Otra vez en Baliarrain. Es primavera. El arce, el olivo, los robles y el cerezo reverdecen. El cerezo abre sus brazos al cielo, llenos de copos blancos. Han pasado quince años desde que hurgué en los manuscritos de mis antepasadas y en el de mi madre, mientras me hurgaba yo también por dentro. Cuando era joven creía que las cosas eran perdurables, inmutables y buenas. Luego aprendí que no es así, que toda nuestra vida puede cambiar en un segundo para bien o para mal. Además aprendí que el tiempo desgasta no solo el dolor, sino también la felicidad. He aprendido muchas cosas en estos años. Dijo alguien que la experiencia no la forman los sucesos que nos ocurren, sino la respuesta que damos a lo que nos pasa. Y es verdad. Ahora, bajo el cerezo, reflexiono sobre mis respuestas a la vida y hago balance.
La ruptura de una pareja es siempre dolorosa. Es cierto que el momento del punto final no surge de repente, lo hemos ido labrando poco a poco, año a año, y que la última escena antes de caiga el telón está compuesta de retazos de tristezas viejas. Sin embargo, igual que la muerte de un enfermo terminal, no por esperada deja de ser dolorosa: el último encuentro de dos personas que se quisieron se transforma en un gran abismo. El divorcio de Peio fue una experiencia fuerte y fea, pero también reveladora. Yo había vivido más de veinte años con un hombre al que no conocía, y cuando tuve que admitir la evidencia, me sentí humillada, muy humillada. Esa fue la primera revelación. Pero hubo otra más importante que también se refería a mí. Durante esos más de veinte años no me había atrevido a enfrentarme con la vida, con mi vida, y esta segunda evidencia aún me humilló más. Fue entonces cuando tuve que optar: o abandonarme y caer en una depresión que me aturdiese y me hiciese olvidar la realidad, o apechugar con lo que había sin lamentarme del tiempo perdido. Así que opté por mirar hacia delante. Sufrir una depresión por tener que reconocer mis fracasos era continuar fracasando el resto de mi vida. Me costó unos días llegar a esa conclusión, pero cuando decidí cuál era el camino, me sentí libre. Al día siguiente de aquella conversación en la fiesta de Laura se inició el proceso, que terminó con una página en blanco preparada para escribir los nuevos capítulos de mi vida. En primer lugar viajé a Burdeos y a Barcelona, donde estudiaban nuestros hijos, quería contarles cara a cara lo que había pasado. Peio, el mayor, me escuchó en silencio y luego hizo ver que aquello era algo nuestro que no iba con él. Pero no era verdad. Hay demasiadas cosas que se nos revuelven cuando los padres deciden ir cada uno por su lado. Tengamos los años que tengamos, sentimos que se desploman los pilares del nido y que no va a quedar un lugar para pedir refugio.
—Peio, escúchame, esto es duro, pero es el menor de los males. Es el precio de la libertad. El aita y yo hemos vivido juntos libremente, ahora, también libremente, hemos decidido que lo mejor será separarnos.
Y entonces se desahogó.
—Llevabais vidas demasiado diferentes.
Me sorprendió.
—¿Qué quieres decir?
—No sé, creo que el aita es un hombre muy dinámico y se ahogaba en casa. A veces, cuando venía Laura, parecía revivir.
Me puse en guardia y él se dio cuenta.
—Ahora escúchame tú, ama. Martín y yo hablamos más de una vez sobre esto. Nos llamaba la atención tu actitud cuando estabais los tres.
—¿Qué pasaba?
—Venga, déjalo, no me hagas caso.
—No, no quiero dejarlo.
—Bueno, cuando venía Laura a casa, tú te volvías pequeñita. Ellos dos lo llenaban todo. Siempre me chocaba que te comieses el genio que tienes y les rieses todas las gracias. Parecía como si tuvieses miedo, como si le dieses al aita su ración de vida buena para que luego se resignase más contento a estar contigo.
Sonreí a la perspicacia de Peio.
—Creo que lo que dices es verdad.
Y entonces fue Peio, mi hijo, el que me tuvo que consolar. Yo había ido a contarle la noticia y a que supiera que tenía una madre fuerte, ¡qué ironía!
—¿Qué vas a hacer ahora?
Respiré hondo, el aire de Burdeos me supo dulce.
—Tengo proyectos.
Ya Peio se le cambió la cara, me cogió la mano y me dijo:
—¡Ya era hora!
Le sonreí triste y contenta.
Unos días después, me enfrenté a la reunión con Martín en Barcelona. La plaza de Cataluña estaba llena de gente, el ambiente era cálido y mediterráneo. Me senté en una terraza, después de esperar un buen rato a que se desalojase una mesa. Martín se retrasaba, era habitual en él. Por fin le vi aparecer entre la gente. Sonreí, ¡se parecía tanto a su padre! Fui enseguida al grano y le conté lo que pasaba, aunque, como es lógico, su hermano ya se lo había dicho.
Su pregunta fue también directa:
—El aita ha tenido más de una aventura con Laura, ¿verdad?
Me revolví y abrí la boca para decir que no, la verdad me humillaba, pero reaccioné a tiempo.
—Sí.
Aunque, quise castigarle por la audacia y no pude evitar ser un poquito mala.
—Bueno, con Laura y con otras.
Me equivoqué. Martín no pensó que su padre era un crápula asqueroso, no se compadeció de mí. Vi su reacción atávica y machista en las chispitas de los ojos que reconocían a un jefe, luego, enseguida cambió de expresión.
—Tiene gracia, de lo de Laura y el aita nos dimos cuenta todos menos tú.
Me irritó su descaro.
—¿Quiénes son todos?
—Peio, yo mismo, y supongo que vuestros amigos, no había más que fijarse en cómo se miraban. Luego, cuando Laura se fue a París y desapareció, creímos que estábamos equivocados, pero, por lo que me dices, teníamos razón.
Me sorprendí de verdad.
—No lo comprendo, ¡si hace cinco años erais prácticamente unos niños!
Se rio.
—Para los padres los hijos son siempre unos niños.
Tenía razón.
—En fin, espero que no os hagamos demasiado daño.
Se quedó un rato en silencio y luego me dijo:
—¿Le podrías perdonar?
—¿Por qué dices eso?
—No sé, si la razón de vuestra separación es una infidelidad, o varias, el perdón podría ser una solución.
A velocidad de vértigo, volví a analizarme, aunque esa pregunta ya me la había hecho muchas veces.
—No.
—Me lo imaginaba, pero he pensado que era mi obligación como hijo plantear la cuestión.
—¿Te importa que no sea así?
—Claro que no, si estás segura de lo que haces.
Y vino la confesión.
—Martín, he despertado de un sueño. Me siento otra muy distinta. Quiero ser yo quien dirija mi vida. Quiero probar. Ver de qué soy capaz. Tengo que intentarlo.
E igual que Peio en Burdeos, Martín me cogió de la mano y me deseó mucha suerte en aquella aventura, quizás demasiado tardía, que había decidido emprender.
Los trámites de la separación se prolongaron un tiempo que se me hizo eterno. Debo decir que lo hicimos bien. Peio fue generoso conmigo y yo con él. No hubo problemas de ningún tipo. Nuestros hijos entendieron la decisión o, al menos, eso nos hicieron creer. El último día, Peio me invitó a comer en Boleado, en el paseo Nuevo, era nuestra despedida.
Parece mentira que dos personas que se han querido, o al menos han creído quererse, durante tantos años se sientan así extraños el uno con otro. Nos sentamos. Recordé que fue en esa misma mesa donde le conté a Peio que los había descubierto a Laura y a él en el despacho. Aquel fue el principio de nuestro final y el final lo cerrábamos en el mismo lugar y en la misma mesa, casualidades del destino.
Peio llamó a la camarera y luego nos quedamos callados, como si nos acabásemos de conocer y nos estuviésemos estrujando los sesos para sacar un tema de conversación.
—Dentro de lo que cabe, todo ha ido muy bien.
Contesté a su frase comodín con otra igual de tonta.
—Sí, ha sido más sencillo de lo que suelen contar.
Nos callamos otra vez.
Llegó la camarera con los menús y se nos escapó la historia pasada entre la lista de platos.
—No sé qué pedir.
—Lo que quieras, menos el tartar, ya sabes cómo te sienta.
Nos miramos y nos reímos.
Luego Peio puso ojitos tiernos.
—¿Estás segura de lo que hemos hecho?
—Sabes que sí.
En silencio, dejamos que la camarera nos sirviera. En silencio, empezamos a comer. Peio comía despacio y me miraba como si fuera yo también un bicho raro.
—¿Qué vas a hacer ahora?
Un trocito de tartar se le había quedado en la comisura de los labios y me pareció hasta tierno con aquel pegote de carne en la boca.
—Tienes una cosita ahí.
—Gracias.
Una corrección nueva y fría empezaba a nacer entre nosotros.
—Hay algunos proyectos que debo meditar.
—Eso está bien.
—¿Y tú?
La vida de Peio también iba a cambiar.
—No sé.
—Quiero preguntarte una cosa. Antes de Laura, ¿me fuiste infiel?
Se puso en guardia.
—¿No te parece que ya da lo mismo?
—No, quiero saberlo.
Suspiró.
—Vale, sí, sí fui infiel, pero de manera puntual. Algunas aventuras en los viajes de negocios, cosas así que no duraban más de tres días.
Aunque pensaba que me iba a dar igual la respuesta, sentí rabia contra él y sobre todo contra mí, por haber sido tan gilipollas.
—¿Por qué te casaste conmigo?
Me miró otra vez con ojos tiernos.
—Porque sabía que tú serías una buena madre y una perfecta esposa. Eres cariñosa, y me gustaba tu sumisión, me ponía la admiración que sentías por mí. Soy un hombre sensato y un hogar necesita una mujer entregada y firme para ser sólido.
—¿Por eso nunca te hubieras casado con Laura?
—Por eso.
—O sea, si no he entendido mal, tú me necesitabas a mí para que las cosas de casa funcionasen y te permitiese llevar esa doble vida, que es la que te gusta.
—Sí.
—Un poco tradicional, ¿no crees?
—Por supuesto, pero creía que ya lo sabías, tú has sido una buena madre y una sumisa esposa, pendiente de los deseos de tu marido. Siempre pensé que eso era lo que querías ser.
Bajé la cabeza. Tenía razón. Peio acababa de dibujar una radiografía perfecta de lo que yo había sido. Y otra vez volvió el silencio.
No hubo postres, solo cafés. Llegó la despedida.
—¿Quieres que te acerque a algún sitio?
—No, gracias, prefiero ir paseando por el puerto.
—Vale. Estaremos en contacto.
—Sí.
Mientras desandaba el puerto, me pareció que yo era otra y que la ciudad había cambiado conmigo. Era aún más bonita.
Y empecé mi nueva andadura. Esta vez estaba decidida a ser yo, y solo yo, la que llevara las riendas de mi vida en la dirección que me pareciese, iba a ser yo sola la que, si llegaba el caso, me iba a equivocar y tendría que aceptar mis errores, pero nunca me quedaría el mal sabor de boca, amargo y deprimente, de sentirme como un títere manoseado por los otros. Las opciones que se me presentaban eran tres, lo había meditado detenidamente. Ahora tenía que sopesarlas dejando hablar únicamente al corazón y la a cabeza, en un diálogo perfecto. La primera de esas opciones era seguir como hasta ahora, Peio, ya lo he dicho, había sido generoso y mi situación económica era buena. Es decir, podía continuar en mi papel de ama de casa de una casa vacía, adornando mi inactividad con horas de gimnasio y trabajo de voluntaria en una ONG. La segunda opción era abrir un pequeño negocio. Siempre me había tentado tener una tienda de mi propiedad, pero una vocecita escondida me decía que, por debajo de mi deseo mercantil, andaba emboscada la necesidad de demostrar mi valía, y yo ahora no quería demostrar nada a nadie, mejor dicho: quería encontrarme, conocerme, y la destinataria de lo que hiciese a partir de este momento era únicamente yo. Y la tercera opción que barajaba era estudiar. A veces pensaba que mis años eran muchos para embarcarme en la aventura de estudiar una carrera, pero recordaba que Cervantes había escrito El Quijote a los cincuenta y cinco años, o sea, que la excusa de la edad no me servía. Lo que sí tenía claro era que, eligiese la actividad que eligiese, la abordaría con total seriedad, no solo como un entretenimiento de mujer madura aburrida. Durante una semana sopesé, valoré, apunté pros y contras de cada una de esas tres opciones, y hasta califiqué de 1 a 10 los aspectos más relevantes de cada actividad en relación a la importancia que tenían para mí. Por fin me decidí. Iba a estudiar Derecho, después prepararía oposiciones, quería ser juez. Sé que suena al cuento de la lechera, pero era lo que quería. Recuerdo que le sonreí a mi decisión, y es que tenía su puntito de humor, tantos años juzgándome, merecía la pena elevar aquella obsesión mía a categoría profesional. En cuanto decidí que aceptaba el reto, una alegría loca me nació del fondo del alma y tuve la certeza, una certeza rara y metafísica, de que era eso exactamente lo que tenía que hacer, que ese era mi destino. Y me matriculé en Derecho. Aquel invierno fue un invierno de actividad. Elegí las clases de la noche, pensaba que a esas horas sería más fácil encontrar compañeros de mi edad. Pero esa no es toda la verdad. Yo no echaba de menos a Peio sentimentalmente, incluso todo lo contrario. Quiero decir que el hecho de ser ahora una mujer libre me permitía fantasear con la posibilidad de encontrar a alguien nuevo y volver a sentir los burbujeantes nervios de las primeras citas. Sin embargo, sí echaba de menos la cotidianidad con él, el rito de la cena en compañía, el saber que habrá alguien contigo cada noche, las compras de lo necesario que ahora se acababan en dos patadas y te decían a voces que eras una mujer sola, el gusto por cocinar algo rico los domingos para compartirlo con alguien, en fin, esas cosas tan importantes y en las que no nos fijamos hasta que nuestra vida cambia. Por eso creo que esa fue otra de las razones para elegir las clases nocturnas, y es que, al caer la noche, cuando todo se va volviendo más oscuro, incluso nuestros pensamientos, yo iba a estar ocupada. Había comprobado que llegar a casa al atardecer se me hacía cuesta arriba y me ponía triste, por eso, nada más entrar, encendía rápidamente la televisión para desterrar al silencio. Con ese horario iba a convertir las horas malas en horas productivas. Al final y al margen de esas razones, yo creo que elegir las clases nocturnas fue una buena decisión. No exagero cuando hablo de los terribles nervios que me acompañaron en mi viaje hacia la sabiduría el primer día de clase. Llegué con las mejillas rojas como manzanas y el corazón palpitante. Y estudié, estudié y estudié, día a día y mes a mes. Descubrí que la memoria necesita ejercitarse, como los músculos. Al principio, aprender un tema me costaba horas de esfuerzo, pero poco a poco mi cabeza cogió carrerilla y aprendía a buen ritmo. Durante aquel invierno, por primera vez en muchos años, deseé dormir a todo correr para que llegase pronto la mañana y ponerme a estudiar. Fui feliz, aunque me olvidé demasiado de este cuerpo que me acompaña a todas partes y estuve a punto de sucumbir a una anemia. Me levantaba temprano, desayunaba y me ponía a la tarea. El estudio me absorbía de tal manera que no era raro que se me olvidara comer, y cuando no se me olvidaba, me hacía un comistrajo que la mayoría de las veces se componía de un bocadillo de lo que pillaba y una sopa de sobre. Por las noches llegaba tan cansada de las horas de clase que me bastaba con una copa de vino y poco más. Un día en clase se me empezó a borrar el mundo, un pitido largo me retumbaba en los oídos y, de pronto, perdí el conocimiento. Les di a todos un gran susto. Vino la ambulancia, me llevaron a urgencias y oí como un canto lejano eso de, «Mujer, cincuenta años, lipotimia, etc.». El resultado fue la anemia galopante que decía. A partir de ahí me discipliné y busqué un tiempo para descansar, pasear, cocinar. Y pasaron los meses tan deprisa que parecía una broma. Las notas del primer trimestre me llenaron de orgullo y se las mandé satisfecha a los hijos, eran mi primer trofeo. Cuando una pareja se rompe, todo el mundo que los rodea se desmorona. El círculo de amigos habitual hace encaje de bolillos, llamando a veces a uno y otras al otro, para que no coincidan y se produzca una situación tensa para todos. Al final siempre eligen y, en nuestro caso, eligieron a favor de Peio: él era un arquitecto conocido, estaba bien relacionado y ese tipo de cosas suelen tener su peso. Por eso, me quedé sin las salidas de los fines de semana, aunque seguí en contacto con el grupo de mujeres de nuestros amigos, con las que me reunía de vez en cuando, cada vez más de vez en cuando, solo quería estudiar, estudiar, estudiar.
Cuatro años más tarde obtenía el título.
Durante esos cuatro años, la vida siguió su curso más allá de mis empeños universitarios. Nuestros hijos acabaron sus carreras. Martín, el nuevo arquitecto, se puso a trabajar con su padre y Peio se fue a París bajo la protección de Laura. Era como si nuestras vidas formasen un círculo extraño y danzásemos, y danzásemos, siempre al corro unos junto a otros.
Una noche, después de esas cenas con mujeres a las que iba de vez en cuando por airearme un poco, salíamos del Alderdi Zahar de lo Viejo, cuando vi enfrente de mí a Martín con una chica. Lógicamente me paré con ellos. Martín me pareció nervioso. Hicimos unas cuantas bromas tópicas sobre la juventud y lo tarde que era para nosotras, unas señoras talludas, andar a aquellas horas por allí, y nos despedimos. Noté el alivio en la cara de Martín, mientras las demás comentaban lo guapo que estaba mi hijo y jugaban a decir a quién se parecía.
Cuando Martín y la chica se fueron, Maritxu se volvió hacia mí y noté el olor a azufre que anunciaba una pregunta maligna.
—¿No sabes quién es esa chica?
No le contesté, pero ella siguió.
—Es la chica que anda con Peio, con tu ex.
Maritxu me miraba triunfante y, a la luz de las farolas del Boulevard, su cara me pareció la representación del maligno travestido en señora donostiarra. Sonreía babeante de placer porque sabía que me estaba haciendo daño. La visión de Martín con la que era ahora la novia de su padre resultaba bastante inquietante para mí. Tenía que hablar con él.
Pero en aquel momento no quise colaborar en el éxtasis perverso de la diabla y solo dije, un «Ah» indiferente.
Durante los días siguientes no pude estar con Martín, se había ido a Milán por asuntos de trabajo. Sin embargo, como la vicia es así, estando de compras en Zara me tropecé con la dichosa chica y decidí indagar. Ella, en cuanto me vio, empezó la retirada, debió de intuir que la iba a abordar y no tenía ninguna gana de estar conmigo, pero no contaba con mi tesón. La atrapé en la puerta y la invité a un café, sin aceptar excusas. Nos sentamos en el Txakon. Fui directa a lo que me interesaba.
—¿Sales con los dos?
Sonrió con cara de mala leche.
—¿A ti qué te importa?
Cambié de táctica, era dura.
—Tienes razón, pero estoy hablando de mi hijo y de mi exmarido, no quiero que haya problemas entre ellos.
Se calló y, por fin, decidió hablar.
—No soy tonta, he vivido mucho, probablemente más que tú. Conozco a los tíos, me han hecho daño y ahora sé por fin lo que quiero.
La miré interrogante.
—No voy a dejar escapar a Peio. Mi vida no ha sido fácil. No me apetece contarte mis miserias, pero desde que era una cría supe que mi futuro dependía de mí. A pesar de todo, fui ingenua y creí en más de uno que luego me dejó tirada. A Peio le he ofrecido mi juventud y también el pasarme horas escuchándole con la boca abierta, que es lo que a él le gusta de las mujeres, a cambio solo le exijo estabilidad económica. Y no me vengas con monsergas feministas, esas cosas son para las ricas. Se acabaron las barras de los bares y los clientes rijosos. Quiero vivir como una señora.
—¿Has leído a Agatha Christie?
Puso cara de no entender la pregunta. Después contesto.
—¿Siete chinitos?
Me reí de verdad.
—No, diez, y además negritos.
Se encogió de hombros.
Me puse docta y estupenda.
—Agatha Christie solía decir que la mayor tontería que habíamos hecho las mujeres de clase media era reivindicar nuestro derecho al trabajo fuera de casa, cuando lo que teníamos que hacer es vivir de nuestros maridos.
Puso cara de parecerle aquello una estupidez y que, en cualquier caso, no veía la relación entre su vida y lo que había dicho aquella señora.
Seguí estupenda.
—Mira, la libertad de la mujer, de los hijos frente a los padres, y hasta de los pueblos, pasa por tener una cartera llena de nuestro propio dinero. No te confundas, ¡de nuestro dinero! Depender económicamente de otro nos convierte en esclavos, te convierte en esclava. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Dijo que sí con la cabeza para que me callara.
Y fui a lo importante. La pregunta era impertinente y crucé los dedos para que contestara y no me mandara a la mierda, con toda la razón por cierto.
—¿Qué hay entre Martín y tú?
Y me sorprendió, respondió con naturalidad, sin aspavientos de melodrama.
—Me gusta Martín. Sé que podría haber algo entre nosotros. Sé que él se está empezando a enamorar de mí. Pero no voy a dejar que estropee mis planes. Nos acostamos una vez y punto. Por eso nos viste la otra noche, quedé con él para dejarle las cosas bien claras. Tu exmarido es casi un viejo y un día seré libre. Yo soy la primera que no quiere líos entre el padre y el hijo. O sea, que puedes estar tranquila.
Me acordé de Eufemia: después de tres siglos, la chica, igual que ella, mataba corriendo al marido y se veía libre, rica y feliz. También admiré su claridad de ideas. A su edad yo vivía engañada, no sabía quién era, ni qué quería. Y le agradecí su sinceridad. Se llamaba Maitane. Luego charlamos de todo un poco e intercambiamos los móviles, nunca se sabe. Había habido feeling entre nosotras. A partir de entonces, cuando hablaba con Peio para solucionar algún asunto doméstico o de los hijos, me acordaba de Maitane. A veces Peio hacía bromas sobre el mirlo blanco que había encontrado, joven, dulce, tan enamorada de él y, por supuesto, mucho menos borde que yo. Y yo no podía menos que sonreír con cierta tristeza a Maitane y a sus dotes de geisha perfecta, buscándose la vida de aquellas maneras. La prepotencia de algunos hombres hace que se vuelvan tontos de remate, y ese era el caso de mi ex.
Me costó encontrar un preparador para las oposiciones a juez o jueza, como se diga. La edad no perdona. Les enseñaba mi expediente académico, me felicitaban y luego decían que les era imposible, no tenían huecos en la agenda. Así que llamé a Ainhoa, número uno de mi promoción, y le propuse el trabajo. El trabajo no era complicado, prácticamente se trataba de tomarme la lección y perfeccionar los temas de la oposición que yo iba a preparar. Ainhoa aceptó mientras no le saliera algo mejor. Y entré en una burbuja, me aislé para el mundo, estaba en el último capítulo de aquella decisión de mi vida y dispuesta a lograrla. Fueron dos años, dos años espléndidos, vividos con un objetivo que me apasionaba. Tenía la sensación de estar siendo la protagonista de una gran aventura, de una locura que merecía la pena. Aquella vocación tardía era una rareza que formaba parte de mí, que había tardado en descubrir, pero que siempre había estado ahí. La noticia de mi encierro y de mi objetivo dio para muchos temas de conversación entre los que me conocían. La mayor parte de mis amigos me miraban con pena y, aunque no me lo decían, me auguraban un monumental batacazo, que consideraban la guinda del desequilibrio que me había supuesto la ruptura con Peio. La verdad es que, si alguna vez flaqueé, y lo hice, aquella porra general que me daba como perdedora picó mi orgullo y me ayudó a salir adelante. Suspendí en la primera convocatoria, me dolió, pero me lo esperaba. Saqué la plaza al segundo intento.
Por fin me convertí en jueza de Azpeitia. No obtuve un buen número en la oposición, pero no había candidatos para las plazas del País Vasco. El día de la toma de posesión llovía a cántaros. Fui elegante, quizás demasiado, con un traje de Armani que me había comprado para la ocasión. Me regalé aquella extravagancia porque me la merecía. Y fui feliz. A la salida del juzgado me dirigí a ver los lavaderos de Azpeitia, regalo de los Olazabal, parientes lejanos míos. Después visité al santo en Loiola. Santo sabio, que con el paráclito, en quien creo, me había iluminado en toda aquella andadura. Celebré el éxito con mis hijos y experimenté el cálido aliento de su admiración.
Lo había conseguido.
Tres meses después de aquel jolgorio vital que me hacía cantar por las mañanas camino de Azpeitia, recibí una llamada de Pierre-Jean, el marido de Laura. Laura y él habían seguido juntos de aquellas maneras que todos sabíamos. La homosexualidad de Pierre-Jean no había sido un obstáculo para ellos, como tampoco las infidelidades de Laura. Yo seguía sus éxitos como escultora a través de la prensa. Después de la fiesta en que tomé la decisión de romper con Peio y lanzarme a la vida, no había vuelto a verle. Laura dejó San Sebastián, a pesar de los pregones de Maritxu anunciando que venía para quedarse. La negativa de Peio a seguir la relación que los había unido a mis espaldas cambió sus planes. Pierre-Jean me llamaba para pedirme que fuera urgentemente a París, Laura necesitaba estar conmigo. Enseguida me puse en contacto con Peio, mi hijo, él había sido el protegido de Laura y, gracias a ella, había conseguido un buen puesto allí. Pero Peio me dijo que hacía tiempo que no veía a Laura, que la había llamado más de una vez, pero la había encontrado huidiza, sin ganas de verle. Y sospechando que ocurría algo muy grave, me olvidé de todo lo que nos había pasado y decidí hacer el viaje. Ahora solo quería recordar aquel primer encuentro con Laura en el colegio y nuestra amistad a pesar de los pesares. Y otra vez reviví mi fascinación por su casa, por el lujo, por sus cuadernos franceses, los zapatos de marca y, sobre todo, reviví aquellas largas conversaciones imaginando nuestro futuro, un futuro que ahora era nuestro presente. Su relación con Peio me había hecho mucho daño, pero también me había servido para rascarme por dentro y encontrarme por fin a mí misma. Todo esto pensaba en el TGV que me llevaba a París sin saber exactamente para qué iba.
La estación de Montparnasse olía ya a París cuando me bajé del tren. Eché a andar andén adelante con unas ganas locas de fumarme un cigarrillo y, a mitad de camino, me encontré a Pierre-Jean, que me esperaba. Mientras recorríamos el resto del andén me fijé en aquel hombre mayor y elegante que cargaba con mi maleta y que no tenía nada de pluma a pesar de su homosexualidad. Un Audi gigante nos estaba esperando. Dentro del coche quise romper aquel silencio, que me ponía nerviosa, preguntando por Laura, pero no hubo respuesta salvo un lacónico ahora la verás. Decidí olvidarme de que iba acompañada y busqué el París que yo conocía a través de la ventanilla. Todo parecía igual: las calles, llenas de una fauna cosmopolita; la torre Eiffel iluminada, apuntando con su largo dedo al cielo; el Sena, los puentes y los coches, miles de coches en movimiento dejando una estela de luz que aturdía. La casa de Pierre-Jean y Laura estaba en el XVI arrondissement, barrio caro en la orilla derecha del Sena, la vive droite, próximo al Bois de Boulogne y al Trocadero. Tenían por vecinos un montón de embajadas y consulados, a juzgar por las banderas de distintos países que ondeaban en los balcones. Nos detuvimos delante de un portal grande con aroma a panteón gótico. La casa de Laura ocupaba el principal y el piso primero. Había un gran silencio. Yo no sabía qué pasaba, pero sí sabía que, fuese lo que fuese, no era bueno. Entramos en un hall espléndido, una doncella con guantes blancos me condujo hasta una puerta enrejada de doble hoja, que parecía que daba entrada al jardín de una casa señorial. Pero no era así, la atravesé y pasé al salón, un salón inmenso y en penumbra. Se fue la doncella y me dejó allí sola. Entonces escruté la oscuridad del fondo y la vi. Laura estaba recostada sobre un rimero de almohadones blancos con hermosas cenefas de puntillas y bordados. Veía su cabeza asomar y me sorprendió el peinado. No me había oído entrar y parecía que ahora tampoco me oía mientras me acercaba. Y entonces se incorporó y giró la cabeza.
—Hola.
El corazón me dio un vuelco. Apenas podía distinguir los rasgos que conocía en aquella cara hinchada, desfigurada y fea. Llevaba una peluca mal colocada porque le daba mucho calor, según me dijo enseguida quitándose la peluca con rabia, y añadió que se la había puesto para que mi primera impresión fuera un poco más suave, pero no la soportaba.
Me senté a su lado, le acaricié las piernas a través de la manta que las cubría, y sentí que estaban flacas, eran dos palitos ridículos.
—¿Qué te ha pasado?
Se rio o hizo que se reía.
—Dirás qué me está pasando.
—¿Cáncer?
—Sí.
—¿Qué clase de cáncer?
—Ya ni sé. Tengo metástasis por todas partes.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Hace seis meses.
Empecé a decir que por qué no me había llamado antes, pero me cortó.
—No te he llamado para que me compadezcas.
La miré a los ojos, quería que supiese que le decía la verdad.
—Y no te compadezco, te lo aseguro. La compasión es un sentimiento prepotente y ruin, siempre que no equivalga a padecer con el otro, de hecho, ese es el significado del término, «padecer con». Los compasivos suelen pensar que ellos están libres de lo que le está ocurriendo al otro, cosa que es una solemne chorrada…
—Tampoco te he llamado para que me eches sermones estupendos y sueltes tacos, como bien sabes, «chorrada» viene de «chorra».
Nos reímos.
—Estoy muy fea, ¿verdad?
—Digamos que no es tú mejor momento, sobre todo teniendo en cuenta que has tenido momentos mucho mejores, por los que te odié con toda mi alma.
—De eso quiero hablar contigo.
—No hay nada de qué hablar, ahora te estoy agradecida por aquello.
—Es verdad, ¡eres una señora jueza!
—Sí.
Y al decir sí, al recordar la satisfacción que todavía experimentaba por lo que había logrado, me sentí culpable ante aquella Laura distinta, terriblemente transformada, indefensa y doliente, que estaba ante mí.
Laura, con un sexto sentido nuevo que no conocía en ella, descifró mis pensamientos.
—Hemos quedado en que no nos gusta la gente compasiva.
Sonreí.
—Es verdad.
—Quiero hablar de lo que nos pasó.
Empecé a protestar y cortó mis protestas.
—Has sido siempre mi mejor amiga. Lo sabes, ¿verdad?
—Hombre, dejemos las cosas claras, para ti era más fácil continuar siendo mi amiga.
Ahora fue ella la que sonrió.
—No seas rencorosa, has dicho que aquello está olvidado y que hasta te hice un favor. Además, te despachaste a tu gusto con lo del chantaje.
Allí estaba la Laura de siempre, tramposa y peleona.
—De acuerdo, pero en aquel momento me hiciste daño.
—Y quiero que me perdones, pero que me perdones de corazón, no solo por pena, al verme así, hinchada, hecha un monstruo.
—Lo que te he dicho era una broma, te perdoné hace tiempo y también te he echado en falta.
—Dame un beso. No sé por qué ahora necesito que me toquen, que me acaricien, supongo que para convencerme de que no doy asco.
—Presumida.
Y la besé y la abracé y lloramos juntas. Fue ella la que puso punto final a la escena melodramática.
—Se acabó, ya me siento bien.
Siempre había sido la más fuerte de las dos.
—Ahora escúchame. Me fui con Peio porque le quería. No sé cómo pasó. Sabes que nos conocíamos desde niños, que éramos como dos hermanos. Creo que durante muchos años no me atreví a pensar en él de otro modo y que a él le pasó lo mismo. Pero después ocurrió. Y sé que si volviese a nacer, volvería a hacer lo mismo. Luego, las historias se acaban, aunque no por mi parte. Él me había jurado que iba a romper contigo, pero pasaba el tiempo y todo seguía igual. Por eso te insistí para que Peio fuera a la fiesta, quería ponerle contra las cuerdas delante de ti, que se decidiese de una vez por una o por otra, y pasó…
—Que estaba en medio un tercer personaje. Esa vez fuiste muy ingenua.
—Sí.
—Yo, sin embargo, os admiraba tanto a los dos que nunca sospeché que pudiera haber algo entre vosotros, él era mi marido y tú mi mejor amiga, vosotros erais perfectos, no podíais cometer ninguna bajeza. Cuando os descubrí en el despacho, le salve a él, porque entonces él era mi vida y decidí que la mala tenías que ser tú. Pero, desde aquella tarde, algo se me empezó a romper por dentro. Yo siempre había querido ser como vosotros, tanto que me olvidé de cómo era yo y llevé una vida hueca, vacía, una mala imitación de la que vosotros llevabais. Yo también le exigí a Peio que te dejase, pero me quedé con buenas palabras y, aun sabiendo que me mentía, le quise creer, necesitaba creerle. Además, me consolé pensando que si no se decidía a abandonarme, era porque tampoco estaba decidido a irse contigo. Luego, cuando Maritxu me anunció que volvías para quedarte, el mundo se me cayó encima. Había hecho de Peio un dios y pensé que nunca me perdonaría la bajeza del chantaje. Era un hombre honesto y superior, si te había amado a ti era porque tú también pertenecías a su misma casta. Pero luego, el altar en donde os había encaramado se rompió en mil pedazos y descubrí que era un altar de pacotilla. Cuando me contaste que habíais estado en Baliarrain, que habíais usado la casa de los míos, que me habíais puesto en evidencia delante de todo el pueblo, tuve que admitir la realidad. Entonces se me abrieron los ojos y me di cuenta de que simplemente erais unos mierdas envueltos en bonito papel de regalo, que no merecíais mi admiración. Y enseguida vinieron las preguntas que me daban miedo, ¿qué había hecho yo con mi vida?, ¿quién era yo?… Y al final llegué a la conclusión de que todavía tenía mi vida sin estrenar, había llegado el momento de las grandes decisiones.
—Bueno, y has sido fuerte, has conseguido lo que pretendías.
—Tú tuviste más suerte o fuiste más lista que yo, tú supiste, desde que éramos unas niñas, lo que querías hacer.
Sonrió con amargura.
—He vivido deprisa y quizás por eso me muero pronto.
—¡No digas tonterías!
—Me muero, Maddi, sabes que es verdad.
Me callé, no había por qué mentir.
—Me voy tranquila, te lo aseguro, he hecho siempre lo que he querido. Y en este momento final solo me faltabas tú. No podía marcharme sin tenerte a mi lado, sin saber que no me odiabas.
—Me voy a quedar aquí contigo.
—No tengo mucho tiempo, nunca pensé que se pudiera notar cómo se acerca la muerte, aunque lo hace muy callando.
—No digas eso.
—Es verdad, ahora estoy más tranquila.
Se incorporó con dificultad y llamó a un timbre. No me dio tiempo a ayudarla.
Entró la enfermera.
—Cámbiame la bomba de morfina, está casi acabada y ya no aguanto más.
En cuanto la enfermera hizo el cambio, Laura se durmió.
Me quedé en París una semana. Fueron días intensos y duros. Cuando el dolor remitía, Laura y yo recordábamos anécdotas del colegio, sus primeros pasos en la escultura, le contaba chismorreos, poníamos verde a Maritxu, el correo del zar, así la llamábamos, y nos disfrutábamos las dos. Poco a poco, a medida que avanzaba la semana, Laura pasaba más tiempo dormida por el efecto de los sedantes y la morfina. El último día no se despertó. Pero no sé por qué, aquel día tuve la corazonada de que podía oírme y le estuve hablando al oído hora tras hora. A veces hasta me parecía que sonreía. Por fin, a las cuatro de la madrugada, tuvo una convulsión. Le cogí de la mano. Sentí una pequeña presión, su pequeña presión de despedida, o al menos eso me pareció.
Y Laura murió.
Después se puso en marcha la parafernalia de la muerte. Llamé a Peio, que vino en el primer vuelo con Martín. Peio, nuestro hijo, ya estaba conmigo, se lo agradecí, me encontraba muy extraña entre aquella gente. A Laura la embalsamaron y la dejaron expuesta en el salón para que todo el mundo la viera. No estaba guapa, ¡qué iba a estar! Allí no estaba Laura, estaba una cosa dolorida y pintarrajeada. Y preferí irme. Después del funeral nos despedimos de Pierre-Jean y entonces fue cuando me dio aquel paquetito. Me costó abrirlo, me temblaban las manos. Era el cuaderno de tapas de cuadros escoceses, que le trajeron a Laura de Francia cuando éramos niñas y en el que empezamos a escribir nuestros sueños.
«Yo, Laura, seré una gran escultora y nunca me haré vieja».
«Yo, Maddi, seré, seré,… ¿qué seré, Laura?», ya entonces adiviné mis dudas, pero he resuelto ese enigma.
Y ahora estoy aquí, con mi manuscrito preparado para lanzarlo al mar del baúl, en donde se guardan los manuscritos de Eufemia, Xarmanta, Casilda y el de la ama. Ellas me ayudaron, me consolaron y me dieron fuerzas. Tengo cincuenta y nueve años. Soy la jueza más vieja y con menos años de servicio de la profesión. Quizás por eso me siento joven y fuerte para seguir haciendo mi trabajo con ilusión. Pase lo que pase ahora, sé que he cumplido mi destino. Disfruto de Baliarrain, del cerezo, del olivo, del arce y de los robles. Mi vida es plácida. Trabajo en el juzgado, tengo amigos, pero no quiero compromisos. Además me he hecho cargo de una nueva tarea. Hay algo que me queda por contar.
Poco después de que sacase la oposición, Peio y Maitane tuvieron un hijo, una niña. Se llama Marina. Peio había encontrado la estabilidad con Maitane, que seguía representando a la perfección su papel de geisha. Por eso me cogió por sorpresa su decisión. No había vuelto hablar con ella desde el día en que la abordé en Zara. Martín se había olvidado de ella y había encontrado pareja. Un día, por sorpresa, Maitane me llamó y quedamos otra vez en el Txakon.
Estaba muy guapa, muy elegante, aquellos años con Peio habían hecho de ella una mujer con estilo.
—¿Te acuerdas de que, cuando nos conocimos, me hablaste de aquella señora, la de los chinitos?
Me reí.
—Negritos, sí, Agatha Christie.
—Luego me echaste un sermón.
Me hizo gracia.
—Creo que con bastante poco éxito.
—Pues, aunque lo he intentado, no he podido hacer lo que decía esa señora. Peio me da seguridad, dinero, y hasta cariño, a manos llenas, pero me he enamorado. Es un impresentable, como los que me gustan a mí, pero le quiero y me voy. Dejo a Peio.
Las preguntas se me atropellaban.
—¿Lo sabe Peio?
—Peio no sabe nada. No hago bien, pero si se lo cuento, sé que me daría pena y no sería capaz de marcharme. Ha sido muy bueno conmigo.
—¿Y Marina?
—Quiero que se quede contigo.
Me quedé callada, mirándola interrogante, me parecía que no le había oído bien.
—Sí, quiero que se quede contigo. Ya sé que es pedir demasiado, pero, por favor, hazlo por Marina.
Protesté, estaba Peio, que era el padre, estaba ella, debía llevársela.
—No, no soy una buena compañía para mi hija.
—Mira, esto es una locura, así no se hacen las cosas, tienes que meditar…
—Ya he pensado todo lo que tenía que pensar. Dime que te quedarás con Marina.
No contesté, porque de pronto oí la voz de Xalbadora diciéndole a Eufemia, «Antes de juzgar a alguien, tienes que pasar tres días dentro de sus abarcas». Quizás Maitane hacía bien, o no, o yo qué sé, lo que sí sabía era que no le iba a hacer un juicio sumarísimo.
De pronto, Maitane se levantó y se fue.
Poco después venía con una niña de la mano, que llevaba una mochila en la espalda. Allí, en aquella pequeña mochila, estaba, sin que ella lo supiera, su nueva vida, su vida conmigo, porque estaba claro que yo, igual que Eufemia con Mirari, iba a quedarme con Marina. A veces la vida parece que nos toma el pelo y convierte el pasado lejano en presente, nos sorprende, caracolea, se repite…, enreda el laberinto.
Allí mismo, sin darnos tiempo a reaccionar, Maitane se despidió de Marina y de mí.
Marina no lloró. Me miró y me sonrió desde una profunda sabiduría infantil, que navegaba tranquila por su mirada de niña, de niña que sabe que su madre no va a volver.
Le dije que se sentara a mi lado, le di un beso y pedí a la camarera un helado muy grande con nata. Marina me dio las gracias sin aspavientos. No la había engañado. Sabía lo que pasaba y lo aceptaba sin patalear, a fin de cuentas no le quedaba otra que jugar con las nuevas cartas que ahora tenía en la mano. Me dio una lección. No había dramatismo en su actitud. Así que decidí acabar con aquella sensación de compasión por la niña, de prepotente compasión por la madre y de susto por tener que volver a hacer de madre que me cantaba por dentro. Aquella música tenía un malsano olor dulzón a podrido.
—Marina, ahora tú y yo vamos a vivir juntas.
—Sí, ya me lo ha explicado la ama.
Levantó la cabeza para mirarme a los ojos.
—Y no voy a llorar.
La abracé y pedí otro helado gigante de chocolate con mucha nata para mí, yo tampoco quería llorar.
Fui yo la que le di la noticia a Peio. Mentiría si no dijera que sentí una alegría malvada haciéndole daño, así descubrí que aún guardaba restos del rencor viejo. Luego, cuando Peio se desmoronó y le vi hecho trizas, me arrepentí de lo que había sentido.
No hubo problemas para que me quedase con Marina, el cuidado de los niños no era el fuerte de Peio. Y Marina me ha dado alegría y más ganas de seguir adelante. Este manuscrito, que ahora termino, será para ella. Quizás algún día lo lea y le sirva de ayuda y de consuelo, aunque no sea una Idiakez, aunque sea simplemente una mujer, como yo, como todas, que tendrá que enfrentarse a su propia vida. Y eso, que parece muy sencillo, todavía para muchas de nosotras es una tarea complicada, demasiadas veces difícil de cumplir.
Desde la ventana, como Eufemia, Xarmanta, Mirentxu, la ama y como algún día Marina, veo los tres robles del jardín; el arce, que se vuelve de fuego en otoño; el olivo, metáfora de la eternidad tranquila, y el cerezo, mi querido cerezo que ahora está en flor… es símbolo de la esperanza, de nuestra esperanza, la de todas, la de todos…
Maddi, personaje central de la novela, afronta un amargo descubrimiento: su vida ha venido siendo sutilmente manejada por la voluntad de los demás. El espejismo de creerse fuerte, dueña de su destino, se derrumba hecho trizas y, desvanecidas ya a su espalda las ensoñaciones de la juventud, se ve obligada a iniciar un camino de reflexión, largo y doloroso, en el que habrá de indagar quién es realmente, y así empuñar las riendas de su vida.
Maddi se retira a la soledad de la casa familiar de una aldea de la Gipuzkoa rural. Allí descubrirá ciertos manuscritos por los que conocerá las peripecias vitales de diversas mujeres de su familia que vivieron momentos críticos de la historia: la entrada de los franceses en San Sebastián en las postrimerías del siglo XVIII; la Primera Guerra Carlista; los comienzos de la Guerra Civil; el San Sebastián de los años 60. Sus relatos la iluminarán, como faros, en su singladura hacia una decisión que dará un vuelco radical a su vida.
La novela, al modo de un rico mosaico, nos acerca el detalle —a veces íntimo, a veces histórico— de cada tesela y, simultáneamente, nos muestra una composición panorámica acerca del valor de la superación y de la honestidad de una mujer que, lejos de resignarse a seguir guiones ajenos, se atreve a mirar la vida de frente.