He empezado a escribir esta historia mía, o el final de esta historia mía, que aún no sé cómo va a acabar. Por fin, dejé Baliarrain y, al llegar a Donostia, fui directamente a la avenida de Ategorrieta a buscar la villa de los Sorozabal. El corazón me palpitaba deprisa, había conducido muy mal, atolondrada, nerviosa. La ansiedad me comía por dentro. Recorrí unas cuantas villas y la encontré. Es grande, melancólica, de otros tiempos. Antes de llamar me senté en un banco, me retoqué los labios y me di un poco más de colorete, como si fuese una primera cita. Llamé, dije quién era y vi cómo me miraban a través de la pequeña pantalla de la cámara de video vigilancia. Un rato después, la puerta de la verja hizo un chasquido y se abrió para mí, mágica y con una lentitud inquietante. En cuanto la atravesé volvió a cerrarse con música de mazmorra sin vuelta atrás. Enseguida una doncella apareció en la puerta de entrada y esperó a que me acercara. La gravilla blanca crujía bajo mis pies, mientras miraba aquel jardín tan grande en el que la ama imaginó que yo jugaría algún día. En cuanto estuve cerca me dijo que la señora me esperaba en el salón y se ofreció a acompañarme. La entrada de la casa me recordó a los palacios que vimos Peio y yo en el Loira. Suelo brillante de un ajedrezado blanco y negro, en donde apetecía bailar un vals. Una escalera de mármol se perdía por las alturas, y arriba, en lo más alto, una araña enorme de mil cristales pendía en el abismo. Olía a ceras y ungüentos, me hubiese gustado poderle preguntar a mi madre si la casa olía así cuando ella empezó a venir. La chica me pasó al salón. Inmenso, un lugar ideal para perderse. Me quedé con la vista clavada en el piano de cola en donde él tocaba cuando la ama entró para decirle que estaba embarazada. Pero enseguida una voz de papel voló hasta mí. Volví al presente. Al fondo, la figura de una anciana sentada en un sillón me hacía señas para que me acercara. Era Eugenia.

—Ven, siéntate cerca, no oigo muy bien.

Me señaló un sillón a su lado y la obedecí.

Luego se quedó mirándome sin pudor de arriba abajo.

—¡Cuánto tiempo llevo esperándote!

Sonreí cada vez más nerviosa y me alegré de que fuera sorda, porque si no hubiera oído los precipitados latidos de mi corazón, como en el cuento de Poe.

—Sé que María ha muerto.

—Sí.

—Y, por fin te lo ha contado.

Asentí.

—Bien, pregúntame.

Tomé aire.

—Hábleme de Ignacio.

—Vete allí y coge aquella fotografía, ahí están él y nuestra madre.

Hice lo que me decía. En la foto había un hombre joven, elegante, sonriente, cogiendo del hombro a una señora de cara fina que no sonreía. Él llevaba pantalón blanco y una camisa también blanca, al cuello un fular La señora tenía los ojos claros y penetrantes, enredaba con la mano un collar de perlas de tres vueltas.

—Ves, eran muy guapos los dos. Yo no.

Iba a protestar tontamente, como manda la educación que se haga en estos casos, pero no me dejó, se lo agradecí.

—Fue todo un error, pero ella no sabía querer, no nos quiso a ninguno.

Suspiró.

—Mi madre y él llevaban varios años de novios, ¿qué pasó?

—María e Ignacio se enamoraron enseguida y ella empezó a frecuentar a nuestros amigos. Ignacio entonces quiso que tu madre se pareciera a nuestras amigas más intelectuales. La hacía vestirse como ellas, pretendía que tuviese protagonismo en las reuniones, que leyese libros y los comentase con la gente, que opinase de política, en fin, que se convirtiera en otra.

—¿Mi madre le hacía caso?

—Pues sí. Ya sé que te extraña, pero María adoraba a Ignacio y obedecía todas sus órdenes, nunca la vi rebelarse…, hasta el final.

—¿A qué se dedicaba Ignacio?

—Mi hermano hubiera sido un buen abogado, pero estaba atrapado en la tela de araña de nuestra madre, que hizo de él un inútil para que no creciera, para tenerlo siempre a su lado.

—¿Pero Ignacio no se enfrentó, no luchó para no ser un parásito?

—Ignacio era débil, se dejaba querer y quedó enredado en un Edipo malsano que mi madre nunca dejó de alimentar.

—Entonces, aunque la ama no se hubiera quedado embarazada, tampoco se hubiera casado con ella, ¿no?

—Al principio de su noviazgo pensé que por fin Ignacio se iba a liberar de nuestra madre con la ayuda de María, estaba muy enamorado. Pero mi madre, que también se dio cuenta de que María le gustaba de verdad. Decidió declarar la guerra, una guerra sutil y corrosiva en la que era una experta. Y así mamá empezó a comparar a María con Rocío Laffon, la mujer de Luis Martín Santos, y con su hermana Solange, que eran muy guapas, elegantes y que sabían mucho de arte y de política. Ignacio admiraba a Luis y aquellas comparaciones, en las que tu madre salía siempre perdiendo, le hacían mucho daño y, ya te digo, cayó en la trampa. ¿Sabes quién era Martín Santos?

Tengo que confesar que le sonreí con infantil suficiencia.

—Claro que sí, el escritor. Escribió Tiempo de silencio. Lo estudié en el bachillerato. Pero ¿y usted?, ¿qué papel hizo en esta historia?

—Llámame de tú, por favor, al fin y al cabo soy tu tía.

Fue muy extraño oírselo decir.

—Yo fui otra víctima.

—Mírame y mira esta foto de Ignacio. Él era alto y esbelto, yo era bajita y regordeta. Él era rubio y de rasgos finos, siempre decían que parecía un gentleman inglés. Yo me parezco a la familia de mi padre, no tengo nada de glamur. Al principio mi madre se empeñó en arreglar el chandrío que yo era. Desde los diez años, o antes, me llevó a dietistas. Luego me operaron de la nariz. Durante los años de acné no probé el chocolate, el chorizo ni las chucherías que comían mis amigas, con granos o sin granos. Pero es que además, o quizás por todo eso, siempre fui callada, tímida y andaba encorvada y con la cabeza gacha. Total, un desastre, así que mi madre se desentendió de mí. Viví muy mal aquel apartheid e hice lo que pude para no decepcionarla. A los dieciocho años adelgacé, tenía un cutis bonito y le gané la batalla a la timidez. Pero todo fue inútil. Nunca pude entrar en su círculo mágico. Ahora pienso que quizás mi madre tenía razón, porque no tuve apenas pretendientes y, al final, me quedé para vestir santos, mejor dicho, para cuidarlos a Ignacio y a ella.

Cuando mi padre murió, tan silenciosamente como había vivido, me convertí en el único testigo de la vida rota de mi hermano y en la víctima del egoísmo de mi madre.

—¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no se liberó Ignacio de un ambiente tan opresivo?

—No sé. En aquellos años las cosas eran distintas. Además, estúpidamente, siempre tuve la esperanza de que en algún momento mi madre reconocería el daño que me había hecho, que nos había hecho y, por fin, me aceptaría. Pero no ocurrió. Cuando se convirtió en una anciana, ya muerto Ignacio, me dediqué a cuidarla. Ya había olvidado mi juventud y la había perdonado. Recuerdo que me hacía hasta gracia. Había perdido la cabeza, pero conservaba el mismo carácter. A veces me decía como cuando era niña: «Ponte derecha y arréglate con un poquito más de estilo, parece mentira que seas mi hija».

La doncella entró silenciosa como un duende y le preguntó si servía ya el té. Eugenia dijo que sí y yo me apunté a un gin-tonic, era muy fuerte lo que estaba escuchando.

—¿No hiciste nada por ayudar a mi madre?

—No, bueno, solo una cosa: aquel día corrí tras ella por el jardín y le dije que estaba ahí para lo que quisiera. Pero María había tomado ya una determinación, lo noté en su expresión, por fin era ella misma, acababa de desnudar el muñeco intelectual, sensible y valiente detrás del que se escondía la cobardía de mi hermano, había recuperado la libertad.

Apareció la chica con el té y el gin-tonic. Le di un sorbo, estaba rico, me refrescó la boca y el corazón.

—Sin embargo, yo recuerdo la visita de una señora a nuestra casa, luego he sabido que era vuestra madre, entonces a ella no le importó pedir ayuda.

—Ignacio se moría. El grupo de amigos se había disuelto. Rocío murió un domingo de marzo del 63. Corrió el rumor de que se había suicidado, pero creo de verdad que fue un accidente. Rocío había perdido el olfato y no se dio cuenta de que había un escape de gas. Luego, a los diez meses, murió Luis. Cuando sucedió lo de Rocío, ella y Luis vivían en villa Alcolea, en los terrenos de lo que hoy es la Clínica Quirón, que pertenecía al padre de Luis. La muerte de Rocío y de Luis fue un golpe muy duro para Ignacio.

—¿Qué hizo?

—Ignacio cambió, parecía que se le había caído una venda de los ojos. Entonces quiso volver con tu madre. Sé que se reunieron los dos una tarde, pero todo fue inútil.

Me sorprendí.

—Mi madre no me ha contado nada de ese encuentro.

—Qué más da. Ella siguió con su marido, y eso es lo que importa.

»Las relaciones entre Ignacio y nuestra madre se estropearon definitivamente. Él le echaba en cara que por su culpa había perdido a María. Sobre todo por las noches, cuando volvía borracho y se ponía violento. Una vez por poco nos pega a mi madre y a mí. Sin embargo, Ignacio no tenía razón. Cada uno es responsable de su vida. Ya te lo he dicho y lo siento, porque al fin y al cabo no deja de ser tu padre. Ignacio era un cobarde, un hombre débil, que vivió contento protegido por su madre, hasta que se dio cuenta de que había malgastado su vida. Eso le llevó a beber, lo que acabó en la cirrosis que le mató.

—Pero ¿por qué vino vuestra madre a nuestra casa? Ella despreciaba a la mía.

—Porque sabía que ninguna mujer le podía quitar ya a Ignacio, porque sabía que se lo llevaba la muerte. Durante días tu padre os estuvo llamando en su delirio, llamaba a María y suplicaba que le lleváramos a su hija, a ti. Al final, el padre Evaristo convenció a mi madre para que os fuera a buscar. Al día siguiente María estuvo con él. Después murió tranquilo.

—¿Qué pasó cuando vio a mi madre?

—Recobró la cordura de repente. Le pidió perdón y le juró que la quería, que la había querido siempre y que seguía queriéndola. Después, mientras María le acariciaba y le decía que se tranquilizase, se durmió y ya no sé despertó más. Murió dos días después.

Miré hacia el gran ventanal que da al jardín, estaba anocheciendo y yo estaba muy cansada.

—Gracias, Eugenia, por todo. Supongo que no tiene que ser fácil tampoco para ti recordar esa época.

—No, no, ya no me importa. Todo aquello se fue.

Me levanté.

—¿Volverás?

Le acaricié la mano.

—Claro que volveré, quizás antes de lo que piensas. Estoy confusa, debo tomar una determinación y creo que necesitaré un consejo.

—Te estaré esperando.

La doncella de antes me acompañó hasta la puerta. Mientras cruzaba el jardín, ya no tenía sensación de extrañeza, no me sentía en casa ajena, aquel jardín tan melancólico formaba ahora parte de mi vida.

Cuando llegué a casa me di un baño caliente. Luego hablé por Skype con los hijos. Pasé un buen rato, estaban divertidos, los estudios les iban bien. Así era mucho mejor, no quería que si ocurría la ruptura con Peio, los cogiese en un mal momento personal. Después vi Lo que le viento se llevó por enésima vez y grité yo también, «Pongo a Dios por testigo que nunca más me dejaré vencer por el miedo a la soledad, por mi cobardía».

Dormí toda la noche como un tronco y la mañana la dediqué a los preparativos de la fiesta. Peluquería y recorrido por las tiendas buscando un vestido. Encontré uno discreto, negro y ceñido, que me sentaba bien. Sandalias de tacón altísimo, que usé en la última boda. Llegaba el momento de la verdad. Me intrigaba la insistencia de Laura para que Peio fuera a la fiesta. Me intrigaba la excesiva normalidad de Peio en nuestras conversaciones sobre la vuelta de Laura. Me intrigaba que Peio no apareciese hasta el último momento y que insistiese en que nos encontráramos en casa de Laura. Me intrigaba todo. Me intrigaba yo misma, que no sabía lo que sentía, tenía la impresión de ser una espectadora de mi propia vida: me veía ir a la peluquería, comprar un vestido, comer, pensar, me veía como si fuese otra, pero yo no sentía mi identidad, no sabía cómo iba actuar en este último acto de mi relación con Peio… De lo que sí estaba segura era de que se acercaba el final de una etapa de mi vida, tanto si renacíamos de nuestras cenizas como si se producía la ruptura definitiva. Pasé la tarde en aquel estado extraño de ser sin ser, en aquel extraño sentirme desperdigada en un montón de sensaciones. Al atardecer me empecé a arreglar. La verdad es que no tenía mala cara y me sorprendí. Una paz interior me iba calentando despacito, no sabía por qué. Me maquillé con cuidado: crema hidratante, maquillaje efecto lifting, sombra de ojos misteriosa, rímel, colorete, barra de labios, perfume Coco Chanel y suave cepillado de cejas y pelo. En la última semana había adelgazado sin querer, una no descubre todos los días que su padre no es su padre, que el suyo de verdad acabó siendo alcohólico, murió de una cirrosis y abandonó a su madre cuando ya estaba embarazada; en fin, que gracias a los zarpazos de la vida, el vestido me quedaba muy bien. Me miré en el espejo y me puse buena nota. Por fin llamé a un taxi, no era cosa de pasearme por La Concha vestida de cóctel.

La villa de Laura era un faro de luz en medio del paseo que atraía la mirada de la gente. Una invitación al lujo solo para los elegidos. Había grupos de curiosos frente a la entrada que te miraban de arriba abajo como si aquello fuese el paseíllo de las estrellas el día de los Premios Óscar. Entré con decisión, pero nadie me miró, la gente en aquel momento admiraba a un grupo de preciosas veinteañeras, hijas de unas amigas de Laura. En el hall grande y ya repleto de invitados busqué a Peio, pero Peio no había llegado, al menos yo no le vi. Enseguida vino la inevitable Maritxu y me confirmó que Peio no había aparecido todavía.

—Qué raro que hayas venido sola. ¿Dónde está Peio?

Me callé el «a ti que te importa», que hubiera sido la respuesta correcta.

—Ayer tuvo que ir a Barcelona y vendrá directamente desde el aeropuerto.

—La verdad es que tienes un marido que no te lo mereces: atractivo, trabajador y muy listo para los negocios. Ten cuidado, yo sé de más de una que estaría encantada de pillártelo.

Se rio y me reí con ella de aquella gracia sin gracia. Luego, caí en la tentación de meterme con aquella idiota.

—Por ejemplo, tú.

Maritxu torció el morro.

—Hija, qué poco sentido del humor tienes.

—Era una broma.

Después del segundo de sorpresa, Maritxu se recuperó y sacó su lengua bífida.

—No, ya sabes que a mí no me interesa tu Peio. Pero hay quien dice que a Laura le cae muy bien, lo que se dice muy bien.

—Puede ser.

No sé si me escuchó, porque en aquel momento vimos entrar a Peio y Maritxu, con una asquerosa sonrisita ratonil, me dijo:

—Ahí tienes a tu príncipe.

Me abrí paso entre la gente y llegué hasta Peio. Como sabía que Maritxu y más de una nos estarían mirando, le di un tierno beso en los labios y luego le dediqué la mejor de las sonrisas.

Hacía más de una semana que no nos veíamos y mi galante marido me apartó un poco, me contempló unos segundos y me dijo que estaba guapísima, él era así.

Después nos quedamos callados, teníamos tantas cosas qué decirnos, o al menos yo tenía tantas cosas qué preguntarle, que no sabía por dónde empezar. Así que preferí darme una pausa y dedicarme a saludar a los conocidos.

Poco después se hizo el silencio, Laura apareció en lo alto de la escalera, cumpliendo con el protocolo habitual en sus fiestas, y empezó a bajar despacio, jaleada por los aplausos de los invitados. Laura estaba guapa, más llenita quizás, con un vestido, cómo no, negro, que eclipsaba el mío. Escote palabra de honor, falda de gasa, zapatos rojos pasión y un espléndido collar Dior de fantasía. Inmediatamente miré a Peio, llevábamos mucho tiempo juntos para que se me escapara el significado del más ínfimo de sus gestos. Pero Peio estaba tan tranquilo, sonriente, como si aquel despliegue de encantos no fuera con él. Laura, después del último escalón, empezó a saludar a unos y a otros. Por fin me tocó el turno, me abrazó y me susurró al oído que en media hora fuese a la biblioteca. Seguí su estela hasta que se acercó a Peio y pude observar que le susurraba también algo al oído y supuse que era lo mismo que a mí.

La espera se me hizo larga, comí demasiados canapés, bebí demasiadas copas y fumé como un carretero. Estaba nerviosa. Cuando el reloj de pared, con las fases de la luna y todos los artilugios que tiene que tener un reloj carísimo y antiquísimo que se precie, indicó que había pasado media hora, despacio fui primero al tocador del baño de señoras, me retoqué el maquillaje y me dirigí a la biblioteca. Sabía que al menos yo iba a representar el último acto de aquella historia.

Cuando llegué a la biblioteca no había nadie. Las luces estaban encendidas y proyectaban esa luminosidad íntima y poco estridente de los rincones decorados para la lectura tranquila. Enseguida entró la doncella y me preguntó que qué quería tomar. Le dije que un vaso de agua, necesitaba aclararme la garganta y las ideas. Poco después entró Peio con una copa en la mano, y un poco más tarde y a la vez que la doncella con el agua, llegó Laura.

Nos quedamos por fin solos y nos miramos los tres, parecía que no sabíamos qué hacer, ni qué decir.

Fui la primera en hablar.

Me senté en el sofá de cuero inglés que, de niña, solía olfatear extrañada por aquel olor a piel antigua que despedía.

—Bueno, supongo que tenéis muchas cosas que contarme.

Peio paseaba por la biblioteca como si estuviese esperando su turno en la sala de consulta del médico y pareció no oír lo que yo había dicho.

Laura se sentó a mi lado.

—Siento de verdad lo que nos ha pasado.

Me pareció excesivamente pobre y convencional aquel comienzo.

—¿Y?

—Escúchame, hay veces que no se puede elegir. Fue mi caso. Me enamoré de Peio y el amor no se elige, se nos impone.

Miré a Peio. Seguía andando de un lado a otro, como si no existiéramos, como si Laura y yo fuésemos dos fantasmas, o como si el fantasma fuera él.

—Éramos amigas.

El tono de Laura era íntimo, invitando a la reconciliación.

—Sí.

—Tienes que entenderlo.

—¿Cómo os pudisteis encontrar en la casa de Baliarrain?

—Hay momentos en que todo se confunde y se hacen cosas…

De pronto me acordé del marido de Laura, era el gran invisible en esta historia.

—¿Y tu marido?

Puso cara de desencanto.

—Feliz, arropado por su arte y por su nuevo amante, un jovencito cubano que se llama Víctor Hugo, como el escritor, ¿a que tiene gracia?

—Sí, es muy divertido, pero nada sorprendente, sus gustos ya los conocías cuando te casaste con él.

—No seas tan dura conmigo, la gente cambia y me he vuelto más exigente con la vida.

—Ya.

—Tú también cambiaste. El chantaje no era tu estilo.

Pensé que Peio iba a saltar, pero no lo hizo, y aquella indiferencia ante mi gran pecado me asustó. Si Peio no decía nada era que él tenía un pecado aún más grande que el mío.

Laura se giró hacía Peio y le preguntó:

—¿Se lo dices tú o se lo digo yo?

Peio siguió paseando en silencio.

—Está bien, se lo diré yo.

Pero entonces Peio explotó.

—A qué viene toda esta puesta en escena. Tú no tienes nada que decir, ni Maddi tiene nada que saber que yo no quiero que sepa.

Aquella respuesta era inaceptable hasta para una aprendiz a sufragista, así que intervine.

—Ya me perdonarás, pero sobre todo aquello que se refiera a mí soy yo la que decide si quiere saberlo o no.

Peio me miró sorprendido, parecía que ahora se daba cuenta de que yo estaba también allí.

—Esto no tiene nada que ver contigo, no sé qué pintas tú en esta conversación.

La risa sardónica de Laura convirtió la biblioteca en el escenario de una mala obra de teatro.

—Claro que Maddi pinta mucho en esta conversación, en realidad es la única que pinta, porque, según me dijiste, tienes algo importante que comunicarle.

Y entonces se me hizo la luz. Acababa de comprender aquel interés de Laura porque los dos asistiéramos a la fiesta. Me había engañado otra vez. Su discurso de gata zalamera recordando nuestra vieja amistad para que Peio y yo asistiéramos al festejo tenía un objetivo: poner a Peio contra las cuerdas, obligarle a decirme que me dejaba. Pero Peio nos había mentido a las dos. Y ahora yo estaba tranquila, de pronto había comprendido qué quería hacer con mi vida. Me sentía valiente y llena de fuerza. Decidí ser yo también protagonista en aquella historia.

—Peio, es evidente que tienes algo que decirme, así que habla.

Peio se dio la vuelta, como si la escenita no fuera con él, y empezó a mirar los libros de la biblioteca.

Ahora que empezaba a conocer de verdad al hombre con el que había convivido durante veinte años, podía saber de antemano cómo iba a actuar y, la verdad, esta nueva identidad de maga me divertía.

—Está bien, Peio, no hace falta que digas nada, puedo hacerlo yo por ti.

Peio giró sobre sus talones y Laura me observó intrigada.

—Supongo que le has jurado a Laura que me vas a dejar y vas a empezar una nueva vida con ella, ¿no es verdad?

Peio se calló y Laura lanzó un «sí», rotundo que retumbó en toda la biblioteca.

Ahora me dirigí a Laura.

—Me parece que te equivocas. Nunca se va a ir contigo, no te quiere tanto, como tampoco me quiere tanto a mí. También a mí me juró y me perjuró que todo había acabado entre vosotros. Además, querida Laura, hay algo que debes saber y que seguro que Peio tampoco te ha dicho. Peio ya no está contigo ni conmigo, anda con alguien, sospecho que una jovencita que perdió estos pendientes detrás de mi mesilla en la casa de Baliarrain.

En el último momento, antes de salir de casa para ir a la fiesta, un instinto súbito me hizo coger los pendientes que encontré en Baliarrain.

Laura se levantó y vino a ver los pendientes. Después emitió un ruido estridente y raro que me dejó sorda porque, en aquel momento, las dos nos habíamos inclinado sobre los dichosos pendientes para verlos mejor y nuestras cabezas estaban muy juntas.

Luego se lanzó sobre Peio gritando:

—¡¡Hijo de puta, cómo me has podido hacer esto!! ¡¡Cómo me has podido hacer esto!!

Peio y yo tratamos de calmarla, no había manera. Llamé a Rosa, la doncella, para que le trajera un vaso de agua y un tranquilizante.

Cuando Rosa entró, yo me despedí de Peio:

—Eres un cobarde de mierda. He tardado demasiado tiempo en darme cuenta. Todo iba bien entre tú y yo porque jamás me he enfrentado a ti. He sido la mujer perfecta, dócil, obediente, amante. Te he querido tanto, te he admirado tanto, que no podía verte como eras. O igual es que me daba miedo verte como eras porque eso me obligaba a hacerme responsable de mi vida. No lo sé. Ahora ya da igual. El amor, como decía antes Laura, se nos impone y la vida también. Quería ser perfecta para ti. Pero debo de reconocerlo: ser perfecta para alguien es mucho más fácil que ser leales a nosotros mismos. Siempre es más sencillo obedecer sin pensar que reflexionar y tomar decisiones. Por eso fui capaz de chantajear a Laura. Lo hice por cobardía. Sin ti, yo me quedaba cara a cara con mi vida, y mi vida no me gustaba. En fin, esta vez he llegado al último tramo del camino que me inventé. Sin embargo, creo que todavía estoy a tiempo de emprender una nueva ruta.

Luego, antes de salir de la biblioteca, añadí:

—Te voy a pedir un favor: no vuelvas a casa, te lo agradeceré, Mañana mi abogada se pondrá en contacto contigo.

Cuando cruzaba la puerta pude oír el llanto de Laura y los ruegos de Peio para que yo no le abandonase, el gran egoísta quería disponer de una familia y una amante sin que nadie le causase problemas.

Fuera, la gente seguía bebiendo y charlando. Me acerqué a una camarera, cogí una copa y me la bebí de un trago. No me la había acabado y escuché la voz de Maritxu.

—¡Chica, qué sed!

Me limpié la boca cuidadosamente con la fina servilletita de papel con encajes simulados.

—¡Hombre, Maritxu, quería estar contigo!

Me miró suspicaz.

—¿Sí?

—Sí. Te voy a dar una primicia, Peio y yo nos hemos separado.

Y la dejé allí con la boca abierta.

El paseo de La Concha, esa noche, fue mucho más mío que nunca. Mi historia se torció aquella tarde en el colegio cuando la directora nos presentó a la nueva alumna que se incorporaba tarde al curso. Después quise ser como ella, tener lo que ella tenía, pertenecer al mundo que ella pertenecía y mi noviazgo, y mi matrimonio con Peio, me abrieron todas esas puertas, que para mí eran las puertas del paraíso. Pero yo nunca había sido yo, como le acababa de decir a Peio, yo había sido lo que había pensado que él quería que fuese, lo que yo creía que aquella gente, a la que admiraba, esperaba de mí. De alguna manera, la historia de la ama se repetía, solo que ella les plantó cara a Ignacio y a su madre mucho antes que yo. Y ahora por fin se había roto el encantamiento. El príncipe del cuento se acababa de convertir en sapo y la ranita tonta aún no sabía en qué se convertiría, pero dejaría de ser ranita y, sobre todo, dejaría de ser tonta.