Las películas son escuelas de vicio y crimen… que ofrecen viajes al infierno a cambio de una moneda de cinco centavos.
Rev. Wilbur Crafts
Hollywood. El nombre era mágico, el atractivo irresistible. Generaciones de norteamericanos pasaron innumerables horas en las oscuras salas cautivados por un mundo mágico lleno de fantasía. Las jóvenes se derretían por el último ídolo de Hollywood mientras los jóvenes soñaban con una vida de aventuras y gloria. Al igual que sus antepasados pioneros, miles de personas marcharon hacia el este; su meta era Hollywood. La mayoría fue rechazada por ese reino mágico, pero unos pocos afortunados fueron «descubiertos» y se convirtieron en «estrellas», la realeza norteamericana del siglo veinte.
El atractivo de Hollywood fue mucho más allá de los sueños de la inocente juventud. Artistas de todas clases peregrinaron a la capital del cine mundial. Desde Nueva York, Londres, Viena, Roma, Moscú, e incluso París, llegaron los famosos, gente con talento, con esperanza, las antiguas glorias y los desesperados, confiados en que esa meca del espectáculo los bendeciría a todos, otorgándoles fama, riqueza y poder.
En la primavera de 1925 un joven escritor se hallaba a punto de vivir ese sueño moderno. Ben Hecht, periodista, novelista y dramaturgo, se encontraba en apuros. A pesar de haber publicado una novela muy bien acogida (Erik Dom, 1921), y de haber sido el jefe de redacción y director del Chicago Literary Times, Hecht estaba arruinado. Acababa de emigrar a Nueva York y llevaba dos meses de retraso en el pago del alquiler cuando recibió un telegrama de Hollywood. «Paramount Pictures te ofrece trescientos dólares por semana. Todos los gastos pagados. Trescientos dólares es una miseria. Aquí se pueden ganar millones y tus únicos competidores son unos idiotas»[1]. El telegrama de su amigo, el escritor Herman Mankiewicz, le cambió la vida. Hecht partió enseguida a Hollywood, y al cabo de dos semanas la Paramount le premió con una bonificación de diez mil dólares por un esbozo de dieciocho páginas de una película de gangsters: Underworld (1927).
Hecht era un escritor de gran talento, uno de esos pocos hombres capaces de escribir con rapidez y eficacia para la pantalla. Se dijo que era el «escritorzuelo más veloz» del Oeste. Su carrera en Hollywood duró cuatro décadas e incluyó guiones originales, adaptaciones y una enorme cantidad de trabajo como «médico de guiones»[*] [2] en los que no figura su nombre. Según sus propios cálculos escribió más de sesenta guiones. Por su incursión en Hollywood le pagaron espléndidamente: desde cincuenta mil hasta 125.000 dólares por un trabajo que le llevaba entre dos y ocho semanas. En una ocasión le pidió a Howard Hughes que le pagara mil dólares cada día a las seis en punto, y los recibió. David O. Selznick lo contrató por una tarifa ligeramente inferior a tres mil dólares por semana para escribir a toda prisa los diálogos de Gone with the wind. A pesar de su éxito económico, Hecht siempre guardó las distancias con Hollywood. Al igual que muchos escritores, no consideraba que su trabajo fuera verdadero arte; más bien era un medio de engordar su cuenta bancaria. Cuando su trabajo había terminado, se retiraba a Nueva York[3].
Lo que más desencantó a Hecht fue la falta de honradez en la industria. Al llegar a Hollywood en 1925, Mankiewicz le explicó la fórmula para tener éxito como guionista: «Quiero advertirte […] que en una novela un héroe puede acostarse con diez chicas y al final casarse con una virgen. En una película eso no es posible. El héroe, al igual que la heroína, tiene que ser virgen. El villano puede acostarse con quien le dé la gana, divertirse todo lo que quiera estafando y robando, enriquecerse y azotar a los criados, pero al final tienes que matarlo. Cuando cae con una bala en la cabeza, te aconsejo que se agarre al tapiz gobelino colgado de la pared de la biblioteca, y que al caer, el tapiz le tape la cara como si fuera una mortaja simbólica»[4].
Siguiendo estos sabios consejos, Hecht escribió para la Paramount el argumento de Underworld, un film sin héroes, sólo con villanos.
A principios de 1951 Hecht regresó a Hollywood. Cuando Mankiewicz lo había llamado para que acudiera al Oeste veinte años antes, Hollywood era una ciudad en pleno auge; ahora se parecía más a una ciudad fantasma. Hollywood había cambiado. La edad de oro de las producciones de estudio se había acabado. La guerra, la disolución del monopolio de las productoras por parte del Gobierno federal y el reto que supuso una nueva tecnología, la televisión, estaban alterando la industria. Al final de una larga noche, Hecht y David O. Selznick, productor y amigo desde hacía más de veinte años, se pasearon por las calles desiertas de la capital del cine. Quizá deprimido por el exceso de alcohol, Selznick recordó la «edad de oro» del cine. No veía nada, le dijo a Hecht, salvo un «montón de bobadas», «de diez mil películas ni siquiera había diez» que valiera la pena recordar. Lo que pudo haber sido una forma artística en «el centro de una nueva expresión humana» resultó ser una «industria-basura». Cuando Hecht le dijo a Selznick que tenía problemas para decidir lo que iba a decir en sus memorias sobre su larga carrera en Hollywood, el productor se volvió hacia él y le dijo: «Escribe la verdad»[5].
En su libro —uno de los retratos más reveladores de la ciudad del oropel— Hecht afirma que el cine «ha introducido en la mente de los norteamericanos más información falsa en una noche que toda la Edad Media en una década. Todos los días, en las quince mil salas, siempre se veía la misma trama: el triunfo de la virtud y la derrota de la maldad». En las películas, escribió Hecht, cualquier hombre que infringe la ley, ya sea humana o divina, debe morir, o ir a la cárcel, o hacerse monje, o devolver el dinero que robó antes de perderse en el desierto». En las películas, «al que no creía en Dios […] se le demostraba que estaba equivocado haciéndole ver un ángel o mostrándole que uno de los personajes podía levitar unos centímetros»; en las películas, «los villanos más poderosos y brillantes se vuelven indefensos ante los niños, los párrocos y las jóvenes vírgenes con grandes tetas»; y en las películas no hay «problemas laborales, políticos, domésticos ni anomalías sexuales» que no puedan «resolverse felizmente con una sencilla frase cristiana o una buena máxima norteamericana»[6].
¿Por qué el cine no consiguió convertirse en un nuevo centro de expresión humana? ¿Por qué no era honrado? ¿Por qué la virtud siempre triunfaba sobre la maldad y los problemas sociales se resolvían mediante simplistas actos piadosos? Por supuesto, parte de la respuesta estriba en el «sistema de estudios» propio de Hollywood. Las películas eran el producto de una gran empresa corporativa que trabajaba en colaboración. El coste de la producción y distribución era enorme. El objetivo de los estudios, y de las empresas que los controlaban, no era el arte, sino obtener beneficios. Temerosos de perder el menor sector de su público, los estudios evitaban al máximo los temas controvertidos o los presentaban dentro de una estructura muy rígida que eludía los puntos más importantes.
Sin embargo, como ya sabían Mankiewicz, Selznick y Hecht, gran parte de la culpa del fracaso de las películas en describir la vida con más franqueza y honradez recaía en la rígida censura impuesta a la industria. Las ciudades, los estados, los gobiernos extranjeros y, sobre todo, la misma industria habían prescrito rígidas restricciones al contenido de las películas durante la edad de oro de las producciones de estudio. Este tipo de censura, que la industria cinematográfica no sólo aceptó, sino que también adoptó, alentó y reforzó, fue la principal causa de que Hollywood no creara películas que fueran más allá de la etiqueta de «espectáculo inofensivo» que se le impuso con firmeza.
La censura es un ingrediente clave para comprender cómo se hicieron las películas durante la era de los estudios, y es esencial en cualquier análisis de su contenido o estructura, Desde principios de los años treinta hasta mediados de los sesenta, cada historia que se juzgaba, cada guión que se escribía y cada película que se producía se sometían a una minuciosa depuración por parte de los censores antes de llegar a la pantalla. La censura anterior al rodaje, aplicada por la MPPDA, formaba parte integral del sistema de producción de los estudios, y muy especialmente en los años treinta, cuando se creó el sistema de «autorregulación» industrial. Empeñada en que las películas de Hollywood se introdujeran en los mercados internacionales, y contraria a imponer a su producto cualquier tipo de restricción en función de la edad del espectador, la Oficina Hays adoptó un sistema de censura previa a la producción, cuya finalidad era impedir que llegaran a la pantalla contenidos dudosos, tanto desde el punto de vista moral como político. El Código de la Oficina Hays —elaborado por un sacerdote católico, el padre Daniel Lord, S.J., y finalmente aplicado por un católico seglar, Joseph Breen— se fundamentaba en la idea de que el cine no gozaba de la misma libertad que los libros, las obras de teatro, las revistas y los periódicos a la hora de presentar al gran público puntos de vista alternativos sobre temas controvertidos. En las principales salas no se exhibía ninguna película, extranjera o nacional, sin recibir la aprobación de los censores de la industria, que recurrían al Código de Lord para decidir si el contenido era aceptable. Además de este sistema de censores de la industria, existían los Consejos de Censura municipales y estatales y, a partir de 1934, la Legión Católica de la Decencia, que estaba dispuesta a abalanzarse sobre cualquier película que considerara ofensiva.
Los principales estudios de Hollywood —MGM, Warner Bros., Universal, United Artists, Paramount, RKO, Columbia y Twentieth Century-Fox— lucharon con vehemencia contra el sistema de censura que les impedía producir películas más realistas y honestas. Pese a que la mayoría de ellos se interesaba más por los éxitos de taquilla que por el arte, lo cierto es que los estudios intentaron llevar a la pantalla dramas realistas e impactantes, pero se vieron frustrados por los censores de la industria. Por ejemplo, a partir de mediados de la década de 1930, fue imposible filmar una adaptación razonablemente fiel de Nana, de Émile Zola, de Anna Karenina, de Lev Tolstoi, o de The Grapes of Wrath, de John Steinbeck, novelas todas demasiado sinceras en su manera de abordar el adulterio, la corrupción y la injusticia; de ahí que se alteraran las versiones cinematográficas para adaptarlas al conservador sistema de valores morales, políticos y económicos que dominaba el Código de la censura cinematográfica.
Nacido en las ciudades norteamericanas a principios de este siglo, el cine como espectáculo sobrepasó rápidamente los límites étnicos, sociales, religiosos y políticos para convertirse en la principal institución de cultura popular. Es preciso recordar que en 1907 se había producido una revolución en la industria del espectáculo. Las salas de cine de la ciudad de Nueva York registraban una asistencia diaria de más de doscientas mil personas, cifra que se duplicaba los domingos, cuando las familias de la clase trabajadora acudían a las salas en manada[7]. A escala nacional, unos tres mil nickelodeon[8] atraían a más de dos millones de espectadores cada día. En 1910 llegó a haber diez mil salas de cine en Estados Unidos. La nación, según el Harper’s Weekly, sufría el «delirio del cine»[9].
En general, estos nickelodeons eran salas situadas en la planta baja de un edificio —mal iluminadas, lúgubres y sin ventilación—, abarrotadas por un público compuesto de hombres, muchachas obreras solas, hordas de niños también solos y familias enteras. Los cines funcionaban sin parar desde muy temprano por la mañana hasta última hora de la noche. Al no haber un horario, la gente entraba y salía en cualquier momento: después de hacer las compras, a la salida del trabajo, los domingos; en fin, siempre que dispusieran de quince o veinte minutos y les sobrara un nickel, o moneda de cinco centavos. Según un antiguo estudio realizado en la ciudad siderúrgica de Homestead (Pennsylvania), «a la salida del trabajo los hombres se detienen unos minutos para ver algo distinto de la fábrica de acero y sus hogares; la mujer que va de compras descansa mientras disfruta de la música […] y los niños siempre están pidiendo cinco centavos para ir al nickelodeon»[10].
Las películas eran populares porque eran baratas y estaban al alcance de todos, pero, sobre todo, porque eran muy entretenidas. Según el mito popular, las películas mudas no eran más que una escena de una persecución interminable —como en las de los «Keystone Cops»—, una historia de villanos lascivos o un desfile absurdo de astracanadas. Casi todo el mundo tiende a creer que las primeras películas mudas ofrecían un espectáculo vulgar a un público sin discernimiento que no sabía inglés —o casi nada— y que estaba más fascinado por la novedad técnica que por el valor artístico.
Como ocurre con casi todas las creencias populares, en este caso algo hay de cierto, pero sólo un poco. Casi desde el principio, los productores recurrieron a la literatura popular, al teatro y a temas de actualidad para crear el argumento de las películas. Los historiadores Kay Solan y Kevin Brownlow han demostrado que el contenido de las películas mudas era actual, variado y realista. Brownlow describe un cine mudo que enseñaba «la corrupción en la política municipal, el escándalo de la trata de blancas y la explotación de los inmigrantes», valiéndose de gangsters, chulos, usureros y drogadictos que compartían la pantalla con Mary Pickford[11]. Solan comentó que «el cine defendía la causa de los obreros, presionaba a los “caciques” políticos, y a menudo otorgaba dignidad a la lucha de los pobres de las grandes ciudades»[12]. Estos primeros intentos solían burlarse de las sufragistas militantes, defendían o atacaban los valores de la moral victoriana y «ridiculizaban a sindicatos y a [famosos] magnates»[13].
Las primeras películas, como Capital vs. Labor, The Molly Maguires or Labor Wars in the Coal Mines, Cocaine Traffic, The Drug Traffic, Suffragettes’ Revenge, The Candidate, The Govemor’s Boss, Votes for Women y The Reform Candidate, revelan que la gente que acudía en masa al cine recibía algo más que una comedia a cambio de su moneda de cinco centavos[14]. Según el historiador del cine Lary May, algunas de estas primeras películas se deleitaban ridiculizando los «valores Victorianos»[15].
Estos films, que procuraron placer a millones de personas, molestaron profundamente a otros. El cine nació cuando el movimiento del reformismo progresista estaba en pleno auge en Estados Unidos. Los progresistas denunciaron la corrupción en el Gobierno, y escandalizaron al público norteamericano con escabrosas descripciones de la explotación de menores, de las condiciones de vida en las ciudades, la prostitución y el alcoholismo. Para remediar estos males, propusieron una legislación que regulara la contratación de menores, recurrieron al poder que tenía el Estado para conceder licencias con el fin de imponer normas sanitarias y de seguridad, aprobaron leyes de educación obligatoria, regularon la industria de los productos de consumo con leyes sobre comida y medicamentos puros» y reformaron el procedimiento electoral a nivel local, estatal y federal. Todo este movimiento reformador fue responsable de los miles de cambios destinados a conseguir que las ciudades norteamericanas fueran más habitables, a inculcar a los inmigrantes los valores norteamericanos, a proteger a la población de la explotación por parte de las grandes industrias y a responsabilizar al Gobierno del bienestar general de los ciudadanos.
Los progresistas también se preocuparon por el impacto que la modernización y el estilo de vida urbano podían tener en la moralidad de la nación. Afirmaban que los bares, las salas de baile y los prostíbulos atentaban contra la vida familiar tradicional, querían que el Gobierno creara un ambiente más habitable y reafirmara los valores morales tradicionales Victorianos mediante una legislación «protectora». También eran perfectamente conscientes de que, al defender una jornada laboral de diez u ocho horas para los adultos y eliminar el trabajo infantil, estaban creando «tiempo libre», a la vez que esperaban que dicho tiempo se aprovechara para «restaurar los ideales norteamericanos en su forma más pura»[16]. Por tanto, había que proteger al público de entretenimientos capaces de corromper este proceso «edificante». Con fervor religioso, los progresistas atacaron los bares, las salas de baile, los prostíbulos, así como los igualmente dañinos libros, revistas, periódicos y obras de teatro «inmorales», y, por supuesto, las películas.
Para contrarrestar estos entretenimientos «inmorales», los progresistas propusieron crear una «zona verde» dentro de la jungla de asfalto de las ciudades norteamericanas. Como dijo un líder del movimiento a favor de los campos de juego: «Cualquiera que observe a los niños con atención en una ciudad […] entre la hora de la salida de la escuela y la de cenar, verá que un elevado porcentaje no hace nada que valga la pena»[17]. Los progresistas afirmaban que las ciudades tenían la obligación de construir parques y campos de juegos en los que los niños y los adultos pudieran pasar su tiempo libre en un clima moralmente aceptable. Unos buenos campos de juego, dijo un reformador, podían inspirar «en sólo una semana un sentido de la ética y un civismo mayores […] que el que pueden inculcar los profesores de catequesis […] en toda una década»[18]. En particular, durante la primera década del siglo una oleada de construcción de parques invadió todo Estados Unidos. En Chicago se gastaron en menos de una década más de quince millones de dólares en parques y en centros recreativos.
Para los reformadores progresistas, el cine era un medio de recreación especialmente problemático. El entorno en sí ya era inadecuado: en lugar de un espacio abierto, con aire puro y ejercicio, las salas a las que acudían los niños eran sucias y lúgubres. Sentados de un modo pasivo en la oscuridad, sus jóvenes mentes se dejaban corromper por películas perniciosas, mientras el aire viciado les contaminaba los pulmones. «Las horas de asueto determinan la moralidad de la nación», entonó Joseph R. Fulk, el delegado de educación de Nebraska[19]. Al ver los millones de ciudadanos que acudían a las salas cada día, los reformadores progresistas temieron que la nueva generación de niños aprendiera la moral en el cine.
Jane Addams, la tenaz reformadora social cuya Hull House en Chicago le valió el reconocimiento internacional, escribió en 1909 que el cine era una «verdadera casa de sueños» para los niños norteamericanos. Addams estaba convencida, al igual que tantos de su época, de que el cine ejercía en la mente de los niños una influencia más poderosa que cualquier otro medio de comunicación o educación. Para ella, todo lo que veían en la pantalla se transformaba directa e inmediatamente en acción. Si los niños veían películas de crímenes, se volverían criminales; si veían películas que trataran de temas «inmorales», adoptarían esos valores y rechazarían los esfuerzos realizados en su casa, escuela e iglesia para inculcarles los valores tradicionales de la clase media. Addams escribió que le parecía «increíble que una ciudad permita que miles de jóvenes llenen sus influenciables mentes con las absurdidades [de las películas], las cuales sin duda se convertirán en los cimientos de sus códigos morales»[20].
Sin embargo, Addams y los progresistas reconocían que si, por el contrario, las películas predicaban valores positivos, tendrían un valor ilimitado para educar y para desempeñar un papel positivo en la socialización de los ciudadanos. Convencida de que las películas estaban «formando la mente de nuestra población urbana», Addams opinaba que el cine debía predicar el civismo, la superioridad de los ideales anglosajones y el valor del trabajo. Si se utilizaba el cine para dar lecciones de moralidad a los obreros, podría convertirse en un aliado en la lucha de los progresistas por proteger a las masas de la acción conjunta de la pobreza, la corrupción y la injusticia[21].
Los ministros, los trabajadores sociales, los reformadores de los derechos civiles, la policía, los políticos, los clubes de mujeres y las organizaciones ciudadanas se unieron al movimiento, acusando al cine de incitar a los jóvenes al crimen porque glorificaba a los criminales y de corromper a las jóvenes porque idealizaba aventuras amorosas «ilícitas». Estos guardianes de la moral» —una imprecisa confederación de reformadores formada por críticos reflexivos y perspicaces como Jane Addams o por reaccionarios religiosos como el canónigo William Shaefe Chase, rector de la Iglesia de Cristo, en Brooklyn— afirmaban que el cine estaba cambiando los valores tradicionales en lugar de reflejarlos, y exigieron al Gobierno que utilizara su poder para conceder licencias y legislar a fin de censurar este nuevo espectáculo.
Sin embargo, a los productores les interesaba obtener beneficios, no predicar. Los progresistas y los guardianes de la moral, incapaces de controlar el contenido de las películas, se fueron convenciendo cada vez más de que las películas eran responsables de muchos de los males de la sociedad y acabaron considerándolas una gran lacra social. Según los reformadores, la nueva industria exigía una regulación comparable a la aplicada a la fabricación de carne artificalmente coloreada. Como declaró un dirigente de la JMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes):
A menos que intervenga la ley y haga con las películas lo mismo que ha hecho con la inspección de la carne y los alimentos, el cine seguirá inyectando en nuestro orden social un elemento de degradación. La única manera de proteger a la gente, y sobre todo a los niños, de la influencia de películas perniciosas es mediante una estricta regulación de los lugares en que se exhiben[22].
En una conferencia sobre la protección de la infancia pronunciada en 1909, Edward H. Chandler describió el cine como «una nueva y curiosa enfermedad [que] apareció en nuestras ciudades y que eligió como víctimas especiales únicamente a los niños y las niñas de entre diez y catorce años»[23]. El ministro de la Iglesia Evangélica del Calvario, de Filadelfia, dijo que las películas eran «escuelas para degenerados y criminales»[24]. Otro ministro, el reverendo Wilbur F. Crafts, afirmó que las películas eran «escuelas de vicio y crimen […] que ofrecen viajes al infierno a cambio de [una] moneda de cinco centavos»[25]. Un profesor de filosofía de la Universidad de Kansas advirtió a la nación que:
(…) las películas son más degradantes que las novelas rosa porque presentan a personajes de carne y hueso y dan lecciones morales directamente a través de los sentidos. La novela rosa no puede llevar al niño más allá de lo que le permite su limitada imaginación, pero la película le impone a su visión cosas que le son nuevas, lo somete a una experiencia directa[26].
El canónigo Chase, cuya campaña contra el cine duró tres décadas, dijo que las películas eran «el mayor enemigo de la civilización»[27].
Los autodesignados «guardianes de la moral pública» iniciaron una lucha para que la legislación regulara este nuevo «vicio». La Comisión del Vicio de Chicago recomendó primero que la ciudad supervisara «las salas de baile, las heladerías» y exigió que las películas se proyectaran únicamente en «salas bien iluminadas»[28]. Cuando esta sugerencia tan poco práctica fue rechazada, los miembros de la Comisión replicaron exigiendo que se prohibieran «los vodeviles, las máquinas de mirar películas [y] las salas de cine»[29]. Y cuando esta propuesta fracasó, Chicago recurrió a su poder de otorgar licencias para imponer en Estados Unidos la primera ordenanza que permitió a los censores regular el contenido de las películas. Aprobada en noviembre de 1907, la ordenanza exigía a los exhibidores un permiso concedido por el comisario de policía para proyectar las películas al público. Esta «censura previa» permitía prohibir una película si los censores policiales la consideraban inmoral u obscena, o [si] retrata la depravación, la criminalidad o la falta de virtud de los ciudadanos de cualquier raza, color, credo o religión y los expone al desprecio, a la burla o al oprobio, o tiende a alterar la paz o a causar disturbios, o pretende representar una ejecución en la horca o en la hoguera o el linchamiento de cualquier ser humano[30].
La labor censora fue asignada al Departamento de Policía de Chicago. Aunque su misión era supuestamente moral, la policía cayó casi de inmediato en la trampa que caracterizaría a la censura cinematográfica durante las siguientes décadas. Una de las primeras películas censuradas fue una versión de Macbeth, de Shakespeare. El teniente Joel A. Smith, que recortó la película, declaró a los periodistas que no tenía nada en contra de Shakespeare, pero «los del cine cogen a un montón de holgazanes de Broadway para que representen e interpreten a Shakespeare, y cuando llega a la pantalla es peor que el melodrama más sangriento»[31]. No está claro cuánto sabía Smith de Shakespeare, lo que sí es evidente es que se sintió libre para censurar tanto las películas que no le gustaban como las que le parecían inmorales. Su sucesor, el sargento Charles O’Donnell, se comprometió a aprobar sólo las películas que considerara «adecuadas para ser vistas por mujeres y niños»[32]. Las actitudes y preocupaciones expresadas por Smith y O’Donnell serían imitadas por los censores durante los siguientes cincuenta años.
Cuando Chicago se negó a conceder permisos a dos fieles relatos sobre los forajidos del oeste, James Boys in Missouri y Night Riders, la industria cinematográfica cuestionó en los tribunales la legalidad de la censura. En el caso Block contra Chicago (1909), la industria argumentó que la ley era discriminatoria porque sólo se aplicaba a las películas y no a las producciones teatrales, y que, al imponerse la censura antes de la proyección, la prohibición privaba al exhibidor de su propiedad sin un debido juicio. Según indica el historiador del cine Garth Jowett en su estudio sobre las consecuencias jurídicas de la censura, «todos estos argumentos fueron desechados»[33]. El tribunal sostuvo que el Estado tenía el derecho constitucional de proteger al público de producciones «inmorales» y «obscenas». Además, afirmó no violar la Constitución porque nadie tenía derecho a beneficiarse de materiales inmorales u obscenos.
Pese a que el tribunal consideró que James Boys y Night Riders estaban basadas en hechos históricos, sostuvo que, en su recreación de las vidas violentas de los forajidos, las películas «necesariamente retrataron el crimen» y, al hacerlo, «no presentaron otra cosa que la malicia». Exhibirlas, afirmó el tribunal, «tendría necesariamente efectos nocivos para los espectadores jóvenes»; por tanto, la ciudad de Chicago tenía el derecho legal de impedir que esas películas se exhibieran aun cuando estuvieran basadas en personajes y acontecimientos históricos. Las películas eran inmorales porque los hechos y las personas que presentaban eran inmorales, y porque corrompían a los niños que las veían[34]. Pese a que a primera vista esta regulación podría parecer absurda, los tribunales estatales y federales fallarían sistemáticamente a favor de la censura por razones similares hasta mediados de siglo.
La campaña en contra del cine y a favor de la censura fue ganando terreno a medida que aumentaba la popularidad del cine. El Pittsburgh Post declaró que muchas películas «no eran aptas para adultos decentes» y pidió a la ciudad que aprobara «regulaciones más rigurosas»[35]. En Cincinnati, el Times-Star acusó a las películas de «presentar situaciones inaceptables en un escenario»; según el editorial, suponían una «perversión de […] la moral pública»[36]. El News, de Chicago, lamentó que «un invento que ofrece tantas posibilidades y que podría ser un entretenimiento sano se convierta en un medio para explotar el crimen, los robos y las tragedias»[37]. En Kansas City, después de la detención del propietario de un cine local por exhibir «películas inmorales», el Instituto Franklin le encargó a Beebe Thompson, una prominente miembro del Ayuntamiento, que realizara un estudio sobre dicha sala. Al cabo de un año, Kansas City había creado un Consejo de Censura municipal para proteger a los niños de la influencia corruptora de las películas[38].
Por supuesto, el cine tenía sus defensores. En vista de los millones de adultos y niños que disfrutaban con las películas, estos defensores replicaron que era inverosímil que fueran tan viles, inmorales, ofensivas y corruptoras como los guardianes de la moral pretendían hacer creer a la gente. El Globe Democrat, de Saint Louis, dijo a sus lectores que el argumento de que los niños empezarían a robar y se convertirían en criminales era claramente estúpido; era como proponer que la sociedad debía prohibir los helados porque a los niños les encantaban y podían robar unas monedas para comprárselos. En Somerset (Nueva Jersey), el Record aseguró a sus lectores que «los niños no sacan más que entretenimiento» de las películas[39]. W. Stephen Bush, director del periódico especializado Moving Picture World, no veía nada «lascivo, sugerente ni desmoralizador; al contrario, cada [película] incluía una importante moraleja y la transmitía de un modo contundente». «A que nadie puede», retó, «enseñarme una película que sea objetable por su inmoralidad o perversidad»[40]. De un modo todavía más claro, el alcalde de Topeka (Kansas), que se oponía a la censura, dijo a los críticos de cine que «el que tenga un niño capaz de ser corrompido por una película común y corriente, ya puede matarlo y así se ahorrará problemas»[41].
La polémica sobre la censura cinematográfica atrajo la atención de todo el país cuando el 24 de diciembre de 1908 el alcalde de Nueva York, George B. McClellan, dio repentinamente la orden de cerrar todas las salas de cine de la ciudad. Más de un año antes, el jefe de bomberos de Nueva York había denunciado que las salas de cine no reunían las condiciones de seguridad contra incendios y suponían «una amenaza a la vida»; por su parte, el jefe de policía había recomendado a McClellan que cerrara todas las salas, nada menos que en una ciudad que era el centro de la industria cinematográfica y con más de quinientos cines, muchos de los cuales abrían los domingos[42].
Mientras que la policía y el cuerpo de bomberos de Nueva York se preocupaban fundamentalmente por las condiciones materiales en las que se exhibían las películas, una coalición de ministros de Nueva York, dirigida por el canónigo William Sheafe Chase, exigió al alcalde que protegiera al público de su contenido y que prohibiera su exhibición los domingos. Chase, que hizo campaña contra las películas y los males de «las carreras de caballos, el boxeo, el baile moderno [popular], cualquier tipo de juego, los timos de todos los tamaños, tonos y colores, e incluso el pelo a la garçon y las faldas cortas», le dijo al alcalde que tenía «la obligación» de restringir las películas, porque los productores y propietarios de las salas de cine no tenían «absolutamente ningún escrúpulo»[43].
Al verse presionado, a finales de diciembre de 1908 el alcalde McClellan convocó una sesión pública para celebrar un debate abierto sobre el cine. Una bulliciosa multitud acudió al ayuntamiento. Frank Moss, director de la Comisión para la Eliminación del Vicio, condenó el cine porque corrompía a los niños. Una veintena de ministros lanzaron acusaciones similares. El reverendo J.M. Foster gritó: «¿Acaso un hombre es libre de enriquecerse con la moral de la gente? ¿Es posible que se beneficie corrompiendo la mente de los niños?»[44]. Otro ministro preguntó por qué la ciudad gastaba millones de dólares en educación y después permitía que las películas «contaminaran y corrompieran a la juventud» de la ciudad[45].
Cuando Charles Sprague Smith, director y fundador del People’s Institute, una organización reformadora de Nueva York, replicó que en la ciudad había muchas cosas bastante peores que el cine, el numeroso público lo aclamó. El alcalde les dirigió una «severa reprimenda» y amenazó con suspender la sesión[46]. J. Stuart Blackton (de los estudios Vitagraph), representante de los productores, abrió una puerta para poder llegar a un acuerdo. Citó la ley de Chicago y propuso que un grupo independiente «censurara las películas antes de su exhibición» a cambio de sesiones continuas los domingos[47].
Para satisfacción de los pastores y consternación de los millones de neoyorquinos, McClellan sencillamente revocó las licencias de todos los cines de la ciudad. El día de Navidad de 1908, las luces se apagaron en todas las salas de Nueva York. La reacción de la industria no se hizo esperar: recurrió la decisión en los tribunales y enseguida obtuvo un mandamiento judicial que sostenía que la acción de McClellan había sido «arbitraria, tiránica e insensata»[48]. La mayoría de las salas de cine abrieron al cabo de pocos días, pero el mensaje dirigido a la industria estaba claro: a menos que hiciera algo para lavar su imagen, que mejorara el estado de las salas y, sobre todo, que respondiera a la preocupación de sus detractores en el sentido de que el cine ejercía una influencia perniciosa en los niños y los adultos, no cejarían los continuos ataques de los guardianes de la moral, que seguirían presionando para conseguir una legislación restrictiva. Ninguna de las dos cosas era buena para el negocio, y el negocio estaba en pleno auge.
Charles Sprague Smith y el People’s Institute propusieron una solución a la industria cinematográfica. En 1908 el Institute, una de las pocas organizaciones reformadoras que no consideraba que el cine fuera una lacra social, se unió a la Liga Municipal de Mujeres de Nueva York para realizar un estudio sobre el cine de la época. El estudio condenó las condiciones en las que se exhibían las películas, pero las alabó porque aportaban «un entretenimiento sano e incluso didáctico»[49]. Tras defender a la industria en la sesión pública organizada por el alcalde, Smith y John Collier, secretario ejecutivo del People’s Institute, seleccionaron diez organizaciones ciudadanas, incluidas la Federación de Iglesias, la Asociación de Educación Pública, la Liga Municipal de Mujeres y la Sociedad para la Prevención del Crimen, con la intención de formar un Consejo de Censura Cinematográfica de Nueva York, más tarde llamado el National Board of Review[50].
Collier propuso que este Consejo de voluntarios civiles visionara las películas antes de su exhibición, que señalara el material ofensivo y «sugiriera» los recortes. Si la industria estaba dispuesta a someter las películas «de un modo voluntario» al Consejo para que fueran «autorreguladas», Collier creía que disminuirían gran parte de las críticas contra el cine y desaparecería también la amenaza de una censura por parte del Gobierno.
Los productores no tardaron en aceptar la propuesta. Al igual que otros sectores, los cineastas de la era progresista buscaban para su producto una normativa nacional uniforme que permitiera que las películas circularan libremente por todo Estados Unidos. La proliferación de Consejos de Censura estatales, cada uno con reglas diferentes, prácticamente impediría que las películas fueran asequibles al enorme y variado público norteamericano. Según el editorial del Moving Picture World: «La función de un Consejo de Censura es guiar y estimular a los productores para que sus películas atraigan a la inteligencia más elevada del mayor público posible»[51]. En otras palabras, la autocensura no era más que un buen negocio.
La Motion Picture Patent Company (MPPC), una federación formada por las nueve productoras más importantes y encabezada por Thomas Edison, aceptó someter sus películas al nuevo Consejo de Censura de la comunidad y se comprometió a eliminar el material ofensivo así como a exhibir únicamente las películas que recibieran el sello de aprobación del Consejo. La MPPC también propuso mostrar todas las películas a los voluntarios y pagar una «cuota de censura» para financiar el coste de la operación. Pronto le siguieron otras productoras, y, en marzo de 1909, el National Board of Review empezó a revisar las películas.
Frederick C. Howe, un reformador social de Nueva York y Cleveland (y, a partir de 1914, comisario de inmigración en la isla Ellis, puerta marítima de entrada a la ciudad de Nueva York), fue nombrado presidente del Consejo de Censura. John Collier dirigió el comité subsidiario, compuesto por más de cien voluntarios, responsables de censurar las películas. En principio, tanto Howe como Collier eran contrarios a la censura y consideraban que las películas tenían el derecho de reflejar sin tapujos los problemas sociales. Howe consideraba que la función del nuevo Consejo, más que censurar, era ejercer una «coerción moral»[52]. Se oponía a la censura estatal porque creía que violaba la Primera Enmienda[53] y que reprimía «[…] la libertad de la industria para ser un espejo de la vida cotidiana, de las esperanzas y de las aspiraciones de la gente». El cine, al igual que «el teatro de la democracia», era una parte importante del libre intercambio de ideas, insistió Howe[54].
Collier coincidía con él e instó a los voluntarios a que no fueran «demasiado críticos» con las películas[55]. Los principios adoptados por el National Board of Review reflejaron las ideas de Howe y Collier. El Consejo rechazaría una película o solicitaría cortes si contenía escenas obscenas, vulgares, indecentes, blasfemas (todo ello sin definir), crímenes brutales o morbosos, escenas detalladas de crímenes que pudieran enseñar al público cómo cometerlos, cualquier material ofensivo capaz de herir la sensibilidad de los espectadores o escenas que tendieran «a deteriorar la moralidad o los principios sociales básicos»[56].
Sin embargo, no rechazaría una película ni solicitaría cortes sólo porque contuviera una escena de un crimen o material poco apto para niños.
El National Board of Review intentó juzgar «el verdadero efecto de cada película sobre el variado público [norteamericano]»[57]. Una película seria aprobada siempre y cuando no ofendiera «la moralidad fundamental». El Consejo declaró que no censuraría las películas «para un público determinado», y que tampoco asumiría el papel de árbitro del «buen gusto» ni el de protector de «niños o de mujeres delicadas»[58].
Al cabo de un año, el Consejo revisaba ya más del 80% de las películas exhibidas en Estados Unidos. Todos los días, escribió Robert Sklar, «respetables mujeres tocadas con floreados sombreros de ala ancha se sentaban junto a señores adustos para mirar las siete u ocho últimas creaciones de los productores»[59]. Aunque Sklar da a entender que el Consejo era estricto, sus puntos de vista liberales fueron atacados por los guardianes de la moral: al autorizar películas que abordaban la prostitución, la corrupción y otros vicios tan comunes en la sociedad norteamericana, el National Board se mostraba demasiado indulgente y, sobre todo, no estaba protegiendo a los niños.
Pennsylvania declaró que el National Board of Review no era eficaz, y en 1911 aprobó una ley para crear su propio Consejo, que se encargaría de revisar las películas antes de exhibirlas en el Estado. Kansas y Ohio siguieron su ejemplo en 191. En 1915 se crearon unos veinte Consejos de Censura municipales y estatales con el fin de imponer los principios morales de cada comunidad. A decir verdad, dichos Consejos eran bastante heterógeneos: el de Pennsylvania era el más estricto, negándose, por ejemplo, a autorizar escenas en las que aparecieran mujeres embarazadas o incluso futuras madres haciendo ropa de bebé; Kansas era el más gazmoño, y limitaba las escenas de besos a unos pocos segundos y prohibía aquellas en las que se fumaba o bebía.
El denominador común de todos estos Consejos de Censura era su compromiso a eliminar las descripciones de los principios morales cambiantes, limitando las escenas de crímenes (a las que responsabilizaban del aumento de la delincuencia juvenil) y evitando en lo posible cualquier descripción de conflictos sociales, de enfrentamientos entre los obreros y la patronal o de injusticias y corrupción en el Gobierno. La pantalla, afirmaban los guardianes de la moral, no era un foro adecuado para abordar asuntos sexuales delicados o para hacer comentarios de índole social o política[60].
El reto constitucional a la censura cinematográfica se lanzó en Ohio, donde el Consejo estatal fue especialmente restrictivo al sostener que «sólo las películas que a juicio y criterio del Consejo de Censores posean un valor moral y pedagógico, o que sean entretenidas e inofensivas» recibirían la aprobación previa necesaria[61]. El Consejo de Censura de Ohio, al igual que la mayoría, cobraba una cuota a los distribuidores cinematográficos para autorizar mediante una licencia la exhibición de las películas.
La Mutual Film Corporation, de Harry E. Aitken, una firma cinematográfica interestatal, quizá demasiado confiada en que los tribunales aplicarían al cine los mismos derechos de libertad de expresión que los que gozaba la prensa, solicitó un mandamiento judicial en contra del Estado. La ley de Ohio, afirmó la Mutual, obstruía el comercio al obligarla a pagar una licencia por cada película que se exhibía; además, el cuerpo legislativo delegaba sus poderes de un modo erróneo, porque los principios para aprobar una película eran vagos y poco claros. La Mutual también sostuvo que la ley violaba claramente las disposiciones de la Constitución federal y de la de Ohio relativas a la libertad de expresión. Cuando el tribunal de distrito rechazó el mandamiento judicial, la Mutual recurrió al Tribunal Supremo. Como más tarde se vería, fue una decisión desastrosa[62].
Ante el Tribunal Supremo, William B. Saunders, el abogado de la Mutual, dijo que la ley de Ohio era discriminatoria para las películas, que era imprecisa debido a la falta de definiciones específicas sobre lo que era aceptable, que obstaculizaba el comercio interestatal al exigir una cuota para conceder las licencias y que ponía trabas a la industria cinematográfica al prohibir la exhibición de las películas hasta que los censores de Ohio no hubieran aprobado el producto. No obstante, se pasó la mayor parte del tiempo intentando presentar las películas dentro de los límites protectores de la libertad de expresión[63].
Según él, las películas eran «dramatizaciones de novelas clásicas», descripciones de «temas de interés científico», recreaciones de «acontecimientos históricos y actuales, los mismos acontecimientos que se describen con palabras y fotografías en periódicos, semanarios, revistas y otras publicaciones». Saunders defendió que el cine no se diferenciaba de otros medios de comunicación protegidos por las disposiciones relativas a la libertad de expresión; por tanto, las películas formaban «parte de la prensa» y cobraban «cada vez mayor importancia […] en la difusión del conocimiento y la formación de la opinión pública sobre todos los asuntos políticos, educativos, religiosos, económicos y sociales». En otras palabras, resumió Saunders, las películas eran «publicaciones» y debían considerarse libros filmados. Las centrales cinematográficas, afirmó, proporcionaban películas a las salas y deberían ser consideradas «bibliotecas circulantes»; por tanto, el Estado no tenía derecho a imponer cuotas ni a restringir el contenido de las películas antes de su exhibición[64].
El Tribunal Supremo —que incluía a Oliver Wendell Holmes Jr. y a Charles Evan Hughes[65]— sorprendió a todos al rechazar por unamimidad los argumentos de Saunders. El juez Joseph McKenna redactó el dictamen, un documento que no deja de ser curioso. McKenna aceptó sin duda que las películas fueran instrumentos de opinión, pero añadió: «Consideramos que el argumento es erróneo o forzado cuando hace extensivas las garantías de la libertad de expresión y opinión» al teatro, al circo o al cine, unos medios que «pueden ser utilizados con fines perniciosos». Hay, prosiguió, «cosas que no deberían representarse mediante imágenes en lugares públicos». Las comunidades locales, que incluían a los Estados, han ejercido tradicionalmente poderes policiales «adjudicándose la facultad de conceder o denegar licencias a espectáculos teatrales como un medio para regularlos»[66]. El Tribunal declaró que el cine era «lisa y llanamente un negocio», y que «la Constitución de Ohio, a nuestro parecer, no considera que forme parte de la prensa […] ni que sea un órgano de opinión pública»[67].
Como escribió Garth Jowett, a pesar de que el Tribunal reconoció que el cine transmitía ideas, no estaba dispuesto a «que el gran público estuviera desprotegido ante lo que para ellos era una fuerza social poderosa y descontrolada»[68]. En los casos de Chicago (1907) y del Tribunal Supremo (1915), los juristas definieron las películas como «perniciosas». A los guardianes de la moral todo esto les sonaba a música celestial. En ambos casos, los jueces reconocieron que las películas eran más efectivas y seductoras que cualquier otro medio de comunicación o educación. Además, las ideas que difundían —que un criminal podía ser un héroe; que el adulterio no siempre estaba mal; que la policía, los jueces, los políticos y los hombres de negocios a veces eran personas corruptas; que el sistema de libre empresa podía ser brutal; que los sindicatos eran buenos y que las mujeres debían votar— eran potencialmente «perniciosas».
Esta lógica, por muy extraña que parezca hoy, no desentonaba con la corriente imperante en los medios jurídicos de Estados Unidos. Al ratificar la ley de Ohio, el Tribunal confirmó el poder de las comunidades locales para protegerse del «mal» exterior mediante la concesión de licencias. Dicho poder incluía la concesión de licencias a las salas de cine y al contenido del producto ofrecido al público.
La industria se quedó atónita ante el fallo. «¿Acaso somos forajidos?», preguntó Moving Picture World[69]. John Collier arremetió contra la decisión alegando que se basaba en la «mayor ignorancia»[70]. Sin embargo, la industria cinematográfica no debería haberse extrañado. Pese a que seguía siendo muy competitiva, no tenía ningún portavoz capaz de reunir fuerzas para emprender una lucha abierta ante la opinión pública y exigir la libertad de expresión para el cine, o para construir poco a poco una base jurídica que propiciara una decisión favorable antes de acudir de un modo apresurado al Tribunal Supremo. Al no haber hecho nada o casi nada para obtener un fallo más favorable, el cine sufrió una derrota jurídica aplastante. Collier, no obstante, señaló el verdadero significado del fallo cuando declaró que el fundamento de la decisión era más de índole social que jurídica. Según él, «el Tribunal actuó influido por sus propias ideas acerca de la opinión y la necesidad pública; […] los motivos de su decisión eran psicológicos, no sólo jurídicos, y se debieron a su falta de experiencia directa con el cine»[71].
Frederick Howe fue más claro. Para él, la cuestión principal era el «efecto “fundamental” de que el Estado asuma el derecho a regular este importante medio de expresión [el cine]. ¿Debería el Estado aprobar la conveniencia de retratar las cuestiones laborales del socialismo o de los Obreros Industriales del Mundo[72] y otros temas candentes que aparecen en primera plana?». Howe argumentó que la censura legal sometería a los productores cinematográficos «al temor de los cortes, de modo que sólo se producirá la película segura y sana, la puramente convencional»[73]. Howe dio directamente en el blanco.
Por muy injusta o infundada que fuera la decisión de la Mutual, la realidad es que ése fue el criterio que imperó durante las siguientes cuatro décadas. La censura estatal previa a la exhibición era legal. Lo que la industria más temía —una explosión de leyes municipales y estatales, todas discrepantes— ahora parecía posible. Si los productores de cine hubiesen estado dispuestos a producir películas para públicos especializados (sólo para adultos, familias, niños), el impacto de la decisión del Tribunal Supremo habría sido menor; pero los responsables de la industria cinematográfica querían o necesitaban abarcar el mayor mercado posible. La posibilidad de que se crearan Consejos de Censura en todo Estados Unidos daba miedo. Lo único que podían hacer los dirigentes de la industria para evitarlo era censurar sus propios productos. Como predijo Howe, las películas se volverían seguras, sanas y puramente convencionales.