Ha llegado el momento de contarte toda la verdad. Te preguntarás por qué razón no lo he hecho antes, por qué fui incapaz de hablar mientras estábamos juntas y lo hago ahora, cuando ya me he ido. Sé que algunas preguntas que hubieras querido hacerme se quedarán mudas, claro que lo sé, y espero que aprendas a perdonarme. Pero es que lo que tengo que decirte es doloroso y me costaba recrearlo para ti. Un día, hace ya mucho tiempo, hurgando en esta casa de Baliarrain, encontré los manuscritos que has leído, y esos manuscritos fueron para mí una ventana abierta, una pequeña trampa que me iba a permitir contarte todo lo que debes saber, pero sin esperar tu juicio, sin estar yo delante. Verás, hay dos grandes secretos en mi vida que quizás han influido de alguna forma en tu vida, en tus decisiones. El primero de ellos ocurrió un 27 de octubre, el día que murió mi madre. Su muerte, mejor dicho, lo que ocurrió después, me produjo un gran trastorno emocional. Recuerdo perfectamente aquel día. Era domingo. Soplaba el viento sur, a pesar de que octubre se acababa. Desde la mañana estuve inquieta, nerviosa. Una vaga angustia me persiguió insistente aquel día. Comimos las mujeres solas: tus dos tías, la amona y yo. Tu aitona, como tantas veces, no estaba. Mi madre no habló nada durante toda la comida, pero a ninguna de nosotras nos extrañó. Ella era así, introvertida, depresiva, a veces nos parecía una extraña. Y eso fue lo que luego más me dolió. Ninguna de nosotras nos preocupamos nunca por saber qué le pasaba. Vivíamos, como sabes, en la villa de Ategorrieta, que nuestro padre compró cuando se casó. En casa había dinero, criados y fiestas. Yo vivía feliz. La tristeza de nuestra madre formaba parte de la familia, igual que los muebles de cerezo del salón, igual que el chófer que nos llevaba a todos los sitios, igual que las doncellas que nos preguntaban qué ropa «van a llevar las señoritas», y enseguida nos la sacaban del armario. Nuestra madre nos parecía triste, sin más, y hasta creíamos que así resultaba más elegante. Aquel domingo el jardín estaba tan melancólico y hermoso como mi madre. Los árboles brillaban rojos, preñados de otoño, había hojas secas por el suelo que acompañaban mis pasos con sus cadencias de papel. Teníamos fiesta en el Tenis y no me apetecía nada ir. Mientras paseaba por el jardín observé mi sombra, larga, larga, igual que un ciprés. Sentí un escalofrío, era de mal agüero. Poco después se abrió la verja y entró nuestro padre en el Mercedes conducido por Marcelino. Me abrazó, quizás más efusivo que otras veces, y entró. A las siete subí con desgana a prepararme para la dichosa fiesta. Me di un baño, que me animó un poco, mientras la doncella me preparaba el traje de chaqueta verde lavanda y la blusa de seda blanca, vaporosa y con una gran lazada en el cuello. Era una fiesta de tarde, así que no se trataba de ir muy puesta. Para terminar, bolsito acolchado Chanel y zapatos también Chanel, los clásicos de puntera de charol. Vino a buscarme Mamen Odriozola en su Florida, un coche pequeño, rojo y descapotable. Cuando dije adiós desde la puerta escuché voces y me pareció oír llorar, pero aquellas escenitas que de vez en cuando teníamos que soportar me ponían de mal humor, así que me fui sin indagar más. Luego, todo empezó a ir bien. En el Tenis charlé, bailé, bebí y hacia las once dije que me iba, no sé, ya tenía bastante, y pedí un taxi. Cuando me acercaba a casa vi que todas las luces del salón, de la biblioteca y de la sala de música estaban encendidas. Y entonces supe que algo había ocurrido. Bajé del taxi y entré. En el salón mis hermanas lloraban. Mi padre hablaba con el doctor Aramendi. Todos los tíos estaban también allí. Enseguida el aitona se me acercó y me preguntó dónde me había metido, habían llamado al Tenis, me habían buscado por todas partes. Luego, suspiró, dijo que no importaba y me dio la noticia: «la ama ha muerto».
NO te entiendo. Hasta aquí, nada me sorprende demasiado. Dices que la muerte de la amona te produjo un gran trastorno emocional. La muerte de los padres, aun siendo muy dolorosa, es una muerte anunciada. Es verdad que eras joven, veinte años no son muchos, pero tú y tus hermanas llevabais una vida, a mi modo de ver, bastante pija: andabais a horario completo entre fiestas, compras, salidas al extranjero, quiero decir que no os quedaba mucho tiempo para echar de menos a una madre que, por lo que me cuentas, vivía en la sombra.
Sé lo que estás pensando. Ahora, como tantas veces, te estás precipitando. Espera, sigue leyendo antes de juzgar.
En una cosa tienes razón, nos hicimos muy pronto a vivir sin la ama. Llegó el verano y nuestras actividades pijas, como tú siempre decías cuando te hablaba de mi juventud, se multiplicaron. Sin embargo, un día ocurrió algo que cambió mi vida para siempre. En la playa de Ondarreta nos reuníamos la crème de la crème de la sociedad donostiarra. Ondarreta era entonces una playa de diseño. Bar elegante, sombrillas, carpas y sillones de lona, nada que ver con las sillas de madera de la playa de La Concha. Además, el Tenis estaba cerca, con sus pistas y, sobre todo, con su espléndida piscina de agua marina. La aparición de un nuevo veraneante en el Tenis o en Ondarreta suponía poder entrar en contacto con «buenas» familias de Madrid o Zaragoza. Bueno, pues en Ondarreta conocí a Maripi González de Ibarra. Su familia era originaria de Bilbao y aquel año era el primero que se habían decidido a veranear en Donostia. Maripi vivía en una espléndida villa en el monte Igeldo y muy pronto me invitó a ir a su casa. Lo recuerdo perfectamente, fue el 15 de agosto, día de la Virgen. Maripi había organizado un guateque con el pretexto de que podíamos ver desde la terraza los fuegos artificiales. Habría camareros y doncellas, canapés exquisitos, todas las bebidas del mundo y mucha música. Me vendría a buscar al mediodía, yo iba a ir a comer a su casa para supervisar los preparativos. El mar estaba azul, los montes y la isla muy verdes, la arena dorada y no había ni una nube en el cielo. Era uno de esos días en que la bahía está tan bonita que parece de mentiras. Cuando nos acercábamos me fijé en una villa grande y moderna, me gustó, era diferente a las demás. Y le pregunté a Maripi por los dueños.
—Es de un tal Pedro Idiakez.
Sonreí.
—No, eso seguro que no.
—Claro que es de él, mira el garaje, allí está con su mujer y sus hijos.
El coche de Maripi había sobrepasado la casa y me di la vuelta en el asiento para ver lo que me decía.
—¡¡Para!! —grité.
Maripi dio un frenazo y yo contemplé incrédula como mi padre cogía del hombro a una mujer y hablaba sonriente con dos chicos, más o menos de mi edad y que se parecían a mi padre, a mí y a mis hermanas.
Me disculpé con Maripi por haber provocado aquel frenazo y seguimos hasta su casa. Aquel día de la Virgen fue el más amargo de mi vida. Acababa de enterarme de que tu aitona, mi padre, tenía una amante desde hacía muchos años y de que nosotras teníamos dos hermanastros. Pero aún era peor, de pronto, como una flecha envenenada, se me clavó en la memoria un recuerdo. El día que murió mi madre, cuando salía de casa para ir al Tenis, oí los gritos de mi padre y un llanto desconsolado, entonces preferí pensar que no había oído nada, pero ahora estaba segura, después del descubrimiento, de que aquella tarde el aita le dijo a nuestra madre que la dejaba. Y entonces, una idea macabra empezó a taladrarme el cerebro, ¿qué relación había entre aquella discusión y la muerte de la ama?
Miro el cerezo, su sombra me acoge como un claustro materno. Pienso. ¿Qué me vas a contar? Un caso de violencia de género, desgraciadamente, ahora es un escenario cotidiano, demasiado cotidiano, que me deja siempre con una terrible sensación de impotencia, de dolor, de desgarro interior por la injusticia, la crueldad, por la vejación que supone. ¿Es eso? Porque si no es eso, ¿qué es?
Aquella noche intenté disfrutar de la fiesta de Maripi. No había nadie a quien le pudiese contar lo que había visto y lo que había imaginado. Mis hermanas andaban por ahí en sus fiestas correspondientes. Y decidí esperar, empezar a digerir poco a poco la imagen de familia feliz que formaban mi padre y aquellos desconocidos.
Al día siguiente convoqué a mis hermanas a un cónclave. Pero no tuve ningún éxito y mi soledad ante el drama que intuía fue aún más sola. Primero me escucharon en silencio y luego se horrorizaron de lo que oían. Después decidieron que aquella historia era demasiado fuerte para asumirla y concluyeron que, igual, yo no había visto bien, que además el aita era un hombre viudo y era lógico que buscase compañía, que el extraño parecido de los chicos con nuestro padre, y hasta con nosotras, podía ser fruto de mi imaginación, que la discusión el mismo día de la muerte de la ama era pura casualidad, les habíamos oído discutir muchas veces, en definitiva, que las dejara en paz, éramos ya mayorcitas para inventarnos una novela.
Sin embargo yo no podía convivir sin aclarar el asunto, así que quedé con mi padre al día siguiente en el Náutico para, como lo llamó él, una agradable comida.
Cuando llegué ya estaba él sentado en la mesa de siempre. Me saludó muy cariñoso, pidió un aperitivo y empezó a charlar de cosas intrascendentes. Las preguntas me quemaban por dentro, pero le dejé hablar hasta llegar a la sobremesa.
Entonces fue mi turno.
—El día de la Virgen te vi saliendo de una villa de Igeldo, ibas con una mujer y dos chicos.
Me clavó la mirada, supongo que para indagar qué sabía yo, hasta qué punto conocía la verdad de su historia.
—Los chicos se parecían a ti, bueno, y también a mí, a nosotras.
Hizo un silencio largo, luego suspiró y sonrió, parecía muy tranquilo.
—Bueno, ¿qué quieres saber?
Frente a su tranquilidad, mi ira, mi rabia era muy grande, pero me contuve.
—Todo.
Parecía que no me había escuchado; pidió un puro, echó una bocanada de humo como un tsunami con el único fin de hacerme desaparecer entre la niebla, o eso me pareció a mí, y vi que se disponía a hablar.
—Está bien. Algún día tenía que ser y ese día ha llegado. Además ya es hora de que os enteréis.
Le miré con cara de interrogación.
—Lo que has visto y lo que has sospechado es verdad. Hace años que convivo con otra mujer. Ella me ha dado dos hijos, dos chicos buenos y trabajadores que estoy seguro de que os van a caer muy bien a ti y a tus hermanas. Sabes que tu madre era muy especial, estaba enferma, siempre depresiva, siempre suspicaz y paranoica. Al principio pensé que yo era el culpable de su muerte, pero luego me di cuenta de que, en la decisión que tomó, yo no tuve nada que ver. Antes o después lo hubiera hecho, conmigo o sin mí.
El corazón me empezó a palpitar tan fuerte que pensé que iba a caer fulminada por un infarto. Pero conseguí preguntar.
—¿Qué decisión?
Mi padre suspiró, y me cogió la mano antes de responder, se dio cuenta de que me iba a dar una noticia que yo no sospechaba.
—Lo siento, siempre pensé que te lo habías imaginado, eres la más perspicaz de las tres.
Musité un no, como pude, y le pedí que continuara.
—Aquella tarde discutimos, mejor dicho, le comuniqué a la ama que me iba, que nuestra situación era insostenible. Ella me pidió que no la dejara, que no se encontraba bien, que me necesitaba. Lo consideré un chantaje. Junto a ella todo era triste. Vosotras no os dabais cuenta. Vivíais vuestra vida, ya no la necesitabais para nada. Es verdad que yo me había alejado, pero vosotras también. Todos huíamos de ella, de su tristeza, de su permanente angustia. Y esa tarde yo también me fui. Pedí a su doncella, que estaba a punto de salir, que se quedara. La chica aceptó y me fui contento de alejarme de casa. Dos horas después me llamaron. Se envenenó.
—¿Con pastillas?
Se calló, parecía no querer contármelo.
—¿Con qué?
—Con arsénico.
Estuve a punto de gritar.
O sea, que se suicidó con arsénico como madame Bovary. Soportó de una a doce horas de diarreas deiformes, es decir, con forma de granos de arroz, como las describen en Wikipedia: su aliento se convirtió en bocanadas pestilentes con olor a ajo; tuvo náuseas, vómitos, arritmias, hipotensión, convulsiones y, al final, le llegó la muerte. Por lo demás, un clásico eso del envenenamiento por arsénico; fácil de obtener, disponible en las casas gracias a herbicidas e insecticidas. ¡Qué extraño me resulta tener una amona suicida! Emma Bovary buscaba desesperadamente un inexistente amor perfecto que diera sentido a su vida, buscaba una vida hermosa en un marco elegante, perseguía un cuento mentiroso y se dio de narices contra una realidad mediocre que ponía más en evidencia su desamparo, su eterna insatisfacción. Mi amona encontró el amor que buscaba, pero descubrió que el hombre, aquel hombre que colmaba su vida, huía, miraba para otro lado y se llevaba con él, para otra, para otros, el aire que ella respiraba, así que decidió terminar. ¡Qué raro es todo! No sé, a los hijos les parece que los padres, los abuelos, no tienen vida propia, que han nacido para cuidarlos, para cuidarnos, para estar ahí cuando los necesitamos, para nada más, sí, para nada más. Sin embargo hay mucho más escondido detrás del muro de nuestro egoísmo infantil. Supongo que tampoco mis hijos imaginan hoy lo que nos está ocurriendo a Peio y a mí. Ellos viven su vida, como la viví yo, sin pararse a pensar en ese mundo tan cercano que está ahí desde antes de nacer ellos. En mi caso, el muro opaco que levanté entre mi madre y yo, se alumbraba a veces con pequeños relámpagos, pequeños centelleos que me hablaban de secretos y que yo revestía de literatura. Ahora he sabido una de esas verdades literarias y no tiene ningún glamur, ese suicidio me ha dejado un amargo sabor de boca. ¿Y si la tendencia al suicidio es genética? He hurgado en la memoria buscando algún recuerdo que me responda, que me diga si alguna vez me he planteado esa posibilidad. Desde luego nunca sería con arsénico. ¿Quizás gas? ¿Abrazando el vacío? ¿Perdiéndome en el mar? Estoy llena de aprensiones. No, no recuerdo la tentación de haberme querido suicidar, pero ¿y mis hijos?, ¿y si es verdad que hay una predisposición genética? He oído que a veces estas cosas se saltan una o dos generaciones. Estoy aprensiva, hipocondríaca. La situación que atravieso tampoco ayuda nada. Camino errante por senderos oscuros que quién sabe hasta dónde me pueden llevar. Me siento identificada con la vida de mi amona. Yo, como ella, estoy sola, muy sola. Un día encontré el amor y se me escurrió entre los dedos. La sombra del cerezo ya no es tan protectora. Ahora es una celosía apretada por donde se cuela la luz hiriente del sol. Es la alegoría de la cárcel en donde me encuentro atrapada.
Supongo que te preguntarás por qué no te conté antes esta historia. No tengo que pensar mucho la respuesta. Tenía miedo, esa es la verdad. Tenía miedo de sugerirte una idea que nunca había pasado por tu cabeza. Miedo de que la vida no fuera generosa contigo y tuvieras la tentación de repetir un patrón familiar. Pero ahora sé que has tenido suerte. Has encontrado lo que buscabas, creo que eres feliz y que el saber esta historia no te va a hacer daño…
El manuscrito se me ha caído de las manos y siento una alegría infinita al saber que mi madre nunca sospechó lo que me estaba pasando. Y también siento una tristeza infinita por no haber sido capaz de contarle nada, de buscar las confidencias, las suyas y las mías. Hemos representado las dos la pequeña farsa que tantas veces se representa entre padres e hijos. Ella me contó un cuento en el que nada feo ocurría, y yo le conté otro que solo hablaba de felicidad. Las dos nos creímos la historia de la otra porque es más fácil vivir cuando todo va bien, porque no soportamos encararnos al espejo de nuestro sufrimiento. Sucumbimos a la tentación de engañar, de esconder las penas. Verlas ahí en la boca, en la mirada de compasión de los otros, es todavía más duro.
Sigue leyendo, que aún no he terminado. Hay otro secreto, otro gran secreto, que debes saber. Quiero contarte esta historia sin ninguna presión, despacio, deteniéndome en los detalles, anticipándome a tus preguntas. Sé que dirás que te quiero engañar o que me estoy engañando, que nadie puede anticiparse a las preguntas de otro, que mi decisión de callar fue prepotente, que te he dejado muda y que no vas a saber más que lo que yo quiero que sepas. Tienes parte de razón, pero aún queda una persona a la que podrás recurrir si no te basta con lo que yo te voy a contar.
Presiento que después de conocer lo que viene a continuación me voy a sentir herida y me da miedo. Tanto prolegómeno anuncia una catástrofe. Te conozco bien para saber que lo que me vas a contar me va a revolver por dentro, y estoy indignada, tanto que me falta el aliento. ¿Por qué no me lo dijiste cara a cara? Tuvimos tiempo, mucho tiempo, todo aquel tiempo que empleamos en contarnos tonterías que ni a ti ni a mí nos interesaban. Horas enteras hablando de si los niños comían o no comían, del tiempo que iba a hacer, del abrigo que tú o yo nos íbamos a comprar. Hablando de cosas que nos importaban un comino y escondiendo la verdad. Yo no te dije nada de que mi relación con Peio estaba pendiente de un hilo, amenazada por Laura. Seguro que hubieras podido aconsejarme, sabías de esas cosas, habías vivido la experiencia del aitona, el suicidio de tu madre. Pero tienes razón, yo también tuve la culpa, para mí solo eras eso, una mujer de su casa que conocía el mundo únicamente a través de la ventana de la cocina. ¡Cuántas cosas hubiéramos podido decirnos! Y ahora que lo sé, me gustaría atraparte y volverte a la vida para recuperar el tiempo perdido, para que me aconsejaras sobre mi situación y para que me contases, no desde la distancia tan grande de este manuscrito, sino con tu voz y con tus gestos, ese gran secreto que dices que me vas a contar.
Venga, no te amontones y escúchame tranquila. Huelo tu indignación. Sigue leyendo. Verás, después del suicidio de mi madre y la sorpresa de la doble vida de mi padre, nuestra vida familiar se hizo añicos. Mi padre empezó a aparecer cada vez menos en casa, prácticamente vivía con los otros, y la verdad es que no le echábamos demasiado en falta. Mi sentimientos hacía él se enfriaron mucho, aunque yo sabía que no era el único culpable de lo que había pasado y que a mí también me correspondía mi porción en aquel pastel siniestro. A veces pensaba que no había ningún culpable, que mi empeño en acusar al aitona se debía a los celos, a unos celos escondidos y muy profundos que me llevaban a odiar a aquella mujer y a los dos hijos que le había dado, porque mi padre nunca había escondido su frustración por no tener hijos varones. Esos días me decía a mí misma que las depresiones de la ama la hubieran llevado inexorablemente al suicidio, aunque hubiera sido el aita un marido fiel y cariñoso, aunque nosotras hubiéramos estado pendientes de ella. Pero lo cierto era que mi sensación de culpa no me la quitaba nadie, y antes de creerme el único verdugo cruel de aquella mala película de terror, prefería echar balones fuera y acusar al aita de haber provocado la tragedia. Cosa que en cierto modo era verdad, porque, aunque el suicidio hubiera sido el final lógico en una enferma como mi madre, la actitud de mi padre y la discusión del último día precipitaron el desenlace. En fin, como te decía, poco a poco empezamos a verle cada vez menos. Las fiestas de Navidad se convirtieron entonces en festejos deprimentes e irritantes. El aitona quería ver esos días a sus dos familias juntas. El gran egoísta se manifestaba en todo su esplendor. No se daba cuenta de que la ama, nuestra ama, ya no estaba y que la presencia de aquella mujer ordinaria, sensual, tan distinta a lo que había sido nuestra madre y que ponía en evidencia lo poco que él la había querido, era muy difícil de digerir a golpe de turrón y un obligatorio todos estamos contentos. Aquella mujer, además, era muy cariñosa con él, le mimaba y él se dejaba mimar. La imagen de mi padre convertido en niño pequeñito que exige mimos me resultaba insufrible. Por otro lado, nuestros hermanastros, los pobres, yo creo que no lo pasaban mejor, parecían darse cuenta de lo que sentíamos nosotras, y ver al aitona con la servilleta anudada al cuello y diciendo chistes idiotas intentando animar la fiesta tampoco los motivaba nada. Nuestra familia, pues, se rompió. Y entonces fue cuando me di cuenta del poder aglutinador que tenía la ama. Aquella mujer delicada, tan triste y tan sola, nos atraía con su debilidad, era capaz de mantener los vínculos que nos unían a ella, aunque ninguna lo percibiéramos mientras vivió. La nueva situación me llevaba muchas veces a reflexionar y llegué a la conclusión de que no fue el egoísmo, o solamente el egoísmo, lo que me apartó de ella. Es verdad que el espectáculo del dolor nos anima a escapar, a aturdimos lejos para olvidar lo que hemos dejado en casa, pero pienso sinceramente que las razones principales que me llevaron a alejarme fueron mi inmadurez y mi debilidad. Reconocer que mi madre no era feliz, intentar que sus relaciones y las del aita mejorasen, admitir su enfermedad, en lugar de negarla y decir simplemente que no ponía nada de su parte, me hubiera implicado; así que negué la mayor y hui tranquila, convenciéndome de que, en definitiva, en casa no pasaba nada, de que mi madre era una rara y de que ella solita buscaba llevar aquella vida apartada. Luego me repensaba y llegaba a la conclusión de que yo era una persona muy madura por ser capaz de vivir aquella situación sin que me salpicase, capaz también de admitir que, en un sentido, era huérfana y, sin embargo, lo que sabía llevarlo como una mujer adulta bien formada, a pesar de mi juventud. Y me quedaba tan pancha. Ahora sé que aquel montaje salvavidas que me inventé no era verdad, que no me porté bien, que no estuve con ella, que… Aunque de todos modos, si hice mal como creo, es seguro que he cumplido mi penitencia contigo; es broma, no te sulfures. Acuérdate de cuando te empeñabas en verme déspota, injusta e insoportable, supongo que esa era tu manera de romper las amarras que te unían dulcemente a mí, de acabar de una vez con tu dependencia, lo que ocurría es que más de una vez te pasabas al inventarme de aquellas maneras.
Pues te diré una cosa, creo que tienes razón. Ahora que no estás mi relación contigo, con ese fantasma tuyo con el que charlo a menudo, es más real que nunca, ahora que habitas solo en mi corazón estoy unida a ti como entonces debía haberlo estado. Al irte te has llevado mi miedo, mi miedo a necesitarte demasiado, a que sin querer me cortases las alas. Es verdad, de algún modo tenía que matarte, como dices, tenía que inventarte distinta, porque reconocer que te admiraba me volvía invisible, temía no llegar nunca a ser yo. Y lo más raro es que actitudes, opiniones tuyas que antes me hacían gritar de indignación, hoy las defiendo con la misma vehemencia que ayer las atacaba ante ti. Es como si de pronto fuera libre para decir lo que pienso, y lo que pienso, aunque entonces te engañase, es muy semejante en muchas cosas a lo que tu defendías, al fin y al cabo, siempre creí que nos parecíamos.
Bien, ya basta de digresiones, voy a contártelo de una vez: el aita, tu aita, mi marido, no era tu padre biológico. Respira hondo y vuelve a leer lo que te digo: el aita no era tu padre. No, no era tu padre, ese ha sido mi gran secreto.
Siempre he pensado que a determinada edad puedes encajar una noticia así. Sin embargo estoy temblando. De pronto el aita se me desfigura, todo lo que le he querido, lo que le quiero, aun que hayan pasado más de doce años de su muerte, se tambalea un poco. Todo el mundo me decía que me parecía a él y yo no veía ese parecido. Ahora me doy cuenta de que eran mi madre y mis tías las que se empeñaban en hacerme creer que él y yo éramos iguales, estaban defendiendo su mentira antes de que yo sospechara nada. Mis tías seguro que eran cómplices del secreto. Pienso en mis hijos, ¿se parecerán a ese padre desconocido que acabo de encontrar?, ¿tendrán sus ojos, su boca, su manera de andar? Eso ya no lo sabré nunca. Ves, hay muchas preguntas que te podría hacer y que ni siquiera las has imaginado. Soy una mujer de edad madura, ¿por qué no me lo contaste antes? La excusa de ese miedo de enfrentarte a mí del que hablas no me vale. El asunto era lo bastante grave como para que hubieras vencido cualquier temor. En estos momentos me siento sin identidad, sin familia. ¿Y mis hermanos?, ¿lo saben?, y si no lo saben, ¿me verán distinta, diferente, otra, cuando se enteren? Se me precipitan las sensaciones, los sentimientos contradictorios, la confusión. No ha sido un buen momento para darme la noticia. Pero de eso no te culpo, el mundo feliz que nos contábamos la una a la otra ha hecho que me imaginases preparada para escuchar el secreto, y no es verdad, toda mi vida se tambalea, ¡todo es tan frágil!
En aquella época, supongo que huyendo de una casa vacía, pasaba muchas horas con los Sorozabal. Eugenia, la hija pequeña, era amiga del colegio. Su villa de Ategorrieta estaba pegada a la nuestra. Era un caserón de aires ingleses que recordaba al palacio de Miramar, con un jardín grande y descuidado, muy romántico. Los Sorozabal eran cultos. Se decía que el padre era masón y la madre presidía todos los jueves unas reuniones literarias a las que asistían señoronas de las mejores familias donostiarras. Aquellas reuniones terminaban en cenas sofisticadas cuando después aparecían los maridos. Yo empecé a formar parte de los habituales del grupo y así entré en aquel círculo intelectual de elegidos de los que antes me reía, en fin, que estaba encantada de pertenecer a aquella élite, sobre todo porque entre ellos estaba Ignacio, el hermano de Eugenia. Eran la gauche divine, nuestra gauche divine local. De ese grupo salió gente muy importante que destacó en el panorama cultural, por ejemplo, Luis Martín Santos, amigo íntimo de Ignacio. Su primera novela, Tiempo de silencio, tuvo un gran éxito de crítica, y hubiera sido un gran escritor de no haber muerto prematuramente. Para entonces, nuestro desmantelamiento familiar estaba tocando fondo. Mis hermanas tenían novio y querían casarse enseguida, para dar portazo a la vida pasada y crear sus propias familias. Las dos buscaban con desesperación un hogar cálido donde olvidar aquel en el que nos criamos, tan desangelado y desapacible. El aitona, por su parte, estaba feliz rodeado de los que nosotras llamábamos «los otros» y, sobre todo, mimado por aquella gallineta que le sobreprotegía y sobrealimentaba; había engordado por lo menos diez kilos. Yo era la única superviviente del mundo antiguo. En fin, no me voy a extender. Como ya habrás sospechado, me enamoré de Ignacio y él se dejó querer. Me enamoré como se enamora una loca, tanto que llegué a perder la dignidad. Cuando nos reuníamos con sus amigos, tenía orden de no hablar, para no dejarle en mal lugar por mi ignorancia. Además, tuve que olvidarme de mi estilo de niña pija y vestir de manera austera, pero con clase, ya sabes: negro con negro, maquillaje sofisticado, ¡ah!, y me enseñó a fumar. Supongo que, conociendo mi carácter, estarás muy sorprendida de que aceptase esas normas sin rechistar, que fuese la oveja más sumisa del rebaño, pero ocurrió así, encima yo era feliz cumpliendo al pie de la letra lo que me mandaba: estaba enamorada. En aquellos meses me convertí en otra, Ignacio lo era todo para mí. Y un día me quedé embarazada: ahí estabas tú. Quiero que sepas que, desde el primer instante, fui la más feliz de las mujeres, tener un hijo de Ignacio era la culminación de nuestro amor. En ningún momento me acordé del qué dirán, aunque, como bien sabes, entonces era un escándalo que una mujer soltera se quedase embarazada, pero yo sabía que Ignacio, con sus ideas progresistas y avanzadas, se reiría de la gente. Nunca se me olvidará aquella tarde de agosto. Hacía un calor sofocante. Atravesé el jardín de los Sorozabal, imaginando que por allí correrías algún día y entré. Los ventanales que daban al jardín estaban abiertos de par en par y las cortinas se mecían suavemente. Ignacio tocaba el piano, el piano de cola espléndido que parecía pequeño en aquel salón inmenso. Su madre, reclinada en un sillón, escuchaba la música con los ojos cerrados. No me habían oído entrar y me llenó de alegría el poder dar la noticia en medio de aquel ambiente sensual, bello y lleno de música. Ignacio, entonces, dejó de tocar, se dio la vuelta y me vio. Puso cara de sorpresa y disgusto al verme irrumpir en aquellos momentos que eran solo de él y de su madre. Ella también torció el gesto cuando se dio cuenta de que yo estaba allí. Pero yo traía una buena nueva y me lancé a contarles la noticia.
—¡Estoy embarazada!
Y corrí abrazar a Ignacio.
En aquel instante se rompió el encantamiento que me tenía atrapada.
Madre e hijo se levantaron de un salto. Ignacio se llevó las manos a la cabeza y luego me increpó.
—Pero ¿tú no sabes que se toman medidas? ¿Y las píldoras que compramos en Francia? ¡Eres una pobre imbécil, tenía que habérmelo figurado!
Tenía razón en que yo era desorganizada y en que, a veces, tomaba la píldora y otras se me olvidaba.
Pero enseguida la madre tomó la batuta.
—¿Y de quién estás embarazada, querida?
Los observé a los dos con sorpresa, me di cuenta de que aquella pregunta altanera e insultante le había devuelto la tranquilidad a Ignacio, que miraba a su madre sonriendo con complicidad.
Y, por primera vez, los vi tal y como eran. Gente ridícula, inoperante, hipócrita, holgazana y mala. Se revestían de ideas liberales, igual que se ponían un vestido de Balenciaga o una camisa de hilo de Egipto. La relación entre ellos dos, en aquel momento, me resultó obscena y me dieron asco. Claro que les importaba el qué dirán, a ellos se les llenaba la boca de filosofías y politiquería, pero se identificaban con la sociedad más retrógrada y más clasista. Ignacio era un pobre niño de treinta y cinco años, incapaz de aceptar una responsabilidad, era un pobre gilipollas. Así que, sin decir una palabra, me di la vuelta y me fui. Sí, Ignacio Sorozabal fue tu padre biológico, pero yo, aquella misma tarde, te busqué otro padre, el que te ha querido de verdad y al que tú has querido. Cuando salí de allí era otra vez yo. Había tomado una decisión. El aita hacía tiempo que estaba enamorado de mí, sin que yo le hiciera caso, y fui a buscarle, tenía algo que proponerle.
—¿Tú me quieres?
Sonrió.
—Sabes que sí.
—Estoy embarazada y quiero que te cases conmigo.
—¿Ignacio?
—Sí.
—Te quiero y quiero casarme contigo, pero tú no me quieres.
—Aprenderé a quererte, te lo juro.
Aceptó.
Y nos casamos, y aprendí a quererle mucho más de lo jamás pude imaginar.
Sé que se te amontonan las preguntas. Eugenia, la hermana de Ignacio, tu tía, vive todavía, y espero que continúe viva cuando vayas a preguntarle todas las cosas que quieres saber. Aunque me imagino que ya no te acuerdas, conociste a tu abuela. Vino un día a casa con su espléndido Mercedes conducido por el chófer. Tú, que siempre fuiste una niña fantasiosa e intuitiva, me avisaste de que se había parado delante de casa un coche negro muy grande y que una señora muy elegante se había bajado y estaba tocando nuestro timbre. En cuanto te escuché fui a abrir y supe que era ella. Ignacio se moría y quería verme y también conocerte a ti, a lo que me negué rotundamente. Al día siguiente volví a la villa de Ategorrieta. Le vi en la cama, macilento, moribundo, y sin embargo el corazón se me puso a palpitar como entonces. Apenas podía hablar, pero me indicó con la mano que me sentara a su lado.
Me senté en la cama y le acaricié la cara.
—Estás igual que antes.
Sonreí.
—No, no es verdad. Tu madre vino a casa y me dijo que estaba muy estropeada.
Se rio y una tos cavernosa estuvo a punto de ahogarle.
—No le hagas caso, son celos. Yo te veo tan guapa como entonces. Pero entonces fui un cobarde, tuve miedo a la vida. ¿Por qué no corrí detrás de ti aquel día para pedirte que nos casáramos? Yo te quería, te quería con toda mi alma.
Intenté tranquilizarle.
—Aquello ya pasó. La vida es así. Podemos equivocarnos. Yo, en cambio he sido feliz.
—Quieres decir que me olvidaste.
A pesar de la enfermedad, descubrí dos chispitas maliciosas en sus ojos, las mismas que brillaban hacía tantos años cuando me enfadaba y le decía que le iba a dejar.
—Sabes que no.
Un ruido ronco, no sé si un sollozo o un estertor, se le escapó de la garganta.
—Quiero ver a nuestra hija.
—No, no la vas a ver.
—Es un poco cruel no cumplir el deseo de un moribundo.
Fui implacable.
—No, cuando ese moribundo no supo asumir sus responsabilidades de padre; no, cuando a ese moribundo nunca le importó su hija.
—Tráemela, te lo ruego.
—Jamás. Es una niña feliz que quiere a su padre con locura y no voy a romper ese sueño.
Un ahogo súbito parecía que iba a acabar con su vida, pero recuperó la respiración y cayó en un extraño sopor. Me levanté, le di un beso y me dirigí a la puerta.
Fuera, en el salón, me esperaba Leonor, su madre, tenía los ojos rojos de tanto llorar, me pareció demacrada y vieja.
—¿Traerás a la niña?
—No, ya se lo he explicado a Ignacio.
—Tienes razón.
Me miró despacio, me abrazó y me dijo:
—¿Cómo es posible que me pudiese equivocar tanto?
Y por primera vez sentí lástima por aquella mujer.
Le abracé yo también, olía como entonces. El Chanel, después de tantos años de uso, se había acoplado a ella y se había convertido en su olor.
—Leonor, escúchame, todos cometemos tonterías y lo peor de todo es que, si volviésemos a nacer, volveríamos a hacer lo mismo.
Sonrió.
—Es un pobre consuelo.
—Sí, tienes razón, pero no hay otro.
La volví a besar y salí al jardín. Allí estaba Eugenia, la hermana de Ignacio. Pobre Eugenia, para aquellos dos había sido mucho menos que una de las sillas del salón. Sin identidad. Sin existencia.
—Siempre te ha querido.
—Es posible, pero yo no puedo decir lo mismo. Nunca le he olvidado, pero la vida transforma todo.
—Si algún día decides contarle a la niña la verdad, estaré ahí para lo que tú quieras.
Me di cuenta de que lloraba y me fui deprisa, yo no quería llorar.
Recuerdo aquella visita y el Mercedes negro y a la señora elegante que apareció en casa. Te pusiste nerviosa y te arreglaste el pelo precipitadamente, con un gesto de coquetería que yo no había visto nunca. Escuché la conversación, pero no sospeché nada. Eran cosas de mayores. Luego, cuando hablaste conmigo, estabas tan cariñosa que me olvidé de todo, aunque es verdad que, a veces, me acordaba de aquella señora. Creo que intuí que la visita aquella era un gran secreto, que nos podía hacer daño a todos. Bueno, ahora esta nueva historia se ha unido a la mía. Ha llegado el momento de volver a casa, de enfrentarme a este pasado que desconocía y a un nuevo futuro. Siento dentro de mí algo que me hace fuerte. El pasado resucitado a través de estos manuscritos me empuja a ser valiente. Quiero poder contar yo también que sufrí, luché y vencí. ¡Sorpresa, sorpresa! Me acabo de enterar de que mi padre era un tal Ignacio Sorozabal y siento una especie de curiosidad emocionada, y también siento remordimientos porque no me importa tanto, como cabría imaginar, que el aita no sea mi aita. Creo que yo, igual que la ama cuando conoció a los Sorozabal, me estoy dejando fascinar por el espejismo mentiroso del glamur de una familia decadente y enferma.
Vuelvo a casa. Acabo de hablar con Peio y le he dicho que mañana estaré en Donostia. Se ha puesto contento o ha hecho como que se alegraba, ya no sé qué pensar. Le he comentado que llegaré por la tarde y le he recordado que al día siguiente es la fiesta de Laura. Se ha quedado callado, pero luego me ha parecido que no le importa ir. De todos modos, hoy sale para Barcelona, estará dos días fuera, así que nos encontraremos en casa de Laura, irá directamente desde el aeropuerto. Me he alegrado, tengo muchos deberes que hacer. Prefiero estar estos días sola en casa y prepararme para lo que pueda pasar. El encuentro con Peio, antes de saber que tiene que contarnos Laura, estaría lleno de silencios, de esos silencios espesos, tan tristes que son capaces de nublar el sol del más maravilloso día de verano. No, no quiero que nada me estorbe. Siento que he llegado al final de la historia, de mi historia con Peio, y quiero que sea un buen final.
No puedo dejarme llevar por sentimientos oscuros, no puedo estropear la escena. Voy a empezar una nueva etapa y necesito fuerzas y serenidad. Esta vez voy a ser valiente, muy valiente, para decir adiós y también para echar a andar, aunque todavía no sepa hacia dónde. Es curioso, el manuscrito de mi madre me ha hecho volver a la infancia con la fuerza de la magdalena de Proust. Y se me atropellan los sabores, los olores, las texturas de aquel tiempo, más nítidos que entonces, también más míos, más limpios, libres de ese miedo grande y señorón que me ha acompañado durante tantos años. Ahora puedo disfrutarlos como recuerdos bonitos que forman parte de mi historia.