2. La Oficina Hays y el Código moral para las películas

Will Hays es mi pastor, nada he de desear; Él me hizo yacer en posturas decentes[1].

Gene Fowler

«En los años veinte Estados Unidos estaba salpicado de mil Xanadús»[2], escribió el historiador del cine Ben Hall[3]. El nickelodeon había sido sustituido por enormes palacios que tenían cabida para miles de personas. Ir al cine era casi como ir al teatro o a la ópera. Los espectadores se encontraban con grandes vestíbulos ornamentados, a menudo decorados con obras de arte importadas y dotados de acomodadores y acomodadoras corteses, eficaces y uniformados que los acompañaban a sus butacas. Se podía comprar tentempiés recién hechos y poco costosos, y muchas de las nuevas salas disponían de guarderías con personal cualificado para que los padres pudieran disfrutar del espectáculo sin el coste adicional de una niñera.

Samuel Lionel «Roxy» Rothapfel fue el principal responsable de la creación de este ambiente teatral para el cine. «Roxy», primero en el Regent Theatre, de Nueva York, y después en Broadway, con el deslumbrante Strand, de 3.500 localidades, diseñado por el arquitecto Thomas Lamb, combinó un entorno suntuoso, un acompañamiento orquestal, actuaciones musicales y, casi como por casualidad, una película por quince centavos en el anfiteatro o por cincuenta en platea. El mismo «Roxy» declaró a los periodistas: «Les doy una buena película, una hora y cuarto de entretenimiento y, además, una orquesta de primera, y todo por el mismo precio»[4]. Los críticos coincidieron con él. «Anoche ir al nuevo Strand Theatre fue muy parecido a ir a una recepción presidencial, a un estreno en la ópera o a la inauguración de un concurso hípico», escribió Victor Watson, crítico teatral del New York Times[5]. Watson reconoció que «si alguien me hubiera dicho hace dos años que llegaría un día en que las personas más elegantes de la ciudad irían a la sala más grande y nueva de Broadway para ver una película, lo habría mandado al pabellón psiquiátrico del hospital Bellevue»[6].

A principios de los años veinte, la fórmula de «Roxy» se había extendido por todo el país en un frenesí de construcción de «palacios del cine». Los arquitectos de las salas, como Thomas Lamb, cuya firma llegó a ser un clásico, Rapp y Rapp de Chicago (conocidos por su «estilo Rey Sol») y John Eberson, cuyas salas «atmosféricas» se caracterizaban por sus techos con nubes y estrellas, construyeron 55 salas de entre 1.000 y 5.000 localidades en menos de una década. Otros estudios de arquitectura construyeron varios centenares más. Las salas exóticas, como la Egipcia y la China de Sidney Grauman en Los Ángeles, la Azteca en San Antonio y la Fisher en Detroit, que parecía un templo maya, llevaron a multitudes de espectadores a un mundo de fantasía que de lo contrario no habrían conocido. El Midland Theatre, de Loew, en Kansas City, que tenía cabida para 4.000 personas, presumía de tener una sala para mujeres fumadoras construida con el material rescatado de la mansión de William Vanderbilt en Nueva York. ¡Por quince centavos las mujeres de Kansas City podían ver una película y fumarse un cigarrillo en la Sala Oriental de Vanderbilt![7].

Esta orgía de construcción de salas llegó a su apogeo con The Roxy, la «catedral» del cine en Nueva York, con 6.200 localidades. La sala disponía de una rotonda de cinco pisos lo suficientemente grande como para dar cabida a 4.000 personas, un motivo arquitectónico que incluía «detalles renacentistas sobre formas góticas, combinados con fantasiosos toques moriscos», acomodadores cuyo jefe era un antiguo infante de marina, una biblioteca de música, un carillón de 4.500 kilos, cuatro pianos «Steinway» esparcidos en la sala, una planta eléctrica capaz de servir a una ciudad de 25.000 habitantes y servicios de aseo para 10.000 personas[8]. Y, además, una película.

A principios de los años veinte, la industria había cambiado de un modo casi tan drástico como las salas. El cine se trasladó al Oeste. En 1910 ya se había empezado a producir películas en California, pero el centro de la producción cinematográfica se hallaba en Nueva York. Cuando Vitagraph, el gigante de la industria, se trasladó a Los Angeles en 1913, sus competidores no tardaron en seguirle. Buscaban, escribió Kevin Brownlow, «sol, espacio y somnolencia». Sin embargo, el clima laboral de California, sin sindícalos, fue tan importante como el sol[9].

En esos años también nacieron los estudios cinematográficos modernos. La MGM, la joya de la corona de Hollywood, inició su historia empresarial con el vodevil. Marcus Loew, de Nueva York, poseía un pequeño grupo de teatros en los que se representaban espectáculos de variedades y se proyectaban películas de un rollo[10]. Frustrado porque no podía asegurar un suministro constante de películas para sus salas, Loew compró en 1919 la Metro Pictures Corporation, una productora y distribuidora en la que trabajaban Mae Murray, John Gilbert y Lon Chaney.

En 1924, Loew fusionó su Metro Pictures con el productor independiente Louis B. Mayer y con la Goldwyn Pictures, para formar la Metro-Goldwyn-Mayer, subsidiaria de Loew’s Incorporated. Mayer, que hizo fortuna como distribuidor y exhibidor en la zona de Boston, fue nombrado director de los estudios de la MGM en Culver City (construidos por Thomas Ince), y Marcus Loew se quedó en Nueva York para supervisar su emporio de exhibición y distribución cinematográfica.

Bajo la dirección de Mayer, la MGM llegó a ser sinónimo de glamour y de películas de calidad. Mayer y su jefe de producción, Irving Thalberg, trajeron a la MGM un increíble despliegue de talento. En los años treinta, el estudio tenía contratados a Wallace Beery, Clark Gable, Jean Harlow, Jeanette MacDonald, William Powell, Mickey Rooney, James Stewart, Spencer Tracy y Judy Garland. Es importante recordar, sin embargo, que el estudio de Hollywood sólo era una división de Loew’s, Inc., de Nueva York: era Marcus Loew, y no Louis B. Mayer, el que tenía el verdadero poder de la empresa. Mayer, que al principio de los años treinta se convertiría en el hombre más poderoso de Hollywood, recibía órdenes de Marcus Loew y, tras la muerte de éste en 1927, de Nicholas Schenck.

La historia de la Paramount también se inició en las calles de Nueva York. Adolph Zukor, un inmigrante húngaro, compró su primer nickelodeon en 1904. En 1912, Zukor ya tenía una pequeña cadena de salas y creó una productora subsidiaria, Famous Players Film Company, para proveer sus salas con películas de calidad. Al cabo de cuatro años, Zukor se fusionó con Jesse Lasky y los socios de éste (Samuel Goldwyn y Cecil B. DeMille) para crear lo que más tarde se convertiría en la Paramount.

Zukor tenía una gran capacidad de organización. Fue él quien perfeccionó el concepto de monopolio vertical en la industria —producción-distribución-exhibición—, que permitió a las compañías cinematográficas controlar su producto desde el principio hasta la presentación final. Zukor también comprendió, quizá más que cualquiera de los demás magnates, que las estrellas «vendían». Contrató a la estrella de los westerns William S. Hart, al cómico Fatty Arbuckle, a la «Novia de América» Mary Pickford, y a Douglas Fairbanks. Cuando Pickford y Fairbanks se marcharon, Zukor presentó al público norteamericano a Gloria Swanson, Rodolfo Valentino, Pola Negri, Clara Bow, W.C. Fields, Harold Lloyd, Claudette Colbert, Mae West y Gary Cooper.

Zukor utilizó el enorme poder de atracción de una Pickford o de un Fairbanks, y más tarde de Valentino o de Mae West, para obligar a los propietarios de las salas de cine a comprar en bloque toda la producción de la Paramount a cambio de asegurarles que recibirían las películas de las estrellas en las fechas deseadas. Las «contrataciones en bloque» se convirtieron en el ingrediente principal de las prácticas de marketing. También se atribuye a Zukor la imposición a los exhibidores de las «reservas a ciegas», una práctica que permitía vender las películas de antemano con poco más que la promesa de que se realizarían en algún momento. Si los exhibidores querían a Pickford, Fairbanks, Swanson, Valentino o a Mae West, tenían que comprar todo lo que producía la Paramount[11].

La venta en bloque y las reservas a ciegas se convirtieron en el blanco principal de la batalla contra el contenido de las películas. Los grupos reformistas sostenían que las prácticas de venta al por mayor adoptadas por las compañías cinematográficas obligaban a los exhibidores de las ciudades pequeñas a proyectar películas «inmorales» porque tenían que pagarlas aunque no quisieran exhibirlas. El Gobierno federal también atacó este sistema de venta al considerarlo una práctica comercial desleal. En 1927 se dictó una orden que obligaba al abandono de dichas actividades, pero la industria pudo postergar su cumplimiento mediante una serie de apelaciones; hasta 1947, el Gobierno federal no pudo despojar a las compañías cinematográficas del monopolio vertical ni acabar con las reservas en bloque.

El control de las salas de cine era un elemento clave tanto para la MGM como para la Paramount. En 1919, Zukor reunió diez millones de dólares y se dispuso a comprar salas. Al final de la década, la Paramount poseía novecientas salas, entre las que había varios grandes cines de estreno. En 1926, la empresa inauguró un gran estudio en Marathon Street (Los Angeles), y llegó a producir más de cien películas al año para abastecer su enorme imperio de cines.

El árbol genealógico de la Twentieth Century-Fox tiene sus raíces en los nickelodeon de Nueva York. William Fox, hijo de judíos emigrados de Hungría, invirtió los ahorros de toda su vida en un penny arcade[12] que incluía un pequeño nickelodeon. A partir de unos inicios tan humildes, Fox se expandió y creó una pequeña cadena de salas de cine. Con el fin de suministrar películas a sus salas, abrió su propia distribuidora, y cuando la Motion Picture Patents Company de Edison amenazó con hacerle el vacío, creó su propio estudio de producción. Fue uno de los primeros en entender el poder de atracción de las «estrellas de cine», razón por la que contrató a la legendaria «vampiresa» Theda Bara y al heroico vaquero Tom Mix. En 1917, la Fox se trasladó a Los Angeles, donde abrió un nuevo estudio.

Fox, único propietario, se endeudó enormemente para adquirir una cadena de salas de cine que le permitiría competir con la MGM y la Paramount. En 1929 ya controlaba más de quinientas salas, incluidas la sala insignia, San Francisco Fox, cuyos «foyers […] vestíbulos y auditorios eran una orgía de detalles dorados franceses», y el Roxy de Nueva York[13]. En 1929, un accidente de automóvil y el crack de la Bolsa devastaron el imperio cinematográfico de Fox, que en 1930 se vio obligado a dejar la empresa; cinco años después, la Fox Film Corporation se fusionó con Twentieth Century Productions, de Darryl F. Zanuck, convirtiéndose en Twentieth Century-Fox.

Los cuatro hermanos Warner se introdujeron en el negocio cinematográfico cuando en 1904 compraron una pequeña sala en Youngstown (Ohio). Los hermanos Albert, Harry, Jack y Sam trabajaron duro hasta que en 1918 reunieron el dinero necesario para comprar los derechos cinematográficos de My Four Years in Germany, de James W. Gerard, que convirtieron en una película popular del género «abajo los hunos»[14]. Con los beneficios obtenidos se trasladaron a California en 1919 y abrieron su primer estudio en Sunset Boulevard[15]. La primera estrella de Warner Bros, fue un perro, Rin-Tin-Tin, cuyas películas eran tan amenas como rentables.

En 1925, los hermanos obtuvieron gran prestigio con la compra de Vitagraph, y dejaron su huella en la historia del cine con la película semi-parlante The Jazz Singer, de Al Jolson, en 1927. Los beneficios obtenidos los invirtieron en la expansión del negocio. La adquisición de una cadena de cines y de la First National Pictures con su estudio en Burbank convirtió esta empresa familiar en un gigante de la industria, con un estudio de primera categoría y un imperio de más de quinientas salas, de las cuales treinta eran suntuosos cines de estreno. Tras su primera estrella canina, el estudio contrató a Joan Blondell, Edward G. Robinson, James Cagney, Barbara Stanwyck, Bette Davis, Paul Muni, Dick Powell, Humphrey Bogart y, por supuesto, a Ronald Reagan.

Universal Pictures fue fundada por el pequeño Carl Laemmle, que en 1906 había abierto un nickelodeon en Chicago. Frustrado por la falta de películas de calidad, se dedicó a la producción con el fin de proporcionar un producto digno a sus salas. Su primer film fue un melodrama de un rollo, en 1909. En 1915, Laemmle adquirió un rancho de cien hectáreas en el valle de San Fernando y construyó Universal City, un enorme estudio con múltiples ambientes de filmación, un hospital, dos restaurantes, talleres de construcción y su propio embalse. Laemmle mantuvo sus oficinas en Nueva York, y su primer jefe de producción fue su secretario particular, Irving Thalberg, que más tarde se fue a la MGM. Al igual que sus competidores, la Universal combinó los elementos básicos de producción-distribución-exhibición.

La RKO (Radio-Keith-Orpheum), se creó con la finalidad de distribuir películas sonoras. En 1926, David Sarnoff, de la RCA, se unió a Joseph P. Kennedy, que poseía una pequeña productora, la Film Booking Office of America (FBO). Ambos se fusionaron después con la cadena de cines Keith-Albee-Orpheum, convirtiéndose en RKO Radio Pictures, con estudios en Gower Street (Hollywood)[16]. En 1931, David O. Selznick fue contratado como jefe de producción, pero la dirección de la empresa se hallaba en Nueva York. El estudio que llevó a la pantalla King Kong (1933) y Citizen Kane (1940), de Orson Welles, sería finalmente adquirido por Howard Hughes.

La Columbia Pictures, de Harry y Jack Cohn, se creó en 1924. Fue un estudio del «ala pobre» de Hollywood; su mayor estrella fue el director Frank Capra, cuyas producciones mantuvieron el estudio a flote en los años treinta. Harry Cohn dirigía las operaciones en Hollywood; contrató a Jean Arthur, Ralph Bellamy y Glenn Ford, y, además, para redondear su plantilla de estrellas, se llevó a Melvyn Douglas de la RKO, a Cary Grant de la Paramount, a Irene Dunne de la Universal y a Rita Hayworth de la Fox. Jack estaba al mando de las oficinas de la empresa, que incluía una importante distribuidora, en Nueva York.

El caso de la United Artists fue ligeramente diferente. Creada en 1919 por Charles Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y D.W. Griffith, la UA era sobre todo una distribuidora de películas. «Los locos se han apoderado del manicomio», bromeó Richard A. Rowland, de la Metro[17]. En 1926, el presidente de la UA, Joseph Schenck, adquirió un circuito de salas y de ese modo se aseguró el estreno de las películas que distribuía. Además de las estrellas originales, la UA distribuyó films de productores individuales como Walt Disney, Darryl F. Zanuck, Alexander Korda, Walter Wanger, Hal Roach y Samuel Goldwyn.

A estos ocho estudios mayores hay que añadir Republic, Monogram y PRC (Producer’s Releasing Corporation), que se especializaron en westerns de bajo presupuesto, seriales y películas de serie «B». Los «menores» cooperaban en todo con los mayores, o dependían por completo de ellos para acceder a las salas urbanas y al sistema de distribución nacional que los mayores controlaban.

Al final de los años veinte, la MGM, la Paramount, la RKO, la Universal, la Fox, la Columbia y la Warner Bros eran reflejos unas de las otras: monopolios verticales a gran escala, dirigidos con mano de hierro, que producían, distribuían y exhibían películas. Éstas, producidas en California, se enviaban a las oficinas centrales de Nueva York para su duplicación y distribución. Las empresas poseían grandes cadenas de salas y obligaban a los demás exhibidores a comprar sus productos «en bloque» o «a ciegas».

La popularidad de las películas llegó a su auge en una década de marcados contrastes en la sociedad norteamericana. El idealismo de preguerra del presidente Woodrow Wilson y su «Cruzada para la democracia», fue sustituido por el sentimiento de alienación de la postguerra. Warren Harding, un republicano de Ohio, fue elegido presidente en 1920 con la promesa electoral de devolver el país a la normalidad. En el plano político, la nación se volvió conservadora y se volcó sobre sí misma. Estados Unidos se negó a formar parte de la Sociedad de Naciones, y la diplomacia norteamericana tenía como consigna practicar el aislacionismo. El miedo histérico a las ideas «radicales» y extranjeras, provocado por la revolución bolchevique rusa de 1917, dio lugar al «Susto Rojo». El fiscal general Mitchell Palmer, nombrado por Wilson en 1919, persiguió a los inmigrantes, los empresarios disolvieron los sindicatos y se llevó a cabo una purga de los liberales de todas las tendencias con el pretexto de preservar al 100% la pureza del norteamericanismo.

Popularmente conocidos como la «era del jazz», los años veinte también presenciaron el resurgimiento del Ku Klux Klan y su breve, aunque violento, reino de terror. El ascendente fundamentalismo religioso culpó a la educación moderna, sobre todo a la enseñanza de la teoría de Charles Darwin sobre la evolución, de destruir las creencias tradicionales. Los norteamericanos subieron los aranceles aduaneros y aprobaron leyes para limitar la inmigración. Brindaron por su país con una última copa de champagne y votaron en 1919 la «prohibición»[18], creando así un nuevo héroe popular nacional: el gangster norteamericano.

La década también se caracterizó por el nacimiento de la «nueva mujer» y una «nueva moralidad». La joven ideal de los años veinte ya no era la virginal «chica de la casa de al lado», sino la flapper. Llevaba faldas cortas, se aplanaba los pechos, se ponía colorete en las mejillas, bailaba el charlestón y fumaba en público. Su música era hot, y su gurú Sigmund Freud o H.L. Mencken. Sus gustos en literatura (si es que leía) iban de William Dean Howells o Gene Stratton-Porter a los mordaces ataques a la cultura y los valores norteamericanos de F. Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Ernest Hemingway, William Faulkner o Eugene O’Neill[19].

Pese a que no todas las mujeres, ni siquiera todas las jóvenes, eran flappers, la era resultó una experiencia liberadora para ellas. La tecnología liberó a millones de mujeres de la esclavitud del trabajo doméstico. El país les concedió el derecho a votar, Margaret Sanger llevó a cabo una tenaz campaña para legalizar el control de la natalidad, el Partido Nacional de Mujeres exigió una enmienda constitucional que estableciera la igualdad de derechos, y fueron muchas las mujeres que abandonaron sus hogares para introducirse en el mundo laboral. La mujer ideal había dejado de ser la esposa, madre y ama de casa.

Por suerte o desgracia para Hollywood, el cine fue un intérprete importante de estos acontecimientos, y las películas a favor de los valores de la moralidad victoriana no llenarían las salas norteamericanas. La flapper, el gangster, el bar clandestino, la nueva mujer, las actitudes liberales hacia el sexo, el matrimonio y el divorcio se convirtieron en temas habituales en la industria cinematográfica. Las nuevas estrellas de la década eran Gloria Swanson, Clara Bow, Greta Garbo, Pola Negri y Norma Talmadge, y todas ellas hacían gala de una actitud abierta y franca hacia el sexo que habría sido inaceptable antes de la guerra.

Las estrellas masculinas emanaban la misma atracción sexual. Douglas Fairbanks fue un héroe romántico en The Mark of Zorro, Robin Hood y The Thief of Bagdad, mientras que la estrella masculina de la década fue Rodolfo Valentino, un antiguo bailarín de cabaret, guapo y moreno, que gracias a una serie de películas de gran éxito se convirtió en un símbolo sexual en todo el mundo. En The Four Horsemen of the Apocalypse, The Sheik, Blood and Sand, Monsieur Beaucaire y The Son of the Sheik, Valentino literalmente volvió locas a las mujeres con su gracia, estilo y exotismo. Fue «un símbolo de erotismo misterioso y prohibido, la realización indirecta de los sueños de amores ilícitos y pasiones desinhibidas»; las mujeres se desmayaban al verlo aparecer en la pantalla, y de ese modo desafiaban el concepto Victoriano de la mujer como miembro pasivo de la pareja y no interesada en el sexo. Todo ello era motivo suficiente para que a los indignados moralistas les hirviera la sangre[20].

Los europeos aportaron la pasión exótica a la pantalla. Erich von Stroheim transformó al sádico huno de sus roles durante la Primera Guerra Mundial en el aristócrata europeo refinado, disoluto y seductor de las mujeres norteamericanas en Blind Husbands y Foolish Wives. El director Ernst Lubitsch abandonó Alemania para ir a Hollywood en 1923, y realizar una larga y exitosa carrera. En grandes éxitos como The Marriage Circle, Forbidden Paradise y Kiss Me Again satirizó con ingenio el sexo, presentándolo como un juego frívolo y sofisticado de los ricos ociosos[21].

Sin embargo, fue el hijo de un clérigo episcopaliano quien mejor personificó el nuevo Hollywood. Cecil B. DeMille había dirigido a Mary Pickford en The Little American (1917), pero su estudio lo retó a que realizara películas modernas con «un contenido actual y mucho vestuario, decorados suntuosos y acción». DeMille respondió con una serie de atractivas películas: Old Wives for New (1918), Don’t Change Your Husband (1919), Male and Female (1919), Why Change Your Wife? (1920) y Manslaughter (1922), y todas ellas revolucionaron la idea tradicional de que el matrimonio era una relación desapasionada. El placer sexual, insinuaban, era indispensable para la felicidad moderna; no obstante, el matrimonio a menudo convertía a las mujeres en matronas adustas y a los hombres en pelmazos colosales. En Why Change Your Wife? Gloria Swanson es una mujer tan gruñona que lanza a su marido a los brazos de otra mujer que lo estaba esperando. Swanson aprende la lección. Se arregla para estar seductora, se vuelve «moderna» y recupera a su marido[22].

En 1919, DeMille adaptó para la pantalla la obra teatral de James M. Barrie The Admirable Crichton con el atractivo título Male and Female; el mismo DeMille explicó que cambió el título porque temió que el público esperara ver una película de ambiente naval[23]. La obra, estrenada en Londres en 1902, era un escaparate popular que se burlaba con desenfado de la rigidez del sistema de clases sociales en Inglaterra. En su versión cinematográfica, el mensaje de DeMille era que el sexo podía vencer las barreras sociales. Gloria Swanson encarna a una Lady Mary rica, la estirada hija de Lord Loam, perteneciente a la flor y nata de la sociedad. Su arrogante mayordomo, William Crichton (Thomas Meighan), dirige la mansión de los Loam con rigurosa eficacia y acepta su papel de mayordomo de la clase privilegiada.

La cámara de DeMille se detiene en el tocador y el cuarto de baño de Lady Mary. «Nunca se había visto antes» nada parecido a los aposentos de Lady Mary, escribió Photoplay, con «la gloriosa Gloria [Swanson] casi literalmente expuesta a la vista de todos»[24]. Cuando Lady Mary se traslada de la cama al cuarto de baño, DeMille sigue todos sus pasos en una de sus típicas «escenas de bañera», lujosamente hecha, con «la Swanson aparentemente desnuda»[25].

Cuando Lady Mary, su pretendiente y el mayordomo hacen un romántico crucero por los mares del Sur en el yate de la familia, estalla la tragedia. Un naufragio lleva a los supervivientes a una isla desierta (el rodaje tuvo lugar en la isla Santa Cruz, California). De pronto los papeles se invierten: Crichton es el único capaz de cazar, cocinar y proteger a sus patrones de sangre azul. Al revelarse como el macho dominante, el mayordomo conquista el amor de Lady Mary, a quien dice: «Yo era un rey en Babilonia y tú una esclava cristiana».

De repente, DeMille convierte la película en una magnífica fantasía babilónica. El mayordomo es el rey y Lady Mary una joven esclava cristiana, «engalanada con un tocado, perlas y poco más»[26]. El rey le exige que abandone su religión y se convierta en su amante o la arrojará a los leones. Cuando ella se niega, el rey ordena que la encierren en la jaula de un león. Esta fantástica escena de pronto se interrumpe, los náufragos son rescatados, y Lady Mary y Crichton vuelven a asumir sus correspondientes papeles de ingleses. El historiador de cine y crítico Lewis Jacobs dijo de esta película que era «más atrevida en su contenido que cualquier otra producida por Hollywood». El productor Adolph Zukor reconoció que la película «seguramente no habría sido aceptada por el público de antes de la guerra»[27].

En Manslaughter, DeMille parte de una ambientación contemporánea para retroceder a una época más libertina. La sencilla trama de la película se centra alrededor de una joven flapper acusada de cometer un homicido después de un paseo en coche que acabó en tragedia. En el juicio, el fiscal del distrito le dice al juez que el actual colapso de los valores morales es el mismo que provocó la caída de la antigua Roma. Antes de que el público pueda reaccionar, una escena de orgía romana invade la pantalla:

Una escalera conduce al trono en el cual se sienta una patricia romana […] Lydia [Leatrice Joy], magníficamente ataviada. Abajo, sus invitados, sentados a una mesa muy larga, festejan. Unos esclavos negros desnudos sirven el vino mientras unas cuantas bailarinas dan vueltas alrededor de la mesa. Varios jóvenes nobles [muy borrachos] cogen a las guapas bailarinas, las sientan en sus rodillas, las echan hacia atrás y las invitan a beber. Los invitados al festejo se inclinan hacia delante con entusiasmo para observar a la primera bailarina, que, al danzar, va perdiendo el largo pañuelo que envuelve su cuerpo, hasta llegar al trono totalmente desnuda[28].

Eran escenas clásicas de DeMille. A pesar de que los trajes solían ser diminutos, las superproducciones con un vestuario espectacular llenaron las pantallas a principios de los años veinte, como comentó Betty Blythe sobre su papel principal en The Queen of Sheba (1921): «Llevo veintiocho trajes y aunque me los pusiera todos a la vez, no tendría calor»[29]. El New York Times coincidió con ella: en The Queen of Sheba «la impresión de que han pedido prestada la Ziegfeld Frolic[30] para la producción»[31].

Pese a que DeMille siempre acababa defendiendo el código moral Victoriano con vigor —los maridos y las mujeres se reconciliaban, las flappers salvajes se volvían castas—, la impresión general que daban estas películas era que «atacaban la tradición gentil, que exhibían sexo, defendían las nuevas costumbres, condenaban las relaciones ilícitas, presentaban ideales nuevos, imponían un nuevo estilo de vida y echaban abajo las distinciones de antes de la guerra al poner ahora el acento en el dinero, el lujo [y] el éxito material»[32].

Los guardianes de la moral se enfurecieron al ver esta nueva tendencia en las películas norteamericanas. Pese a que millones de personas acudían a ver la última superproducción de DeMille, no disminuyeron las críticas que responsabilizaban directamente al cine del cambio de valores morales en Norteamérica. La reputación del National Board of Review —acusado de no «censurar» estas nuevas películas— recibió un duro golpe cuando la Federación General de Mujeres no sólo rompió relaciones con él en 1918, sino que inició una campaña nacional pidiendo una mayor censura estatal.

La Federación General realizó estudios de las películas proyectadas en diversos estados y municipalidades. En Michigan, las mujeres acusaron al National Board of Review de ser «una farsa» y condenaron las películas porque eran «viles y atroces»[33]. La Federación de Mujeres de Chicago declaró que sólo un veinte por ciento de las 1.700 películas vistas por sus miembros se consideraron aptas. En su reunión nacional celebrada en Hot Springs (Arkansas), la señora de Guy Blanchard resumió los diversos estudios realizados por la Federación: el veinte por ciento de las películas fueron declaradas «inmorales», el cuarenta por ciento «no valía la pena», y un tercio «contenía conductas dudosas». Al principio de los años veinte, las resoluciones que condenaban las películas porque eran perniciosas fueron aprobadas clamorosamente por las convenciones baptista, episcopaliana, metodista y presbiteriana[34].

En 1921, el apoyo al National Board of Review prácticamente había desaparecido. El golpe definitivo al prestigio del NBR lo asestó la prensa, con una serie de artículos en el Brooklyn Eagle que revelaron el apoyo financiero que la industria prestaba al NBR e insinuaron que, a cambio, los miembros del NBR desviaban las películas «polémicas» hacia «las comisiones de estudio compuestas de voluntarios más indulgentes»[35]. Semejante revelación renovó el interés por aumentar el número de Consejos de Censura estatales y federales.

Los problemas de la industria se agudizaron cuando en 1921 los órganos legislativos estatales aprobaron más de cien proyectos de ley contra el cine. El caso más importante y potencialmente más perjudicial fue el de Nueva York. La ciudad de Nueva York, con sus grandiosos cines de Broadway, era el centro cultural de Norteamérica, y también el centro de la industria; la mayoría de las películas se estrenaban con funciones de gala en Broadway, tras lo cual se hacían las copias para su distribución nacional. Por tanto, los productores temían que un Consejo de Censura en Nueva York impusiera criterios nacionales. Decidida a defenderse, la industria manejó todas sus fuerzas en Albany para protestar contra el proyecto de ley.

El portavoz de la industria era William Brady, empresario y productor de Broadway, y, desde 1916, director de la nueva National Association of the Motion Picture Industry (NAMPI), una elástica confederación de productoras[36]. Brady llevó a Albany a un buen número de testigos, incluido D.W. Griffith, para que defendieran la libertad de expresión, y expuso allí los nuevos «Trece Puntos» de la industria, un acuerdo en el que se pedía a los productores que evitaran resaltar el sexo, la trata de blancas, los amores ilícitos, los desnudos, el crimen, el juego, el abuso de alcohol y no ridiculizaran al clero ni a los funcionarios públicos. Brady pidió a los legisladores un periodo de gracia de un año en el cual se comprometía a «sanear la industria», pero nadie atendió a sus ruegos y el proyecto de ley de censura fue aprobado. Tras firmarlo, el gobernador Nathan Miller declaró a los periodistas que «era la única manera de poner remedio a algo que, en opinión de todos, se había convertido en un gran mal»[37]. Miller despreció el compromiso de la industria a autocensurarse: «La gente del cine dice que se portará bien, pero ya hemos oído esa cantinela otras veces»[38]. En abril de 1921, los censores neoyorquinos pusieron manos a la obra[39].

La exigencia de hacer algo contra el cine se agudizó cuando una serie de escándalos relativos a la vida privada de las estrellas sacudieron la industria. El más notorio giró en torno al voluminoso cómico Roscoe «Fatty» Arbuckle. Cuando Arbuckle ocupaba el segundo lugar en popularidad después de Charles Chaplin y se hallaba en la cima de su carrera, una actriz, Virginia Rappe, murió tras una salvaje fiesta hollywoodiense ofrecida por «Fatty» en el hotel St. Francis, de San Francisco, en setiembre de 1921. La prensa hizo su agosto con Arbuckle, insinuando que la combinación de su peso con sus perversos apetitos sexuales había matado a la mujer[40]. Pese a que en ninguno de los tres juicios pudo probarse su culpabilidad, la opinión pública lo consideró culpable[41].

Los escándalos tampoco se acabaron con Arbuckle. Cuando el director William Desmond Taylor fue encontrado asesinado en febrero de 1922, una serie de artículos en primera plana revelaron una vida plagada de drogas y sexo. Norteamérica se quedó atónita cuando el ídolo Wallace Reid murió en enero de 1923 por culpa de las drogas. Incluso la «Novia de América», Mary Pickford, se vio atrapada por las redes del indecoro sexual: su repentino divorcio del actor Owen Moore y su matrimonio con Douglas Fairbanks (velozmente tramitados ambos en marzo de 1920), sorprendieron al país. La conducta de las estrellas y el contenido de las películas confirmaron la opinión de sus detractores: Hollywood era una Babilonia moderna[42].

Los magnates, en pie de guerra, despidieron a William Brady tras su inepta actuación como portavoz, disolvieron la NAMPI y aunaron fuerzas para crear, en enero de 1922, una asociación gremial, la Motion Picture Producers and Distributors of America (MPPDA). En opinión de los grandes de la industria, el cine tenía que lavar su imagen y para ello necesitaban a un político astuto capaz de organizar campañas eficaces a nivel estatal y federal contra los proyectos de ley de censura. El elegido fue William Harrison (Will) Hays, director general de Correos en el gabinete del presidente Warren Harding, y presidente del Comité Nacional Republicano.

Hays fue una elección acertada. Procedía del Medio Oeste, era republicano, conservador y protestante. Abstemio, miembro del consejo de la Iglesia Presbiteriana y de las asociaciones benéficas Elk y Moose, rotario y masón, Hays llevó la respetabilidad del promedio dominante de Norteamérica a una industria cinematográfica dominada por judíos. Símbolo del puritano en Babilonia, Hays, como dijo alguien ingenioso, era «el signo visible de la Gracia invisible»[43].

Hays actuó de pararrayos ante las quejas del público. Promocionado por los agentes de prensa como el «zar» del cine, en realidad no era más que un empleado de los magnates que rápidamente logró imponer una sensación de orden en la industria. Con el debido alboroto, incluyó una «cláusula de moralidad» en los contratos de Hollywood, instó a los estudios a que pusieran freno al extravagante estilo de vida de los actores y creó la Central Casting Corporation, una organización empresarial encargada de la contratación de extras y de negociar los contratos con los sindicatos.

Como relaciones públicas su éxito fue absoluto; en cambio, fracasó como censor o «regulador» del contenido de las películas en los años veinte. Desde sus oficinas en Nueva York, Hays tenía poco contacto con los estudios de Los Angeles y controlaba aún menos el contenido de las películas. Los magnates habían contratado a un portavoz y a un cabildero; no deseaban que Hays entorpeciera la labor de sus productores en Hollywood. Hays buscó la manera de acceder al control del contenido de las películas y de reducir la ruidosa oposición al cine sin dejar de atraer al mayor público posible.

Hays inauguró su oficina en la MPPDA en marzo de 1922. Esa misma primavera se aprobaron cien proyectos de ley de censura cinematográfica en treinta y siete Estados. En Massachusetts se aprobó un proyecto de ley de censura que tenía que someterse a un referéndum estatal para convertirse en ley. Con la censura sólidamente establecida en Pennsylvania, Ohio, Florida, Nueva York, Maryland, Kansas y Virginia, Hays estaba decidido a impedir que se crearan Consejos de Censura en más Estados. Massachusetts se convirtió en un referéndum sobre el cine.

Los defensores del proyecto de ley utilizaron los clásicos argumentos de que el cine corrompía a los niños, de que en general era inmoral y vil y que un proyecto de ley para conceder licencias a las películas protegería al Estado de las influencias del exterior. El obispo William Lawrence de Boston se mostró a favor de la nueva ley porque el Consejo vería «las películas no después de que se exhiban en público y hayan hecho daño a los niños, sino antes». Sólo se darían licencias a las películas consideradas aptas para ser vistas por el público. B. Preston Clark, un bostoniano al mando de la coalición que defendía la censura cinematográfica, esgrimió el argumento de que la censura sólo servía para proteger al público de influencias dañinas. «Cuando comen pescado o carne, o cuando ven que sus hijas están bebiendo un vaso de leche, ¿verdad que es tranquilizador saber que esos productos han sido censurados, que alimentan y que no envenenan?», preguntó a los votantes. Si se eliminaban «las manchas» de las películas, no se atentaba contra la libertad individual: «Esta astucia de la censura es un absurdo», afirmó Preston[44].

Hays envió a Boston a Charles C. Pettijohn, su experto en asuntos legislativos, y allí los dos organizaron una campaña política en contra de la censura. Con unos fondos de 300.000 dólares, remacharon la idea de que la censura era antinorteamericana. «La censura», escribió Hays en un artículo en el Boston Globe, condujo a los «peregrinos a Plymouth Rock[45] […] llevó a los milicianos de la Guerra de la Independencia a Concord Bridge[46] […] y provocó el Boston Tea Party»[47]. Los norteamericanos, prosiguió Hays, estaban «en contra de la censura en la prensa, en contra de la censura en el púlpito y en contra de la censura en el cine». La industria cinematográfica no se oponía a la censura porque quisiera hacer «películas sucias», sino porque «el cine es un negocio norteamericano»[48].

Ya fuera porque se creyeran o no los votantes de Massachusetts esta lógica tortuosa, el caso es que rechazaron el proyecto de ley con una mayoría de tres a uno. Para Hays supuso una gran victoria, y nunca se cansó de proclamar que ésa fue la única vez que el público tuvo la oportunidad de votar a favor o en contra de la censura. El referéndum de Massachusetts frenó el movimiento hacia una censura cinematográfica impuesta por el Gobierno. No deja de ser interesante que tras el referéndum de Bay State, ningún otro Estado aprobara un proyecto de ley de censura; pese a los innumerables proyectos presentados en el Congreso, ninguno se convirtió en ley. Al parecer, si las películas tenían que ser reguladas por un solo órgano, ese órgano sería Will Hays.

La primera vez que Hays intentó imponer la autorregulación en la MPPDA fue en 1924, cuando presentó «la Fórmula» al consejo de dirección. En ella, solicitaba a cada estudio que presentara a la Oficina Hays una sinopsis de cada obra, novela o historia que se estuviera estudiando para hacer una película, y la Comisión decidiría si era apta para la pantalla. Gran parte de este proyecto fracasó. Durante los siguientes seis años, la Oficina Hays rechazó 125 propuestas. Presumiblemente, cada una de ellas, de haberse realizado, habría intensificado los alaridos del lobby contrario a las películas. Aun así, «la Fórmula» no consiguió acallar las protestas: a Hays le preocupaba más la posibilidad de que el Gobierno federal emprendiera una acción en contra de los monopolios de la industria, que la imposición de una censura federal. Con el fin de que la connivencia entre los productores no llamara la atención, cada vez que se rechazaba conjuntamente un libro, una obra teatral o un guión, Hays no permitía que esa decisión trascendiera al público. De este modo, perdió la oportunidad de defenderse de las protestas de los adversarios, que afirmaban que la Comisión no era eficaz[49].

En un intento de controlar a los estudios y el contenido de las películas, Hays creó un Departamento de Relaciones con los Estudios (SRD) y nombró como director a Jason S. Joy[50]. Instalado en Los Ángeles, Joy colaboró estrechamente con los estudios para intentar suprimir todo lo que pudiera ofender a los censores. El departamento de Joy elaboró un código basado en las exigencias más frecuentes de los Consejos de Censura municipales y estatales. Este documento, conocido como «Los No y los Tenga cuidado», prohibía, entre otras cosas, los insultos, la escenificación de desnudos y los asuntos relacionados con el tráfico de drogas y la trata de blancas; asimismo, instaba a los productores a que abordaran con buen gusto los temas «adultos», como la delincuencia, las relaciones sexuales y la violencia. Incluso así, cada estudio interpretó estas directrices según sus propias inclinaciones. Mientras tanto, el lobby favorable a la censura seguía creciendo y despotricando y se volvía cada vez más amenazador.

Dicho lobby estaba compuesto sobre todo de protestantes distanciados entre sí. La Asociación de Mujeres Cristianas para la Templanza (WCTU), el Consejo de Investigación Cinematográfica, del reverendo William H. Short, y el Consejo Federal de Cine, del canónigo William Shaefe Chase, habían ejercido una gran presión en el Congreso para que actuara a nivel federal. La culminación de los esfuerzos para controlar el cine se produjo en 1926, cuando Chase y Short condujeron una delegación de más de 200 ministros y representantes de clubes de mujeres a Washington, D.C., para exigir una regulación de carácter federal.

El libro Catechism on Motion Pictures, publicado por Chase en 1921, defendía la regulación federal a la vez que afirmaba que los propietarios y productores «hebreos» de la industria eran viles corruptores de la moral norteamericana[51]. Al testificar ante la Comisión de Educación del Congreso, Chase definió el cine como una «amenaza para la civilización mundial». Denunció la contratación en bloque impuesta por la industria, que obligaba a los propietarios de las salas a alquilar películas en bloque y no individualmente, una práctica que, según afirmó Chase, obligaba a los propietarios de los cines locales a proyectar películas inaceptables para sus comunidades y que hacía ineficaz el control local. Sólo el Gobierno federal, dijo Chase, era lo suficientemente poderoso como para controlar Hollywood.

Los miembros de la Comisión instaron a los activistas a que citaran ejemplos de películas corruptoras u ofensivas; muy pocos supieron nombrar títulos concretos. Pese a que los pastores y las organizaciones de mujeres se consideraban «expertos» en obscenidad, no fueron capaces de definirla; sin embargo, la reconocían cuando la veían. Por tanto, todo lo que desde la pantalla ofendía su sentido de la propiedad, ya fuera de índole social, política o moral, se definía como obsceno y debía prohibirse.

Si bien Chase y sus partidarios culpaban al cine de los males sociales que asolaban el país, también pedían que se aplicara la censura en la prensa. Una mujer, procurando dar una imagen de sobria erudición, dijo ante la Comisión de Educación que le gustaría que el Congreso adoptara para el cine el mismo sistema de derechos de reproducción que el aplicado a los libros. Para obtener los derechos de reproducción, dijo, los autores tenían que presentar sus libros al Gobierno y pedir su aprobación; el Gobierno federal debía hacer lo mismo con las películas. Cuando los miembros de la Comisión le explicaron con paciencia que no se ejercía ningún tipo de censura al conceder a un libro los derechos de reproducción, la mujer se horrorizó y les soltó un discurso sobre la necesidad de controlar la literatura obscena. Su testimonio, al igual que el de otras personas, dio la impresión de que la coalición estaba formada por unos fanáticos estrechos de miras. No consiguieron convencer al Congreso[52].

Si estos guardianes de la moral estaban disgustados con el cine mudo, se enfurecieron aún más con la llegada del sonoro. El sonido aportó nuevas posibilidades dramáticas, y el cine fue más popular que nunca. Ahora las sensuales starlets podían racionalizar su comportamiento inmoral; los criminales, utilizando un argot moderno, podían alardear de cómo violaban la ley y el orden y los políticos podían hablar de sobornos y corrupción. Los diálogos en las películas podían desafiar las normas convencionales y de hecho lo hicieron. En 1928, el Consejo del Estado de Nueva York censuró más de 4.000 escenas en más de 600 películas, y los censores de Chicago cortaron más de 600 escenas.

En 1929, un pequeño grupo de católicos (no de protestantes) ofreció a Hays y a la industria cinematográfica una fórmula para controlar el cine. Hasta entonces, la Iglesia católica no había intervenido oficialmente en la polémica. A lo largo de los años veinte, cuando se intensificó la campaña protestante contra la industria, los dirigentes de la Iglesia y los activistas laicos se habían negado a apoyar los intentos de imponer una censura federal o una legislación para regular las contrataciones en bloque.

Esto no significaba que los católicos fueran más liberales que los protestantes ni que se opusieran por principio a la censura. Todo lo contrario: desde hacía siglos, la Iglesia católica tenía una lista de libros prohibidos. Los católicos condenaban la tendencia de la literatura moderna hacia el realismo, e incluso una revista liberal como Commonweal se negó a mencionar o a hacer reseñas de James Joyce, D.H. Lawrence, F. Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway[53]. El objetivo de la literatura, escribió el padre Francis X. Talbot, S.J., en la publicación jesuita America, era dar una lección moral[54]. Robert Broderick, crítico literario de Ave Maria, manifestó que «un escritor […] podía escribir sobre el mal y el fracaso siempre y cuando enseñara que el bien tiene que vencer al mal»[55]. El padre Robert Parsons, S.J., que trabajó con Talbot en America, consideraba que los católicos norteamericanos eran «irremediablemente Victorianos»[56] y advirtió que los jóvenes estudiantes católicos se negaban a leer a escritores católicos debido al «sermoneo» que impregnaba sus historias de ficción[57]. Una corriente importante de la Iglesia sostenía que la simple lectura «de casi toda la literatura moderna […] podía conducir a la condena eterna»[58]. En general, la jerarquía católica anhelaba el regreso de la represión victoriana.

Durante los años veinte, el cine no había sido una prioridad en la agenda de la Iglesia. Pese a que es posible que algunos sacerdotes criticaran que la gente fuera a ver lo que ellos consideraban una película «inmoral», la Iglesia había aceptado el espectáculo como una característica de la vida moderna. Los católicos no castigaban a los fieles que iban al cine ni les impedían que acudieran los domingos. Sin embargo, en 1929, un reducido grupo de laicos y sacerdotes católicos empezaron a sentirse molestos por lo que consideraban una disminución de la calidad moral de las películas.

Martin Quigley, un acérrimo católico laico, propietario y director de la revista especializada Exhibitors Herald-World, publicada en Chicago, dio los primeros pasos para organizar la involucración de los católicos. A la vez que defendía a los propietarios de las salas de cine, Quigley se oponía a la censura federal por considerarla ineficaz A título de ejemplo, citó a su ciudad, Chicago, cuyo Consejo Censor tenía la reputación de ser estricto en todo lo referente al sexo y a la violencia. En los últimos años, los censores de Chicago habían prohibido The Red Kimono, Underworld, Camille, The Alibi y The Trial of Mary Dugan; sin embargo, todas estas películas se proyectaron en las salas de cine de Chicago porque, según Quigley, la industria «manipulaba» a los políticos locales, que concedían permisos pese a las objeciones de los censores[59].

Para Quigley, la manera de controlar el contenido de las películas no era mediante la censura política ni la eliminación de la contratación en bloque, que, argumentó, interesaba económicamente a los pequeños propietarios de las salas de cine porque reducía el precio total que pagaban por el alquiler de cada película; antes bien, había que encontrar un método infalible capaz de asegurar que se hicieran películas sin un contenido censurable. Si, argumentó Quigley, se pudiera eliminar el contenido reprobable durante la producción, los Consejos de Censura no serían necesarios. De este modo, también se debilitarían las exigencias del lobby protestante para que se eliminara la contratación en bloque. Quigley defendió una autorregulación más estricta impuesta por la propia industria como un modo de reducir las críticas y de garantizar la continuidad de la popularidad del cine.

Aunque se oponía a los métodos de los protestantes, Quigley compartía con ellos la idea de que el cine era cada vez más inmoral. Además, estaba convencido de que las películas no debían abordar temas sociales, políticos ni económicos. Para él, el cine debía entretener y no hacer comentarios sociales. En el verano de 1929, empezó a redactar un nuevo Código de conducta para la industria cinematográfica, un Código que obligaría a los productores a tener en cuenta tanto la moralidad como la capacidad de entretener de sus productos.

En aquella época, Will Hays también estaba pensando en una mayor autorregulación debido a los frecuentes ataques dirigidos por las organizaciones religiosas y la mayor severidad de los Consejos de Censura de todo el país. En agosto de 1929, Hays envió a Chicago a su principal consejero jurídico, Charles C. Pettijohn, para intentar «derogar la censura oficial»[60]. En el Consejo de Censura de Chicago se hallaba el padre Fitz George Dinneen, S.J., de la parroquia de San Ignacio en Chicago, amigo íntimo de Quigley y confidente de uno de los católicos más poderosos del país, el cardenal George W. Mundelein, de Chicago. Dinneen era un sacerdote activista que a menudo condenaba las películas «inmorales» proyectadas en su parroquia. Tras organizar una serie de boicots a las películas locales, captó la atención de Mundelein, que en 1918 lo recomendó para que lo representara en el Consejo de Censura de Chicago.

Dinneen protestó enérgicamente contra la afirmación de Pettijohn de que la industria cinematográfica no necesitaba una censura local. Cuando después Pettijohn sugirió que la Iglesia se hiciera cargo de la censura, el cardenal Mundelein se opuso. Entonces Quigley y Dinneen hicieron una contrapropuesta: la industria cinematográfica, utilizando un Código católico, se aseguraría de que las películas se hicieran correctamente a fin de eliminar la necesidad de censurarlas[61]. La idea agradó a Pettijohn y a Hays.

El padre Dinneen organizó un encuentro privado entre Martin Quigley y el cardenal Mundelein para hablar del citado Código católico. Mundelein siempre había querido una censura policial para el nuevo medio. Quigley argumentó que un código de conducta redactado por los católicos y apoyado por la jerarquía eclesiástica eliminaría la necesidad de una censura policial o política, y añadió que un código moral impuesto con severidad podía convertir el cine en una poderosa lección de moral para las masas. En lugar de minar las enseñanzas básicas de la Iglesia, este medio de entretenimiento popular podía convertirse en un aliado.

Quigley también intentó explicarle al cardenal los problemas financieros de la industria. Al depender del flujo constante y cuantioso del dinero recaudado en las taquillas para financiar los enormes estudios de producción, para comprar y construir salas de cine, para adaptarse al sonoro y vender sus productos a un público internacional, Hollywood era claramente vulnerable a los boicots económicos. La industria no podía permitirse el menor desbarajuste en los ingresos de taquilla. Pese a que los estudios siempre habían solicitado préstamos para financiar sus operaciones, la reciente llegada del cine sonoro había introducido a Wall Street en las juntas directivas de Hollywood.

La Iglesia católica, con sus veinte millones de fieles, se concentraba sobre todo en los centros urbanos y contaba con su propia prensa nacional y más de seis millones de lectores por semana, razón por la que ocupaba una posición única para ejercer su influencia en la industria. Al estar más centralizada que el protestantismo, la simple amenaza de una acción católica unificada, argumentó Quigley, obligaría a la industria a reformarse. También sabía que el banco del cardenal Mundelein, Halsey Stuart and Company, era un inversor importante en dicha industria. ¿El cardenal estaría dispuesto a convencer a Halsey Stuart and Company de que la moralización de las películas iba a suponer un buen negocio?[62].

El cardenal Mundelein aceptó el razonamiento de Quigley, a pesar de que obviamente en 1930 no tenía la menor intención de organizar una protesta católica contra la industria cinematográfica[63]. Decidido a mantenerse al margen, Mundelein no estaba dispuesto a arriesgar su reputación o la de la Iglesia en una «campaña de reforma de las películas». Sin embargo, le agradó la idea de Quigley de que la Iglesia elaborara un código moral para el cine. Cuando el padre Dinneen sugirió que el padre Daniel Lord, S.J., redactara el documento, el cardenal le dio su bendición[64].

Lord, lejos de llevar una vida monacal, era profesor de teatro en la Universidad de Saint Louis y director de la popular revista The Queen’s Work, que predicaba la moralidad y la ética entre la juventud católica. Lord, al igual que tantos intelectuales católicos, deploraba la tendencia imperante en el teatro y la literatura, que abordaban las ideas modernas y los problemas sociales de un modo cada vez más realista; advirtió a sus jóvenes lectores que recelaran de las ideas modernas y de los profesores que las defendían[65]. En 1915 había iniciado una prolífica carrera en el campo editorial con un ataque a George Bernard Shaw en Catholic World, En artículos editoriales de Queen’s Work, en panfletos, periódicos y revistas católicas, Lord atacó la excesiva complejidad de la vida moderna reflejada en la literatura y el teatro. Otros temas como el darwinismo, el control de natalidad, el aborto, la educación laica y la expansión del comunismo también provocaron su ira. Como recordó Lord más adelante, él y Dinneen «a menudo gemían juntos por las cosas tan horribles que se filmaban en Hollywood»[66].

Pese a que en su infancia Lord a menudo había ido al cine con su madre, ambos habían terminado avergonzándose cada vez más ante lo que veían:

Lo más habitual era que la inocente heroína, creyendo que estaba a solas (si excluimos al director, al cámara, al equipo del plato, a los demás actores que estaban por allí y a un público potencial de varios millones), se detenía a la orilla de un lago en medio del bosque, se quitaba la ropa y se zambullía desnuda en el agua[67].

Lord se había educado en una época en que «la virtud era virtud y el vicio, vicio», y no había nadie entre el público que tuviera la menor duda sobre cuándo tenía que aplaudir y cuándo tenía que abuchear[68].

De joven, The Birth of a Nation, de D.W. Griffith, le abrumó, y se marchó de la sala convencido de que el nuevo medio de comunicación era lo suficientemente poderoso como para «cambiar por completo nuestra actitud hacia la vida, la civilización y las costumbres establecidas»[69]. Había conservado esa opinión hasta la madurez y, a principios de los años veinte, se convenció de que el verdadero problema del cine era que hacía llegar la literatura de los «ultra-sofisticados» hasta la ciudad más pequeña del país. En su juventud, había sido elegido para trabajar como asesor técnico en la producción de Cecil B. DeMille The King of Kings (1926-27). Si bien DeMille y él habían forjado una profunda amistad, la primera experiencia directa de Lord en Hollywood había confirmado su idea de que el cine necesitaba una orientación espiritual[70].

Sus impresiones se vieron confirmadas en una proyección matinal de The Very Idea, que Lord vio en una sala de cine local de Saint Louis. El cine estaba abarrotado de niños. Cuando un grupo sentado junto al sacerdote murmuró: «Esto es verdaderamente sucio», Lord se escandalizó. Le dijo a Quigley que esa película era una prueba de que «el contenido sofisticado, que a lo mejor resulta entretenido en Broadway, asusta, sorprende e incomoda al público menos sutil». Lord acusó principalmente a los guionistas, de quienes dijo que pertenecían a «la casta más baja», más que a los magnates de la industria, a quienes llamó «planchadores de pantalones y vendedores de guantes»[71].

Joseph I. Breen fue otra figura clave en este pequeño grupo de acalorados católicos. Se trataba de un irlandés católico practicante, licenciado por el St. Joseph’s College de Filadelfia, que se había iniciado como periodista trabajando para el North American, de Filadelfia. Tras cuatro años en el servicio consular de Estados Unidos, se había trasladado a Washington, D.C., para ocupar el cargo de comisario de ultramar para la Conferencia Nacional Católica del Bienestar. Todavía participaba en actividades católicas cuando fue nombrado jefe de prensa para el Congreso Eucarístico celebrado en 1926, en Chicago, donde también desempeñaba el cargo de director de relaciones públicas de la compañía minera Peabody Coal Company[72].

Breen, que combinaba el conservadurismo político con una profunda convicción religiosa, acusaba a «la enseñanza radical en los colleges y las universidades» de debilitar a la juventud norteamericana. Con el seudónimo de Eugene Ware, escribió para la publicación jesuita America una serie de artículos sobre la amenaza del comunismo en Estados Unidos.

A finales de 1929, cuando Peabody Coal sufrió una serie de huelgas, Breen calificó el asunto de «iniciativa comunista»[73]. Se oponía claramente a las discusiones en público sobre cuestiones morales como el divorcio, el control de la natalidad y el abono, sobre todo en el cine, porque Breen creía que el público medio estaba compuesto de «jóvenes entre 16 y 26 años», la mayoría de los cuales eran «bobos, papanatas e imbéciles»[74]. En tanto antisemita radical, Breen culpaba a los magnates judíos de la decadencia moral del cine.

Breen y Quigley se conocieron a través de sus conexiones católicas. Desde el principio, Breen se vio a sí mismo como un censor potencial. Su primera sugerencia fue la de encargarse de dirigir un «consejo de inspección» en Chicago para censurar los guiones antes del rodaje. Pese a que esta propuesta fue rechazada, Breen llegó a ser director de la Production Code Administration (PCA) en 1934 [75].

Durante varios meses, Quigley, Breen, Lord, el padre Dinneen y el padre Wilfrid Parsons, director de la publicación católica America, discutieron acerca de la elaboración de un nuevo Código de conducta cinematográfico más riguroso. Todos coincidían en que la censura gubernamental no garantizaría la producción de películas «morales», y creían que la única manera de realizar películas moral y políticamente aceptables era ejerciendo su influencia durante la producción y, así —si las películas se hacían como era debido—, no haría falta censurarlas. Tras estudiar diversos Códigos estatales y municipales, el texto de «Los No y los Tenga cuidado» redactado por Hays y las objeciones de los reformistas protestantes, Daniel Lord elaboró un Código católico. El resultado fue una magnífica combinación de teología católica, ideología política conservadora y psicología popular, una amalgama que controlaría el contenido de las películas de Hollywood durante tres décadas[76] (Véase el Apéndice A para el contenido de este documento).

Aunque a menudo se considera que este Código, además de prohibir los desnudos y exigir que los matrimonios durmieran en camas separadas, arruinó la carrera cinematográfica de la insolente Mae West, sus autores pretendieron utilizarlo para controlar muchas más cosas. Lord y sus colegas compartían un objetivo en común con los reformistas protestantes: todos querían que las películas de entretenimiento resaltaran que la Iglesia, el Gobierno y la familia eran las piedras angulares de una sociedad pacífica y que el éxito y la felicidad se obtenían mediante el respeto y el trabajo. Para ellos, las películas de entretenimiento debían reforzar los preceptos religiosos y la idea de que toda conducta desviada, ya fuera de índole criminal o sexual, significaría la pérdida del amor, de las comodidades del hogar, de la intimidad de la familia y del consuelo de la religión y de la protección de la ley. El cine debía ser una escuela de moral del siglo veinte y enseñar a las masas cuáles eran las conductas más correctas.

Como explicó Lord, las películas de Hollywood eran ante todo «un entretenimiento para la multitud» y, como tal, tenían «una responsabilidad moral especial» que no se le exigía a ningún otro medio de entretenimiento o de comunicación. Debido a su popularidad universal, que trascendía las clases económicas, sociales y políticas y penetraba en las comunidades locales, desde las más sofisticadas hasta las más remotas, no se podía conceder a los productores de cine la misma libertad de expresión que a los productores de teatro, a los autores de libros e, incluso, a los directores de periódicos[77].

Las películas tenían que estar sometidas a un mayor control, creía Lord, porque eran persuasivas e indiscrimidamente seductoras. Mientras que el público lector de libros y periódicos, igual que el público teatral, era autoselectivo, el cine ejercía un atractivo que no conocía fronteras. Las películas de Hollywood, las grandiosas salas y las hermosas y glamourosas estrellas se combinaban para crear una fantasía irresistible. Al final de los años veinte, cuando el sonido aumentó el impacto de las imágenes, la sensación fue tal que, según Lord, el cine iba camino de convertirse en algo irresistible para las mentes impresionables de los niños, los ignorantes, los inmaduros y los incultos. Estos grupos, creía Lord, incluían a una gran parte del público nacional. Debido a que este amplio público era incapaz de distinguir entre la fantasía y la realidad —o al menos así opinaban Lord y los reformistas del cine—, era necesario imponer una autorregulación o un control.

Por tanto, la premisa básica que se ocultaba tras el Código era que «ninguna película debía rebajar los principios morales de los que la ven». Reconociendo que el mal y el pecado eran componentes legítimos de las obras dramáticas, el Código hacía hincapié en que ninguna película debía «simpatizar» con el criminal, el adúltero, el inmoral o el corruptor. Ninguna película debía estar estructurada de un modo en el que cupiera «la menor duda acerca de la distinción entre el bien y el mal». Las películas debían defender, y no cuestionar o desafiar, los valores fundamentales de la sociedad, y poner de manifiesto la inviolabilidad del hogar y el matrimonio; por otra parte, el concepto de la ley fundamental no debía ser «denigrado ni ridiculizado». Los tribunales debían ser justos y ecuánimes, la policía, honrada y eficaz, y el Gobierno, protector de todos. Si la corrupción era un elemento necesario en una trama, tenía que ser restringida: un juez podía ser corrupto, pero no el sistema judicial; un policía podía ser brutal, pero no el cuerpo de policía. No deja de ser interesante que el Código de Lord afirmara que «el crimen no siempre tiene que ser castigado, siempre y cuando se le muestre al público lo que está mal». Lo que pretendía Lord era que las películas enseñaran al público con claridad que el «mal es malo» y que «el bien es bueno»[78].

«Esta mañana he recibido la versión definitiva de nuestro Código», escribió Quigley a Lord en noviembre de 1929. A Quigley le encantó la mezcla realizada por Lord de la actitud católica hacia el entretenimiento con los temas tabú propios del cine. La estrategia de Quigley se basó en combinar la amenaza económica con la presión moral. El cardenal Mundelein era un personaje clave en el plan de Quigley; éste pretendía que la industria se comprometiera con el cardenal a defender lo estipulado por el Código[79]. Respaldado por el poder de la Iglesia, Quigley enseñó a Hays la versión de Lord y dio los primeros pasos para que la industria lo aceptara. Según Hays, «casi se me salieron los ojos de las órbitas cuando lo leí. Era exactamente lo que buscaba»[80]. Pettijohn coincidió en que el documento de Lord era un «plan justo, sincero y muy constructivo de lo que debería ser el cine», pero advirtió a Quigley que dudaba de que las películas fueran capaces de ser tan inocentes como pretendía Lord[81].

Cuando tan sólo habían transcurrido unas semanas desde el trágico crack de la Bolsa, y con los directivos de las productoras cinematográficas muy nerviosos en Nueva York, Hays los convenció de que el Código podía ser un buen asunto: serviría para silenciar las exigencias de una censura federal y para debilitar la campaña encaminada a eliminar la contratación en bloque. Hays se opuso a un compromiso directo con Mundelein y señaló que el Código sería inútil si no contaba con el apoyo de los estudios de Hollywood. Sólo faltaba que Hays convenciera a los productores de Hollywood de que el Código tenía sentido tanto desde el punto de vista de entretenimiento como económico. Contando con el apoyo de las oficinas de Nueva York y con el respaldo del cardenal Mundelein en Chicago, Hays y Quigley partieron hacia Los Angeles con la intención de «colocar un guión» que rigiera la conducta del cine[82].

Como era de suponer, Hays encontró a los productores muy poco entusiasmados con el tono y el contenido del Código de Lord. De hecho, el Código, como escribió un experto en catolicismo moderno, no sintonizaba «para nada con la mentalidad creativa y artística del siglo veinte». El documento de Lord, que habría tenido sentido para diversas «mentes literarias del siglo diecinueve, como George Bancroft, James Lowell, Ralph Waldo Emerson y William Dean Howells», tenía poco sentido como directriz para el cine. Si se interpretaba literalmente, prohibía que las películas ni siquiera cuestionaran la veracidad de los principios morales y sociales contemporáneos[83].

Un pequeño grupo de productores —Irving Thalberg, jefe de producción de la MGM; Jack Warner, jefe de estudios de Warner Bros.; B.P. Schulberg, jefe de producción de la Paramount, y Sol Wurtzel, de la Fox— presentó una contrapropuesta[84]. En ella, rechazaban la opinión central de Lord, para quien la presentación del contenido del cine tenía que someterse a mayores restricciones que otras formas artísticas. Estos productores sostenían que las películas sólo eran «un mero reflejo de cada una de las imágenes del flujo de la vida contemporánea». En opinión del citado grupo, el público apoyaba las películas que le gustaba, y se mantenía alejado de las que le desagradaban, por lo que ellos no necesitaban más directrices para establecer lo que el público estaba dispuesto a aceptar. Asimismo afirmaron que la llegada del sonoro aportó una perspectiva más amplia, y no más restrictiva, de temas aptos para el cine. Con la incorporación de los diálogos, los actores y las actrices podían «hablar con elegancia y exactitud» sobre temas delicados que el cine mudo no había podido reflejar. Por tanto, replicaron los productores, las películas sonoras debían utilizar «cualquier libro, obra o título que hubiera captado la atención de un amplio público»[85].

Los productores no vieron ninguna razón para adoptar el Código ético de Lord. En cambio, se comprometieron a hacer las películas con «buen gusto» y prometieron esforzarse por incluir «valores morales compensatorios». También permitieron que al representante de Hays en Hollywood, Jason Joy, «se le otorgue el poder de detener la distribución de cualquier película que a su entender viole la letra o el espíritu» de su Oficina[86].

Los dos documentos no podían haber sido más dispares. Desde el punto de vista de los productores, el Código de Lord, que representaba a los reformistas de todas las tendencias, les pedía que dieran una visión utópica de la vida, una visión que negaba la realidad y que, en definitiva, carecía del poder de atraer al público a las taquillas. No obstante, Daniel Lord, convencido de que el cine estaba minando las enseñanzas de la Iglesia y destruyendo la vida familiar, quería crear entre la industria cinematográfica, la Iglesia y el Estado una alianza que defendiera una sociedad justa, moral y disciplinada.

Lord reconoció que las imperfecciones del mundo eran un ingrediente importante en las buenas obras dramáticas, pero no entendía por qué las películas no podían dar soluciones sencillas y directas a problemas morales, políticos, económicos y filosóficos. Los productores replicaron que el cine no se diferenciaba de cualquier otro medio de entretenimiento y en consecuencia no requería ninguna restricción especial. Los norteamericanos, argumentaron, eran los verdaderos censores, y la taquilla era su urna.

Hays y Quigley, temerosos de que los productores rechazaran el nuevo Código, le pidieron a Lord que fuera a presentarlo a Los Angeles. El 10 de febrero de 1930, Lord, Quigley y Jason Joy se reunieron con los magnates Jesse Lasky, Irving Thalberg y Jack Warner y con los representantes de los estudios, B.P. Schulberg, de la Paramount y Sol Wurtzel, de la Fox, para llegar a un acuerdo. Lord dedicó varias horas a explicar el Código y enumerar las quejas más frecuentes de los reformistas del cine. Fue, como Lord después diría a Mundelein, «una oportunidad excelente para presentar nuestras razones morales y éticas a la industria cinematográfica»[87]. Al día siguiente, los productores aceptaron el Código de Lord.

Lo más increíble de este conflicto fue que la posición de Lord, respaldada por Hays y la Iglesia católica, fue aceptada casi sin una queja. El motivo por el que los productores aceptaron un código que, si se interpretaba literalmente, suprimía la inclusión de importantes temas sociales, políticos y económicos en las películas y convertía a la industria en una defensora del statu quo, sigue siendo un misterio. ¿Por qué la industria, en un momento en que disfrutaba de unos ingresos sin precedentes de cien millones por semana, aceptó unas restricciones tan severas sobre el contenido y la forma?

Hay varias posibilidades. Una de ellas es que Will Hays quisiera extender su influencia desde Nueva York hasta Hollywood. Desde su nombramiento en 1922, el poder de Hays sobre los estudios de Hollywood había sido muy limitado. Esta falta de control le había ocasionado continuos problemas con los reformistas. Cuando Quigley abordó por primera vez a Hays con el Código, éste lo apoyó, pues enseguida se dio cuenta de que el plan católico no requería la intervención federal, no exigía una censura exterior y tampoco atacaba la piedra angular de la industria: la contratación en bloque. El Código de Lord dejaba la regulación de las películas directamente en manos de la Oficina Hays, el lugar exacto en el que Will Hays siempre había creído que debía estar. Además, el hecho de que la industria aceptara el Código incluso podía debilitar a los diversos grupos reformistas religiosos. Con el Código católico, Hays evitaba —al menos temporalmente— la formación de una coalición católico-protestante contraria al cine.

La adopción del Código también suponía ventajas económicas. Pese a los éxitos de taquilla, la estructura financiera de la industria no dejaba de ser frágil. Cualquier interrupción en el flujo de dinero procedente de las taquillas o de los bancos podía significar la ruina. Asimismo, la industria necesitaba constantes préstamos para financiar sus más de quinientos estrenos anuales. Las amenazas de los católicos en el sentido de presionar a los banqueros, combinadas con la insinuación de ejercer presión en las taquillas, no pasaron desapercibidas para Hays ni para los miembros de las sedes corporativas de Nueva York.

Desde el punto de vista de los productores, los cineastas habían convivido y prosperado con códigos» desde 1911. Los diversos Consejos de Censura municipales y estatales habían sido molestos, pero no destructivos. Además, hay que decir que algunos productores, como Louis B. Mayer, creían que, en líneas generales, Lord tenía razón. Quizá en las películas hubiera demasiado sexo, demasiados crímenes, demasiada bebida, corrupción, violencia y muy poco buen gusto. Por otro lado, pocas personas en Hollywood creían que el Código significara exactamente lo que decía. Pero aun así, los productores insistieron en una única concesión por la cual ellos, y no Hays, tenían la última palabra a la hora de decidir sobre el contenido. En caso de que una productora considerara que la Oficina Hays se equivocaba al interpretar el Código, un «jurado» de productores, que no debían ser miembros de la MPPDA, decidiría si la escena ofensiva debía censurarse. Con esa cláusula, los productores de Hollywood aceptaron el Código. Sin embargo, la aceptación no se formalizó hasta la siguiente junta de directivos celebrada en Nueva York a finales de marzo de 1930. Por tanto, todas las partes acordaron mantener el nuevo Código en secreto hasta su anuncio oficial, y decidieron también ocultar la participación católica[88].

Pese a que a primera vista parecía reinar la armonía, es evidente que desde el principio hubo un malentendido básico sobre lo acordado en Los Angeles. Lord, por ejemplo, informó a Mundelein de que Jason Joy, que iba a ser el encargado por Hays de hacer cumplir el Código, tenía autoridad para rechazar guiones, lo que en la práctica significaba que «la película no se rodara». Lord también dijo que las películas rechazadas o cuestionadas por Joy se presentarían ante un comité o jurado de productores capacitado para impedir su proyección. Lord abandonó Los Ángeles con la impresión de que Joy iba a aplicar el Código con severidad y de que los productores estaban todos de acuerdo. No podía haber estado más equivocado. Como se verá más adelante, los productores se enfrentaron a Joy desde el principio, pues para ellos el Código era, en el mejor de los casos, una directriz moral para producir las películas.

Quigley se sintió satisfecho con lo logrado en Hollywood, pero siguió recelando de Hays y los productores. Como director de una importante revista especializada, deseaba «adelantarse» a su rival, Variety, con la noticia del Código y adjudicarse así el papel principal, mientras que Lord, Breen y Hays tendrían papeles secundarios. Sin embargo, antes de que Quigley pudiera anunciar su triunfo moral, Variety lanzó uno de sus irreverentes titulares: «Calentando a las Cenicientas del cine». El 19 de febrero, la biblia de la industria del espectáculo publicó el texto íntegro del Código y pronosticó que los Consejos de Censura de todo el país iban a tener que cerrar[89].

«Hays es un gusano», gritó Quigley, quien, según sus propias palabras, le hizo a Hays una «declaración de guerra» porque lo había traicionado, dándole a Variety una historia importante que lo situaba «en una posición en la que se lleva todos los laureles». Por supuesto, Hays negó haber filtrado la noticia y se mostró molesto por todo lo ocurrido[90]. Quigley no se apaciguó fácilmente. «Ocultará todas las huellas con un millón de palabras, gestos y referencias a lo que dijo el presidente Fulano en la casa de su padre en Indiana», pero al final serán «las mismas bobadas típicas de Hays», le dijo a Lord[91]. Quigley dedicó los siguientes treinta años a intentar atribuirse el mérito por el Código y su relación con Hays nunca se restableció del todo[92]. El cardenal Mundelein también se quedó desconcertado ante la noticia publicada por Variety, que no mencionó su contribución. Se enfadó por la falta de publicidad y no volvió a participar activamente en la lucha por la censura cinematográfica hasta la crisis de la Legión de la Decencia en 1934.

Lo que este incidente puso claramente de manifiesto fue el profundo resentimiento de los estudios hacia las restricciones impuestas por el Código. Es probable que un productor, quizá Thalberg, filtrara la noticia a Variety, y que esta revista no fuera elegida por casualidad, ya que era a todas luces contraria a la censura y no perdía oportunidad para calificar a los reformistas de fanáticos y estrechos de miras. Era evidente que los estudios no tenían intenciones de ceder a las exigencias de los reformistas morales sin librar una batalla, tanto pública como privada.

Hays intentó recuperar el control desesperadamente. Con una efusividad muy rara en él, proclamó que el Código señalaba «el mayor paso de la industria hacia un autogobierno», y aseguró que el «buen gusto» y el respeto por la sensibilidad del público «constituirían el principio rector de las películas». El cine ya no iba a ser tolerante con el crimen y, además, defendería la inviolabilidad del matrimonio[93].

La élite intelectual del país acogió el anuncio del Código con burla, cuando no con claro desprecio. «La virtud en lata», se burló la revista Nation. Will Hays, el «Moisés del cine», acaba de descender del número 469 de la Quinta Avenida «con no menos de 21 mandamientos dirigidos a los Hijos de Hollywood». Hays y la industria eran tan «transparentemente ingenuos» en su intento de utilizar la «virtud con fines comerciales», que apenas merecen comentarios, acusó la revista. De qué otro modo se pueden explicar semejantes condiciones como: «los crímenes contra la ley no deben provocar sentimientos de simpatía hacia el crimen». Literalmente, eso significaba que se suponía que «la ley y la justicia» eran lo mismo, lo cual descartaría cualquier futura película sobre el «Boston Tea Party». Si todos los pastores tenían que ser «buenos», ya no se podía abordar la «hipocresía». Pese a que el Código exigía que la historia, las instituciones, las personas prominentes y la ciudadanía de otras naciones debían presentarse con imparcialidad, la revista Nation recordó a sus lectores que, dado que las películas norteamericanas no llegaban a Rusia, los «bolcheviques no necesitaban ser considerados personas». Y, en caso de que estallara una guerra, «todos los ciudadanos del país enemigo se convertirían automáticamente en villanos y sádicos». La industria había descubierto hacía tiempo, observó Nation, que el público exigía películas lo más «morbosas, lascivas y escabrosas» posibles. Por consiguiente, la fórmula de Hollywood consistía en ofrecer al público cinco rollos de transgresión seguidos de uno de castigo». Siempre según Nation, una receta más adecuada para el cine era producir alguna que otra película que «justificara el adulterio», o bien que reconociera que a veces los niños nacían fuera del matrimonio, y quizá semejante honestidad eliminaría la aparente necesidad de casi todas las películas de «presentar una historia de seducción que se interrumpe en la cama»[94].

La publicación Outlook and Independent estaba de acuerdo. Tras señalar las similitudes entre «Los No y los Tenga cuidado» de 1927 y la versión de 1930, los editores opinaron que el aficionado al cine «se indignará o se partirá de risa ante la idea» de que el nuevo Código será eficaz. La solución no se hallaba en una «hipocresía moral codificada», sino en la esperanza de que las películas sonoras empezaran a obtener beneficios sin necesidad de «recurrir a sugerencias sórdidas»[95].

Durante tres décadas, el cine había entretenido y enfurecido a los norteamericanos. Muchas películas eran vulgares, groseras y ordinarias; pero lo vulgar, lo grosero y lo ordinario podía ser entretenido, y el cine gozó de una popularidad sin parangón. En menos de tres décadas, esta nueva industria se había convertido en el principal entretenimiento para millones de personas de todo el mundo, a las que les hablaba de un modo jamás logrado por ningún otro espectáculo popular y venciendo todas las barreras culturales, económicas, políticas y sociales.

Precisamente ése era el motivo por el que tanta gente exigía que se aplicase la censura. El Código adoptado por la industria en 1930 fue un intento de las fuerzas conservadoras de definir los límites tolerables. Los siguientes cuatro años presenciarían la batalla entre Hays y los estudios para definir si el Código era una directriz general y flexible o una prescripción literal.