Leí los manuscritos de mis antepasadas hace muchos años, en los días malos de la posguerra, cuando ya había ocurrido la tremenda tragedia que le costó la vida también a nuestra madre. Pude haber escrito el mío entonces, sin embargo no tenía ánimos para volver a recordar paso a paso lo que nos había ocurrido. Ahora soy vieja, el dolor se ha adormecido, y volver a aquellos años me resulta un ejercicio dulce a pesar de lo que pasó, porque, al pensar en aquellos días, vuelvo a estar rodeada de los míos, vuelvo a verlos tal y como eran, tal y como éramos entonces. La amona Mirari fue la última en escribir estas memorias, contándonos la historia de Xarmanta, la Coja. Cuando yo la conocí era una mujer muy mayor, tenía noventa y tantos años. Llevaba el pelo, que era tan blanco como una nube, recogido en un moño, y en el cuello, una cinta de terciopelo negro que le daba un aire aristocrático. Al final se quedó ciega, pero nunca perdió su buen humor. Le gustaba mucho cantar y, gracias a ella, aprendimos muchas canciones del bardo Iparragirre. La amona Mirari se casó con un primo lejano, otro Idiakez, y hubo que pedir licencia al papa para celebrar el matrimonio. Tuvieron dos hijos. El mayor murió al iniciarse la tercera guerra carlista. Como decía la amona, el pobre Prantxisko, su hijo muerto, se ahorró un montón de sinsabores al irse tan pronto de este valle de lágrimas. El otro hijo, Tomás, en honor al general Zumalakarregi, fue nuestro padre. Nuestro padre era un hombre emprendedor y serio que supo aumentar el patrimonio familiar. En Baliarrain conoció a María Luisa Azpiroz, la ama. Según nos contaban en el pueblo, nuestra madre no era una belleza, pero tenía un carácter alegre, era dispuesta y trabajadora, y muy goxua,[8] zalamera y cariñosa. Dicen que en cuanto nuestro padre la conoció, le dijo al amigo que iba con él, «Yo me caso con la María Luisa o con ninguna». Nosotras, las tres hijas, nos llevábamos dos años cada una, y luego, cuando nadie le esperaba, llegó Tomás. El aita nos llamaba Iru damatxo[9] y solía hacer bromas con esa canción, diciendo que acabaría poniéndonos una tienda en Errenteria. Pero el rey de la casa era Tomás y le malcriamos. Todavía me acuerdo de los besos que le dábamos las tres, uno por escalón, cuando subíamos las escaleras de la casa de la calle San Jerónimo. Y en la calle San Jerónimo nos pilló la guerra, la víspera de salir para Baliarrain, en donde pasábamos el verano. Una guerra, como la que vivimos en el 36, crea brechas profundas, heridas profundas, que tardan mucho tiempo en curarse, si es que se curan. La mañana del sábado 18 de julio nos levantamos con la noticia de un alzamiento militar en Marruecos. Recuerdo perfectamente aquel día. Me despertaron los lloros de la ama en medio de una pregunta sin respuesta, «¿Qué va a pasar aquí?, ¿qué nos va a pasar?». Casilda y Coro se habían levantado antes que yo e intentaban consolarla. Cuando aparecí, me dijeron que había empezado la guerra. La noticia me dejó una sensación agridulce. Nunca había vivido una guerra y me asaltó una curiosidad malsana por saber qué sería eso. Por otra parte, aquella noticia también rompía la monotonía de un día cualquiera, así que lo primero que hice fue correr a la ventana para ver qué pasaba en la calle, y me decepcioné, en la calle no pasaba nada. Sin embargo sí que pasaba. Poco después llegó el aita. Había ido a la fábrica en cuanto se enteró de lo que sucedía. Traía mala cara, pero nos tranquilizó diciendo que estaba todo en orden. La ama se calmó un poco y los dejamos hablando en voz baja, como si la guerra fuera un monstruo dormido al que no había que despertar. Casilda, como siempre la más decidida de las tres, dijo que ella se iba a dar una vuelta, quería tomar el pulso a la ciudad, y Coro y yo, aunque teníamos miedo, nos apuntamos a la excursión para no dejarla sola. En el Boulevard nos encontramos con grupos de gente que gritaba consignas contra el Ejército y nos cruzamos con varias manifestaciones que pedían armas para defenderse de un ataque militar inminente. Le dijimos a Casilda que volviéramos a casa y ella nos contestó que se iba a la calle Larramendi, a la sede de la CNT, allí nos enteraríamos de verdad de lo que pasaba. Coro y yo nos quedamos horrorizadas, aquella gente, los anarquistas, nos daban miedo. Pero cuando la vi trotando por delante, tan decidida como siempre, le grité a Coro que se marchara y corrí para acompañarla. Llegamos y, por primera vez, experimenté la angustia que me acompañaría durante los años de guerra. En la CNT el ambiente era de combate. Las calles Urbieta y Sánchez Toca estaban llenas de gente. Nos acercamos a un grupo, un hombre hablaba con autoridad y los demás le escuchaban en silencio:

—Hay unión entre los nuestros, se han dejado a un lado las diferencias ideológicas y tácticas. Los anarcosindicalistas somos una fuerza imprescindible para llegar a la victoria. Los falangistas y tradicionalistas están preparados para la lucha y hay que detenerlos.

Uno que parecía más escéptico preguntó:

—¿Y los nacionalistas?

Un silencio más atento esperó la respuesta:

—Acción Nacionalista Vasca está con nosotros, pero el Partido Nacionalista Vasco todavía está dudando.

—¿Y qué pasa en los cuarteles de Loyola?

En aquel momento una mujer se abrió paso en el círculo y nos informó a todos.

—El cabrón de Carrasco no se decide a salir a la calle con las tropas, pero no importa. El comandante de Estado Mayor, Augusto Pérez Garmendia, que está aquí de permiso, ha dicho que él, como militar y republicano que es, se pone al servicio de la República y de sus representantes para todo lo que puedan necesitar. Así que él va a ser nuestro general.

Y aquel círculo de gente estalló en vivas y hurras por el general Garmendia.

Entonces, la mujer que había hablado se fijó en nosotras.

—¿Qué hacéis vosotras aquí?

La miliciana nos miró de arriba abajo con un cierto desprecio.

—Me parece a mí que sois demasiado finolis para estar entre nosotros.

En aquel momento me di cuenta de que tenía razón, que llamábamos la atención entre aquella gente. Los vestidos a la moda, los zapatos caros, el bolso y las maneras de señoritas nos ponían en evidencia. Pero Casilda estaba muy tranquila y dijo sonriendo:

—Tú eres Casilda Méndez Hernáez, la mujer de la cesta.

Yo me quedé sorprendida y la tal Casilda también.

Nos miró otra vez y preguntó:

—¿Y vosotras quiénes soy? ¿Tú quién eres?

—Yo soy Casilda Idiakez y esta es mi hermana Mirentxu.

Entonces, Casilda se rio con buen humor, la coincidencia del nombre le había hecho gracia.

—¿Habéis venido a colaborar?

—Sí.

Casilda fue rotunda, yo me quedé callada.

—Pues, hala, venid conmigo, hay que montar barricadas. Dicen que el ejército y esos cerdos de la derecha quieren tomar la ciudad. Por cierto, ¿habéis oído hablar de nuestra asociación Mujeres Libres?

Negué con la cabeza, pero Casilda dijo que sí.

—Lucháis por nuestra libertad, para que seamos algo más que animales domésticos a los que hasta se puede mimar, pero siempre dependiendo de la voluntad y el humor del amo.

Al oír hablar así a mi hermana por poco me desmayo.

Sin embargo aquel discurso había convencido a Casilda Méndez, que nos dio el visto bueno.

—Bien, entonces tenemos muchas cosas que decirnos. Ahora vamos a trabajar, que los fascistas están deseando hincarnos el diente.

Y allí estuvimos hasta las tres de la tarde, cargando sacos y haciendo parapetos. Y allí también fue donde Casilda, nuestra hermana pequeña, conoció a Martiniano.

Repaso mentalmente la calle Urbieta, el Koldo Mitxelena, la peatonal de Reyes Católicos y sus bares, la calle Larramendi con el restaurante chino, y me parece que Mirentxu me está hablando de otra ciudad. Ahora es difícil imaginar cómo tuvo que ser aquel 18 de julio que queda tan lejos. Supongo que la sensación de miedo barría la ciudad, porque una guerra se sabe cuándo empieza, pero nunca cuándo acaba. Y supongo también que todo el mundo experimentaba la sensación de estar viviendo un momento extraordinario, como cuenta Mirentxu, que corrió a la ventana para ver cómo era una guerra. Ahora sabemos lo que no sabían aquel día en la CNT. En San Sebastián, los dos militares de mayor graduación eran el coronel León Carrasco y el teniente coronel jefe del Regimiento de Ingenieros, José Vallespín, porque el general Musiera, el tercero de los mandos de Loyola, ese mismo día pasaba a Francia para irse con los sublevados. Así que tenían razón los de la CNT en levantar barricadas. La situación era muy complicada. Los militantes de los partidos de derechas estaban esperando órdenes para intervenir. Entiendo que Mirentxu, cuando ya se hizo vieja, no sintiera dolor al recordar aquellos días. Volvía a los tiempos buenos en que estaban todos juntos, se reencontraba en el recuerdo con los suyos. Igual que yo ahora, cómodamente instalada bajo el cerezo, al volver a aquel pasado tremendo y trágico revivo una época intensa, que por comparación adelgaza mis problemas y me ayuda a reflexionar sin amontonarme. La historia de estas tres tías abuelas me sorprende. Yo conocí a Mirentxu, una solterona triste que nos acompañaba en verano a la casa de Baliarrain. En invierno vivía en el segundo piso de San Jerónimo. Hablaba muy poco, pero le gustaba cantar y de ella aprendimos las canciones de Iparragirre, igual que ella, como dice, las aprendió de la amona Mirari. Mirentxu se pasaba todo el día metida en San Vicente. No sé hasta qué punto su vida estuvo vacía. No lo sé…

Es la hora de la llamada de Peio y sé que llamará con la exactitud de una máquina. Ayer, aunque ya sabe que Laura vuelve, le encontré eufórico. Se rio cuando a través del móvil olfateó mi miedo ante la llegada de Laura. «Todo aquello terminó, ya lo sabes», me dijo divertido. No sospecha que mi angustia va más allá de su reencuentro con Laura y la nostalgia que él pueda sentir de la vieja relación, que soy yo misma la que me estoy cuestionando mi vida y todos estos años de vida junto a él. La figura de esa Casilda decidida que, sin pensárselo dos veces, se presenta en la sede de la CNT, se levanta frente a mí y me señala con el dedo, se ríe de mis problemas de rica; ella se estaba jugando la vida y yo me estoy escondiendo de la vida aunque no corro ningún peligro. Casilda, la valiente. Me intriga qué razones guardaba debajo de su uniforme de chica buena para lanzarse así a una aventura tan peligrosa.

Llegamos a casa muy tarde. Martiniano nos acompañó. Por el camino nos contó la historia de Casilda Méndez. Casilda nació en Zizurkil, en el orfanato de Fraisoro. Era de madre navarra y su familia de origen inca. Era, además, hija de madre soltera. Vivía en el barrio donostiarra de Egia. Durante la Revolución del 34, a Casilda la detuvieron transportando propaganda ilegal y explosivos. Fue juzgada y condenada a veintinueve años de cárcel. La llevaron a la cárcel de Alcalá de Henares para cumplir la condena y de allí salió en libertad gracias a la amnistía que se concedió tras las elecciones de febrero del 36. En cuanto se conoció en la CNT el levantamiento de los militares, Casilda se incorporó al grupo de Liquiniano, otro miliciano, para combatir en la calle. Mi hermana Casilda estaba entusiasmada con el relato de Martiniano y también con Martiniano a secas. Miraba sus brazos fuertes con la camisa remangada, perseguía sus ojos negros y soñadores, sonreía tiernamente cuando sin querer se tropezaban uno con el otro al andar, y supe inmediatamente que estaba enamorada. La verdad es que, por aquellas fechas, a nosotras, las tres hermanas, nos faltaba poco para convertirnos en unas solteronas. En mi caso puedo decir que estaba casi resignada; anduve un tiempo con un chico que no les gustaba nada en casa, y un día él me dijo agur. Siempre he tenido la sospecha de que nuestro padre tuvo algo que ver en aquella ruptura y que compró con dinero mi soledad, la verdad es que ya no me importa lo que pudo pasar. Coro, la mayor de nosotras, creo que nunca pensó en casarse; era delicada de salud, e incluso habló de entrar en el convento de Santa Teresa del monte Urgull, pero don Ignacio, el médico de la familia, lo desaconsejó rotundamente, así que llevaba una vida plácida, ayudando a la ama en casa y olvidada de este mundo. Casilda era la pequeña. Tenía mucho carácter, era guapa y nunca le habían faltado pretendientes de esos que a nuestro padre le parecían unos chicos estupendos porque eran hijos de familias conocidas, pero que a ella no le gustaban. Con el bueno de Josetxo estuvo a punto de casarse y le dejó plantado casi en el altar. Casilda había sido desde muy niña una lectora voraz y un desastre a la hora de coser. Coro y yo sabíamos bordar, hacer nido de abeja, vainicas dobles, incrustaciones simples y dobles, punto de cruz, filtiré, en fin, éramos unas expertas. Sin embargo, Casilda elaboraba unas boñigas primorosas que se confundían con nuevas especies de insectos de origen desconocido. Como el objeto de aquellas habilidades era la confección de nuestro ajuar y adquirir fama de chicas hacendosas y excelentes amas de casa, nuestro padre solía perder los estribos ante los engendros de Casilda, la más guapa de sus hijas y, por lo tanto, la que debería hacer una gran boda. Pero es que además de aquellos desastres, Casilda era inteligente, rápida, respondona, y sabía más de lo que era conveniente para una mujer. El aita solía terminar las formidables broncas que le echaba a Casilda con la misma frase: «Acuérdate, las mujeres honradas no tienen historia. Fíjate en la ama, ¿cuándo la ves enfrascada en un libro y desatendiendo sus obligaciones? ¡Nunca! Así que deja de leer tanta tontería y prepárate para ser una buena madre y una buena esposa». Pero Casilda siguió leyendo y leyendo. En la Biblioteca de la Escuela de Artes y Oficios, antes de que en 1932 se trasladase al convento de Dominicos de San Telmo y gracias a nuestro primo Jesús Mari, obtenía el alimento suficiente para su hambre de saber. Por eso, cuando rompió el noviazgo con el pobre Josetxo unos días antes de la boda, no me extrañé, y creo que mis padres tampoco, ella estaba hecha para otro tipo de vida. Con la llegada de la República en el 31, los aires de libertad se colaron por las rendijas de nuestra casa. Aunque solo fuera para atacar las leyes nuevas que se estaban dictando, en las sobremesas empezamos a hablar de temas que antes eran tabú, por ejemplo, el sufragio universal, el divorcio, y hasta el libre ejercicio del sexo. Las opiniones de Casilda siempre terminaban por escandalizarnos a todos. Y hubo un día en que la discusión entre Casilda y nuestro padre llegó a palabras mayores. Los obreros de la fábrica habían hecho huelga, eran tiempos revueltos que, aunque no lo sabíamos, anunciaban ya lo que vendría después. Casilda, lo recuerdo muy bien, defendió la huelga y, en un arrebato, nos echó un discurso sobre plusvalías, esclavitud, clases sociales, en fin, sobre cosas que yo no entendía, pero que pusieron al aita al borde de un síncope. Por la noche, ya en la cama, intenté hablar con ella y empecé suave, suave, para que no se enfureciera.

—Deberías no ser tan dura con el aita.

—No soy dura, tengo derecho a expresar mis opiniones. Me niego a bajar la cabeza y aceptar como un cordero las ideas que me quieren imponer.

Coro, que escuchaba muy atenta lo que decíamos, intervino.

—Eres demasiado soberbia, el aita es el único que sabe sobre esas cosas y sabe también lo que nos conviene.

La delicada voz de Coro me sonó como la explosión de un mortero y tuve razón, porque Casilda se acercó a Coro y con voz estrangulada le empezó a susurrar una barbaridad tras otra hasta que nuestra pobre hermana se puso a llorar. Unos golpes en la pared, pidiendo que nos calláramos, pusieron punto final a la escena. Era Tomás, que no podía dormir con nuestro jaleo. Pero ya con la luz apagada, Casilda, creo que para escandalizarnos aún más, nos dijo:

—Miraros las dos. Tengo treinta años, y vosotras treinta y dos y treinta y cuatro. Nos han robado la juventud. Casi estaba resignada, pero han llegado tiempos nuevos, tiempos de libertad y no pienso desaprovecharlos. En la CNT creen en la unión libre de un hombre y una mujer. Un día iré allí y preguntaré quién quiere hacer el amor conmigo.

Aquella noche, Coro no pegó ojo.

Volviendo a casa con Martiniano, me acordé de aquella escena y comprendí que Casilda había encontrado el hombre que buscaba y que se había enamorado como una tonta de aquel guapo miliciano. Además comprendí que nuestra hermana había descubierto en la CNT la libertad. Llegamos al portal de San Jerónimo y Casilda le invitó a Martiniano a subir, menos mal que él, con buen criterio, no aceptó. Quedaron en verse por la tarde en la calle Larramendi. Entramos y salieron todos en tropel a recibirnos. Mi padre gritaba, Coro y mi madre lloraban y Tomás sonreía burlón. Cuando se calmaron un poco, nos sentamos a la mesa. Todos estábamos en silencio y el aita preguntó:

—¿Dónde habéis estado para llegar tan tarde?

—Por ahí.

Pero Casilda, peleona, dijo la verdad.

—En la sede de la CNT.

La reacción del aita fue como el ruido de cien obuses reventando al lado de nuestras orejas.

—¡¿Eso es lo que habéis aprendido en esta casa?! ¡No quiero pensar qué podía haber pasado si os hubieran reconocido! ¡¿Tú no sabes que alguno de esos nos la tienen jurada solamente por ser dueños de una fábrica?!

Pero Casilda quería guerra.

—Algo les habremos hecho.

Y entonces yo creí que todas las fuerzas del infierno habían decidido celebrar un akelarre en nuestra casa. Gritos, lloros, mi padre se puso de pronto de color morado y a punto de darle una apoplejía, Casilda gritaba desafiante consignas políticas que jamás le habíamos oído. Por fin llegó la sentencia final.

—¡Métete en tu cuarto y no salgas hasta que yo te lo mande!

—No, yo no me voy a mi cuarto. Tengo treinta años. Ya es hora de que viva mi vida. He obedecido siempre, pero esta guerra, o lo que sea, me ha abierto los ojos. Quiero ser libre como las milicianas libertarias y nadie me lo va a impedir. Ha llegado el día de la revolución también para mí.

Se levantó de la mesa sin probar un bocado, dio un portazo y se marchó. Y, con el sonido del portazo seco todavía en los oídos, mi padre nos dedicó un mitin que escuchamos sin chistar.

—Nunca me habéis oído hablar de política. ¡Nunca! Solo me importan la religión y los Fueros. Ten hijas para esto, para que se vayan con un bolchevique, no, ¡peor!, con un anarquista de esos que quieren acabar con nosotros. Hasta en la huelga general de octubre del 34, el lehendakari Agirre ordenó la abstención, ¡la abstención!, todos sabemos cómo son esos pájaros…

De pronto miró a la ama, la apuntó con el dedo y gritó:

—¡Tú tienes la culpa de todo esto, tanto mimo, tanto capricho…!

Pero enseguida se dio cuenta de que estaba siendo injusto, se levantó, se acercó a la ama, que lloraba en silencio, y la abrazó. Nosotros también nos levantamos de la mesa y los dejamos solos, creo que los dos estuvieron llorando.

Ahora mismo ha llamado Peio. Puntual como las ganas matutinas de orinar. El tufo a llamada obligada rezumaba por el altavoz del móvil. Hemos vuelto a comentar la vuelta de Laura, pero hoy tampoco ha manifestado ninguna pasión, aunque le he notado deprimido. Enseguida me ha dicho que estaba muy cansado, que hablaremos mañana y me ha colgado. Luego he llamado a los chicos, todo en orden, todo bien, con pocas ganas de que los controle y muchas ganas de que los deje en paz. El manuscrito de Mirentxu me ha sorprendido mucho. Curiosamente conozco la historia de Casilda Méndez Hernáez, la llamaban la Miliciana, pero, nunca, ni por lo más remoto, pude imaginar que la Casilda anarquista hubiera tenido relación con alguien de mi familia. Reflexiono sobre la vida de Casilda y concluyo que la vida puede ser muy dura. Las guerras son siempre muy duras. Las guerras entre los hombres, como la del 36, y la guerra que yo libro en mis entrañas.

Llegó la noche y Casilda no apareció en casa. Había mucha gente en la calle esperando que el coronel Carrasco se decidiera a tomar la ciudad y a apoyar el gobierno de la República. La Parte Vieja estaba llena de comunistas y socialistas. El aita volvió a casa y en seguida se dio cuenta de que Casilda no estaba, pero no dijo nada, entonces comprendí que nuestra hermana se había convertido en la innombrable. Según contó, debido a la indecisión de Carrasco, que todavía no se sabía hacia qué bando se inclinaría, se estaban levantando barricadas en las bocacalles que se consideraban estratégicas. Nos sentamos a cenar. Nadie hablaba, solo se escuchaba el tintineo lúgubre de platos y cubiertos. De pronto escuché ruidos, eran los primeros tiros que oía en mi vida. Nos pusimos todos de pie sin decir palabra y el aita dijo que iba a bajar a ver qué pasaba, Tomás se fue con él.

En cuanto salió, la ama empezó a llorar y a llamar a Casilda, y Coro la acompañó llorando también a moco tendido. Conseguí tranquilizarlas con una mentira a medias. Al día siguiente iríamos Coro y yo a la CNT y convenceríamos a Casilda para que volviera a casa, aunque pensé que eso de convencerla iba a ser difícil. Y entonces aparecieron el aita y Tomás.

—Un coche amarillo, con sublevados civiles, recorre la ciudad disparando sobre los grupos de izquierdas. Ahora la gente está intentando entrar en la Comandancia Militar. Los soldados de Artillería han colocado ametralladoras a la entrada de la calle Igentea. No se puede pasar entre el Casino y el Náutico, te comen las balas de unos y de otros.

Mientras mi hermano nos contaba aquello con un entusiasmo infantil, la ama y el aita hablaban:

—Nos tenemos que ir de aquí, voy a ver cómo podemos salir.

—¿Y Casilda?

La voz de nuestra madre era un ruego. Pero el aita se levantó sin contestar y nos mandó a todos a la cama.

Aquella noche no dormimos nada. Hubo disparos hasta el amanecer y Casilda, nuestra Casilda, no sabíamos dónde estaba. Por la mañana nos enteramos de que, en medio de la batalla entre el pueblo y los soldados de Artillería, habían aparecido dos camiones con civiles protegidos por cascos de acero y armados de fusiles de reglamento, apoyando a la tropa. Se dijo que eran requetés.

El domingo por la mañana, en cuanto el aita se fue con el fin de ver cómo se iba desarrollando la sublevación, Coro y yo, de acuerdo con la ama, fuimos a la calle Larramendi para intentar hablar con Casilda y saber si estaba bien. Salimos. Esta vez no íbamos de señoritas. Unas batas de percal ligeras, que usábamos para ir a la playa, sandalias y nada de bolso. Cuando cruzamos el Boulevard, imaginé la pinta que tendríamos las dos, cogidas del bracete y andando tan deprisa como si nos persiguiese un toro. De pronto se me ocurrió que podíamos parecer dos monjas, vestidas de seglares, que huían a refugiarse en una casa particular, y aún me entró más miedo. Sin embargo no se oía ningún tiro y la ciudad estaba tranquila. En las bocacalles, las barricadas y las zanjas dejaban el sitio justo para que pudieran circular los coches. En la calle Larramendi había mucho barullo de gente. Estaban trasladando la sede de la CNT al Colegio de los Hermanos Corazonistas, una fortaleza grande y amplia con entrada por Sánchez Toca, y que ocupaba también las Escuelas de Amara de la calle Urbieta. Coro, que no estaba hecha para esos jaleos, temblaba cogida a mi brazo y no dejaba de mirar el suelo. Pero tuvimos suerte. Enseguida vi a Martiniano cargado con dos sillas, y detrás iba Casilda con una máquina de escribir. Nuestra hermana llevaba unos pantalones mil rayas, una camisa blanca y, al cuello, el pañuelo rojinegro de la CNT. Coro se puso colorada como un tomate, igual que si hubiese visto una visión impúdica. Yo me tragué la sorpresa de verla así, pero, igual que le ocurría a Coro, me daba una especie de vergüenza ajena mirarla. No sé, me parecía que iba desnuda con aquellos pantalones…, y que llevaba también el alma limpia y desnuda en la mano, blandiéndola como una bandera. Casilda, en cuanto nos descubrió, vino hacia nosotras y nos abrazó con alegría. Martiniano dejó las sillas en algún lado, se acercó al grupo y nos saludó con un, «¡Salud!», al que contestamos con otro que apenas se oyó, y enseguida le agarró a Casilda por la cintura mientras le plantaba un beso en el cuello. Coro otra vez se puso más colorada que un tomate maduro y miró para otro lado. Yo, igual que antes, hice como si aquello me pareciera lo más natural del mundo, pero no era verdad, estaba escandalizada, envidiosa y asustada. Me fijé en Casilda. Nunca le había visto tan guapa, tan radiante, tan feliz. Y Martiniano nos contó lo que estaba pasando.

—A las siete de la mañana han puesto a Carrasco contra las cuerdas. El comandante Pérez Garmendia ha tomado el mando y está repartiendo entre el pueblo todo el armamento del que dispone.

Le escuchamos con sonrisa de conejo y no hicimos ningún comentario.

Entonces Martiniano se rio, tenía una sonrisa preciosa, y le dijo a Casilda:

—¡Mira a tus hermanas, parece que están en un funeral!

Me recuperé de golpe, realmente dábamos muy mala imagen y le pedí a Casilda que volviera a casa.

—No, no voy a ir.

Presioné:

—La ama está destrozada.

—Decidle que estoy bien, que me acuerdo mucho de ella, pero que, mientras la situación no esté estable, no puedo abandonar esto.

Y Martiniano la atrajo hacia sí y le plantó otro beso, está vez en la boca, tan largo, que pensé que con un solo beso así se podía tener un hijo.

Coro, ante semejante visión pecaminosa, levantó el brazo, pero, antes de que se santiguase, le retuve. En aquel ambiente hubiera sido descortés y, la verdad, era meter un poco el dedo en el ojo.

Entonces un coche se abrió paso entre la gente. Dentro iba Casilda Méndez, que, al vernos, nos gritó:

—¡Subid, vamos al convento de las Arrepentidas!

A Casilda y a Martiniano se les iluminó la cara y enseguida nos animaron a acompañarlos. Pero les dijimos que no, que teníamos que volver a casa. Mientras veíamos alejarse el coche despacito, sorteando a la gente, sentí otra vez mucha envidia y ganas de llorar. Casilda, a sus treinta años, se estaba comiendo la vida a dentelladas. Pasase lo que pasase podría decir que había vivido.

Veo a Casilda y a Martiniano hermosos y felices, inconscientes y valerosos. Imagino su amor. Martiniano orgulloso de su novia, la hija del dueño de una fábrica que ha dejado todo por él y por la lucha por la libertad. Casilda admira a ese hombre valiente y guapo, es fuerte, sus brazos morenos, de tantas jornadas de sol, la cercan y la protegen. Creo que yo también me hubiera enamorado de Martiniano, quizás hasta más que de Peio. Las guerras son tan trágicas y fuertes que potencian los sentidos, que potencian la vida, y hay momentos en los que no se teme a la muerte, como Martiniano y Casilda camino de las Arrepentidas. Supe de las Arrepentidas a través del relato del anarquista donostiarra Manuel Chiapuso. El convento de las Arrepentidas era una institución en la que se encerraba a las chicas «descarriadas». Esas chicas estaban allí por haber cometido un pecado amoroso o cualquier acto que atacase la moral de una sociedad hipócrita. A veces era la propia familia la que las metía en aquel convento para que accediesen a un matrimonio al que ellas se resistían. Según Chiapuso, lo que determinó a la CNT a liberar a las chicas de las Arrepentidas fue una historia de amor. Aquel día se presentó en la secretaría un joven de unos veintidós años, bien vestido y con aire arrogante. Enseguida dijo que era de Hernani y que no estaba afiliado a la CNT ni a ningún otro partido, pero necesitaba que le ayudasen, y sabía que solo los libertarios podían comprender su caso. Su novia había sido encerrada por su propia familia en las Arrepentidas. No querían que se casara con él y le habían buscado otro novio. Tenía que liberar a su novia, Soledad, de aquella cárcel y devolverla con los suyos. Luego sería ella quien decidiese si se iba con él o con el otro. En cuanto Félix Liquiniano y Casilda Méndez se enteraron de lo que pasaba, decidieron acercarse a las Arrepentidas y exigir la liberación de las chicas a punta de pistola. Y eso es lo que hicieron. Como ya he dicho, lo que yo no podía imaginar, cuando leía el libro de Chiapuso, es que una Idiakez, otra Casilda, participó en la acción. El convento de las Arrepentidas estaba en el barrio de Gros, cerca del Txofre, la antigua plaza de toros. Debía de ser un edificio lúgubre, de piedra, y con todas las ventanas enrejadas. Cuando Félix, Martiniano, y ahora sé que las dos Casildas, llegaron allí, tocaron la campanilla y, después de un rato, vieron aparecer a través de la verja a un viejo jardinero, que se quitó la boina respetuosamente y se ofreció a acompañarlos. Subieron las escaleras de la entrada, que partían en dos un pequeño jardín, y siguieron por un corredor estrecho. Por fin, llegaron a un amplio zaguán. Ahí el hombre les dijo que esperaran y se fue a buscar a la superiora. En seguida apareció la monja. Era una mujer alta, elegante y de carácter. Cuando supo que querían liberar a las chicas, argumentó que las jóvenes estaban ahí por voluntad de sus padres y que, por tanto, ella no podía dejarlas salir del convento. Pero al ver que los anarquistas no cedían, dijo que se las iba a presentar. Los condujo hasta una sala muy grande y aparecieron las pensionistas. Llevaban batas grises, medias negras y alpargatas blancas. Entonces la superiora les contó que aquellas personas las querían devolver a sus casas, porque pensaban que estaban mal en el convento. Después añadió con decisión, «Aquí no se guarda a nadie por la fuerza. ¿Quién quiere marcharse?». Las chicas permanecieron calladas, estaba claro que delante de la superiora no se atrevían a hablar por miedo a las represalias. Entonces el joven de Hernani se acercó a Soledad y le preguntó si quería volver a casa. Ella dijo que sí con la cabeza. Y cogidos de la mano salieron de la sala. El resto de las jóvenes seguían silenciosas y cabizbajas, hasta que Liquiniano se hartó y ordenó a la superiora que los dejase solos con ellas. Y entonces se produjo una escena que imagino que Casilda no olvidaría nunca. Las chicas empezaron a hablar, a contar cómo vivían, a llorar, a gritar, mientras se abrazaban entre ellas. De pronto, se acercó una de las pensionistas y, al ver que ninguno de los anarquistas la reconocía, dijo: «Soy Pepita, la hija de Emeteria, la viuda alegre, como la llamaban en el barrio». La chica tenía mal aspecto, estaba flaca y demacrada.

Félix la reconoció, le dio un abrazo y consiguió tranquilizarla, ahora era libre. Así todas «las arrepentidas» corrieron al almacén para cambiarse de ropa y escapar de allí. Todas menos dos, que dijeron que no tenían dónde ir, y se decidió que trabajarían en los comedores populares. ¡Qué pequeños son mis problemas, a pesar de lo grandes que me parecen!

El lunes y martes fueron días tranquilos, pero sin Casilda. El martes al mediodía llegó el aita y nos reunió a todos.

—Nos vamos pasado mañana a San Juan de Luz. Ya está todo arreglado.

Nos quedamos callados y Tomás hizo la pregunta que no nos atrevíamos a formular.

—¿Y Casilda?

Otro silencio más largo puso aún más silencio al drama. Por fin el aita habló:

—Mirentxu y Coro irán hoy a decirle que nos vamos, la decisión de venir o no es solo suya.

Entonces Coro se fue de la lengua:

—¡Yo otra vez no voy allí!

El aita nos recorrió con la mirada a la ama, a Coro y a mí, con toda la ira del mundo concentrada en las pupilas, era Nosferatu. Luego explotó:

—¡¡O sea que soy el último mono de la casa!! ¡¡No me entero de nada!!, ¡¡de nada…!!

Tomás cortó aquel aria de indignación. La guerra, en solo dos días, había hecho de nuestro hermano un hombre, parecía que el niño mimado había muerto de una extraña y misteriosa enfermedad.

—Por favor, aita, no dramatices. Ahora tenemos que estar unidos y mantener la calma. El otro día sabes lo nerviosa que se quedó la ama y lo furioso que estabas tú cuando se fue Casilda. Así que Coro y Mirentxu decidieron ir a buscarla. Si te llegas a enterar no las dejas salir de casa. Mira, hoy a la tarde iremos Miren y yo a hablar con ella.

Las palabras y el tono sereno de Tomás nos tranquilizaron a todos. Por fin se decidió que iría yo sola a la calle Larramendi. Una mujer quedaba más desapercibida, porque, si alguien le identificaba a Tomás como el hijo del dueño de la fábrica, podíamos tener problemas.

Cuando salí a la calle me di cuenta de que tenía mucho miedo. El día anterior el miedo de Coro me hacía a mí valiente, pero ahora que no tenía que proteger a nadie ni demostrar a nadie mi valor, me temblaban las piernas y sentía que me iba a marear. Menos mal que los gritos de la gente que estaba en el Boulevard me hizo reaccionar y abortó el ataque de pánico.

—¡¡Las tanquetas ya están en Egia!!

Guardias de asalto y guardias civiles habían tomado el Hotel María Cristina, la casa de La Equitativa, todavía en construcción, además del Gran Casino, el Club Náutico y el Gobierno Militar, que ya estaban en su poder.

Apreté el paso y corrí a la calle Larramendi. En aquel momento, en la esquina de Urbieta con Larramendi, apareció un camión de basura blindado. La ocurrencia había sido de Valentín Álvarez, el Místico. En cuanto asomó aquel extraño trasto, la gente le dedicó una gran ovación.

Entré en el sindicato y enseguida encontré a Casilda. Ella, Martiniano, Liquiniano, Universo, Pioroa y Casilda iban a cruzar a toda velocidad el puente de Santa Catalina en un Rolls Royce requisado, querían tantear la fuerza de los rebeldes que ocupaban el Cristina y La Equitativa.

Todo fue muy rápido. No tuve casi tiempo de hablar con Casilda y no la pude convencer de que no participara en aquella locura. Antes de montarse en el Rolls, me gritó que a la noche pasaría por casa y desapareció apretujada y contenta entre los otros, parecía que se iban de excursión. Desapareció el Rolls y alguien anunció que los rebeldes venían por la calle Urbieta. La gente, y yo con ellos, corrimos a la esquina de Larramendi para ver si era verdad. Y era verdad. Los rebeldes en fila india venían hacia nosotros, agachados, protegiéndose en los edificios. Pero no eran los únicos, por el paseo de los Fueros se acercaba otra columna parapetándose en los árboles. Cuando se acercaron a la calle Moraza empezaron los disparos y los gritos de ¡viva la dinamita!, por parte de los anarquistas. La calle Urbieta estaba llena de humo. En aquel momento, no sé por qué, yo no tenía miedo, simplemente disfrutaba de un espectáculo grandioso y nunca visto. Por fin los rebeldes empezaron a retroceder hasta los jardines del parque de Amara y yo fui andando hacia la avenida para ver el Rolls Royce de Casilda atravesar el puente de Santa Catalina de regreso, una vez cumplida su misión, y poder volver a casa con la seguridad de que no les había pasado nada. Protegida en un portal esperé un rato. De pronto, vi el Rolls que cruzaba el puente a toda velocidad hacia donde yo estaba, parecía el de un conductor suicida. Las balas silbaban intentando detener el coche. Por fin el Rolls llegó a la avenida y yo volví a casa con la buena noticia de que Casilda vendría a cenar.

Leo estas historias desde la distancia, imaginando aquellos días con la tranquilidad de que estoy a salvo. Sin embargo sé que el manuscrito de mi madre me espera. Ahí hay secretos míos que me pueden hacer daño. No quiero engañarme, dilato el tiempo, disfruto leyendo bajo el cerezo estas historias que son para mí una leyenda, que me alejan, me permiten escapar de mi ahora. Cuando Peio y yo nos amábamos, cuando todo parecía que seguía un orden perfecto, el manuscrito de la ama hubiera sido un regalo. Mi curiosidad, la curiosidad que me ha acompañado siempre y que me hizo sospechar secretos familiares que me fascinaba descubrir, hubiera cabalgado segura y tranquila, protegida por Peio, que era mi vida, y por tanto, nada de lo que pudiera descubrir me iba a hacer daño. Sería la chuchería que yo devoraría golosamente, que contemplaría desde la torre tranquila donde discurría aquella existencia mía. Pero ahora me inquieta lo que ese último manuscrito me pueda contar. Todo se tambalea. Estoy vulnerable, tan vulnerable que me da risa, una risa histérica. Peio ha recibido la noticia de la vuelta de Laura con una inocencia que me asusta, parece que para él nunca ocurrió lo que ocurrió. Pero, para mí, la vuelta de Laura ha roto mi casa, mi jardín, el rincón donde estaba tan cómodamente instalada. Y recuerdo como los vi amándose, y recuerdo mi chantaje y mi estupidez. Pensé que gracias a mi treta el puzzle de mi paraíso particular se había rehecho. Y ahora, después de cinco años, cuando sé que Peio conoció desde el principio lo que hice y nunca me lo echó en cara, cuando sé que su relación continuó y él fue capaz de utilizar hasta la casa de Baliarrain para engañarme, no entiendo nada. La pregunta sobre quién soy yo se ha desdoblado, ¿quién es ese Peio con el que he convivido durante tantos años y al que creía conocer? Y ahora reflexiono y pienso que la noticia de mi chantaje a Laura simplemente le ha hecho crecerse frente a mí, ha descubierto de lo que soy capaz por conservarle a mi lado, ha sabido de mi necesidad de él… Pensamientos tristes,… tristes pensamientos que necesito alejar para poder pensarme y poder actuar esta vez con valentía. Necesito enfrentarme a lo que soy y dirigir las riendas con firmeza hacia lo que quiero ser. Quiero ser igual que Casilda, que se zambulló sin miedo en un mundo que ella pensó libre. Las guerras y la cercanía de la muerte nos lanzan a vivir la vida como una fiesta que se puede acabar en cualquier momento. No hay tiempo ni ganas de matar el tiempo, esto solo sucede cuando los días son iguales unos a otros y se nos escurren invisibles entre los dedos, cuando el hastío vital es tan grande que todos los días son uno, y la suma de esos días iguales forma un gran desierto vacío de emociones. En las guerras, en los momentos dramáticos, en las enfermedades que acabarán por acabarnos, no hay tiempo más que para vivir, todo tiene un valor eterno y universal, se vive con la intensidad de un animal salvaje, ajenos a otra filosofía que no sea las exigencias de nuestro propio cuerpo. En las guerras matamos y morimos por un pobre y engañoso espejismo que da valor a ese matar y a ese morir. Damos todo por la nada. Muertos y más muertos se esconden bajo los cimientos de las ciudades, en las grandes campiñas, en los ríos helados, sin que apenas nos acordemos ya de por qué murieron y qué defendieron.

Llegué a casa y me miraron como si yo sola me hubiera enfrentado a un ejército de hunos con Atila a la cabeza. La noticia de que Casilda venía a la noche puso a todos de buen humor. Seguro que la convencerían para que dejase esa locura; si quería libertad, en Francia tendría toda la del mundo. Pasó la tarde entre preparativos de viaje. Solo podíamos llevar una maleta. Las joyas de la ama y el dinero, que el aita había conseguido reunir, los cosimos a la ropa interior que llevaríamos puesta. El ruido de los «pacos», entonces se llamaban así a los tiros, que se escuchó durante toda la tarde no nos sobresaltó. Estábamos contentos de poder escapar. Llegó la noche. Tomás salió a tomar un poco el aire y trajo noticias. El Casino, el Náutico y el Gobierno Militar estaban silenciosos, habían sido abandonados por los rebeldes. Pero el Hotel María Cristina se había convertido en una fortaleza. En los primeros momentos del alzamiento, los rebeldes del Cristina habían conseguido hacerse con algunos prisioneros. Había que acabar, pues, con aquel enclave enemigo. La noche anterior se había lanzado un ataque sin ningún éxito. Varios de los camiones de basura blindados, como el de Valentín Álvarez, recorrieron la calle Oquendo aplastando a los muertos que estaban tirados en la carretera y disparando contra los rebeldes que defendían el edificio. Los rebeldes estaban rodeados, pero la verja de tres metros de altura que cerraba el hotel era imposible de franquear. Decían que el Frente Popular había hablado con los sublevados por teléfono para que se rindieran y que se los había amenazado con quemar el hotel, pero no había habido éxito, los de dentro cortaron el hilo telefónico y se perdió el contacto. De lo que pasó después nos enteramos más tarde. María Luisa Bilbao, una vigilante de Telefónica, tomó una decisión heroica; ir a parlamentar con los rebeldes, y Casilda decidió ir con ella. Acompañadas por un teniente de la Guardia Civil y dos números, montaron en un coche requisado por el Frente Popular y se dirigieron al Cristina. Al llegar a la entrada del hotel, el coche se paró, y Casilda y María Luisa bajaron y se acercaron a la verja. Los disparos cesaron, pero ninguna de las dos pudo convencer a los sublevados de que se rindieran. Entonces, cuando ya volvían al coche, sonó una descarga y Casilda cayó sin vida, nadie supo nunca de dónde salieron los tiros mortales. María Luisa corrió a socorrerla, pero todo fue inútil, estaba muerta. Después los de dentro tomaron una medida extrema y cruel, pusieron a los prisioneros en las ventanas y delante la verja para que no les disparasen. A continuación, empujados por la rabia, los anarquistas y otros empezaron a rociar con gasolina el edificio y a lanzar también botellas llenas de gasolina, seguidas de algodón inflamado. Hubo un gran tiroteo y, por fin, los rebeldes se rindieron.

Estaba la cena preparada y sonó el timbre. Nosotros no sabíamos nada de lo que había ocurrido y salimos todos a la puerta a recibir a Casilda. Pero el que apareció fue Martiniano. En cuanto le vi, supe lo que había ocurrido. Martiniano pidió hablar a solas con mi padre y con Tomás, los dos hombres de la casa. Nosotras nos fuimos a la cocina y empecé a preparar tila para la larga noche que nos esperaba. Cuando volvieron el aita y Tomás, no tuvieron que decir nada, Tomás tenía los ojos llorosos y el aita una palidez que asustaba. La ama lanzó un grito y cayó al suelo, Martiniano nos dijo que iban a traer a Casilda a casa.

Nunca he escuchado un silencio tan espeso, tan invasor, como aquel cuando nos comunicaron la muerte de Casilda. El aita nos dijo muy bajito que se iba a buscar al aita Juan Mari, más que cura, amigo de la familia. Él nos había bautizado en San Vicente, había celebrado nuestra primera comunión y había asistido en sus últimos momentos a la amona Mirari. Salió nuestro padre de la habitación y Tomás corrió detrás para acompañarle, el aita andaba como un muñeco autómata y, de vez en cuando, se tambaleaba como si estuviera borracho. Cuando se fueron nos quedamos con aquel silencio y con el quejido de nuestra madre, que se balanceaba rítmicamente acurrucada en la banqueta de la cocina. La llegada del aita Juan Mari hizo que la ama rompiera a llorar y dejara aquel gemido contenido y continuo, que se me estaba incrustando en las sienes.

Entonces, se restregó los ojos y nos dijo con voz clara y fuerte:

—Cualquier madre sabe, digan lo que digan, que la muerte en la guerra, en cualquier guerra, de un hijo o de una hija como mi Casilda, no sirve para nada. ¿Me entendéis?, ¡para nada! Por eso yo no voy a consolarme jamás.

Las palabras de la ama, dichas en un tono que nunca le habíamos oído, nos dejaron a todos silenciosos y pensativos. Pero enseguida oímos un coche que llegaba y ruidos en el portal, traían a Casilda. Martiniano iba a la cabeza de los hombres que llevaban el féretro, intentando, sin éxito, que no chocase contra las paredes de la escalera, lo que producía golpes secos y juramentos. Entraron por fin en casa y colocaron la caja en el suelo del comedor. Cuando abrieron la tapa, Casilda descansaba allí, blanca, fría, con una pequeña herida oscura en la sien. Llevaba los pantalones mil rayas de la mañana, la blusa blanca, el pañuelo rojiblanco y estaba descalza, había perdido las alpargatas en alguna parte. Cuando mi padre la vio así vestida, nos gritó a Coro y a mí que le pusiéramos algo decente, «Mi hija no es una cualquiera» y, mirando con odio intenso uno a uno a los milicianos, continuó gritando: «Vosotros tenéis la culpa de lo que le ha pasado. Ella no debía ir a parlamentar con nadie, solo unos cobardes dejan que dos mujeres arriesguen sus vidas mientras ellos miran escondidos. ¡Cobardes! ¡Salid de mi casa! ¡Dejadnos a solas con nuestro dolor!»…, y empezó a empujarlos para que se fueran. Martiniano hizo un gesto a los demás y se fueron todos. Casilda volvió a ser nuestra.

De Casilda queda una fotografía. Está sonriente, apoyada en la barandilla de La Concha. Tuvo que ser un día de verano, porque el mar del fondo está lleno de bañistas. De niña me gustaba mirar esas fotos viejas, pero pasaba siempre de largo por las hermanas solteronas del aitona. Para mí, ya lo he dicho, habían nacido viejas, llevaban peinados extraños, aunque fuesen jóvenes, y ropas que me parecían también extrañamente lejanas, olían a polvo. El aitona jamás dijo nada de esta hermana. Sin embargo sí me enteré, porque los escuché cuando creían que andaba distraída jugando, de que mi bisabuelo culpó siempre a la CNT de la muerte de Casilda y de su propia mujer. Mientras estaban en San Juan de luz, un día les llegó la noticia de que una hermana de la bisabuela, que vivía en Altsasu y que estaba casada con un carlista, había sido detenida por los anarquistas y trasladada a un barco-prisión de la ría de Bilbao. Las condiciones de los presos en aquellos barcos fueron inhumanas. He podido comprobar que lo que me contaron entonces era verdad. Al parecer, mientras en las cárceles las familias podían mandar paquetes de comida a los presos, que tomaban el rancho de la prisión si no recibían nada, en los barcos solo comían lo que les llevaran su familia y amigos, y los que no podían recibir esa ayuda pasaban verdadera necesidad. Por eso la derecha creó el llamado Socorro Blanco, para socorrer a los que no recibían nada del exterior. En cada buque-prisión había solo uno o dos váteres y los presos dormían sobre el suelo entre ratas y humedad. La mayoría de las presas políticas que fueron encerradas en esos barcos de Bilbao pertenecían a familias de derechas de los pueblos, muy pocas a las de las ciudades, y la detención se debía a que no habían podido coger a su padre, hermano o marido. Las que estaban embarazadas no recibían ningún trato de favor. Cuando llegaba el momento del parto las llevaban a la maternidad, daban a luz y a los pocos días volvían con la criatura a la prisión en las mismas condiciones de antes. Algunas acabaron locas. Las matanzas de última hora por parte de grupos extremistas no eran raras, como ocurrió en el barco Altuna Mendi, en donde murió la hermana de la bisabuela. El 25 de septiembre del 36, después de un bombardeo de la aviación franquista sobre una zona de talleres del barrio de Begoña, una multitud furiosa se congregó en la ría y se dirigió en gabarras al cabo Quilates. En cuanto llegaron ordenaron a los presos subir a cubierta y simplemente, a medida que iban subiendo, los fueron asesinando. Durante los tres meses, en que el cabo Quilates funcionó como prisión, fueron asesinadas ochenta y ocho personas. En fin, que no es raro que, como cuenta Mirentxu, la noticia de la muerte de su hermana acabase con la poca salud de la bisabuela, que murió en San Juan de Luz, incapaz de soportar tanta tristeza.

El funeral de Casilda fue en San Vicente y de cuerpo presente. Nuestra familia desde tiempo inmemorial es koxkera, o sea, que nos han bautizado a todos en la famosa pila de bautizar, llena de koxkak[10], de la iglesia de San Vicente, la más antigua de la ciudad. Ser koxkero es un honor para un donostiarra, porque habla de la pertenencia a la ciudad desde tiempos remotos. Pues el funeral fue allí. Estaba el día nublado y con viento sur. La ama no pudo soportarlo y se desmayó. Entre Coro y yo la llevamos a casa. Don Ignacio, el médico, vino a visitarla y nos avisó de que su corazón estaba muy débil. La muerte de Casilda había sido un golpe demasiado grande y el pobre corazón de la ama se estaba rompiendo. Después del funeral se hizo el traslado del cuerpo al cementerio de Polloe. Siguiendo la costumbre de entonces, solo fueron los hombres. No hubo coches de caballos con penachos negros, como hubiese habido de no estar en guerra. El cortejo, presidido por mi padre y Tomás, fue detrás de un coche de la funeraria que no sé por qué milagro no había sido requisado. Asistió mucha gente y, sobre todo, hubo muchos curiosos en las aceras viendo pasar el duelo. La noticia de la muerte de Casilda la conocía ya toda la ciudad y sentían curiosidad por ver quién participaba en el entierro de la hija de un empresario que se había hecho anarquista. Cuando el cortejo empezó a cruzar el puente de Santa Catalina para dirigirse a los pies del viaducto de Iztueta, que era donde se despedía el duelo y se quedaban solo la familia y los más cercanos para enterrar al muerto, Martiniano, Casilda, Liquiniano, Chiapuso y un grupo de milicianos aparecieron por el paseo de Francia. Venían a acompañar a Casilda y rendirle los honores que correspondían a una libertaria. Tomás, que vio las pistolas que llevaban, le cogió al aita aparte y consiguió convencerle para que no dijese ni hiciese nada, era mejor que el entierro de Casilda transcurriera en paz. El aita Juan Mari también ayudó a que nuestro padre se calmara. Sin embargo ya en el cementerio y en el panteón de los Idiakez, hubo de todo. El aita Juan Mari rezó el responso, pero en cuanto acabó, Martiniano y los otros se pusieron a cantar, a grito pelado y puño en alto, Hijos del Pueblo. Cuando terminaron, los enterradores, que habían escuchado respetuosamente el himno, se dispusieron a introducir el ataúd en el nicho, y fue entonces cuando del grupo de los Idiakez se alzó una voz que cantó el himno de Oriamendi, el himno del carlismo que se llama así por la batalla que tuvo lugar en el monte Oriamendi, donde las tropas carlistas ganaron a los cristinos en 1837, durante la primera guerra carlista. Bueno, pues si la ceremonia de dar tierra al cuerpo de nuestra hermana Casilda no se convirtió en un campo de batalla fue porque Tomás, el aita Juan Mari y Martiniano no quisieron. Por fin cuando los ánimos se calmaron, Casilda pudo descansar en paz.

Dos días después salimos para San Juan de Luz con un agujero muy grande en el corazón. En Donostia se quedaba Casilda. El viaje fue tranquilo, no hubo contratiempos. Poco después murió la ama. Cuando la frontera de Francia se cerró el 8 de agosto, sentí el destierro, el vacío del destierro. Los días eran iguales unos a otros. Tomás intentaba animarnos a todos, estábamos lejos de la guerra, pero la guerra se había cobrado ya su parte. Vivimos allí, paseando por el puerto y la calle Gambeta hasta septiembre del 37. Estando en San Juan de Luz tuvimos noticia de los bombardeos de Durango, el 31 de marzo del 37 y del de Gernika, el 26 de abril, un mes después. Llega un momento en que el horror es tan grande, tenemos tal empacho de miserias y de muerte, que nos cuesta sentir dolor. Durango y Gernika colmaron mi vaso y, a partir de ahí, perdí la capacidad de angustiarme o de sentirme feliz por mucho tiempo. Sobre los dos bombardeos nos llegaban noticias contradictorias: los republicanos decían que había sido la aviación franquista, incluso la alemana, la que había perpetrado el crimen, y los sublevados acusaban a la aviación republicana. La única verdad la sabían los muertos. Y en San Juan de Luz seguimos sobreviviendo mes tras mes. Por fin, después de la toma de Bilbao el 19 de junio del 37 y de la caída de Santander el 26 de agosto, volvimos a Donostia. Gracias a la firme oposición de los gudaris, se evitó la destrucción de las industrias bilbaínas. La guerra había acabado en el norte, quedaba ahora un tiempo de silencio y represalias. Como el aita no se había significado en ningún sentido, ni antes ni después de la guerra, no tuvimos problemas y la fábrica poco después volvió a funcionar. Coro y yo en aquellos pocos meses nos habíamos hecho viejas de verdad. La salud de Coro había empeorado y no tenía fuerzas para casi nada. Así que fui yo la que sustituí a la ama. De ese modo se me pasaron los años callandito. Cuando se casó Tomás, el aita ya había muerto. Yo hice de madrina. Tomás levantó la fábrica, es un hombre emprendedor y muy trabajador, pero su matrimonio creo yo que no funciona. Su mujer es delicada y depresiva, mala cosa para un hombre como mi hermano que odia la tristeza. Coro ha ido languideciendo y ya no me reconoce, me llama ama o Casilda y me parte el alma. Los días en Baliarrain son mi único consuelo. Recorro la casa. Me gusta el olor a madera. Me gusta el jardín, me gustan el cerezo, el arce, el olivo y los robles. No sé qué sentido ha tenido mi vida, y me acuerdo de Casilda. Su vida fue corta, pero vivió cada minuto de su revolución personal con tanta intensidad que se le notaba en el brillo de los ojos, en el brillo del pelo, en la suavidad de la piel y en aquella sonrisa abierta y libre que enamoró a Martiniano. Nunca volvimos a ver a Martiniano, alguien me dijo que había muerto en el frente de Oiartzun. También sé que mi vida no ha podido ser de otra manera de la que ha sido. Es inútil inventarse, imaginarnos que somos diferentes a lo que somos. Pude haberme quedado con Casilda el día que la acompañé a la CNT, pero no quise, esa es la verdad, elegí ser lo que he sido.

El Gernika de Picasso, grande, desplegando las alas del horror en una sala inmensa, me impresionó el día que fui con Peio al Museo Reina Sofía. El caballo que agoniza, la luz, las caras, las bocas abiertas son un grito que transmite el espanto del momento. Eran las cuatro y media del lunes 26 de abril de 1937 cuando se vio la señal de alarma. Los lunes era día de mercado.

El vigía que había puesto la Junta Municipal de Defensa en el monte Kosneaga para avisar de posibles bombardeos hizo ondear las banderas rojas, señal de amenaza, y enseguida las campanas tocaron a arrebato. Todo el mundo sabía lo que significaba, así que la gente corrió a guarecerse en los sótanos, que se habían habilitado como refugios después del bombardeo de Durango el 31 de marzo. El bombardeo, Operación Rügen, fue obra de la Legión Cóndor y de la Aviación Legionaria italiana. Se dijo que el objetivo del bombardeo era un puente que une Gernika con su barrio, Rentería. Sin embargo eso parece poco probable. El puente era muy estrecho, el río muy pequeño y, sobre todo, ninguna bomba cayó sobre el supuesto objetivo. Un reportaje de George L. Steer, que se publicó el 28 de abril en The Times y The New York Times, dio la vuelta al mundo. Algunos dicen que Picasso pintó el cuadro después de leer el artículo de Steer. Otros aseguran que Juan Larrea, poeta surrealista bilbaíno y amigo de Picasso, le convenció para que pintara la obra y Picasso la hizo, aunque él estaba interesado, más que en pintar la tragedia de Gernika, en realizar el mural que el Gobierno de la República le había encargado para la Exposición Internacional. Desde París, Emmanuel Mounier, François Mauriac, Jacques Maritain y otros intelectuales también denunciaron el bombardeo. Dos días más tarde entraron las fuerzas nacionales en Gernika y, ante la posibilidad de que los falangistas cometieran un acto vandálico, los requetés, granada en mano, montaron una guardia de honor y protección alrededor del Árbol de Gernika. Tristes guerras, cuando las armas no son las palabras, como dice Miguel Hernández en su hermoso poema. Mirentxu no supo nunca quién había llevado a cabo estos bombardeos, durante todo el franquismo se ocultó la realidad y se atribuyó al ejército republicano la autoría. Aquel ensayo general de muerte, desgraciadamente, poco después se puso en práctica otra vez durante la segunda guerra mundial. Y continuó en Vietnam, y aún hoy continúa en África, Afganistán, Irak y continuará en lugares que no sospechamos.

Ya no me queda tiempo. El manuscrito de la ama me espera. El miedo y la curiosidad me hacen cosquillas en las tripas. Tengo que saber asumir la verdad, sea la que sea. La verdad pasada y mi verdad presente.