano provocado por el desempleo, las colas ante las ollas populares, los inútiles programas de ayuda, las «Hoovervilles»[5] y la falta de respuesta y preocupación por parte de los gobiernos a nivel federal, estatal y municipal no eran ficticios; se trataba de una realidad a la que millones de norteamericanos se enfrentaban cada día. No obstante, los reformadores mantenían que estos temas, aunque no eran «inmorales», tampoco eran adecuados para un espectáculo de masas. Las películas que abordaban la discriminación racial, los linchamientos y la oleada de problemas sociales y políticos que asolaban a Estados Unidos a principios de los años treinta fueron calificadas de «propaganda». No se debía exhibir nada que pudiera definirse de sórdido, vulgar, obsceno, sensacionalista, por no decir desagradable. Las películas, sostenían los reformadores, no debían abordar temas que no pudieran tratarse entre «gente educada».

El debate durante los siguientes cuatro años —al igual que todo el debate sobre la censura cinematográfica desde principios de siglo— se centró en los temas que Hollywood podía abordar. Es un error, a mi parecer, considerarlo como una discusión entre lo «moral» y lo «inmoral» o creer que Hollywood sólo pretendía producir películas escabrosas e «inmorales» mientras los reformadores abogaban por películas «morales» y puras. El debate, en un sentido más amplio, no era sobre el exceso de desnudos o semidesnudos en la pantalla, o sobre si se bebía o fumaba demasiado, o sobre si se exhibía una moralidad deficiente; antes bien, lo que se discutía era si Hollywood podía hacer películas que desafiaran las ideas políticas y morales tradicionales defendidas por una minoría poderosa que quería hacerse oír. Más exactamente, Hollywood, que se negaba a limitar ciertas películas a un público adulto y cuyos productos penetraban en todos los barrios del país, ¿podía rodar comedias de alcoba? ¿Podía producir astracanadas basadas en un humor de alcoba y de cuarto de baño? ¿Podía hacer una película razonablemente fiel a una novela clásica como Anna Karenina, de Tolstoi, con su carga de seducción, corrupción e hijos ilegítimos? ¿O los clásicos eran demasiado sórdidos para la juventud norteamericana? ¿Y las obras modernas, como An American Tragedy, de Theodore Dreiser; Design for Living de Noël Coward; AFarewell to Arms, de Ernest Hemingway; Ann Vickers, de Sinclair Lewis; Sanctuary, de William Faulkner, y un sinfín de novelas y relatos leídos por millones de norteamericanos? ¿Es que una parte de la literatura, clásica o no, era sencillamente demasiado atrevida, demasiado arriesgada, demasiado directa, sórdida y vulgar para la pantalla si no se transformaba de un modo radical?[6].

En cuanto a la política, ¿hasta dónde podía llegar Hollywood al describir los elementos desagradables de la industria y del Gobierno norteamericanos? ¿Podía la pantalla escenificar la rápida ascensión del gangster y la corrupción política que la acompañó? ¿Se podía retratar el lado oscuro y sórdido de la vida norteamericana? ¿Podía el cine analizar de un modo profundo la discriminación racial contra los negros o los judíos? ¿Podía analizar la distribución de la riqueza en el país, o era un tema demasiado explosivo? Y a Hollywood, ¿le interesaba hacer películas sobre estos temas? En los capítulos 4 y 5 —el primero trata del sexo y la moralidad, el segundo del crimen y la política en el cine— se abordará en detalle estas cuestiones.

Es indudable que las primeras películas sonoras eran más francas, directas, modernas y abiertas que las mudas por lo que respecta al tratamiento de las relaciones sexuales. No es que las mudas ignoraran este tema, pero la incorporación de los diálogos proporcionó una nueva dimensión a la manera de presentarlo. Los personajes podían hablar de sus sentimientos y deseos, podían decir que se sentían atrapados por un matrimonio insatisfactorio, podían hablar en serio o bromear sobre el sexo. Maude Aldrich, presidenta de la Asociación de Mujeres Cristianas para la Templanza (WCTU), tenía razón cuando, ante los delegados en una reunión de la WCTU celebrada en 1929, en Filadelfia, se quejó de que las películas glorificaban a la muchacha «frívola de la era del jazz» y de ese modo hacían que «tanto los hombres buenos como los malos» ignoraran a la «muchacha educada y algo anticuada»[7]. El cine no pregonaba la moralidad puritana de las muchachas anticuadas. Hollywood estaba decidido a vender sexo, glamour y entretenimiento, y nadie lo hacía mejor que Cecil B. DeMille.

Cuando DeMille envió el guión de Madam Satan a la oficina de Joy, había cierta preocupación a su alrededor. DeMille era una leyenda en Hollywood que se había especializado en películas bíblicas espectaculares y «triángulos sociorrománticos sazonados con una pizca de sexo y neutralizados por una moralidad victoriana decimonónica»[8]. Madam Satan era una película típica de DeMille. Volviendo al tema que había popularizado a principios de los años veinte con películas como Don’t Change Your Husband y Why Change Your Wife?, DeMille exploró la conocida trama en que los hombres se veían obligados a tener aventuras porque, tras el matrimonio, las mujeres se convertían en madres y matronas asexuadas. En Madam Satan, variación sonora de las anteriores, Bob Brooks (interpretado por Reginald Denny) es un playboy rico, borrachín y claramente mimado. Angela Brooks (Kay Johnson) es la sufrida esposa que sospecha que su marido tiene una aventura, lo cual se confirma cuando ve un titular en la columna de cotilleos del periódico de la mañana: «Bob Brooks y “su esposa" han sido detenidos por conducir en estado de embriaguez». La consternada Angela le dice a su criada: «¡Pero si anoche la señora Brooks estaba en casa, sola y en su cama!».

El escaso argumento se centra en los esfuerzos de Angela por recuperar el afecto de su marido. Cuando se enfrenta con él, Bob reconoce abiertamente que tiene una aventura. La culpa es de ella, afirma, porque se ha convertido en una «maestra de escuela», no en una amante. La amante, Trixie, se queda impasible cuando Angela le pide que deje a su marido en paz. Incluso esgrime un arma secreta: un camisón muy escueto. Angela se escandaliza: «Pero si es totalmente transparente». «¿Y por qué no?», replica Trixie, y añade: «No tengo nada que ocultar». Angela decide vencer a Trixie en su propio campo. La oportunidad le llega cuando recibe una invitación para un baile de disfraces exóticos. Los invitados deben ir disfrazados «o sin nada de ropa» y Angela decide ir de «Madam Satan». El guión requería que su disfraz le tapara la cara para ocultar su identidad; el resto del cuerpo tenía que estar «medio desnudo», al igual que el de las demás mujeres. Eva se «vestía» con una simple hoja de parra, la Mujer Araña con una telaraña transparente, mientras que otra invitada sólo iba a llevar unos diamantes colocados estratégicamente. Se suponía que la fiesta tenía que ser una orgía salvaje de alcohol y baile que acababa de manera previsible, con la feliz reconciliación entre Bob y Angela.

DeMille, con su característica eficacia, había conseguido reunir casi todas las objeciones de los reformadores en un solo guión. El guión ridiculizaba la virtud, justificaba el adulterio y enseñaba mujeres hermosas que exponían su cuerpo desvergonzadamente para el placer del sexo opuesto. El adulterio sólo era un juego para los ricos sofisticados. Todo este despliegue se justifica, sin embargo, cuando el héroe regresa con su mujer y a una vida respetable.

Cuando Joy leyó el guión, se dio cuenta de que la película no iba más allá de una comedia de alcoba desenfadada, pero temió que Madam Satan tropezara con problemas de censura. Durante este primer periodo de aplicación del Código, Joy no tenía autoridad para obligar a DeMille a modificar el guión. En cambio, le advirtió que la película iba a enfrentarse a la oposición de los censores estatales ya que, en su opinión, éstos iban a querer «proteger a las jóvenes del país de la idea de que deben recurrir a “la pasión y el engaño” para ser felices con sus maridos»[9].

DeMille, que ya había tenido problemas con la censura, estaba dispuesto a colaborar con Joy. Los dos hombres llegaron a un acuerdo. Decidieron que en el baile de disfraces las chicas se pondrían trajes menos atrevidos. Unas mallas, unas hojas de parra más grandes y unas redes de pesca traslúcidas resolvieron el problema de los desnudos. El vestido de «Madam Satan» enseñaba una espalda al aire y nada más. Se atenuaron las escenas en las que se bebía y el «camisón» de Trixie desapareció por completo, así como su conversación con Angela. En la película, la señora Brooks le dice a su criada que va a convertirse en «Madam Satan» para demostrarle a su marido lo tonto que ha sido[10].

Joy se quedó encantado con el resultado de su colaboración con DeMille. Al ver la película acabada en septiembre de 1930, le dijo al director que «admiraba el buen gusto» de la producción. Reconoció que «algunos censores y grupos públicos» no iban a entender la «moraleja» de la historia, pero aseguró a DeMille que no estaba «demasiado preocupado». Cuando el Consejo de Censura de Ohio aprobó la película sin ningún corte, DeMille no se lo pudo creer: «Un hurra por usted y por los censores de Ohio. Que den vía libre a Joy»[11], proclamó[12].

Los primeros tres años de la década de 1930 se caracterizaron por una proliferación de películas que abordaban el divorcio, el adulterio, la prostitución y la promiscuidad. Así como Madam Satan se burlaba de la frivolidad de la flor y nata de la sociedad, otras películas se fijaron en la oscura realidad de la Depresión, que conducía a hombres y mujeres a situaciones en las que las decisiones morales y éticas no siempre eran obvias. En Blonde Venus, Marlene Dietrich se acuesta abiertamente con un jugador de cartas para poder pagar la operación de su marido agonizante, Herbert Marshall. Cuando éste condena semejante acto de amor, ella inicia una «travesía épica por la miseria»[13]. No obstante, es evidente que quien «peca» no es Dietrich, sino Marshall, y pocas personas abandonaron la sala sin compadecerse de la difícil situación de una mujer indefensa que amaba a su marido lo suficiente como para actuar de un modo desesperado con tal de salvarle la vida. En Faithless, Tallulah Bankhead también hace la calle para salvar a un marido agonizante. «No hay nada que no esté dispuesta a hacer», dice. Su comprensiva casera le dice con simpatía: «Es increíble lo que las mujeres somos capaces de hacer por nuestros maridos». Call Her Savage, con Clara Bow, plantea un tema similar. En este caso, la Bow es la hija de un rico ranchero, que se casa con un pobre. Abandonada por su marido y rechazada por su padre, la Bow se encuentra sin dinero y con un hijo enfermo y, en contra de su voluntad, se ve obligada a prostituirse para comprar medicamentos para su hijo. Su tragedia no acaba ahí: al volver a casa, descubre que su hijo ha muerto. Caben pocas dudas acerca de con quién se solidarizó el público.

1. Kay Johnson y Reginald Denny en Madam Satan. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.

Cuando las mujeres no eran prostitutas, vivían con sus novios o eran amantes de hombres casados. Aunque Joy defendió a DeMille, y aunque también entendía que la situación económica de la época obligaba a la gente a tomar decisiones morales difíciles, empezó a preocuparse cuando vio que los estudios recurrían a temas cada vez más escabrosos para atraer a los espectadores. Le dijo a Hays que «debido al descenso de la recaudación y a la agresividad de los métodos empleados para que los estudios ganaran más dinero, era inevitable que recurrieran […] al sexo» como tema general[14].

En 1931, Joy se vio atosigado con guiones que juzgó dudosos. Private Lives, con Norma Shearer en el papel de la esposa engañada, disgustó a Joy. Escribió a Hays que le «desagradó desde el principio, di razones en contra, propuse cambiar la trama e hice todo lo que pude». No obstante, el estudio estrenó la película sin incorporar ninguna de las ideas de Joy. Con Safe in Hell ocurrió algo parecido. El estudio no presentó el guión y sencillamente se negó a aceptar las sugerencias de Joy, quien le dijo a Hays que la película era «sórdida». Love Affair y Shopworn, de Columbia, fueron alteradas de un modo considerable por Joy durante la producción, pero, incluso así, los Consejos las «censuraron seriamente», como admitiría Joy más tarde a Hays[15].

Como era de esperar, a Joy le costó convencer a Irving Thalberg, de la MGM, sobre la necesidad de respetar más estrictamente el Código. Los dos hombres se enfrentaron con motivo de Possessed, de la MGM, película protagonizada por Clark Gable y Joan Crawford. Basada en la obra teatral The Mirage, de Edgar Selwyn, no era más que otro drama sobre una «mujer mantenida». Preocupado de que la película violara el Código al presentar el adulterio como algo positivo, Joy le pidió a Irving Thalberg que abandonara el proyecto. Thalberg se negó, diciéndole al censor que en su opinión el adulterio, como tema, no violaba el Código. No habría ningún desnudo y aseguró a Joy que la relación entre los dos amantes sería presentada con «buen gusto». La única concesión que Thalberg estaba dispuesto a hacer era introducir en el diálogo algunas líneas en que Crawford dijera que para ella el matrimonio era importante[16]. Es obvio que Thalberg se negó a aceptar la idea de Lord de que el adulterio nunca debía presentarse como algo «atractivo» ni «digno de comprensión».

Frustrado por la falta de cooperación de Thalberg, Joy le pidió a Hays que interviniera desde Nueva York. Aunque Joy podía insistir en que se presentara la película ante un jurado compuesto por productores de Hollywood, tanto él como su asistente, Lamar Trotti, llegaron a la conclusión de que no tenían «ni una posibilidad entre mil» de ganar. Temiendo que un aumento del número de películas sobre «mujeres mantenidas» levantara más protestas entre los reformadores, Hays acudió directamente al jefe de la MGM en Nueva York, Nicholas Schenck, a quien dijo que veía «un posible peligro en el tema» de Possessed, por lo que le pidió que lo hablara con Thalberg en California. Cortés, pero firme, Schenck se negó a intervenir en la disputa[17].

La película se produjo tal y como quiso Thalberg. La Crawford hacía el papel de una hermosa muchacha que, aburrida de su trabajo en una fábrica de una pequeña ciudad, se marcha en busca de emociones a Nueva York. Allí conoce a Clark Gable, un elegante y exitoso abogado que es infeliz en su matrimonio. Los dos se enamoran perdidamente, y Gable le pone a Crawford un nido de amor privado. Todo va bien hasta que a él le da por la política. Se presenta como candidato a gobernador y, cuando parece que va a ganar, su adversario denuncia su aventura amorosa. En la última escena, mientras Gable pronuncia un importante discurso político, unos provocadores mezclados entre el público empiezan a preguntarle por su relación con Crawford. Él se muestra claramente incómodo, pero ella, que se halla entre el público, se levanta de un salto para defender a su amante. «Su único crimen es que nos enamoramos. ¿Acaso eso es tan horrible?», pregunta. Acto seguido, Crawford renuncia a la aventura. El público se vuelve, no contra Gable para exigirle una respuesta, sino contra los alborotadores que callan humillados.

¿Hacia quiénes se dirigía la simpatía del público? En Atlanta (Georgia), se decantó claramente hacia Crawford y Gable. La señora de Alonzo Richardson era miembro del Board of Review de Atlanta, que había aprobado la película pese a sus protestas; vio la película en un cine abarrotado de chicas adolescentes. La señora Richardson oyó a una muchacha —una de las primeras mujeres de Atlanta, pero de ningún modo la última, en quedarse prendada de Clark Gable— cuando murmuraba a su amiga: «Yo también viviría con él, como fuera». La señora Richardson se escandalizó y le dijo a Will Hays que, a su parecer, la película atentaba claramente contra la «santidad del matrimonio». «¿Éste es el modelo de los “principios correctos de vida” que Hollywood ofrece a la juventud?», preguntó[18].

Creighton Peet, crítico de cine para Outlook and Independent, compartía al menos algunas de las preocupaciones de Richardson. Señaló que Joan Crawford y Norma Shearer, al encarnar a «mujeres mantenidas», se hallaban entre los productos «más elegantes, más atractivos, mejor vestidos y más brillantes» de Hollywood. Para una gran parte de la juventud norteamericana, «representan la cumbre del pensamiento moderno en lo relativo a la moralidad y al matrimonio». Pese a que Peet no tenía nada que objetar al cine cuando presentaba a mujeres y hombres solteros que vivían juntos, sí que se oponía a las «emociones baratas, falsas y sórdidas que motivan a los personajes, su insidiosa sofisticación y la historia mezquina y facilona en la que se ven inmersos». Peet predijo que «las colegialas y las criadas pagarán a la Metro cientos de miles de dólares para ver esta película, y para después soñar durante varios días». Tenía razón, y eso fue lo que horrorizó a la señora Richardson, escandalizó al padre Lord y ocasionó a Will Hays más de una noche de insomnio[19].

Aun así, Possessed se exhibió por todo el país sin grandes protestas. Pese a la indignación de la señora Richardson, el Consejo de Censura de su comunidad aprobó la película, al igual que casi todos los demás. No obstante, cabe señalar que este tipo de película acarreó a la industria no pocos problemas. A la señora Alice Winter, representante en Hollywood de la Federación de Clubes de Mujeres, también le preocupaban las películas protagonizadas por hermosas mujeres de moralidad dudosa. Winter le envió a Hays la siguiente valoración de las películas exhibidas en 1931: Men Call It Love era «desmoralizadora por su manera de abordar el matrimonio»; Born to Love y Unfaithful eran «malsanas»; Three Girls Lost mostraba valores morales confusos porque el «caza-fortunas» ganaba y la chica buena perdía, Iron Man, de Jean Harlow, provocó la ira de Winter por la falta de «vestuario» de la protagonista y la «ingestión innecesaria de bebidas alcohólicas»; Bachelor Apartment era simplemente «vulgar». Pese a que todas se produjeron de conformidad con el Código, y pese a que la mayoría se ajustaba a los detalles, para la señora Winter y los grupos de mujeres a los que representaba, las películas eran objetables porque, según dijo a Hays, «dejan mal sabor de boca y sugieren principios de vida ordinarios y mezquinos»[20]. Dicho de un modo más suave, desaprobaba las películas.

Debido al creciente número de protestas que afluían a su oficina, en la primavera de 1931 Will Hays invitó al padre Daniel Lord a que evaluara la gestión de Joy durante el primer año de aplicación del Código, así como los proyectos de los estudios para el año siguiente. Lord, que había recibido regularmente de Joy valoraciones de los guiones mientras vigilaba la industria desde Saint Louis, se sorprendió de los cambios que advirtió en Hollywood[21].

En un largo informe dirigido a Hays, Lord juzgó los intentos de Joy de censurar las películas. «El público —dijo a Hays—, no conoce las críticas a las que se han sometido los guiones, como tampoco el número de obras teatrales y libros que se han prohibido, los miles de metros de película que se han cortado ni los cientos de miles de dólares que las compañías han estado dispuestas a gastar para realizar cambios que se atuvieran al Código». Salvo algunas películas que no aprobaba, Lord se quedó impresionado con la labor realizada por Joy y apremió a Hays para que hiciera públicos los buenos resultados obtenidos[22]. Hays, sin embargo, prefirió no dar a conocer la labor de autocensura de la industria.

Lo que alarmó a Lord no fueron las películas de 1931, sino los proyectos para 1932. Le inquietaba profundamente, dijo a Hays, ver que la industria se interesaba tanto por los problemas sociales. Lord opinaba que la mayoría de las películas del año anterior podían arreglarse eliminando una o dos escenas. Pero ahora el problema era la idea que se ocultaba detrás de las películas, ya que éstas reflejaban una «filosofía de vida». Guión tras guión, encontró debates sobre «la moralidad, el divorcio, el amor libre, niños no nacidos, relaciones extramatrimoniales, leyes aplicables a unos y no a otros, la relación del sexo con la religión y también el matrimonio y sus efectos en la libertad de la mujer». Igualmente peligrosas eran las películas en las que «se desafiaba la ley» y se reflejaba la rebelión juvenil contra la autoridad. Lord volvió a culpar a las obras teatrales de Broadway y a la literatura moderna de corromper el cine. Aunque en cierto modo sus objeciones era predecibles, los profesionales se sorprendieron cuando Lord declaró que «por muy delicado y limpio que sea el trato que se les dé, estos temas son fundamentalmente peligrosos» y poco adecuados para el cine[23]. A Lord, a la señora Winter, a la señora Richardson, al canónigo Chase, al doctor Eastman, de Christian Century, y a otros autoproclamados guardianes de la moral no les importaba la manera en que Hollywood presentaba determinados temas, pues creían que los valores morales cambiantes sencillamente no tenían cabida en un espectáculo de masas[24].

La solución propuesta por Lord fue que la industria prohibiera los argumentos que tuvieran que ver con gangsters, «degenerados, libertinos, prostitutas y esposas o maridos infieles». Lord quería películas «sanas y limpias» sobre héroes nacionales norteamericanos como «Charles Lindbergh, Bobby Jones, Knute Rockne, Babe Ruth e incluso Al Smith»[25], y le instó a Hays a que apartara a los estudios de los guiones basados en «best-sellers complejos» y en obras teatrales de Broadway, pues consideraba que ninguno de ellos había sido «escrito para Norteamérica». Le insistió también en que presionara a los productores para que hicieran más películas sobre los héroes norteamericanos —magnates del mundo de los negocios y de la industria, estrellas del deporte— así como dramas occidentales y películas religiosas que promocionaran los valores norteamericanos. Lord incluso llegó a escribir el guión de una película sobre un jugador de hockey, e intentó en vano venderlo a un estudio. Más tarde achacó el descenso de las recaudaciones de 1931 al «exceso de sexo»[26]. Los productores de Hollywood lo interpretaron exactamente al revés.

Cada vez resultaba más evidente que si la industria cinematográfica quería satisfacer a los reformadores no sólo tenía que depurar, sino también renunciar a las películas que abordaran temas sociales y morales. Esta postura, reiterada una y otra vez por Daniel Lord y otros, rara vez se tiene en cuenta en los análisis sobre la censura cinematográfica. Will Hays e Irving Thalberg la entendieron demasiado bien. Al verse presionados, los reformadores tendrían que reconocer que no pedían «buen gusto», sino que exigían la prohibición de todo debate sobre los valores morales cambiantes. Las personas que culpaban al cine de crear problemas sociales no se darían por satisfechas con ningún grado de autolimpieza. Hays lo sabía, pero confiaba en que si incrementaba poco a poco la severidad del Código, el lobby contrario a las películas quedaría como una «pandilla de lunáticos».

La fórmula de Lord aporta una visión útil de la mentalidad colectiva de los reformadores. La mayoría de ellos no sabía expresarse, pero sí reconocer lo que no les gustaba cuando lo vetan; Lord se limitó a transmitir lo que esa gente sentía. Pese a que nadie poseía una prueba irrefutable de que el cine era perjudicial, mucha gente creía que podía modificar las conductas.

Joy tenía una visión del mundo más abierta y reconocía la existencia de una complejidad que Lord y los demás no querían ver reflejada en la pantalla. No defendía las películas baratas, y estaba dispuesto a censurar una película cuyo contenido ofendiera de un modo innecesario, pero no rechazaba directamente, como pretendía Lord, las películas que abordaban temas controvertidos con inteligencia. Como veremos en el capítulo 4, Joy estaba a favor de las películas de gangsters: eran dramas morales, y para él prohibirlas era «mezquino, estrecho [y] tonto»[27].

A Joy tampoco le preocupaban demasiado las comedias como No Man of Her Own (1932), protagonizada por Clark Gable y Carole Lombard, en la que Gable da vida a un tahúr que se dedica a timar a hombres de negocios. Al verse presionado por la policía, abandona la ciudad a la espera de que se calmen las cosas y se refugia en una pequeña ciudad. Allí se encapricha con la bibliotecaria local (Lombard), a la que persigue sin tregua. Para impresionar a Lombard, Gable se hace pasar por un brillante hombre de negocios de la gran ciudad. Lombard, deseosa de escapar de la monotonía de su pequeña ciudad, se muestra receptiva a las insinuaciones de Gable, aunque no demasiado. Éste se siente frustrado, y cuando Lombard sugiere echarlo a cara o cruz —si sale cara, a la cama, si sale cruz, al altar—, él acepta. Como es evidente, se casan y se van a la ciudad. Lombard, que cree que su marido es un hombre de negocios, le insiste en que se levante temprano por la mañana para ir a trabajar y que se acueste pronto, pero no tarda en descubrir su verdadera profesión y le exige que se busque un empleo honrado. Al final, Gable se entrega a la policía, va a la cárcel para pagar las deudas contraídas con la sociedad y después regresa con su esposa.

Todo esto forma parte del argumento de una comedia ligera basada en el tema ancestral de la mujer que regenera al hombre bueno que se ha vuelto malo. No obstante, cuando el padre Lord vio la película en una sala de cine de Saint Louis, «sintió vergüenza» durante toda la función. La película, creía Lord, contenía temas «fundamentalmente malos». «Irrumpí en mi oficina […] y quemé la máquina de escribir», escribió más tarde. No Man of Her Own, le dijo a Hays, era «sucia» y «violaba cada uno de los artículos» del Código al glorificar a un hombre que era «un sinvergüenza, un jugador y un granuja redomado», que vive de las mujeres, las abandona sin piedad y «acosa a la inocencia». La película contiene escenas de seducción y de alcoba «con todo lujo de detalles», las mujeres «tenían que desvestirse» y ducharse «evidentemente para el público masculino», y por el vestuario, añadió Lord con sarcasmo, parecía que todos los productores poseían un montón de acciones en «empresas de lencería». En su opinión, la película fomentaba activamente el pecado y daba una imagen distorsionada de la «rutina de una pequeña ciudad» y de la vida de una joven trabajadora, al presentarlas «como algo tedioso, feo y aburrido». La película entera «era un pecado». La reacción de Lord fue todavía más exagerada porque vio la película un domingo por la tarde, y el público, según él mismo reconoció, «parecía estar pasándoselo en grande»[28].

A Hays y Joy les sorprendió la vehemencia con la que Lord atacó a la película. En efecto, Gable, el héroe, era un canalla. Utilizaba a las mujeres y pretendía utilizar a Lombard, pero el verdadero mensaje era que Lombard vencía al no ceder a sus insinuaciones. La pureza derrotaba a la lujuria. En unas cuantas escenas Lombard y Dorothy Mackaill, que «trabajaba» con Gable, aparecían en ropa interior y, si bien es posible que estas escenas avergonzaran a Lord, es difícil que hayan ofendido a muchas personas. En la película, Lombard y Gable se duchan, pero separados, no juntos. La cámara muestra a Gable hasta la cintura, a Lombard sólo hasta el hombro, ¡y con un gorro de ducha! Quizá lo que disgustó a Lord fue el retrato de una pequeña ciudad norteamericana —con sus trabajos sin futuro, ningún lugar para ir y nada que hacer— en comparación con la vida de las grandes cuidades, con sus chisteras y fracs, clubes nocturnos, champagne y dinero.

Pocos la encontraron «sucia». Variety dijo que la película era «entretenida». Según Film Daily, tenía todo lo que «busca el aficionado al cine: dramatismo, romanticismo, comedia […] e interés humano». Desde la gran ciudad, el New York Times definió la película como una visión del «lado más suave de la profesión de jugador»[29]. Nadie comentó las duchas, las seducciones o la ropa interior de seda. Incluso Harrison’s Reports, siempre dispuesta a condenar «las películas inmorales», dijo a los exhibidores que la película era «bastante entretenida» y «provocaba muchas risas»[30]. Pese a la afirmación de Lord de que esta clase de películas era inaceptable en cualquier lugar que no fuera Nueva York o Los Ángeles, las fuentes del sector informaron de que la película «iba muy bien» en Lincoln, Nebraska, y en Saint Louis, donde se dijo que «Gable está arrasando como siempre», y también en Chicago, donde recaudó más de 38.000 dólares en una semana y las localidades costaban entre 35 y 75 centavos[31]. La película reportó unos beneficios muy esperados a las arcas de Hollywood, y eran pocas las personas sensatas que pretendían que la industria dejara de producir este tipo de cine.

Joy, que intentaba equilibrar lo que para él era el espíritu del Código con las necesidades prácticas de los productores, a menudo descubría que no podía agradar a ninguno de los dos bandos. El público quería que Lombard y Gable fueran amantes: para eso iban al cine. También iban a ver un espectáculo, y para eso nadie mejor que el viejo amigo de Lord, Cecil B. DeMille. Tras The Ten Commandments (1923), DeMille estrenó The King of Kings (1927), en la que Lord colaboró como asesor técnico. Ambas fueron grandes éxitos. Al finalizar un periodo de producciones independientes, DeMille regresó a la Paramount y a tal fin escogió un tema que sabía que sería un éxito de taquilla: los paganos contra los cristianos, en el que podía combinar «sexo, desnudos, incendios provocados, homosexualidad, lesbianismo, asesinatos masivos y orgías»[32]. La espectacular producción de DeMille The Sign of the Cross abrió un nuevo debate sobre lo que era un espectáculo «moral» o «inmoral».

The Sign of the Cross estaba basada en una obra teatral de Wilson Barrett y fue adaptada para la pantalla por Waldemar Young y Sidney Buchman. El reparto contaba con Claudette Colbert en el papel de la sensual y seductora emperatriz Popea, esposa de Nerón, que ansiaba acostarse con Marco Superbo, prefecto de Roma; con Charles Laughton en el papel de Nerón, más interesado por incendiar Roma y asesinar a cristianos que por los escarceos sexuales de su mujer, y con Fredric March como Marco Superbo, que se negaba a acostarse con la emperatriz, no por lealtad al emperador, sino porque estaba encaprichado con una cristiana virgen y devota, Mercia (Elissa Landi). En la película se escenificaba una salvaje orgía romana aderezada con una «danza lesbiana de la tentación», además de una matanza de cientos de gladiadores y cristianos desvalidos para entretener a los romanos sedientos de sangre. The Sign of the Cross era tan violenta que en su estreno en Nueva York algunas mujeres se desmayaron. No obstante, esta combinación de espectáculo, sexo y sadismo fue una mina de oro para DeMille y la Paramount. Como era de prever, arrancó gritos de ira e indignación en los púlpitos de todo el país.

DeMille supo visualizar magníficamente el esplendor y la decadencia de Roma. Con un presupuesto de 650.000 dólares, contrató a cuatro mil extras e hizo construir una maqueta en miniatura de Roma, que quemó hasta reducirla a cenizas. El director hizo construir también un enorme anfiteatro para los gladiadores, vació los zoológicos locales de animales salvajes, incluidos leones, tigres y elefantes, encargados de devorar y pisotear a los cristianos, y dio una batida a Hollywood en busca de forzudos, enanos y todo tipo de «monstruos humanos». Por suerte, la ciudad de Los Ángeles disponía de una buena cantidad de estos ejemplares.

Ninguna película de DeMille estaba completa sin una hermosa mujer tomando un baño, y The Sign of the Cross no fue una excepción. DeMille empleó mucho tiempo y energía para construir una enorme bañera inspirada en los modelos romanos, la llenó de leche de verdad y durante cuatro días filmó a Claudette Colbert rodeada de un grupo de hermosas siervas en medio de un lujoso decorado. Por desgracia para la actriz y el equipo, el calor de los reflectores convirtió la leche en queso; pero Claudette Colbert era una veterana e hizo que el apestoso baño pareciera «sorprendentemente erótico»[33].

El vestuario, diseñado por Mitchell Leisen, era hermoso, sencillo y modesto y exudaba erotismo. DeMille y Leisen recurrieron a la moda para ilustrar la diferencia entre los valores cristianos y paganos. El padre Lord, que había colaborado con DeMille en The King of Kings, ya se lo temía. Cuando se enteró del proyecto, escribió al director para rogarle que no «convirtiera a los paganos en seres despabilados, atractivos y de sangre caliente y a los cristianos en santos de yeso»[34]. DeMille no le hizo caso. Claudette Colbert y las mujeres imperiales de Roma eran increíblemente guapas y no les daba vergüenza lucir túnicas transparentes que les dejaban la espalda al aire, con escotes hasta la cintura por delante y con una raja hasta el muslo por los lados. Al moverse, los vestidos se abrían y la cámara se detenía amorosamente en las piernas y los senos de las actrices. Por el contrario, las mujeres cristianas llevaban vestidos sencillos que las tapaban desde la cabeza hasta los pies. Como explicó DeMille, el vestuario simbolizaba «el bien frente al mal». Sus críticos repusieron que era pura hipocresía ideada para enseñar el máximo de carne posible.

El sexo en abundancia y las matanzas de cristianos parecían ser el pan de cada día en la vida cotidiana de Roma. La trama en sí puede resumirse más o menos como sigue: Claudette Colbert quiere seducir a Marco. Coquetea con él y a la menor oportunidad se le echa encima. Marco, valiente guerrero y excelente amante, rechaza sus avances pues en realidad desea a una hermosa cristiana virgen, Mercia. El rechazo de ésta lo deja consternado. Criado en la Roma pagana, Marco nunca había sido rechazado por una mujer. Con el ego masculino por los suelos, descubre que lo que le da fuerzas a Mercia para resistirse es su religión. Con tal de hacerla renegar de sus creencias y llevarla a la cama, Marco organiza una orgía; pero ni siquiera este ambiente de frenesí y libertinaje (que DeMille preparó con gran detalle), en el que mujeres y hombres borrachos y medio desnudos se tambalean y caen unos encima de otros, consigue tentar a Mercia. En un último intento desesperado de someterla, Marco recurre a Ancaria (Joyzelle Joyner), la más hermosa lesbiana de Roma, para que la seduzca bailando su infame danza de la «luna desnuda», pero Mercia se muestra indiferente ante las piruetas de la hermosa seductora. Su fe le permite seguir siendo pura.

Marco toma conciencia entonces de la tremenda fuerza de la nueva religión y el deseo que sentía por Mercia se convierte en respeto y amor. Cuando descubre que centenares de cristianos, incluida Mercia, serán utilizados como cebo para una gran batalla de gladiadores, le ruega a Nerón que perdone a su amada. Nerón está a punto de acceder, pero Popea, viendo una última oportunidad para quedarse con Marco, convence a su marido de que no lo haga. En la arena donde se ha iniciado la matanza, en medio de un frenesí de sangre, la multitud vitorea enloquecida mientras los leones devoran y los elefantes pisotean a los cristianos. Hermosas amazonas ejecutan a pigmeos. Se ve a una muchacha cristiana prácticamente desnuda encadenada a un poste: es el juguete de un enorme gorila.

La emperatriz Popea está encantada con el espectáculo; muy excitada —ha tramado que Mercia sea la última cristiana en ser sacrificada—, cree que así Marco se olvidará de la muchacha y se arrojará a sus brazos. Pero éste, sin que Popea lo sepa, ha decidido unirse a su amada en la muerte. En la última escena, la joven y el prefecto de Roma entran en la arena cogidos de la mano. Popea es derrotada. La cristiandad, la virtud, la moral y la humildad han vuelto a triunfar sobre las tentaciones de la carne. Ese era el punto de vista de DeMille.

2. Fredric March y Claudette Colbert en The Sign of the Cross, de Cecil B. DeMille. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.

Variety publicó que la película era el «intento más atrevido de poner cebos a los censores» y predijo con razón que iba a «marear a los elementos religiosos antes de decidir qué postura adoptaban»[35]. «Nauseabunda», gritó Commonweal. «Intolerable», dijo el padre Lord[36]. «Altamente ofensiva», acusó un representante de B’nai B’rith, y un eminente pastor protestante de Nueva York consideró que la película era «repelente y nauseabunda», así como «barata, […] asquerosa, atrevida e inmunda». La Paramount recibió una avalancha de protestas de los Caballeros de San Juan de Lorain, en Ohio, de las Hijas de Isabella de Owensboro, en Kentucky, y de otras organizaciones religiosas y femeninas[37]. Martin Quigley condenó la película en su Motion Picture Herald [38]. La publicación jesuíta America calificó la danza de la «luna desnuda» como «la secuencia más desagradable jamás aprobada por los censores de Hollywood»[39]. Southern Messenger pidió a los católicos que boicotearan la película y dijo que era «una absoluta inmundicia»[40]. Muchos clérigos católicos de todo el país coincidieron con el obispo de Cleveland, Joseph Schrembs, que eligió una misa de Noche Vieja para atacar la película, a la que calificó de «hipocresía condenable»[41].

En vista de semejante reacción, resulta extraño que el guión no provocara tanto escándalo cuando fue enviado a Joy para su inspección. El censor de Hollywood no tuvo nada que objetar a las escenas en la bañera, la orgía, la danza lesbiana o la matanza de cristianos. No obstante, expresó cierta preocupación por la escena de la «chica desnuda» atada al poste y a punto de ser violada por un gorila[42]. Al aplicar el Código, Joy consideró que el mensaje general de la película era moralmente aceptable; por tanto, le dio a DeMille cierta libertad de acción para mostrar las tentaciones utilizadas para apartar a los cristianos de su fe. Por ejemplo, le dijo a la Paramount que no se oponía a la danza en la orgía porque la interpretaba como un intento fallido de «tentar» a la muchacha cristiana; sin embargo, advirtió al estudio que a lo mejor los Consejos de Censura estatales no estarían de acuerdo con él[43]. Joy informó a Hays de que, pese a que la película iba a levantar polémicas, DeMille se había «abstenido […] de excederse con las orgías romanas»[44].

DeMille escribió en su autobiografía que Will Hays se puso en contacto con él durante la polémica por la danza de la «luna desnuda». Según DeMille, Hays, que estaba de acuerdo con Martin Quigley, quería saber qué pensaba hacer con esa escena. «Will —le dijo el director—, escucha mis palabras con atención porque es posible que quieras citarlas. Absolutamente nada»[45].

Quizá lo dijo; quizá no. Con los directivos de la Paramount DeMille fue más cauto: a George J. Schaefer le dijo que se oponía a cualquier corte; le recordó que la gente que quería cortes era la misma que se había opuesto a The Ten Commandments y a The King of Kings. «¿Cuántas personas no irían al cine hoy en día por culpa de una danza sensacionalista?», preguntó. No obstante, DeMille era, por encima de todo, un práctico hombre de negocios. Le dio permiso a Schaefer para que realizara todos los cortes que creyera necesarios si, en su opinión, la cinta original podía «perjudicar la recaudación»[46].

No toda la opinión pública estuvo en contra de DeMille y la Paramount. Del mismo modo que el público discutía sobre los gangsters del celuloide, también manifestaba puntos de vista opuestos sobre las lecciones morales que debían desprenderse al ver el libertinaje de los paganos en la pantalla. Preocupada por la opinión de los católicos, la Paramount buscó activamente un apoyo religioso a The Sign of the Cross. El padre Louis Emmerth, del Colegio Marista del norte del Estado de Nueva York, aprobó la película, ¡y la vio cuatro veces! El padre Joseph Dufort, de Ironwood (Michigan), llevó a sus monaguillos a verla porque le pareció que era una fuente de «instrucción religiosa». El padre McGabe, de Portland (Oregon), instó a todos su parroquianos a que fueran a ver la película, que también fue aprobada por los católicos de la Archidiócesis de Nueva Orleans[47].

Los Consejos de Censura estatales tuvieron pocos motivos para protestar. Kansas y Pennsylvania aprobaron la película sin cortes, y en los demás Estados sólo sufrió pequeños cambios (se suprimieron la escena de la bañera y la de la chica con el gorila). Mordaunt Hall, del New York Times, alabó la película porque era «un espectáculo visual sorprendente»[48]. Harrison’s Reports, que normalmente arremetía contra las películas «inmorales», dijo a los exhibidores que «nadie podía dejar de ver» The Sign of the Cross, donde las orgías eran escenificadas «con delicadeza»; por otra parte, la publicación creía que muy pocos comprenderían la «danza lesbiana». La violencia, proseguía la reseña, «al igual que la violencia en I Am a Fugitive From a Chain Gang, en Frankenstein y Dracula», no debía «perjudicar a las taquillas»[49]. The Sign of the Cross no fue una excepción. Pese a que se estrenó en 1932, en plena Depresión, el público pagó un dólar y medio para verla. El día del estreno era feriado bancario en todo el país, y hubo un lleno total; las salas se vieron obligadas a aceptar pagarés de los clientes que no pudieron sacar dinero del banco. Al parecer, nadie se sintió defraudado. The Sign of the Cross llevó millones de dólares a las arcas de la Paramount en un momento en el que el estudio se enfrentaba a la bancarrota. DeMille volvió a consolidarse como un director taquillera con su espectáculo bíblico.

En el verano de 1932, Joy llevaba cinco años trabajando con los productores y los Consejos de Censura estatales. Frustrado por su situación sin salida, le dijo a Hays que dimitía y que aceptaba un cargo ejecutivo en la Fox, aunque permanecería en la Comisión hasta que Hays nombrara a un sucesor[50].

La dimisión de Joy dio pie a un aumento de las críticas que acusaban a la industria de no imponer su propio Código. Quigley advirtió a Hays, en un hiriente editorial del Motion Picture Herald, que la situación en aquel momento era un «portento de peligro». La industria iba a perder su posición de fabricante de entretenimiento masivo si seguía ofreciendo un producto «que repugna a los ideales norteamericanos»[51]. Cuando Hays le respondió pidiéndole que le recomendara a alguien para sustituir a Joy, el director del Herald volvió a arremeter contra él por negarse a aplicar el Código. «A mi entender —escribió Quigley—, el proyecto del Código se ha convertido en un desastre» y la culpa «[…] es sólo suya». Quigley advirtió a Hays que, si no obligaba a los productores a tomarse el Código en serio, «millones de espectadores y miles de personas de importantes instituciones religiosas, sociales y educativas le atribuirían la responsabilidad»[52].

Joe Breen, ayudante de relaciones públicas de Hays en Los Angeles y asistente ocasional de Joy, estaba de acuerdo con Quigley. Se quejó al padre Wilfrid Parsons de que «aquí a nadie le importa el Código ni ninguna de sus disposiciones». Dando rienda suelta a su frustración, Breen afirmó que Hays les había dado a todos «gato por liebre cuando nos presentó el Código». Pero Breen también culpaba a los judíos de Hollywood; admitía que Hays hubiera realmente creído que «esos malditos judíos iban a obedecer las disposiciones del Código, pero si lo hizo, entonces tendrían que censurarlo a él por su absoluto desconocimiento de esa raza». Breen acusó a los judíos de no conocer siquiera el significado de la palabra moralidad:

Sólo son una pandilla de malvados que no respetan nada que no sea ganar dinero […] Aquí [en Hollywood] prolifera el paganismo en su forma más virulenta. Las borracheras y las orgías son cosa de cada día. Hay una perversión sexual galopante […] está plagado de directores y estrellas pervertidos […] Estos judíos parece que sólo piensan en el dinero y en la indulgencia sexual. Aquí el pecado más vil es la indulgencia para todos, y los hombres y las mujeres que se meten en este negocio son los mismos que deciden cómo tiene que ser el cine de este país. Ellos y sólo ellos toman la decisión. El noventa y cinco por ciento de estas personas son judíos inmigrantes de la Europa oriental. Son, con toda probabilidad, la escoria de la tierra[53].

La vehemencia de estos comentarios dirigidos a un sacerdote católico es sorprendente; no obstante, la corriente larvada de antisemitismo y la acusación a los judíos de ser los responsables de las películas «inmorales» eran una característica destacada de la campaña a favor de la censura. El canónigo Chase fustigó al «elemento judío» en sus ataques a la industria. Breen salpicaba sus cartas de comentarios antisemitas, y los documentos disponibles no revelan que los destinatarios sintieran rechazo por tales observaciones. Eso no significa que compartieran los puntos de vista de Breen; sólo demuestra que no se oponían lo suficiente como para protestar (en el capítulo 6 se abordan más ampliamente las relaciones entre el antisemitismo y la censura cinematográfica).

La primera persona elegida por Hays para sustituir a Joy fue Carl Milliken, su asistente ejecutivo. Milliken rechazó la oferta, diciéndole a Hays que su temperamento «tendería hacia una combatividad demasiado grande y a hacer pocas concesiones en cuestiones de interpretación […] y eso puede ser especialmente grave durante los próximos meses, cuando la necesidad económica tentará de un modo inevitable a los productores a hacer películas sensacionalistas y taquilleras». Lo más probable es que Milliken fuera consciente de la naturaleza de callejón sin salida del cargo. Sugirió a Hays que permitiera que los asistentes de Joy, Lamar Trotti y Joe Breen, dirigieran la Comisión, y que Hays se dedicara más al trabajo de cada día[54].

Hays finalmente resolvió el problema cuando anunció que el doctor James Wingate, censor jefe del Departamento Estatal de Educación en Nueva York, había aceptado el cargo. Licenciado en el Union College, Wingate había participado en la censura cinematográfica de Nueva York desde 1927. Se oponía con firmeza a las películas de gangsters, pero había trabajado con eficacia junto a la MPPDA para conseguir que las películas fueran aprobadas para el lucrativo mercado neoyorquino. Hays confiaba en que la experiencia de Wingate como censor estatal le permitiera colaborar con los estudios de un modo eficaz.

Como una señal ominosa para Hays y la industria cinematográfica, el descontento católico con Hollywood empezó a aflorar por todo el país. Pese a que católicos como Lord y Quigley habían intentado colaborar con Hays, la jerarquía eclesiástica siempre había guardado las distancias; esta situación empezó a cambiar en 1931-32. La publicación nacional de los Caballeros de Colón, Columbia, preguntó: «¿Alguien sabe lo que ha pasado con el Código?»[55]. Catholic Action dijo a los lectores que las películas seguían siendo tan moralmente «subversivas y destructoras de los principios cristianos» como antes[56]. El Consejo Nacional de Hombres Católicos protestó por «el claro llamamiento [de Hollywood] a la lujuria sexual» y la manera de ridiculizar «los principios sagrados que han hecho que el padre y la madre, el hogar y los hijos, la modestia, la integridad personal, la disciplina y la probidad sean palabras de honor entre nosotros»[57]. Las Hijas Católicas de América condenaron las películas por perniciosas[58]. Ave Maria pidió a los católicos que expresaran su desaprobación boicoteando las películas inmorales[59].

El nombramiento de Wingate provocó la respuesta inmediata de America, la prestigiosa publicación jesuíta dirigida por el padre Wilfrid Parsons. En una «Carta abierta al Dr. Wingate», America le exigió a éste que elevara el tono moral de las películas. «Hace cuatro o cinco años el cine exaltaba a la virgen; hoy glorifica a la libertina». Citó Possessed como un ejemplo del tipo de película que, al parecer de America, corrompía la moralidad norteamericana. Pese a que en Possessed no había ni una sola frase o escena objetable, condenó la trama entera porque la «unión culpable» entre Gable y Crawford se presentaba como algo «tierno, profundo, hermoso, magníficamente leal» y como una relación colmada «de felicidad». El resultado era que el público «se veía inducido a simpatizar con los pecadores y a aprobar sin reservas su amor». America concluía su ruego a Wingate esperando que 1933 trajera consigo un cambio notable en el contenido de las películas. Al cabo de poco menos de un año, la revista jesuíta pediría la sustitución de Wingate y la Iglesia católica lanzaría su campaña de la Legión de la Decencia, que obligaría a Hollywood a imponer una severa censura a su producto[60] (véase al respecto el capítulo 6).

Wingate, que asumió la responsabilidad de interpretar el Código a finales de octubre de 1932, no hubiese podido acceder al cargo en un momento más difícil. Apenas se había instalado en su despacho cuando los estudios de la Paramount le consultaron acerca de la posibilidad de rodar una película basada en la obra teatral de Mae West, Diamond Lil.

En 1933, Mae West apareció en Hollywood como la mujer que mejor personificaba la revolución sexual de la década anterior. A West no la mantenía ningún hombre, no necesitaba salir desnuda para sugerir sexualidad, y entusiasmaba a la vez que enfurecía a los espectadores por su manera de desafiar la tradición. Si había una artista en Estados Unidos que personificara lo que los reformadores del cine y del Código no querían, ésa era Mae West. Reina de los dobles sentidos, West había deleitado y escandalizado al público teatral durante años con su humor procaz. Tras una larga carrera en el vodevil, West escribió y protagonizó Sex, estrenada en Broadway en 1926. Pese a que la prensa local se negó a anunciar la producción, se representaron 375 funciones antes de que las autoridades de Nueva York llegaran a la conclusión de que la obra estaba «corrompiendo la moralidad de la juventud». West fue detenida, le pusieron una multa de 500 dólares y la condenaron a diez días de cárcel. Sin dejarse intimidar por lo que ella consideraba una actitud malsana hacia el sexo, escribió The Drag, una visión seria de la homosexualidad, que se representó con éxito en Nueva Jersey pero fue prohibida en Broadway[61].

Pese a que Sex y The Drag le proporcionaron fama, fue Diamond Lil y su interpretación de una artista de lupanar de finales del siglo lo que le procuró el respeto y la admiración del público y de la crítica de Nueva York. En el papel de Bowery Jezebel, West es la amante de un matón de Nueva York cuyo club nocturno es una tapadera para la trata de blancas. En la obra, ella mata accidentalmente a una mujer perteneciente a la banda, seduce a un capitán del Ejército de Salvación que resulta ser un policía secreto, ¡y al final se va a vivir con él y acaba felizmente! West deleitó al público con sus números musicales agresivamente sensuales, como «Frankie and Johnny», «Easy Rider» y «A Guy What Takes His Time». Un crítico juzgó la obra como «bastante necia», pero vio que West estaba tan «viva en el escenario como cualquier persona en la vida real; brilla, sorprende —escandaliza, si lo prefieren— compromete y confunde». Diamond Lil, escribió New Republic, era una «broma del teatro popular sobre nuestro teatro culto»[62].

Ése fue el punto fuerte de Mae, y también la causa de su caída. Se burlaba de la sociedad, sobre todo de la gente que deseaba reprimir cualquier discusión sobre la sexualidad. Al convertirse en agresora, en la mujer que iniciaba la seducción, desafió la idea tradicional de la mujer como miembro pasivo de la pareja y desinteresada por el sexo. El papel que West se creó para sí misma era el de una mujer que disfrutaba con el sexo, que dominaba a los hombres, no a través de su cuerpo sino a través de su cerebro: simplemente se burlaba de ellos. A las mujeres les encantaba, y la adoraban. Su humor mordaz hacía que las relaciones entre ios hombres y las mujeres les resultaran divertidas, y los hombres quedaban como unos tontos y débiles. En una cultura que desarrollaba y perfeccionaba la imagen de la «rubia boba», Mae West asumía un papel de contrapeso de la cultura popular y deleitaba a la mayoría del público, a la vez que indignaba a los reformadores. Si bien, como han sugerido algunos historiadores, no fue responsable de la creación de la Production Code Administration, de Joseph Breen, ni de la Legión Católica de la Decencia, contribuyó, al igual que DeMille, a definir los límites de la expresión cinematográfica.

Una artista tan popular y polémica como la West ejercía una atracción natural hacia la industria cinematográfica. Su talento, no obstante, no se había adaptado con facilidad a la pantalla en la era del cine mudo. Fue la introducción del sonido lo que hizo que Mae West resultara atractiva para Hollywood. En 1930, la Paramount pidió permiso a la Oficina Hays para llevar a Mae West y su producción Diamond Lil a la pantalla. El estudio recibió la noticia de que la Oficina Hays había prohibido la obra por «las situaciones dramáticas vulgares y los diálogos altamente censurables», que darían lugar a una película «inaceptable»[63].

Debido al éxito de taquilla en 1930, el estudio había aceptado la autoridad de Hays; pero en 1932 la situación había cambiado por completo[64]. En vista de la crisis económica, no se podía pasar por alto a una personalidad potencialmente taquillera como Mae West. La Paramount tenía que hacer frente a los pagos de una deuda superior a cien millones de dólares, y en 1932 sufrió unas pérdidas de 21 millones de dólares. El estudio estaba desesperado por sacar más éxitos como The Sign of the Cross, de DeMille. Pese a su plantilla de estrellas, que incluía a Marlene Dietrich, Carole Lombard, Claudette Colbert, Kay Francis, George Kaft, Gary Cooper, Fredric March y Cary Grant, las películas de la Paramount iban a la zaga en las taquillas. La crisis económica también provocó una reorganización interna: el jefe de producción B.P. Schulberg fue despedido; a Jesse Lasky, uno de los fundadores de la industria, se le facilitó la jubilación; y Emanuel Cohen fue contratado para que diera sabor a los productos de la Paramount[65].

Ni Cohen ni West sentían un gran respeto hacia las fórmulas de Hays. Una de las primeras decisiones que tomó Cohen como jefe de producción fue la de traer a Mae West a Hollywood. Cuando se bajó del tren en Los Angeles, la West declaró a los sorprendidos periodistas: «No soy una niña pequeña de una ciudad pequeña que viene a triunfar en una gran ciudad. Soy una niña grande de una ciudad grande que viene a triunfar en una ciudad pequeña». Debutó en el cine con Night After Night (1932), donde se le asignó un papel pequeño, el cuarto del elenco, pero nadie fue capaz de eclipsarla. Se deslizó por la película con su inolvidable movimiento de caderas, sus ocurrencias graciosas y, como admitió el protagonista George Raft, «lo robó todo menos la cámara». Animado por el entusiasmo que despertó West y todavía más por los ingresos de taquilla, Cohén le ofreció 100.000 dólares para rodar otra película. Ella aceptó, pero insistió en que la película fuera Diamond Lil. West ya se había enfrentado a la censura de Nueva York y no temía a Hollywood. Había hecho algo por el teatro que jamás se les había pasado por la cabeza ni siquiera a los magnates hollywoodenses más liberales: había ido a la cárcel[66].

Técnicamente, la Paramount no podía producir una versión cinematográfica de Diamond Lil mientras ésta estuviera en la lista de prohibiciones de la MPPDA; pero 1932 fue un año nefasto para millones de personas, incluidos los ejecutivos de la Paramount, que siguieron adelante con los planes de producción sin contar con la aprobación de Hays ni de los censores de Los Angeles. Incluso pese a que Hays le recordó a Adolph Zukor que el estudio estaba violando las directrices de la MPPDA, el 21 de noviembre de 1932 la Paramount inició la producción del guión escrito por West y John Bright. Wingate se negó a leer los guiones presentados por la Paramount hasta que el estudio no hubiera recibido la autorización de la MPPDA; la Paramount se negó a solicitarla y siguió adelante con la producción. Este atolladero se resolvió cuando en una junta especial, la Oficina Hays aprobó Diamond Lil oficialmente con la condición de que no se usara el mismo título, que no se retratara a West como una «mantenida», que no se identificara al joven misionero como miembro del Ejército de Salvación y que se evitara el tema de la «trata de blancas»[67]. Wingate colaboró con el estudio durante la producción para suavizar la película eliminando referencias al pasado de Lady Lou (Mae West), sustituyendo la trata de blancas por falsificaciones y recomendando que la película se presentara como una «comedia» en lugar de un drama serio. Como es obvio, la Paramount y la West no tuvieron ningún problema con el último requerimiento. She Done Him Wrong se rodó en sólo dieciocho días y con un coste de 200.000 dólares, de los cuales West cobró la mitad. La película se hizo tan deprisa que Wingate tuvo pocas oportunidades para reaccionar frente el guión o las letras de las diversas canciones interpretadas por West para realzar su actuación. En cambio, insistió en que se cortaran unos versos de «A Guy What Takes His Time»[68], pero, como advirtió Variety en el caso de West la letra de una canción era lo de menos porque era incapaz de cantar una «nana sin que resultara sexy»[69].

Wingate se dio cuenta de ello cuando asistió al estreno en febrero de 1933. El escenario era «el indecente barrio de Bowery en los alegres años noventa». Mae West es la hermosa Lady Lou, cantante del club de Gus Jordán (Noah Beery, sr.). Lou es oficialmente la chica de Jordán, si bien todos los que la conocen se enamoran de ella de inmediato. Jordán, sin que Lou lo sepa, dirige un negocio ilegal utilizando el club como tapadera. Pese a que nunca se dice claramente, es obvio que Jordan y la rusa Rita (Rafaella Otiano), junto con su amante Serge Stanieff (Gilbert Roland), se dedican a la trata de blancas, además de a la falsificación, un crimen más aceptable para el cine. Cuando una joven intenta suicidarse en el local, Lou la ayuda inocentemente y la pone en manos de Rita, que le pregunta con lascivia si alguna vez ha oído hablar de «la Costa Bárbara». A pesar de que las intenciones de Rita son evidentes para el público, la escena también demuestra que Lou desconoce las actividades criminales que se llevan a cabo en el club. Sólo es una cantante que llena la sala todas las noches.

Y sus canciones son de lo más provocadoras: ante un público compuesto de hombres canta «A Guy What Takes His Time»; la letra (de Ralph Rainger) era evidente, clara —al igual que la del moderno éxito de las Pointer Sisters «Slow Hands»—, y aún más interpretada por West. Mae, como siempre, se burla de la libido y el ego masculinos: mientras canta, un grupo de hermosas jóvenes recorre la habitación robando las billeteras a los hombres. Estos no sospechan nada mientras Mae gime:

A guy what takes his time

I’ll go for any time.

A hasty job really spoils the master’s touch

I don’t like a big commotion.

I’m a demon for slow motion or such

Why should I deny

That I would die

To know a guy what takes his time?

There isn’t any fun

In gettin’ somethin’ done

If you’re rushed when you have to make the grade.

I can spot an amateur

Appreciate a connoisseur at his trade

Who would qualify

No alibi

To be a guy what takes his time.

A un tío que se toma su tiempo

lo elegiré siempre.

Un trabajo rápido estropea el toque del maestro.

No me gustan las grandes conmociones.

Soy un demonio para el movimiento lento.

¿Por qué habría de negar que me moriría

por conocer a un tío que se toma su tiempo?

No es nada divertido hacer algo

si te dan prisas para lograr lo que te propones.

Sé detectar a un aficionado

y apreciar a un experto en el oficio

que le permite ser

sin excusas

un tío que se toma su tiempo.

Mientras Mae canta, en la calle corre el rumor de que ha llegado a la ciudad un nuevo policía, el «Halcón» (Cary Grant), que persigue a Jordan y su banda. El «Halcón» se disfraza de joven misionero: ahora es el capitán Cummings, y finge dirigir una misión (pero no del Ejército de Salvación) al lado del club de Jordan. La seriedad de Grant es perfecta para la agresiva West. Cuando se conocen, ella le susurra: «¿Por qué no vienes a verme un día de estos? Estoy en casa todas las noches». Él finge desinterés y West replica: «Tú sí que eres fácil». Más tarde, Cummings la toma por una bromista; cuando le pregunta si alguna vez ha conocido a un hombre capaz de hacerla feliz, West responde: «Claro, muchas veces». Desde luego, no es una coqueta tímida y gazmoña.

La escasa trama avanza rápidamente. El capitán Cummings está loco por Lou. Cuando ésta va a visitar a su antiguo novio en la cárcel, es como si estuviera en su casa: todos la conocen. Es una mujer de mundo. Un nuevo conflicto amoroso surge cuando Serge Stanieff, el amante de Rita, le declara su amor a Lou y le regala una joya de aquélla. Al enterarse, Rita se enfurece y le saca un cuchillo a Lou. Las dos mujeres se pelean y Rita muere. Cuando Lou y su guardaespaldas se deshacen del cuerpo, ella dice (se supone que al público): «Estoy haciendo algo que nunca había hecho». De ese modo, la muerte de Rita queda como un accidente, no como un asesinato a sangre fría.

El gran final llega cuando la policía toma declaración a algunas de las muchachas que han sido víctimas de Jordan y de la difunta. El «Halcón» aparece en el bar, ordena una redada, detiene a la banda y se acerca a Lou con unas esposas. «¿Crees que realmente son necesarias? —pregunta ella—. ¿Sabes?, yo no he nacido con esposas». Sacudiendo la cabeza, Cummings responde: «No. De haber sido así, muchos hombres habrían estado más seguros». Con una sonrisa y la mano en alto, Lady Lou replica: «No lo sé. Las manos no lo son todo». Mientras los dos se alejan en un carruaje, quizá a la cárcel, quizá a un hotel, el «Halcón» le enseña a Lou un anillo de diamantes. Ella lo acepta y él dice: «Serás mi prisionera y yo tu carcelero durante mucho, mucho tiempo, niña mala». Por supuesto, Lou tiene que soltar la última frase. Sonríe con malicia y dice: «Ya te enterarás».

«Salvo el título, no hay grandes cambios, pero no se lo dígan a Will Hays», se burló Variety[70]. El censor Wingate estaba preocupado. Conocía, por supuesto, la presión a la que la Paramount había sometido a Hays, y también era consciente de los problemas económicos del estudio. Aun así, advirtió al estudio que la película «se exponía a desagradar a […] los Consejos de Censura y a personas con cargos públicos». La protagonista «queda como una persona que primero comete un asesinato y después colabora para ocultar el cadáver». En flagrante violación del Código, ninguno de los dos crímenes es castigado. Asimismo, Wingate advirtió al estudio que se preparara para eliminar la canción «A Guy What Takes His Time»[71]. En un telegrama le dijo a Hays que no estaba convencido de que «ese tipo de películas le haga bien a la industria», pero también reconoció que cuando vio la película en una sala de Los Angeles el público no cesaba de reír y parecía pasárselo en grande con Mae West[72].

3. Cary Grant y Mae West en She Done Him Wrong.

Wingate tenía razón en dos aspectos: los Consejos de Censura se enfurecieron y los admiradores de West colapsaron las taquillas en todo el mundo. Cuando sus antiguos colegas del Consejo de Censura de Nueva York oyeron a la West cantando «A Guy What Takes His Time», mandaron un telegrama a su amigo: «¿Has analizado la letra de la canción?». Wingate repuso tímidamente que ya se lo había advertido a la Paramount[73]. En cuanto Nueva York, Ohio, Maryland, Massachusetts y Pennsylvania retiraron la canción de las copias exhibidas en esos Estados, Hays intervino en la refriega y colaboró en privado en Nueva York con Adolph Zukor, de la Paramount, para reducir la canción a «la aparición de Mae West, el verso inicial y el último»; Hays esperaba que así se acabaría la mayor parte de la irritación[74]. Pese a la depuración, el público de Ohio y Pennsylvania se perdió la mayoría de las frases ingeniosas de West: los censores las habían suprimido. La película fue prohibida en Atlanta y rechazada por Australia, Austria y Finlandia[75].

Pero la verdadera historia de She Done Him Wrong no reside en que se hayan eliminado unas cuantas frases, ni en que haya sido prohibida en algunos lugares, sino en su sorprendente popularidad. West se convirtió en una figura de culto a escala internacional. Pese a que los pastores, los clubes de mujeres y los censores locales y estatales la condenaron por inmoral, la policía de Nueva York, que había detenido a West por sus representaciones teatrales, tuvo que controlar a las multitudes que intentaban comprar las entradas para ver la película, que recaudó más de dos millones de dólares en menos de tres meses. Al cabo de seis meses se habían representado más de seis mil funciones y se habían batido los records de taquilla en todas partes. La gente estaba tan desesperada por ver a la West que Night After Night fue relanzada con más de cinco mil programaciones. El éxito no se limitó a los Estados Unidos, fue también internacional, universal. Los espectadores de Londres y París invadieron las salas para comprar entradas, y gozó de igual popularidad en las pequeñas ciudades de Estados Unidos y en los centros internacionales europeos. Desde Kasson (Minnesota), el propietario de una sala de cine declaró que la película «agradaba a casi todo el mundo», y que había sido la que más dinero había recaudado en todo el año. Desde Adair (Iowa), el propietario de la sala advirtió que cuando la West soltaba sus famosos «ven a verme un día de estos» y «tú sí que eres fácil», «la sala se venía abajo». «A uno le entran ganas de ronronear», se decía en Rob Wagner’s Scripts[76]. Pese a su prohibición en Atlanta, Frank Daniel, crítico de cine del Atlanta Journal, «recomendó encarecidamente» la película y escribió unos comentarios feroces sobre el Consejo de Censura, que según él había «perdido la dignidad para convertirse en una entidad molesta, entrometida, vengadora y mezquina»[77]. La mayoría de los habitantes de Atlanta coincidieron con él: una pequeña sala justo en las afueras de la ciudad hizo el negocio de su vida con She Done Him Wrong. En el verano de 1933, la West había batido todos los records de taquilla establecidos por Garbo y Dietrich. Ambas estrellas, de vacaciones en Europa, regresaron de inmediato a Hollywood[78].

Como era de esperar, después de ver She Done Him Wrong, el padre Lord dirigió una nueva protesta a Hays en la que se quejaba de que la película violaba su Código en todos los sentidos. Hays se mostró comprensivo y reconoció que la película «ilustra prácticamente todos y cada uno de nuestros problemas». Tras explicar sus infructuosos intentos de apartar Diamond Lil de la pantalla, le pidió a Lord que entendiera que los problemas económicos de la Paramount eran tan graves que el estudio fue autorizado a arriesgarse con Mae West. Hays también le recordó que los críticos habían «aclamado unánimemente» la película como una «comedia espléndida» y, lo que era más importante, estaba «batiendo los records de taquilla»[79].

West era demasiado famosa como para que en 1933 pudiera frenarla un Código. El estudio se lanzó a producir otra película, I’m No Angel, para satisfacer a sus millones de admiradores. Wingate miró el guión por encima y, tras declarar que «no contenía ninguna escena de sexo objetable», no pidió cambios. Tuvo pocos contactos con el estudio durante la producción y, salvo unas cuantas modificaciones en las letras de las canciones, el guión no se modificó. Cuando Wingate fue invitado a ver el producto final, informó a los directivos de la Paramount de que «disfrutó con la película», que cumplía su función de entretener; por lo demás, le pareció que acataba el Código. A Hays le dijo que había que «felicitar» al estudio porque el film no contenía ninguna escena «dudosa»[80]. Aprovechando la imagen de niña mala de la actriz, I’m No Angel —algo que todo el mundo ya sabía de West— llegó a las pantallas en otoño de 1933.

Esta vez el escenario es una carpa de circo. West encarna a Tira, una artista en una feria ambulante, una especie de bailarina y presentadora en la sórdida atracción ambulante de Big Bill Barton. Como actividad suplementaria, ella, junto con su compinche, atraca a los tontos incapaces de resistir sus encantos, pero se le acaba la suerte cuando uno de los tontos, después de recibir un golpe en la cabeza, se recupera y acude a la policía. Cuando se ve a merced de su jefe (Edward Arnold), que la ayuda a huir de la policía, Tira accede a actuar de domadora de leones. El circo se presenta en Nueva York y, cuando Tira entra en la jaula y hace restallar el látigo, toda la ciudad enloquece. Como siempre, los hombres se pelean por sus favores, y ni siquiera los leones pueden con ella. Cuando entra en la jaula, las bestias salvajes actúan igual que los humanos: pasan por el aro en cuanto ella se lo ordena.

El toque romántico lo proporciona Jack Clayton (Cary Grant), un joven y afable millonario que se enamora de Tira. Los dobles sentidos son picantes y contundentes: «Cuando soy buena, soy muy buena, pero cuando soy mala, soy mejor», alardea. Cuando se le acusa de «conocer» a muchos hombres, Tira, en lugar de protestar, replica: «No se trata de los hombres en mi vida, sino de la vida en mis hombres». Y así sucesivamente. Era la West en toda su pureza, sin censura, obscena para los principios de la época, pero siempre genial y, aunque no fuera del todo decente, divertida. Al público le encantó, algunos críticos la alabaron y otros la pusieron por los suelos. Mordaunt Hall, en un artículo para el New York Times, alabó a West por su «destacado ingenio», y la película por ser «un espectáculo rápido como el fuego, con un humor desvergonzado pero totalmente contagioso». Martin Quigley debió de palidecer cuando los periodistas de su Motion Picture Herald recomendaron a los propietarios de las salas de cine que «iluminaran el nombre de la estrella en la marquesina». Variety criticó el argumento, pero advirtió a los propietarios de las salas que se prepararan para la avalancha de admiradores. El Tribune, de Nueva Orleans, vio a West como una actriz que «le ha cogido el truco a satirizar a las extravagantes criaturas que representa. Y eso sólo pone en peligro la moralidad de los que carecen de sentido del humor». El New Republic declaró que West era la mejor actriz de Hollywood junto a Charlie Chaplin. «Su sentido del tiempo no tiene igual», escribió Stark Young. ¿Era obscena?, se preguntó. No, concluyó, porque su poder se basaba en su ingenio, no en el «egotismo indecente» que marcaba tantas películas norteamericanas. Young comentó además que el público se ponía a reír anticipándose a las ocurrencias de West. Sus admiradores veían las películas una y otra vez, y se podía adivinar el placer en los rostros de los espectadores cuando preveían un chiste de West. Al concluir su artículo, Young escribió: «Pensar en I’m No Angel te hace sonreir»[81].

Sin embargo, no provocó ninguna sonrisa en las labios del clero de Haverhill (Massachusetts), que la condenó por «desmoralizadora, indignante, provocadora e indecente». Tonterías, repusieron el alcalde de Haverhill y el Ayuntamiento cuando rechazaron una moción presentada por los pastores para prohibir la película. Los miembros del Ayuntamiento coincidieron con Wingate, y no vieron nada «dañino u objetable» en I’m No Angel. En Plymouth, cerca de allí, el reverendo Paul G. Macy calificó la película como la peor que había visto en su vida. El Christian of Kansas City, no obstante, demostró que no todos los cristianos carecían de sentido del humor, ni todos los del Medio Oeste eran fundamentalistas agitando biblias. Un artículo de Jack Moffit comenta el fenómeno West:

Mae West les hace más gracia a las mujeres que a los hombres, porque es la imagen de la mujer triunfante, despiadada y sin escrúpulos, frente a los pobres, tontos y torpes hombres. (…) Y matronas perfectamente respetables, que se rebelarían ante cualquier otro tipo de vampiresa, aceptan el modelo vulgar, divertido y alegre que representa Mae West, y están todas encantadas con ella. Entre estas matronas respetables, hay muy pocas que imitarían sus tácticas, pero les gusta verlas[82].

A finales de 1933, más de 46 millones de espectadores —incluyendo, sin duda, a muchas de las matronas descritas por Jack Moffit— habían visto las dos películas, y West ocupaba el octavo puesto en la clasificación de las estrellas más taquilleras de Hollywood. Su enorme popularidad reportó millones de dólares a las tan necesitadas arcas de la Paramount.

Nadie se sintió más agradecido que su presidente, Adolph Zukor: «Debo rendirle homenaje a otra gran profesional, Mae West, por el poderoso impulso que nos dio para salir del fango de la Depresión».

Sin embargo, al cabo de siete meses, tanto She Done Him Wrong como I’m No Angel fueron retiradas de la circulación. Pese a su tremenda popularidad, o quizá debido a ella, West se convirtió en una de las primeras víctimas del esfuerzo de los estudios por respetar el Código de un modo más estricto[83].

Los demás estudios no podían hacer caso omiso del «fenómeno» Mae West. Cuando Harry Warner se enteró de que la estrella había recibido el visto bueno de Hays y que la MGM planeaba llevar The Painted Veil a la pantalla, le dijo a Hays: «A partir de ahora quiero saber cómo dirigir este negocio», y amenazó con producir películas más atrevidas[84]. Al cabo de unas semanas, Warner Bros. empezó a rodar Baby Face. Un ejecutivo del estudio de la MGM, Sidney Kent, fue más directo: le dijo a Hays que She Done Him Wrong era la «peor película que había visto» y que no «entendía cómo su gente de la Costa había aprobado algo así». Kent predijo que la película abriría las esclusas de Hollywood[85]. La Paramount, que no necesitaba que la animaran, compró los derechos para rodar Sanctuary, de William Faulkner, una historia de violación, asesinato y perversión, y A Farewell to Arms, de Ernest Hemingway, una historia de amor sobre una «unión culpable» en el marco de la Primera Guerra Mundial. La RKO anunció su intención de rodar Ann Vickers, una novela de Sinclair Lewis cuya heroína es una exitosa asistenta social que sufre un aborto, tiene varios amantes y un hijo ilegítimo y, a pesar de eso, acaba bien.

Los intentos de Hollywood por llevar a la pantalla estas novelas tan polémicas enfurecieron a los guardianes de la moral, incluso más que Mae West.