Estoy en la casa de Baliarrain. Los tres robles, el arce, el olivo y el cerezo están ahí mirándome tranquilos. Fue aquí donde Eufemia conoció a mi madre, a la hija que le habían robado hacía tantos años. Soy yo la que voy a acabar esa historia, porque al final Eufemia lo quiso así y porque soy la única que sé lo que pasó, la única que podría contar esta historia, que es la mía. Las cosas nos perduran, guardan en sus paredes y en su olor todo lo que ha ocurrido en ellas. Quién sabe si alguien encontrará algún día estos manuscritos y, repensando nuestras vidas, pueda repensar también la suya con serenidad.

A los cinco años, una tarde fría, el día 16 de febrero de 1845, mi madre me abrigó bien en una manta, me subió a la grupa de su caballo y me llevó a Baliarrain. Recuerdo el trayecto desde nuestro caserío, aislado en el monte, hasta las afueras del pueblo. El trayecto no era muy largo, pero el viento helado me cortaba la cara y yo me dejaba abrazar por los fuertes brazos de mi madre, que eran capaces de sujetarme a mí y manejar con destreza las bridas de la montura. Yo no sabía qué íbamos a hacer allí, pero tenía negros presentimientos. Hacía tres días que había muerto mi amona Ramona. Pocas horas antes de morir nos llamó a mi madre y a mí. Recuerdo el cuarto en penumbra y un extraño olor acre a vejez, enfermedad y muerte. Apenas le veía los ojos, pero sí vi una mano blanca y esquelética que nos hizo el gesto de que nos acercáramos. Nos sentamos a cada lado de la cama y habló, su voz salía del interior de un pozo:

—Ilargi, tú no eres mi hija.

Aquellas palabras, dichas casi sin aliento, llenaron de silencio la habitación. Yo miré a la ama, pero parecía no haber escuchado nada.

Luego mi amona siguió:

—Te trajeron aquí nada más nacer. No podíamos tener hijos y fue para nosotros un milagro. Era una noche de luna grande y clara, por eso te pusimos de nombre Ilargi[4]. Tú eres hija de jauntxos, lo sé muy bien. Alguien te puso un cofrecillo de oro al cuello con el nombre de Eufemia Iriarte Idiakez. Aquel hombre nos dio dinero y nos hizo jurar que no diríamos nada a nadie si no morirías. Pero, aunque yo no lo hubiese jurado, nunca habría dicho quién eras, no quería perderte. Ahora me muero, tienes una hija, Eusebio está luchando contra los liberales y sé que tú vas a querer ir con él, por eso es el momento de que sepas la verdad. Deja a Mirari en casa de Eufemia, de tu madre, ella sabrá y podrá educarla. Esta guerra no ha hecho más que empezar, habrá muertos, muchos muertos…

Un ruido bronco la dejó sin aliento. Luego se quedó inconsciente, y poco después murió.

La ama me dijo enseguida que lo que acababa de oír eran locuras de una moribunda. Pero pasados los funerales, un día me dejó en casa de don Sebastián, el cura, montó a Beltza, el caballo negro que solo se dejaba montar por ella, y se fue galopando sin decirme a dónde iba. Cuando volvió hizo un hatillo con mis cosas y me llevó a Baliarrain. La casa de los Idiakez era hermosa y señorial. Tenía un gran parque y un gran huerto. Una mujer anciana nos esperaba en la puerta. A pesar de su edad parecía fuerte y sana, y llevaba ropas elegantes. Enseguida se acercó, tomó el hatillo y, cogiéndome de la mano, me llevó hacia la casa. Mi madre ya se alejaba galopando. No se despidió de mí.

Lo que pasó en aquella primera entrevista entre mi madre y Eufemia, a la que tanto acabé queriendo, lo supe más tarde. Mi madre era brava, extravagante y, para algunos, una bruta. Años después me dijo Eufemia, siempre le llamé por su nombre, que cuando aquella mujer se acercó galopando sobre un caballo negro a la casa de Baliarrain, ella supo que era su hija. Si alguna vez soñó que el encuentro con la hija que le habían robado iba a ser dulce y emocionado, se equivocó completamente. Mi madre desmontó de un brinco, apartó de un manotazo al mozo que le abrió la puerta, se plantó delante de Eufemia y fue derecha al grano.

—¿Por qué me abandonaste?

—Te equivocas, después del parto y mientras yo luchaba entre la vida y la muerte por culpa de una septicemia, te llevaron lejos, me robaron a mi hija.

—¿Por qué no me buscaste?

—Te busqué, ¡Dios sabe cómo te busqué!

La voz de Eufemia era la voz del dolor.

—Yo te hubiera encontrado.

Hubo un silencio. Las dos se miraron y se reconocieron, mi madre tenía los ojos verdes de Eufemia, la barbilla voluntariosa y, como ella, era rubia y blanca, por eso la llamaban Xarmanta. Dos mujeres de aspecto frágil, llenas de fuerza y determinación.

—Eres coja.

Ilargi sonrió.

—Sí. Con cinco años estuve enferma, un poco de fiebre y poco más. Pero esta pierna se quedó sin vida, como un pelele. Me pusieron unos hierros para enderezarla, todo fue inútil.

—Poliomielitis.

—Será.

—Hija, debes comprender lo que pasó…

Ilargi cortó el discurso.

—Escucha, no hay mucho tiempo. Tengo una hija, Mirari, a la que no puedo cuidar. Voy a unirme a la partida de Eusebio, mi marido. Quiero que te quedes con mi hija. No sé qué puede pasarme.

—Tú abandonas a tu hija y me echas en cara que no supe encontrarte.

Ilargi se calló.

—Anda, no me hagas caso. Vete tranquila, para mí ella será otra manera de haberte encontrado.

—Háblale bien de mí.

Hubo un segundo de ternura.

Después, Eufemia descolgó de la pared un hermoso sable de hoja ancha con empuñadura repujada en oro y se lo dio a mi madre.

—Cógelo, fue de un Idiakez. Te va a hacer falta y te dará suerte.

Ilargi tomó el sable y en silencio salió de la casa arrastrando su pierna coja. Sus movimientos, a pesar de la cojera o gracias a ella, eran gráciles, femeninos, «Xarmanta»[5], pensó Eufemia, y sonrió.

Quiero olvidar el mensaje de Laura. Solo me voy a conceder dos días para tomar una decisión. El mensaje es su grito de triunfo. Ahora no hay opciones. Peio sabrá lo que hice y nunca me podrá perdonar. Tengo las imágenes de aquella noche clavadas en la memoria. Siento aún el olor a papel, a ordenadores, al ambientador de jazmín que echa Maite, la secretaria de Peio, impregnándolo todo, creando un ambiente de tanatorio florido. Aquella tarde me di un baño tranquilo y largo. Me rebocé en cremas y perfumes. Me puse un vestido discreto y elegante, como los que le gustan a Peio, y me fui a buscarle a la oficina. Era una sorpresa. En los últimos meses apenas habíamos estado juntos, reuniones de trabajo, líos y líos. Los niños se quedaron cenando la pizza de los chantajes con la canguro. Me hacían daño los zapatos, pero no me importaba, me quedaban muy bien. Subí andando para que Peio no oyera el ascensor. Introduje la llave en la cerradura con el mimo de un ladrón de joyas. Dentro, los zapatos en la mano para no hacer ruido, había un gran silencio, un extraño silencio habitado por voces que acababan de pronunciarse. Después la risa de Laura y la risa de Peio. Me acerqué al despacho pegada a la pared del pasillo. La puerta estaba abierta y entré en el infierno. Fui testigo de su pasión, de la pasión de Peio que yo no conocía, que no guardaba para mí, de sus expertos atrevimientos, del placer incontrolable de Laura, de mi soledad. La ira, el orgullo herido, el dolor loco me lanzaban a aparecer delante de ellos como un ángel vengador. Pero un instinto, que entonces yo creí sabio, me hizo detenerme. Tomé aliento y salí sin hacer ruido, como había entrado. Ya en la calle, me aturdí con las luces y con la gente. No podía volver a casa cargada con mi mochila de dolor. Anduve errante, o eso creía yo. Acabé delante de la villa de Laura y llamé a la puerta, quería gritarle a su madre que parase aquello, como si todavía fuésemos unas niñas. La doncella me dijo que la señora no estaba y la señorita tampoco. Desperté de aquel mal sueño y seguí andando hasta que calculé que los niños ya estarían dormidos. Volví a casa, despedí a la canguro y me tomé dos copas y una pastilla para dormir. Aquella noche soñé que Peio llegaba, me acariciaba y me hacía el amor como se lo había hecho a Laura. A la mañana sonó el despertador. Peio salía de la ducha. Me dio los buenos días con la naturalidad de siempre. Me ahogaba de rabia. Dije que no me encontraba bien. Le tranquilicé, no era nada importante, solo que necesitaba descansar. Cuando se quedó la casa sola empecé a meditar. Podía esconder lo que sabía, hacer ver que no pasaba nada, esperar, tomarme un tiempo para actuar con inteligencia. Y eso fue lo que decidí. Pero no pude aguantarme. Llamé a Peio y quedé para comer con él, le dije que era importante. Preguntó si pasaba algo y le aseguré que no. Pero sí pasaba, ¡claro que pasaba!

Cuando fui a vivir con Eufemia, la primera guerra carlista estaba a punto de estallar. Duraría siete años. Siete terribles años en que los carros con cadáveres muy jóvenes, todos desnudos y amontonados, recorrerían los campos. Siete años de fusilamientos de militares y civiles. Una guerra cruel que, en abril de 1835, la mediación de Inglaterra trataría de suavizar gracias a la firma del Convenio Elliot por parte del general Valdés y de nuestro Zumalakarregi. El Convenio Elliot regulaba el trato a los prisioneros en una contienda en la que el del otro bando no era un enemigo, era siempre un traidor y, por tanto, no merecía clemencia. Todavía recuerdo el espectáculo dantesco que se encontró el cristino Espartero al llegar a Mondragón. Nuestras tropas habían apresado a ciento veintisiete enemigos, entre ellos siete oficiales. Todos fueron fusilados. Pero la gente dio rienda suelta a su ira y colgó los cadáveres de los árboles. Cuando la vanguardia de los guiris se encontró con aquel espectáculo estuvo a punto de huir, pero el propio Espartero mandó descolgar los cuerpos y esconderlos en una choza para que el resto de la tropa no los viera y no se desmoralizara.

Yo solo tenía cinco años cuando mi madre me dejó en la casa familiar de Baliarrain. Allí viví la guerra y lo que parecía su fin, pero el conflicto no murió el 31 de agosto de 1839 en las campas de Bergara con el «Abrazo de Bergara, o la Traición de Bergara», como lo llamó la ama. El conflicto siguió latente y en 1872 empezó la segunda guerra carlista. Algunos dirán que nuestra guerra fue una más de las que asolaron Europa tras la Revolución francesa y que lo único que pretendíamos los carlistas era ir en contra de las jóvenes ideas de la Revolución. Pero no es verdad. Era algo mucho más profundo. Como le dijo mi madre a la mujer de un rico abogado:

—Mira, hermosa, la opinión que tengo de don Carlos María Isidro es que es un calzonazos meapilas, un tonto del culo. Las únicas que ahí tienen cojones son María Francisca de Braganza, su mujer, y la princesa de Beira, su cuñada. Que don Carlos gobierne o deje de gobernar no es mi problema. Si defiendo su causa, es porque me conviene, él va en contra de María Cristina y los suyos, y los cristinos, los guiris, quieren destruir nuestro mundo, engordar a nuestra costa, invadirnos, sojuzgarnos, hacernos sus esclavos. Luchamos por unos principios, por una idea. Puedes estar segura de que defenderemos esta tierra, de que defenderemos siempre la casa de nuestros padres.

La mujer del abogado creo que no entendió nada de lo que le dijo mi madre, entre otras cosas porque ese tema exaltaba a Xarmanta y mientras hablaba echaba fuego por los ojos. Pero es que además llamó «calzonazos, meapilas y tonto del culo» al pretendiente, un caballero de la nobleza, y aunque la abogada era Cristina, escuchar semejante grosería acerca de un hombre de la familia real, por muy enemigo que fuese, estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Así que se desvaneció, o hizo que se desvanecía, y algunas vecinas tuvieron que socorrerla.

La ama tenía razón. El carlismo era más que la lucha por defender los derechos de un pretendiente. Los cristinos (también los llamábamos, urbanos, había muchos en las ciudades; peseteros, les pagaban una peseta por alistarse para matarnos, y guiris, la Infantería de la Guardia Real llevaba en la gorra y las cartucheras las iniciales, GRI) querían cambiar nuestro mundo y nosotros estábamos muy bien como estábamos. Los nuevos tiempos estaban acabando con ocupaciones de siglos, a los liberales les interesaba hacer desaparecer nuestros Fueros, requisaban las tierras de la Iglesia, pero también las de muchos campesinos. Y nos unimos todos como una piña. Tres generaciones de hombres de la misma familia luchaban en el campo de batalla, y las mujeres peleaban con furia en la retaguardia, y algunas también en el frente, como Xarmanta. Teníamos la fuerza de la fe, de la unión. Con don Tomás de Zumalakarregi, el Tío Tomás, Navarra y el País Vasco se convertirían en el gran baluarte carlista.

Conocí a don Tomás una noche de primavera en la casa de Baliarrain. Vestía de paisano, había algo en él, incluso para una niña de seis años como era yo, que imponía. Luego me lo describieron mil veces y volví a sentir aquel halo misterioso que me sobrecogió entonces. Era de altura media y un poco encorvado. Solía llevar la cabeza gacha y tenía la expresión de un hombre meditabundo. Los ojos claros, castaños y soñadores. La mirada era tan penetrante como la de las águilas. Nariz regular, pelo muy corto, castaño y espeso, con algunas canas. Y además llevaba las patillas unidas al bigote y fumaba como un carretero. Baliarrain está muy cerca de Ormaiztegi, donde nació y creció el General. Don Tomás, unos meses antes de dejar Pamplona para ponerse al mando de nuestras tropas, fue de incógnito a visitar a los suyos y paró a saludar a doña Eufemia, como la llamaba respetuosamente. Me contaron que, aquella noche, me acerqué a él de repente, seguí la línea de aquellas grandes patillas con el dedo y le acaricié la mano como para darle ánimos. El Tío Tomás iba a lograr el milagro. Nuestro General, utilizando una nueva táctica y olvidándose de las ciudades, siempre favorables a los liberales, a los peseteros, logró las insurrecciones rurales. Por eso aquella noche estaba en la casa de Baliarrain vestido de paisano, había huido de Pamplona para ponerse al frente de nuestros ejércitos y sabía que doña Eufemia, como buena Idiakez, defendía su causa. Creo que era lo único que mi madre y Eufemia tenían en común; aunque el carlismo de Eufemia era muy especial, odiaba a los cristinos, pero defendía los derechos del hombre proclamados en la Revolución francesa. Cuando yo me reía de sus contradicciones y le decía que a don Carlos no le haría ninguna gracia su manera de pensar, siempre acababa llamándome simple y diciéndome que la vida es muy complicada como para ir encasillando a la gente, y muchísimo más a ella. Tenía razón.

Le cité en Bokado del paseo Nuevo. Como si me lanzase a mi última batalla, volví a vestirme con cuidado y otra vez elegí el vestido de la noche anterior que me había acompañado a los infiernos y que sabía que le gustaba a Peio. Demasiadas veces soy una optimista inmadura y bobalicona, y esta vez también lo fui. En el fondo pensaba que Peio, al verme, iba a caer rendido a mis pies, me pediría perdón a lágrima viva, gritaría desconsolado: «La puta de Laura me ha engañado, yo creo que me ha hechizado, es una bruja, pero a la única que quiero y a la única que querré siempre es a ti». Aunque claro, todo eso no ocurrió.

Peio llegó tarde y se disculpó sin demasiado entusiasmo. Pedimos el menú del día, también sin demasiado entusiasmo. Encendí un cigarro y aspiré el humo con toda la fuerza de mis pulmones, había llegado el momento de la verdad.

—Ayer por la tarde fui a buscarte a la oficina.

Cara de sorpresa y silencio.

—Entré, y os vi a Laura y a ti.

Peio se frotó la frente con las manos como si estuviera muy cansado.

—Tenía que pasar.

—¡¿Qué tenía que pasar?!

—Cálmate, por favor, tenía que pasar que te enterases.

—¿Cuánto tiempo lleváis engañándome?

—Deja a Laura fuera de esto.

Una oleada de ira me subió a la cara y estúpidamente roja como un tomate, grité:

—¡Que la deje fuera! ¡Que no la toque a esa hija de la gran puta!

Casi no pude terminar la frase, un sollozo redondo me ahogó la voz.

—¡Cálmate, por favor, y escúchame! No podía hablar, así que le escuché.

—Lo que hay entre Laura y yo no tiene nada que ver contigo.

La sorpresa paró el llanto.

—¿Qué dices? ¿Cómo puedes ser tan cínico?

—Es cierto, mi relación con Laura no afecta a nuestra relación.

Semejante respuesta me dejó sin palabras.

—Lo que yo siento por ti y por nuestros hijos nunca va a cambiar.

Ahora sí que estaba desconcertada.

—Por ti siento amor, te quiero, deberías de saberlo…

Le corté.

—¿Y por Laura?

—Es una pasión extraña que nace de otro yo, distinto, diferente al que tú conoces, al que tú quieres. No puede hacerte daño.

—Pues me hace daño.

Hubo un largo silencio.

—Yo no quería que te enteraras, esto es una aventura loca, nada más, pero ha ocurrido y, ya te lo he dicho, por encima de todo estáis tú y nuestros hijos. Tranquilízate, hoy mismo se acaba este asunto.

Le miré a los ojos buscando la verdad. No vi nada, solo tristeza. Pero aquellas palabras me habían devuelto el aire.

Pasó una semana silenciosa. Laura se había ido unos días a París para presentar una exposición. Peio y yo no habíamos vuelto hablar del asunto. Me daba miedo preguntar. Pero luego llegó la invitación. Laura daba una fiesta por todo lo alto para celebrar sus últimos éxitos. Gran acontecimiento donostiarra. Pensé en no ir. No había vuelto a ver a Laura desde que contemplé aquel baile pasional en el despacho de Peio. No quería verla. Luego pensé que no asistir era una cobardía. Me pondría guapa, guapísima. Si Peio había cumplido su palabra de romper con ella, la fiesta se convertiría en la celebración de mi victoria.

Aquel sábado fui a la peluquería. Uñas de las manos, de los pies y maquillaje. Parloteo constante sobre la fiesta. Me preparé intentando superar la desgana y el miedo. Extraño vestido de Auzmendi de un verde raro, moderno, asimétrico, especial. Un pastón. No me gustaba, pero seguro que le gustaba a Laura. Zapatos de Prada con taconazos que me permitían observar la realidad desde muy alto, guardando las distancias. Un poco más de colorete para sentir la máscara que me escondía, que me ayudaba a ser más fuerte. Tenía que ganar la batalla.

La villa iluminada me pareció, mientras subíamos las escaleras, una trampa mortal para la polilla gigante y verde que yo era. Miré a Peio. Todos aquellos días había estado callado y yo respeté su dolor. Ahora veía su perfil tranquilo, saludando a unos y otros, indiferente al miedo que yo sentía. La terraza y los salones de la primera planta estaban llenos de gente con una copa en la mano. Y de pronto, se hizo un silencio de admiración. Laura, envuelta en un vestido rojo brillante, ceñido, sencillo, sensual, bajaba las escaleras sonriendo. No llevaba pendientes, no llevaba ninguna joya, ningún adorno y yo olisqueé la desnudez que olisqueaba Peio. Mi vestido maravilloso se convirtió en una cosa complicada y excéntrica, era una rara hortensia marchita y pálida. Peio sonreía a la reina, todos sonreían a la reina. Y me sentí sola frente a un enemigo poderoso que se reía de mí, porque, desde sus alturas, Laura me miraba despectiva, o eso me parecía a mí, y aquellas afirmaciones de Peio sobre él, sobre mí y nuestros hijos, se iban disolviendo, adelgazando, hasta convertirse en humo a medida que Laura bajaba con la seguridad de una starlet los escalones.

Xarmanta, después de abandonarme en la casa de Baliarrain, galopó contra el viento en dirección a las montañas. Allí estaban los rebeldes carlistas organizados en pequeños grupos y, en uno de ellos, se encontraba el aita, Eusebio. Dicen que mi madre se aproximó al campamento y los vigías le dieron el alto pegando tiros al aire. Ella entonces frenó el caballo, esperó a que se le acercara uno de los hombres y antes de que el otro abriese la boca le arreó un soberano guantazo, según dijo, por desperdiciar balas: «Si se tira, se tira al corazón, y no al aire como si estuviésemos en fiestas. Está claro que yo no soy una guiri, así que tenías que haberte ahorrado la munición». El vigía, con el carrillo colorado como una manzana después del sopapo que acababa de recibir, admitió que la ama tenía razón y la llevó hasta Eusebio. El encuentro entre los dos todavía se recuerda en la historia del carlismo. Mi madre descabalgó de un salto de su pierna sana y arrastrando la otra con una habilidad que sorprendía, corrió hasta el aita, se abrazó a él y le dijo:

—Eres guapo, es verdad, pero también un soplagaitas sentimental y blandengue, sin embargo te quiero con toda mi alma.

Y luego le plantó un beso en la boca, de esos que se reservan para la intimidad de la alcoba matrimonial y que se mereció el aplauso de toda la tropa.

Después, Xarmanta echó un vistazo alrededor y movió la cabeza con desaprobación. Había un montón de barricas de vino abandonadas sobre la hierba, carne abundante cubierta de moscas, patatas, verduras esparcidas por el suelo y, a un lado, restos de comidas de varios días que despedían un olor insoportable.

—¿Quién es aquí el gerifalte?

Un hombre anciano contestó:

—Yo.

—Pues esto es un desastre. Si entran aquí los guiris, tienen comida suficiente para alimentarse durante un año.

—Tienes razón.

—Desde ahora tú y yo vamos a poner orden.

Iñaki Dorronsoro, un carnicero de Gainza alto, bien plantado, que, a falta de gente más especializada, se había convertido en barbero de aquellos hombres porque cortaba muy bien la carne y esquilaba mejor que nadie las ovejas, miró con desdén a Xarmanta. Después de un rato de contemplarla en silencio sopesando si aquella intrusa era una behia tontorrona o un txekorra[6] con brío dijo:

—Vete a casa, este no es sitio para una mujer.

Xarmanta se acercó a él despacio, en medio de un silencio expectante de los hombres.

—Míralos, los has esquilado y están calvos como las ovejas, sucios como cerdos, gordos como capones. No sois hombres, sois una pandilla de inútiles ganduleando en una cueva y creyéndose valientes. Pero yo voy a hacer de vosotros unos soldados.

Luego miró retadora a Dorronsoro, le arrebató el arma aprovechándose del momento de sorpresa y apuntó uno a uno a los hombres.

—Al que no siga mis órdenes, juro que le mato.

Y disparó a los pies del carnicero, que tuvo que brincar para no perder la pierna. Cosas de la vida, Iñaki Dorronsoro acabaría siendo su mano derecha.

El anciano, que hacía de jefe, aplaudió a Xarmanta y dijo que ya podían hacer caso a la Coja, porque si no los mataba ella, los mataba él, y los hombres aceptaron a la nueva jefa.

—Y ahora a trabajar —ordenó Xarmanta.

Y trabajaron, ¡vaya si trabajaron! Cuando don Tomás Zumalakarregi se incorporó a nuestras tropas, quedó admirado de la partida que dirigía la ama, al mando de los hombres desde la muerte en combate del anciano capitán. La cueva donde se refugiaban estaba limpia. Había un orden que se seguía a rajatabla para realizar las tareas de vigilancia y espionaje, así como otras no menos importantes: buscar comida, preparar el rancho, animar a los hombres, hacer ejercicios de tiro, preparar mapas… Iñaki Dorronsoro, el carnicero esquilador, olvidó sus recelos y admitió que una mujer puede saber mandar tan bien o mejor que los hombres. Dicen que a mi padre, que era un hombre bueno y romántico poco dotado para la guerra, la ama le ordenó cantar canciones a voz en grito para levantar el ánimo de su pequeña tropa, y que cantando en medio de un feroz combate con los cristinos encontró la muerte.

Eufemia y yo vivimos aquellos primeros años de enfrentamientos con el corazón en un puño, y más aún después de conocer la muerte del aita. Las fuerzas de los urbanos eran mayores en número y estaban mejor equipadas. Nuestros hombres se defendían como podían. A veces sorprendían al enemigo, pero los daños que causaban a los cristinos eran muy pocos.

Sin embargo esa situación iba a cambiar.

La incapacidad para sentir algo más que mi dolor me angustia y me hace daño. Los problemas de mi minúscula vida inundan mi corazón y mi cabeza, soy incapaz de racionalizar, y sospecho que esta existencia de ostra escondida en su fortaleza, pendiente solo de la pequeña partícula que la daña y que ni siquiera se convertirá en perla, es una prueba más de que no soy nada sin Peio. Soy un pobre parásito que alardeaba de una vida plena, responsable, redonda, rectora de sus decisiones y que, de pronto, ha comprendido que no había nada, que todo era humo, que vivía al rebufo de otro, incapaz de ser sin el otro. Las guerras, las guerras…, si apenas me duelen de verdad las de ahora, qué puedo decir de las que ocurrieron hace tantos años. Mientras leo la vida de Xarmanta me represento aquellos lejanos campos de batalla como una alfombra habitada por soldaditos de plomo, vestidos unos con txapela, y los otros con esa gorra que Mirari dice que llevaba las iniciales GRI. «Guiris», tiene gracia. A los ejércitos cristinos sé que se los consideraba extraños, igual por eso ahora les llamamos guiris a los turistas extranjeros. No sé. No tengo ganas de resolver un jeroglífico semántico. Prefiero hurgar en la pobre visión de alguien, como yo, que solamente se mueve alrededor de su ombligo. Recuerdo que de niña, a pesar del tiempo que había pasado, en las largas noches de invierno todavía nos contaban en casa relatos de aquella guerra tan vieja, que escuchábamos con la boca abierta y el corazón palpitante. La historia del fusilamiento de la madre de uno de los nuestros, los dramáticos paseos nocturnos por los campos de batalla buscando entre los muertos al hermano, al primo, al amigo. De todas aquellas historias una me impresionó particularmente, porque los protagonistas eran niños como nosotros. El coronel o general Zabala, ya no recuerdo, había conseguido huir en varias ocasiones de las garras liberales, así que los cristinos apresaron en Munguía a Laureano, Pedro Ignacio, Gregoria y María, sus cuatro hijos todavía muy pequeños, y decidieron colocarlos en primera línea de fuego cada vez que tenían un enfrentamiento con su padre. En más de una ocasión, Zabala se retiró con sus hombres por miedo a matar a sus hijos. Hasta que una vez, comprendiendo que esa situación se iba a repetir siempre, decidió sacrificar su amor paternal y cumplir con su deber. Y llegó el combate. Laureano y Pedro iban a la cabeza de la tropa pidiendo clemencia. Gregoria y María avanzaban empujadas por los soldados. Zabala, entonces, gritó, «Antes fui vizcaíno que padre… ¡Fuego!». Y ocurrió el milagro. Zabala ganó la batalla y sus hijos salieron providencialmente ilesos. Sin embargo hoy, qué lejos se han quedado esas historias, yo no vivo más que para mi guerra particular. Para la sucia historia, que después de cinco años había olvidado y que ahora me recuerda que está ahí, que nunca se había ido y que ha llegado el momento de rendir cuentas.

Cuando Laura bajó las escaleras y se mezcló con los invitados saludando a unos y a otros, yo me convertí en un ojo grande de águila que todo lo ve. Durante más de media hora mi cuerpo habló y sonrió a unos y a otros, pero el ojo de águila que yo era vigilaba los movimientos de Laura y Peio, dispuesto a fulminarlos con un rayo si notaba una mirada, un gesto o una aproximación. Llevaba así un rato de vigía y la segunda copa me aflojó un poco los nervios. Fue un segundo, me despisté solo un segundo y, cuando volví a mi tarea, ya no estaban. Salí a la terraza, recorrí los salones de la planta baja, pregunté, disimulando debajo de una sonrisa imbécil, si alguien los había visto. Pero nadie sabía nada y me decían un «Por ahí» irritante. Hasta que apareció Maritxu. Maritxu, claro, sí los había visto, creía que estaban en la biblioteca, mejor dicho, sabía que estaban en la biblioteca, faltaba más. Le dije una gracia y me fui por el lado contrario, no quería que aquella cotilla tuviera la menor sospecha. La casa de Laura tiene una particularidad digna de Harry Potter y es que los ojos del cuadro de uno de sus bisabuelos tienen las niñas vacías. El cuadro cuelga de la pared de un despacho oscuro y antiguo, que nadie usaba ya entonces, y que hace frontera con la biblioteca. Di un rodeo y me fui allí, aunque sospechaba que el dolor iba a ser insoportable. Y fue insoportable. Peio iba desnudando a Laura, y su carne blanca, suave, resplandecía en la penumbra de la biblioteca. Después vi como Peio la besaba, la lamía, la comía. Todo aquello lo hubiera soportado, todo menos sus ojos entrecerrados, el amor inmenso que sugerían sus caricias, la respuesta sumisa de Laura, su palidez, las manos que se buscaban, el abrazo final silencioso y la última caricia. Me agarré a la pared, creía que iba a perder el conocimiento. Un vómito me ahogó la garganta. Como pude, dejé el despacho y me fui al baño. No lloraba. No podía llorar. Vomité una hiel amarga. Luego, me refresqué la nuca. Por fin, pude salir. Le dije a una de las doncellas que avisase a Peio que me había ido a casa, me dolía mucho la cabeza. Dejé la fiesta y bajé a la playa. Tenía que pensar. Desde la orilla veía la casa de Laura iluminada, radiante. Me olvidé de aquella fiesta insultante y empecé a reflexionar. El murmullo de las olas daba ritmo a mis pensamientos. Peio no iba a dejar a Laura como me había dicho. Peio no podía dejar a Laura. Por eso era Laura la que tenía que dejar a Peio. Y ese iba a ser mi trabajo. El mar sereno y la luna tranquila me confirmaron en mi decisión y me sentí casi bien. Ahora solo tenía que urdir la trama para hacer que Laura huyera de la ciudad sin dejar rastro. El chantaje tenía que ser perfecto. Peio era mío, solo mío. Al principio él sentiría dolor, pero yo le ayudaría a olvidar, era una cuestión de tiempo. Y entonces me creí poderosa. Era la reina de la noche. No sé cantar, pero si hubiera sabido, bajo la luna de uña de gato que me miraba, y frente a la isla y al mar, hubiese cantado el aria «Un infierno vengador late en mi corazón», de la Flauta, mágica de Mozart. Respiré hondo. Las luces de la villa seguían encendidas. No había pasado tanto tiempo. Y decidí volver allí, buscar a Peio, saludar a Laura, de la que hasta ese momento había huido para que no me viera derrotada, y empezar a poner en práctica mi plan.

De vuelta a casa le pregunté a Peio si había roto con Laura. Durante un segundo imaginé que Peio me iba a decir la verdad, la terrible verdad que yo sabía. Pero no fue así. Me cogió del hombro y me dijo que podía estar tranquila, me dijo muchas mentiras. Por primera vez tropecé con un Peio nuevo para mí, infiel y mentiroso, pero preferí no pensar, no quería ver, no quería aceptar la evidencia. Así que cerré los ojos y dije que había llegado mi turno, iba a ser implacable.

Después de los levantamientos de Bilbao y Vitoria el día 3 de octubre de 1833, las noticias que nos llegaron a Baliarrain no fueron buenas. San Sebastián y Tolosa continuaban siendo liberales y además los cristinos habían reconquistado las plazas de Bilbao, Vitoria y todo el territorio de Navarra. El coronel Ladrón de Zegama cayó en manos de los cristinos, y fue fusilado como un traidor en la Ciudadela de Pamplona, sentado en una silla y por la espalda. A principios de diciembre, por lo tanto, las sublevaciones carlistas estaban controladas, y Eufemia y yo temíamos recibir las peores noticias de mi madre.

Sin embargo, en esas mismas fechas, don Tomás Zumalakarregi, un día gris, salía solitario por el portal del Carmen de Pamplona y conseguía llegar de incógnito a las líneas carlistas. Enseguida supimos que estaba agrupando tropas en las Amezkoas Altas, y algunos ya le empezaban a llamar el Lobo de las Amezkoas. En nuestro bando las noticias volaban. Hombres, mujeres y niños trabajábamos de mensajeros del Tío Tomás. En cuanto el ejército liberal se ponía en movimiento, establecíamos una cadena de información que iba de pueblo en pueblo, hasta que Zumalakarregi era informado de los movimientos del enemigo. Las Amezkoas Altas forman un valle, al oeste de Navarra, entre las sierras e Urbasa y Lóquiz. Las inmensas masas de granito de la zona proporcionan una defensa magnífica en la guerrilla. Nuestros soldados revoloteaban como buitres alrededor del enemigo, saltando de roca en roca, a la espera de recibir la orden de presentar batalla. Zumalakarregi en un año fue capaz de armar, uniformar y organizar un ejército de treinta y cinco mil hombres y la guerra dio un giro de ciento ochenta grados. La situación hasta entonces había sido caótica.

Como supimos enseguida, Xarmanta fue de las primeras en unirse con sus hombres al nuevo ejército, y la entrevista con el General se convirtió pronto en leyenda. Nos contaron que el encuentro tuvo lugar en Aranaratxe, un pueblecito situado en la ladera sur de la sierra de Urbasa. Dicen que había una fuerte ventisca de nieve y que Xarmanta y sus hombres llegaron protegidos por unos enormes capotes que los cubrían de la cabeza a los pies, así que nadie se dio cuenta de que el gerifalte del grupo era una mujer. El centinela los llevó hasta la casa donde se alojaba el Tío Tomás. Descabalgaron, los hombres fueron a llevar los caballos a los establos y mi madre entró en el zaguán. Allí se quitó el capote y sacudió la nieve que lo cubría. Fue entonces cuando oyó una voz muy severa que, desde la cocina, el único lugar de la casa que tenía un buen fuego, le ordenaba pasar. Cuando mi madre entró cojeando, don Tomás Reina, ayuda de campo de Zumalakarregi, se quedó mirándola con la boca abierta como si hubiera visto una aparición, no comprendía quién podía ser aquella mujer armada de mosquete y que llevaba colgando de la cintura un hermoso sable de rica empuñadura recamada en oro. Y entonces la voz del General le dejó aún más sorprendido.

—Eres la hija de doña Eufemia, ¿verdad?

—Sí.

—Xarmanta, la Coja.

Don Tomás se quedó en silencio y empezó a andar de un lado al otro mientras meditaba y liaba un cigarrillo.

—Este no es sitio para una mujer.

El ayuda de campo respiró tranquilo y movió la cabeza afirmativamente.

—Habla usted como Iñaki Dorronsoro, el carnicero de Gainza, pero como él cambiará de opinión. Me voy a quedar, diga usted lo que diga. Sepa que una mujer, yo, he hecho de los hombres de mi partida unos auténticos soldados. Sepa que una mujer, yo, les ha inculcado disciplina y los ha convertido en hombres bravos y obedientes. Y sepa, como ya le he dicho, que yo me quedo.

Un buen observador se hubiera dado cuenta de que una media sonrisa bailó en la boca de Zumalakarregi, mientras don Tomás Reina torcía el morro, él sabía que a su General le gustaba la gente directa y sin miedo, como la mujer que tenían delante.

—Eres coja. No puedes cabalgar largas jornadas. No nos vas a traer más que complicaciones.

—Todo eso lo dirá usted.

La mirada del General se volvió de hielo, tanto descaro y terquedad empezaban a irritarle.

—No me miré así, que no me voy a asustar. Se lo acabo de decir, écheles un vistazo a mis hombres. Valen mucho más que toda esa tropa que está aquí con usted, yo de eso entiendo, se lo aseguro. Tenemos casi doscientas armas que hemos conseguido del enemigo. Nos hemos preparado duramente. Y le aseguro que si yo me voy, ellos se van a venir conmigo. No solo usted tiene leales, yo también los tengo. He cabalgado por los montes con mi pierna coja jornadas más duras de lo que se pueda imaginar, y los liberales me temen. Pregunte a sus espías. Así que ya lo sabe, deje de decir más tonterías.

Y mi madre se dio medio vuelta y salió de aquella cocina zanjando la cuestión, mientras los dos hombres, igual que Eufemia en su primer encuentro, admiraban su contoneo de coja que resaltaba sus curvas y su trasero, endurecido y moldeado por el ejercicio de guerrear.

Zumalakarregi dijo entonces a su ayuda de campo:

—Xarmanta, ¿eh?

Y mi madre, como si hubiera adivinado aquellos pensamientos, ya en la puerta se dio la vuelta y les sonrió a los dos con picardía.

Y, a partir de aquel momento, nada ni nadie separaría a Xarmanta, la Coja, de su General.

Llevaban ya un par de meses Xarmanta y su partida en las Amezkoas, cuando don Tomás, que admiraba y confiaba en Xarmanta, le hizo una tarde una confesión.

—Tenemos muchos proyectiles, pero nos faltan cañones. Si contásemos con un par de obuses les dábamos a esos cristinos para ir pasando. Sé que si pudiera proporcionar el metal a los herreros, me los podrían hacer en la ferrería de Labayen. Pero ¿de dónde saco yo ese metal?

Y Zumalakarregi se sumergió en sus pensamientos.

—Dime Xarmanta, ¿de dónde saco yo el metal, eh?

Xarmanta se quedó un rato meditando, luego, se plantó en jarras delante de él.

—Tengo la solución.

Don Tomás la miró con cara de pocos amigos, no estaba para bromitas, era imposible que una mujer, por muy valiente y espabilada que fuese, hubiera resuelto un problema que a él le traía de cabeza desde hacía tiempo.

Xarmanta insistió.

—Yo sé dónde puede encontrar el metal.

—Anda, déjalo, no sé para qué te he dicho nada.

—Mi general, siento decirle que tiene usted muy poca imaginación. El dichoso metal que busca está en todas las casas de nuestros pueblos. Simplemente hay que recogerlo. Los obuses que necesitamos se van a hacer con cacerolas, almireces, aros de herradas, chocolateras, braseros y cualquier cosa que sea de cobre.

Zumalakarregi abrió la boca para ordenar a aquella mujer que no dijese tonterías, pero, de pronto, entorno los ojos, se tocó la patilla izquierda durante unos segundos y empezó a liar un cigarrillo con mucha delicadeza, cosa que le ayudaba a pensar mejor. Después dio una calada profunda al cigarro y, echando humo por la boca y la nariz igual que un dragón enfurecido, gritó.

—¡¡Ahí está la solución!!

Al oír la bulla del Tío Tomás, su ayuda de campo, don Tomás Reina, entró en la cocina asustado y se encontró a su General con cara de pascua, chupando el cigarrillo con la alegría de un niño que acaba de encontrar el chupete perdido.

Reina puso cara de disgusto, el tabaco no era el mejor remedio para el mal de orina que padecía Zumalakarregi y que le daba mucha guerra.

—¿Qué está pasando?

—Felicita a nuestra Xarmanta, ha encontrado la solución para que podamos mandar construir los obuses.

Don Tomás Reina sonrió con pocas ganas, la admiración de su General por Xarmanta le provocaba celos muy malos que no quería reconocer, y por eso prefería pensar que las ocurrencias de la Coja eran bobadas propias de mujeres. Así qué preguntó con cierta sorna:

—¿Y cuál es esta vez la genialidad?

Y Xarmanta, que conocía bien a aquel militar, le contestó de buen humor.

—Pues mire, la genialidad de hoy es algo que se le ocurre en seguida a cualquier mujer. Ya sabe que nosotras vivimos más cerca de la tierra, y que el sentido común, por cierto, el menos común de los sentidos, nos ayuda a resolver problemas de manera sencilla, sin perdernos por las alturas.

—Señora, déjese de sermones y vaya al grano.

Fue Zumalakarregi el que le puso en antecedentes de la operación y Reina tuvo que admitir que era una bonita ocurrencia.

Y así fue, de ese modo nuestro ejército consiguió abundante metal para fabricar obuses. En pocos días se recogieron montones de objetos de cobre que la gente entregó, orgullosa de poder contribuir con la causa.

Tienes razón, Mirari. Lo he buscado en internet y es cierto que los obuses carlistas se fabricaron con los cacharros de cobre que donó el pueblo. También dicen que ante la falta de pólvora por la escasa producción de fábricas del Baztán y Escala, lanzaban bombas confeccionadas con guindillas molidas que hacían estragos en los guiris porque los dejaban casi ciegos, no sé si eso fue otra ocurrencia de Xarmanta. Al leer los comentarios de Xarmanta sobre el sentido común de las mujeres, me he acordado de que Marie Curie solía decir divertida que a la hora de hervir o mantener caliente un preparado en el laboratorio, no hay que olvidarse de poner una tapa, cosa que cualquier mujer sabe hacer con sus guisos por pura sabiduría natural y sentido común. Pero yo ahora no tengo sentido común, soy una hormigonera que gira y gira, pensando solo en lo mismo. La vuelta de Laura y su llamada me revuelven las tripas. Por más que reflexiono, esos dos hechos no tienen otra interpretación que la de admitir que he perdido. Y no duermo, no como, solo pienso en lo que va a ocurrir ahora. Cavilo en las mil posibilidades que han podido hacer que Laura me pierda el miedo. Quizás su Pierre-Jean tiene coartadas contra mis posibles revelaciones sobre sus manejos, quizás ella se ha convencido de que su arte estará siempre por encima de escándalos y acusaciones, quizás ha decidido que solo le importa Peio y ha mandado a la mierda sus sueños de escultora universal. No sé. Pero lo que sí sé es que mi gran y vergonzoso secreto se va a descubrir, que Peio se va a enterar de todo y que nunca me va a perdonar. Le conozco bien. Me podría llegar a perdonar que me fuera con otro, pero nunca, nunca me perdonará el haber sido ruin, cobarde y malvada…, ¿estoy segura de lo que digo?, ¿Peio es como yo creo?…, entonces, ¿por qué tantos engaños?… No sé, no sé, ya no sé nada.

Al día siguiente de la fiesta me levanté a la hora de siempre e hice ver a Peio que le había creído cuando me cogió del hombro y me aseguró que podía estar tranquila. Salí de casa temprano. Era una mañana fresca de septiembre, casi fría. Fui a paso rápido, no quería encontrarme con nadie. La vista del mar en calma y la soledad del paseo me templaron los nervios. Cuando llegué a la rotonda custodiada por las dos grandes torres del paseo, la del reloj y la del barómetro, miré la hora: las ocho de la mañana. Sabía que a esa hora en casa de Laura solo iba a encontrar despierto al servicio. Frente a la puerta de la villa me detuve para coger aliento. La casa, efectivamente, estaba dormida, y sentí que era el mensajero destructor que iba a acabar con aquella paz, pero no me importó. Me abrió Rosa, la doncella personal de Laura, y me dijo enseguida, «La señorita está dormida». Le comenté que era un asunto urgente y empecé a subir las escaleras, aquellas que tanto me gustan desde el primer día que las vi siendo niña. Esas escaleras tienen peldaños anchos de madera brillante y el barandal está todo labrado. Siempre pensé que era una escalera diseñada para las reinas o las estrellas de cine. Y eso me pareció Laura el día anterior, cuando bajó majestuosamente esos mismos escalones para que Peio pudiera admirarla despacito, porque aquella actuación se la había dedicado a él, y también a mí, solo yo lo sabía. Mientras subía al cuarto de Laura tuve una nausea, el aire que respiraba me olía a Peio, a Peio apasionado, rendido, abismado entre los brazos de Laura. Entré en el cuarto sin llamar y fui directamente a los balcones a descorrer las cortinas. Me di la vuelta y vi una Laura enterrada en el edredón y tapándose la cara con las manos.

—Pero ¿qué pasa?, ¿qué haces?

—Levántate, te marchas.

Laura se incorporó un poco con cara de no entender nada.

—Ya me has oído, levántate y coge tus cosas, te vas a París.

Ahora equivocó las noticias.

—¿Qué le ha pasado a Pierre-Jean?

—A Pierre-Jean no le ha pasado nada.

Una luz se debió de iluminar en su cerebro, porque durante un rato me miró en silencio y luego me dijo muy despacio:

—Yo no me voy a ninguna parte.

—Pues creo que sí. Te aseguro que si no te vas, haré públicas todas las manipulaciones que han hecho Pierre-Jean, tu querido esposo, y su amigo especial para que disfrutaras de todos los premios internacionales que has recibido. Tu carrera artística se ha acabado, te lo juro.

—¿Y qué vas a conseguir obligándome a ir a París? ¿Tú crees que por eso Peio me va a olvidar?

—Sí, porque si le llamas, te pones en contacto con él de alguna manera o vuelves a San Sebastián, haré lo que te he dicho.

Me acerqué despacio a la mesilla y cogí su móvil, sabía que era una tontería, que si Laura quería hablar con Peio encontraría la manera de hacerlo, pero es que el motivo era más morboso; en cuanto Peio se enterase de que Laura se había ido la llamaría a ese móvil, y yo quería escuchar sus mensajes, sus súplicas para que volviera, aunque me hieran a hacer mucho daño.

Laura, de pie junto a la cama, me miraba en silencio con odio.

La animé.

—Venga, decídete, Peio o tu carrera.

Entonces llamó al timbre para que viniera Rosa y le trajera una maleta.

Mi corazón saltaba de alegría, estaba resultando mucho más fácil de lo que me imaginaba.

La chica dejó la maleta sobre la cama y Laura le dijo que se fuera, que no la necesitaba. Y de pronto, mientras cogía sus cosas, se echó a reír.

—Lo que siente Peio por mí, tú nunca podrás dárselo, ¿te has dado cuenta?

No contesté, pero me temía que era verdad.

—Nunca, ¿me entiendes?, nunca. Aunque no nos volvamos a ver, aunque vuestros hijos se lo pidan a lágrima viva, aunque me vuelva vieja y tea, siempre me llevará en su corazón y tú serás la mujercita hacendosa que le ha dado hijos, una esposa a la que se tiene, en el mejor de los casos, afecto, y nada más.

La ira me ahogaba, Laura era el cuervo del poema de Allan Poe, el cuervo siniestro que posado sobre el pedestal de Palas, la diosa de la sabiduría, gritaba, «Nunca más —solo eso—. Nunca más». Porque, era verdad, el poeta nunca más volvería a ver a su amada, ahora muerta; igual que yo, como decía Laura, nunca podría despertar en Peio la pasión que sentía por Laura. Miré a Laura y me pareció un ave carroñera, un buitre, un cuervo, quise gritar, pero me contuve, y las palabras me salieron entrecortadas, ridículas.

—¡Y tú qué sabes lo que hay entre Peio y yo!

Se rio.

—¡Claro que lo sé!, porque sé lo que Peio siente por mí, porque se deshace entre mis brazos cuando le beso, porque gime como nunca lo ha hecho contigo cuando el amor por fin nos consume, porque me llama a todas horas, porque me busca, porque… me quiere, como nunca te ha querido…

—¡¡Cállate!! ¡¡Cállate!! ¡¡Cállate!!

Me estaba rompiendo por dentro. Las imágenes de la noche anterior, Peio y Laura abrazándose, amándose, Peio entregado, obsceno, dulce…

Pude romper aquel círculo infernal.

—¡Ya basta! Date prisa.

Y entonces Laura se plantó en la mitad de la habitación y me dijo con la mejor de sus sonrisas:

—No me voy.

—Está bien, tú has decidido.

Me di media vuelta y me fui.

Pero Laura tardó muy poco en gritarme que volviera. Luego, entre insultos y lágrimas, terminó de hacer la maleta.

La llevé al aeropuerto de Biarritz, durante el trayecto no nos dirigimos la palabra. Me quedé con ella en aquel círculo silencioso de sentimientos podridos hasta que salió el avión. Luego fui otra mujer.

Había cumplido la parte más difícil del plan, ahora me quedaba decirle a Peio que Laura le había dejado para siempre y esa tarea final me resultaba muy placentera, le iba a hacer daño, quería hacerle daño y disfrutar con su dolor.

Desde que supe que la ama estaba con nuestro General pensé que nada malo le podía ocurrir. Ahora sé que fue una idea estúpida, pero entonces me dio mucha paz. Tenía tal confianza en el Tío Tomás que estaba segura de que íbamos a ganar la guerra y de que a mi madre no le iba a pasar nada malo. Sin embargo, no entendía que Xarmanta se hubiera separado de mí para irse a la guerra, y aquella sensación de abandono me ponía triste. De todos modos, aunque la echaba en falta, poco a poco fui cogiéndole mucho cariño a Eufemia y con ella me sentía segura. Eufemia me confesó que antes de encontrar a la ama y de tenerme a mí con ella, se sentía vieja, cansada, sin ganas de vivir, pero ahora estaba fuerte, sana, era otra, y debía de ser verdad, porque todo el pueblo comentaba aquel cambio. La guerra nos unió aún más a las dos.

Un día supimos que la reina, María Francisca de Braganza, y su hermana, la princesa de Beira, habían vendido todas sus joyas por valor de cinco mil libras para ayudar a las tropas carlistas. A Eufemia eso de vender las joyas para ayudar a los nuestros le pareció muy buena idea, y una tarde me pidió que la acompañara a Tolosa, iba a vender las suyas. Las joyas de Eufemia eran preciosas, algunas muy antiguas, entre ellas una cruz de Caravaca muy pesada, con incrustaciones de piedras preciosas. Manuel Beldarrain, un orfebre adepto a la causa y que tenía el taller en la plaza Mayor, miró las piezas y lanzó un silbido largo de admiración. Luego, cuando Eufemia le contó por qué las vendía, se quedó pensativo y nos propuso organizar una colecta en la zona de Tolosaldea para recaudar fondos para nuestro ejército. Y así fue, la casa de Baliarrain fue el centro de recogida. Durante una semana desfilaron un montón de mujeres ricas, pobres, jóvenes y viejas, y dejaban lo que podían, desde sencillas alianzas de boda hasta collares, gargantillas, pendientes, anillos, qué se yo. El orfebre se puso en contacto con contrabandistas leales que pasaron la mercancía a Francia, y recogimos mucho dinero. Un tiempo después nos contó don Manuel Beldarrain que Zumalakarregi, aunque era un hombre que no manifestaba sus sentimientos, no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas al ver todo lo que se había recaudado.

Y añadió:

—Ay, qué buen vasallo si tuviera buen señor.

Yo no entendí qué quería decir aquello, pero Eufemia se empezó a reír con ganas.

Cuando salimos de allí, le pregunté qué había querido decir don Manuel.

—Mira, don Carlos es un hombre débil, le da miedo coger la espada, aunque anda arengando a todo el mundo para que se anime a ir a la guerra. Desde que Fernando publicó la Pragmática Sanción, que le arrebataba el trono, debió luchar contra las intrigas de la reina Cristina y de sus partidarios, pero no hizo nada. Y ahora andamos cómo andamos.

Y con la ingenuidad de mis pocos años le pregunté:

—Entonces ¿tú también piensas que don Carlos es un meapilas y un tonto del culo?

Eufemia me miró, pero no me contestó, solo se echó a reír y luego dijo que me invitaba a un pastel en la pastelería Gorrotxategi, y allí nos fuimos las dos.

Sin embargo las opiniones de Eufemia sobre don Carlos me habían producido desilusión. Yo me lo había imaginado a valiente y generoso, y ahora sentía una angustia repentina imaginando las necesidades de las tropas.

—¿De verdad es tan mala la situación de nuestro ejército?

—Ahora no tanto, tenemos al Tío Tomás. El General se encontró con un puñado de hombres…

La corté:

—Y una mujer.

—Sí, tienes razón, nuestra Xarmanta.

Vi que se ponía melancólica y le pedí que siguiera.

—Bueno, hace apenas un año, como te decía, Zumalakarregi solo contaba con un pequeño puñado de partidarios muy bravos, pero que no querían someterse a ninguna norma. Por eso le sorprendió tanto la partida de Xarmanta, por fin se encontraba con unos hombres disciplinados, y nada menos que bajo las órdenes de una mujer. Después de ver semejante panorama, enseguida decidió hacerse temer y obedecer. Luego llevó a esa tropa, a través de senderos escondidos de las montañas, hasta los territorios más inaccesibles de Navarra, muy lejos del enemigo, y allí los entrenó para la lucha, haciéndoles participar en pequeñas escaramuzas y emboscadas. Ahora ya podemos decir que tenemos un ejército de verdad.

—Cuéntame más cosas.

Eufemia me miró sonriente.

—Está bien. El Tío Tomás se dio cuenta de que para poder luchar con eficacia en un país montañoso era imprescindible la rapidez de movimientos y la resistencia física, así que decidió equipar a su ejército de la forma más ligera posible. En lugar de las cartucheras y la espada, que les cuelga a los cristinos sobre la pierna y es muy incómoda, ordenó hacer unos cinturones de cuero que se atan por detrás a la cintura y tienen delante veinte tubos de estaño y dos bolsillos. En esos dos bolsillos caben dos paquetes más de cartuchos. Además, los nuestros ahora han cambiado la mochila por dos saquitos de lona, donde solo pueden guardar una camisa y un par de alpargatas. El tema del calzado, al principio, le daba muchos quebraderos de cabeza, porque los caminos muchas veces estaban tan intransitables por la lluvia y el barro que las alpargatas se deshacían y eso causaba muchos retrasos en la marcha. Así que ahora llevan alpargatas de repuesto, y si hace muy mal tiempo, calzan abarcas. Los cristinos, sin embargo, llevan zapatos de cartón, que no sirven para nada, y unas armas muy pesadas que no pueden competir con el ligero fusil de nuestros soldados. Sin olvidarnos de la txapela, que es mucho más ligera y cómoda que esos pesados ros de los liberales.

—El Tío Tomás es un gran militar.

—Tienes razón. Te contaré una hazaña divertida. Rodil, un jefe militar de los cristinos, perseguía a Zumalakarregi, pero el Tío Tomás le engañó y consiguió escabullirse. Entonces Rodil pensó que los nuestros habían huido con el rabo entre las piernas y se sintió satisfecho. Sin embargo, Zumalakarregi se dirigió sigilosamente con cinco batallones y la caballería, formada entonces solo por doscientos lanceros, hacia Viana. Viana está situada en un alto en medio de una gran llanura. Las calles de Viana son estrechas, y los cristinos estaban tan convencidos de que el Tío Tomás había huido lejos que solo habían dejado un puñado de hombres para defenderlas. De hecho, los liberales, que estaban en Viana, cuando observaron en la lejanía brillo de fusiles y una columna de hombres que se acercaba, pensaron que eran tropas suyas. Así que, para cuando se dieron cuenta, tenían al enemigo encima. Y el enemigo era muy especial, porque nuestros lanceros, en aquellos primeros tiempos, tenían una pinta muy rara, daban miedo. Unos no llevaban abrigo, otros iban con pañuelos en la cabeza, muchos solo llevaban una bota o una alpargata, incluso había alguno con las espuelas atadas a los tobillos desnudos. Pero lo más curioso es que iban armados con unas lanzas enormes y hacían ondear la bandera negra pirata, con las tibias y la calavera. Así que los cristinos huyeron despavoridos, pensando que se enfrentaban a unos fantasmas.

Yo estaba fascinada.

—¿Y el Tío Tomás los premió?

—Claro que sí. En cuanto los lanceros llegaron al campamento, ordenó que les sirvieran una cena estupenda: sopa de ajo, bacalao con tomate, jamón y huevos.

La miré, tenía la impresión de que se había inventado toda la historia. Sin embargo años después supe que lo que me había contado Eufemia era verdad, incluidos la bandera pirata y el menú de la cena.

Pues por mucho que me empeñe, Mirari, para mí hoy todo lo que me cuentas es un cuento, un cuento bonito, pero irreal; además, al final aquella guerra acabó mal. Sin embargo, sé que la vivisteis en carne viva, como yo vivo ahora esta guerra mía personal. Algún día escribiré mi historia y la juntaré a vuestras cuartillas, y también a mí me leerá alguna de nuestras descendientes, o alguno de nuestros descendientes, aunque, como yo ahora, estará tan sumergido en su presente que lo que le contemos le parecerá casi una ficción. No, no es verdad lo que digo, porque siento que formáis parte de mí. Yo soy el último recipiente donde se han volcado todos vuestros genes, mejor dicho, el penúltimo, porque están mis hijos. No sé por qué, me consuela pensar que os llevo dentro, que quizás alguna de vosotras tenía mi misma nariz, o mis mismos ojos, o el mismo carácter. Tengo la impresión de que vuestra vida me pertenece, como os pertenece a vosotras la mía. Mi yo de hoy es la suma de todos los vuestros. Y me reconozco en las ganas de saber de Eufemia, y en las ganas de volar de Xarmanta, y me calienta el corazón tu aceptación, Mirari, ante el destino elegido por tu madre. Leyendo vuestras historias, siento vergüenza de andar pegada a los pantalones de Peio después de haber tenido unas antepasadas tan fuertes y tan valientes…

Me acaba de llamar Peio. Me llama siempre a la misma hora. Y esa exactitud me daña. No siente un deseo repentino de hablar conmigo, de decirme solo hola, de oír mi voz. Su llamada es puntual, se parece a las campanadas de la iglesia, avisándonos de las horas y los cuartos. Nada, no he notado nada en su voz, en sus comentarios, que me haya hecho sospechar que ya sabe que vuelve Laura. Tampoco el móvil de Laura, que conservo como una reliquia, me ha chivado de alguna llamada de él. Desde aquel día que creí que había conseguido ganar la guerra, que Laura había desaparecido de nuestras vidas para siempre, el móvil de Laura ha sido el símbolo de mi victoria, mudo, siempre mudo durante cinco años. En todo este tiempo me ha gustado recordar aquella conversación con Peio. Los chicos estaban cada uno en su habitación desde hacía un buen rato. Ya habían cenado, sandwich, pizza congelada, Coca-Cola, las basuras que les gustan. Yo misma los animé a que comieran esas porquerías, quería que para cuando llegara Peio ya estuvieran en su cuarto. Y llegó. Estaba contento, les habían adjudicado no sé qué obra. La verdad es que no le escuché, yo tenía una misión que cumplir.

—Te voy a preparar un güisqui.

—¿Qué celebramos?

Me volví suspicaz.

—¿Por qué?

—Es martes, un triste día laboral.

Sonreí. Pero era verdad, yo sí estaba de celebración.

—Tengo algo que contarte.

—Supongo que es algo bueno.

Le miré, me pareció frágil e indefenso.

—No lo sé.

Se sentó en la silla de la cocina.

Cogí aire y se lo solté.

—Laura se ha ido.

Me miró como miran las estatuas, sus ojos eran fríos, eran de mármol.

—¿Adónde se ha ido?

De pronto me sentí sin fuerzas para seguir con la farsa.

Me gritó:

—¿Adónde se ha ido?

Pero me recuperé.

—Se ha ido a París…, para siempre.

La cocina se convirtió en un lugar extraño, hostil.

Peio miraba el vaso de güisqui mientras lo hacía girar en las manos. Estuvo así varios minutos. Luego se levantó bruscamente. Le detuve, percibía su dolor y quise herirle aún más.

—Supongo que será porque ayer le dijiste que lo vuestro había terminado, ¿no?

Ni siquiera me contestó, salió de la cocina y se encerró en nuestro cuarto.

Y con una alegría malsana esperé a que el móvil de Laura, que estaba en mi bolsillo, vibrase, vibrase y vibrase, no habría respuesta para él, ahora estaba solo, igual que yo había estado sola. Y vibró, vibró tanto que lo apagué de un manotazo. Cada vibración era una muralla que me cortaba el paso. Pero sabía que ahora no me quedaba más que esperar. El tiempo, el maldito tiempo, tiene el don de convertir los momentos felices en recuerdos gastados y también el poder de borrar las aristas de las desgracias. Así que no tenía más que dejar correr el tiempo, hasta que el corazón de Peio fuera olvidando y volviera a mí, otra vez a mí. La cuenta atrás ya había empezado.

Una tarde de abril, Eufemia y yo paseábamos por el jardín y la huerta, disfrutando del espectáculo de los árboles que verdeaban, del milagro de la primavera que aún hoy me deja sorprendida y admirada. La temperatura era suave, rica, avisaba de que el verano, que aún estaba muy lejos, ya se había puesto en marcha. De pronto escuchamos el galopar de varios caballos y, como en la guerra el miedo es siempre tu compañero, sin decirnos ni una palabra, corrimos a la verja de entrada para ver qué pasaba. Cinco hombres se acercaban por el camino. Iban armados, y, asustadas, nos refugiamos en casa.

Y entonces apareció.

Era Xarmanta. Llevaba unos pantalones robados a un cristino, que le venían grandes. Chaquetón de piel, txapela y alpargatas.

Enseguida corrí hacia ella y me eché en sus brazos. Hacía más de un año que no la veía, y lloré, lloré tanto que dejé el hombro del chaquetón mojado, igual que si hubiese caído una gran tormenta. El olor de aquel cuero mojado no se me olvidará jamás, y ese olor aún trae para mí la cálida sensación de haber recuperado a mi madre. Xarmanta también estaba emocionada. Cuando consiguió calmarme un poco se separó de mí y fue donde Eufemia. Las dos se abrazaron y yo hubiese jurado que mi madre lloró en el hombro de Eufemia, igual que yo había llorado sobre el de ella. La única que mantuvo en aquel momento la calma fue Eufemia. Llamó a Antxoni y le ordenó que diera de comer a los hombres en la cocina y que a nosotras nos sirviera un chocolate bien espeso con picatostes.

—Y aguardiente.

Eufemia y yo miramos a Xarmanta sorprendidas.

—Me he acostumbrado, tomamos siempre un buen trago antes de la batalla.

Eufemia se rio.

—Pero ahora vas a merendar, no vas a la guerra.

—No te creas, solo puedo quedarme un rato, vamos hacia Bilbao.

Después, en un tono de voz que no había oído nunca, le dijo a Eufemia:

—Gracias.

Eufemia la abrazó, ahora estaba ella emocionada.

—Xarmanta, quiero que sepas que estoy escribiendo mis memorias para ti, así sabrás todo lo que ha ocurrido, y quizás podrás perdonarme por no haberte encontrado cuando te separaron de mí. Mirari es un regalo que me ha dado la vida, es la compensación por no haberte tenido a mi lado, por no…

La aparición de Antxoni con el chocolate, los picatostes y el aguardiente rompió el halo sentimental del que parecía que no íbamos a salir nunca aquella tarde.

Y mientras untaba los picatostes en el chocolate, empecé el interrogatorio.

—¿Por qué llevas esa ropa tan rara?

El aspecto de la ama era tan extraño que parecía una titiritera escapada de un carromato de actores ambulantes.

—Hace dos días presentamos batalla y esto fue lo mejor que encontré.

—¿Dónde?

Sorprendí una mirada de inteligencia entre Xarmanta y Eufemia.

—Por ahí.

Yo entonces no sabía que se solían desnudar los cadáveres de los enemigos muertos porque eran un estupendo mercadillo de ropa usada en muy buenas condiciones. Años después me contó Xarmanta las macabras expediciones que hacían tras la batalla. De noche, ayudados por farolillos, exploraban los bultos en busca de algo que mereciese la pena: ropa, armas y hasta un mendrugo de pan en los bolsillos de los muertos, que luego se quedaban ahí tumbados a la luz de la luna, la piel lívida, helados, como figuras de hielo.

Y enseguida cambió de tema.

—Quiero que sepáis que hemos ganado una batalla importante.

Eufemia suspiró con alivio.

—Hartos de sus derrotas, los cristinos enviaron hace unos días al propio ministro de Guerra, Gerónimo Valdés, a ponerse al frente de sus tropas.

—¿Tú eres la única mujer del Ejército?

—No lo sé, a veces cuando retiramos a los muertos nos encontramos con más de una mujer entre los soldados. Los cristinos pagan una peseta por alistarse y hay mujeres a las que la necesidad las lleva a hacer ver que son hombres.

Eufemia quiso volver al ahora.

—¿Cuál es exactamente la situación?

—Valdés se ha retirado a la orilla sur del Ebro y ha dado orden de que todas las guarniciones sean evacuadas.

Entonces, uno de los hombres que estaba en la cocina vino y, con mucho respeto, le dijo a Xarmanta que era tarde. Nos levantamos las tres. Aquellas despedidas de la época de la guerra nos dejaban muy tristes, no sabíamos si nos volveríamos a ver. Los acompañamos a la verja y los vimos alejarse. La tarde de primavera caía y una luna muy grande colgaba del cielo.

Estas historias antiguas me hacen soñar, recordar, oler el pan tostado y el café de las mañanas de los domingos, también tan lejanas, aquí en Baliarrain. Veníamos a pasar las vacaciones de Navidad, de Semana Santa y además todo el verano. Eran unos veranos muy largos, que empezaban a mediados de junio y terminaban en los últimos días de septiembre. Todavía se me deshace en la boca la textura y el sabor de la mermelada casera que hacía Micaela. Micaela entró a trabajar en nuestra familia cuando nació mi madre, y en mi infancia todavía seguía garbosa y sabia, con el moño de iñude, entonces ya blanco. Veo otra vez la casa llena de gente, el trajín de Micaela para tenernos contentos a todos y los grandes cestos llenos hasta arriba de nueces, de manzanas, de castañas, que traían de la huerta. Oigo como crujía la madera cuando corríamos de un lado a otro. Y, por la noche, nos dormíamos arropados por las historias que Micaela nos contaba. Historias del Tío Tomás, de nuestros antepasados carlistas. Cada roble, cada encina, cada helecho estaban llenos de historia de los nuestros, ellos habían sido testigos de las crueldades de los cristinos y de la valentía de nuestro General y sus tropas. Zumalakarregi era muy listo. Era tan listo, decía Micaela, que cuando murió, los ingleses se llevaron la cabeza del cadáver para analizarla por dentro, nunca habían conocido un hombre así.

Micaela decía que algo debía de andar mal en el Vaticano para que no hicieran santo al Tío Tomás. Ojalá pudiera invocarle. Vendría galopando por las nubes y haría que Laura huyese despavorida, igual que los ejércitos cristinos. Pero no vendrá. Y Laura me sigue llamando. Me ha dejado un montón de mensajes en el móvil, me siento asustada, confusa. Dice que vaya sin falta a la fiesta que está organizando, que lleve a Peio y que, si hablo con ella, lo entenderé todo. He llamado a Peio y las cosas parecen en orden. Ahora ya sabe que Laura vuelve. Sin embargo, me ha extrañado la insistencia de Laura para que vayamos los dos a la fiesta. Y me siento agorera, sospecho del cambio de actitud de Laura. Creo que hay algo que no sé, hay algo que se me escapa, es una intuición, pero estoy segura de no equivocarme. Siento una rara inquietud. La fecha de volver a casa se acerca. Llevo ya casi una semana aquí y debo enfrentarme a la nueva situación. Tengo que ser valiente y aceptar que Peio me puede dejar definitivamente cuando se entere de lo que hice. Los mensajes de Laura, sin embargo, son contradictorios, han abierto una rendija por donde se cuelan nuestros años de amistad, nuestros recuerdos juntas. No son los mensajes de una enemiga. Esconden complicidad y no lo entiendo.

Hoy ha ocurrido también algo muy extraño. Detrás de la mesilla he encontrado un pendiente que no es mío. Tengo el corazón tan apretado de sentimientos, de miedos, de reflexiones sobre lo que debo hacer, que ni siquiera me ha dado un vuelco el corazón. Lo he cogido tranquilamente, he visto que no era mío y lo he dejado con cuidado sobre la mesilla, como quien posa un pájaro enfermo, preguntándome de quién podrá ser. No puedo creer que Laura y Peio, durante el tiempo que duró su relación, eligieran la casa de Baliarrain para encontrarse. No quiero pensar en eso, porque la rabia me haría perder la cabeza. Prefiero creer que el pendiente es de Iratxe, la chavalita que viene de vez en cuando a hacer la limpieza. No sé, no quiero añadir complicaciones a las que ya tengo. La cabeza y el corazón no me dan para más. Tengo el disco duro del dolor lleno hasta arriba. Ahora lo más importante es decidir si hablo con Peio, si le cuento todo, antes o después de la fiesta. La fiesta, la fiesta, la fiesta. En medio de esta catástrofe me preocupa el vestido que llevaré y todavía no sé si seré capaz de ir. Pero quiero ir guapa, quiero ir más guapa que Laura. Me compraré un vestido caro, carísimo, será mi máscara veneciana que esconderá lo que he hecho y esconderá también mi miedo a perder a Peio, a quedarme sola, a enfrentarme con mi verdad, porque no me gusta lo que siento, porque empiezo a intuir que hay otra dentro de mí a la que he tenido amordazada y no sé qué pasará si soy valiente y la dejo libre. Y luego están los mensajes de Laura, insistentes, irritantes, ¿por qué dice que tengo que ir a la fiesta?, ¿por qué tiene que ir también Peio? Solo puedo saber la verdad si la llamo. No sé qué hacer. ¡Eufemia, Xarmanta, Mirari, Tío Tomás, venid a ayudarme! Me estoy volviendo absurda. ¡Hacedme una señal, por favor!…

Miro por la ventana y el atardecer se rompe en nubes de sangre. Es hermoso. Sí, es hermoso, cuando debería ser feo para mí.

Me voy al jardín a refrescar mis pensamientos… y ¡me han mandado una señal! Bajo el cerezo he visto unos destellos de oro al sol de la tarde. Me he acercado y ahí estaba. Es el otro pendiente, la pareja del que he encontrado detrás de la mesilla. Son exagerados, baratos y también bonitos. Es extraño. Parecen unas ajorcas de mora. La filigrana dibuja dos medias lunas grandes. No me he atrevido a ponérmelos, me producen asco, miedo e inquietud. No son, por supuesto, del estilo de Laura, pero tampoco del de Iratxe, ella es mucho más discreta. ¿Entonces? Otra vez he pensado lo mismo. No puede ser que Peio se haya atrevido a venir aquí con Laura o con quien sea a esta casa, a mi casa. Peio sería otro Peio. El mío es valiente, inteligente y fuerte. ¿O es que me lo he inventado? Ya no sé nada y tengo que saber. Las hojas amarillas con la letra picuda de Mirari descansan sobre la mesa, me hacen guiños desde allí, parece que me dicen que sea valiente, que me arriesgue, que llame a Laura, que les he pedido una señal y ellas han cumplido, me la han enviado, el pendiente bajo el cerezo me dice que debo dejar de parapetarme detrás de la inacción, que tengo que obrar, enterarme de lo que está pasando y enfrentarme de una vez por todas a la realidad. No, no puedo, soy incapaz, hace cinco años le mandé a Laura al destierro, cinco años que no nos vemos, cinco años que no nos hablamos… Sí, voy a llamar, voy a llamarla ahora mismo, por una vez voy a ser valiente.

—¿Laura? Soy yo.

Noto su respiración al otro lado de la nada.

—Por fin te has decidido a llamar.

—Sí.

—Escúchame, es importante. Tenéis que venir los dos a la fiesta. Peio no querrá venir, pero tendrás que convencerle.

—No entiendo nada. ¿Por qué te iba a hacer caso?

—Porque te he llamado, porque he dado yo el primer paso. Ha pasado mucho tiempo. Es verdad que ocurrieron muchas cosas entre nosotras, y no precisamente buenas. Pero también es verdad que nuestra amistad es muy vieja y tenemos que solucionar esto como gente civilizada. Hazme caso.

—¿Qué está pasando?

—No te lo puedo contar por teléfono.

—Laura, dime una cosa, estoy en Baliarrain, ¿vinisteis a esta casa Peio y tú?

—¿Por qué te torturas? Aquello ya pasó.

—¿Vinisteis?

El silencio de Laura se me hizo eterno.

—Sí.

Se me escapo un «¡Dios mío!» desgarrado.

—¿Cómo pudisteis?

—Vamos, deja eso ahora, ya hablaremos de todo más despacio.

—He encontrado unos pendientes.

—Ya.

De pronto tuve una sospecha terrible.

—Durante estos cinco años, ¿os habéis visto Peio y tú?

Otra vez aquel silencio que me ahogaba.

—Sí.

Otra vez el grito desgarrado.

—¿Durante estos cinco años Peio me ha estado engañando?

—Sí.

—Entonces, sabe todo lo que pasó entre nosotras, sabe que te fuiste por mi chantaje, sabe que fui ruin…

—Yo no me fui por tu chantaje.

—No te entiendo.

—No éramos capaces de separarnos y yo sabía que él no quería perderte, ni perder a vuestros hijos. Fuiste tú la que aquella mañana me ayudaste a tomar la decisión de volver a París. Luego Peio insistió en que nos siguiéramos viendo de algún modo y fui débil.

—Y Peio te propuso Baliarrain.

—Sí.

Me eché a llorar desconsoladamente. Me sentía humillada, avergonzada, herida de muerte, sola, más sola que nunca.

—Cálmate, por favor, cálmate y escúchame. Y hablé entre hipos.

—No puedo.

—Tienes que poder. Respiré hondo.

—Te llamaré, estate tranquila.

—Sí.

—Hablaremos de todo con tranquilidad.

—Sí.

Hubo otro silencio.

—Sabes que te quiero, aunque sé lo que sientes por mí. Esta situación no es buena para ninguno de los tres, tenemos que aclararla.

No respondí.

—Te dejo, te llamaré.

Se fue la voz de Laura y me quedé flotando en un sueño.

La primavera había sido cálida y se anunciaba un verano hermoso. Eufemia y yo seguíamos el avance de nuestras tropas. La marcha hacia Bilbao estaba siendo un paseo triunfal.

El 23 de junio celebramos la víspera de San Juan con la hoguera más grande que yo hubiera visto nunca. La noche, llena de estrellas, cálida, con luna, y el cuerno largo de la hoguera que subía hasta lamer el cielo, nos protegían, nos acariciaban, la guerra estaba a punto de acabar y prácticamente habíamos ganado. Nos congregamos todos alrededor del fuego. Comimos, bebimos, bailamos y cantamos. El olor de la hoguera se extendía por los prados y los montes. De pronto, un fantasma salió de entre el humo que la brisa de la noche empujaba hasta el camino. No sé quién dio la voz de alarma, pero sí sé que, poco a poco, nos callamos todos y solo se oían los cascos del caballo que se acercaba y el crepitar de la madera que se quemaba. Hasta que no estuvo muy cerca no pude verle los rasgos. Pero el grito de Eufemia me hizo saber quién era.

—¡¡Xarmanta!!

Venía derrotada, apenas se sostenía en el caballo. El fuego iluminó un rostro macilento, marcado por el cansancio y la tristeza. Todo el pueblo se arremolinó alrededor de ella, callado, respetuoso. Algunas mujeres lloraban. Algo terrible tenía que haber pasado.

Xarmanta, sin desmontar, habló a la gente:

—Nuestro General, el Tío Tomás, está herido.

Un silencio espeso nos envolvió.

—He venido solo a decíroslo. Ahora vuelvo otra vez a Zegama.

Eufemia, entonces, se plantó delante de ella.

—Tú ahora no vas a ningún sitio. Primero vas a descansar en casa.

Y todos le dieron la razón, así que rodeada de la gente, para que no espolease el caballo y saliera a la carrera, llegamos a casa.

Enseguida le preparemos un baño caliente y Antxoni organizó una cena con lo que había. Luego, nos sentamos Eufemia, Antxoni y yo junto a ella en la cocina y, mientras comía unos huevos fritos con el rico jamón de casa, empezó a contar.

—Él no quería ir a Bilbao. Cuando nos estábamos acercando me sorprendió su tristeza, estaba sombrío en medio de hombres eufóricos, confiados en el éxito, todos creíamos que en Bilbao nos esperaba la victoria. Oí a un oficial que le decía a otro: «Mire al general. ¡Cualquiera diría que lo llevan a la horca, en vez de ir a apoderarse de tan buena presa como es Bilbao!». Y el otro le contestó: «No se ha acostumbrado a llevar su abrigo negro».

Se limpió la boca con la manga y ni Eufemia ni Antxoni le dijeron nada de que eso no se hace, como me suelen decir a mí.

Y siguió.

—A él le gusta llevar su zamarra de piel oscura y debajo un chaleco negro, pero cuando fue a hablar con don Carlos le dijeron que la zamarra no era apropiada para presentarse en la corte y tuvo que ponerse ese siniestro abrigo negro. Son cosas que le molestan mucho. ¡Si ni siquiera suele llevar el uniforme de teniente general! Jamás le he visto con sus condecoraciones. Txapela roja, zamarra, el látigo colocado en la cintura, alpargatas de cáñamo y cartucheras, ese ha sido siempre su uniforme.

Eufemia quería información.

—¿Por qué habéis ido a Bilbao?

—Por culpa de don Carlos y los imbéciles que le rodean.

—No entiendo.

—Don Carlos está sin dinero. Tiene un contrato con un judío, un tal Mauricio de Haber. Lo firmó en el barco de su majestad británica, el Donegal, por un préstamo de cinco millones de libras, pero, debido a una serie de malas casualidades, Haber no da el dinero acordado y don Carlos está sin un duro. Así que sus consejeros le dijeron que ordenase al Tío Tomás tomar Bilbao, una ciudad rica y comercial, allí podría encontrar los recursos que necesitaba. Además, hay mal ambiente en la corte. Esos inútiles que rodean a don Carlos tienen celos del Tío Tomás, sabemos que algunos dicen que Zumalakarregi se quiere proclamar rey y que se llamaría Tomás I. A don Carlos todos esos rumores le ponen nervioso y parece que últimamente anda sospechando extrañas confabulaciones de nuestro General para arrebatarle el trono.

Se había terminado los huevos y daba grandes chupadas a un cigarro, mientras bebía a la vez enormes sorbos de vino.

—Y, ¿qué ha pasado?

—Llegamos a Bilbao. Zumalakarregi ordenó distribuir tres morteros entre la orilla izquierda y un alto donde está el hospital. En la orilla derecha, en Begoña, puso una batería de dos cañones. Además, en Begoña se situó el Batallón de Guías, que es en el que más confía. El Tío Tomás nos dijo que a los cien primeros que entrásemos en Bilbao nos daría una onza de oro a cada uno.

Eufemia estaba nerviosa y aquellos rodeos para llegar al grano la irritaban.

—¿Y?

—¿Y?, pues que, junto a Begoña, hay un palacio que tiene una vista total sobre Bilbao. El palacio está a doscientos metros del enemigo, y aunque todo el Estado Mayor le pidió al General que no saliese al balcón del palacio con el catalejo, no hizo caso y salió.

—¡Qué imprudencia!

Antxoni se restregaba las lágrimas de los ojos.

—Total, que los cristinos, en cuanto vieron asomarse a un hombre, empezaron a tirotearle.

—¡Dios mío!

—Zumalakarregi salió lentamente del balcón, pero no pudo disimular su cojera y tuvo que admitir que le habían herido.

Una de las balas rebotó en la baranda del balcón y le alcanzó en la pantorrilla de la pierna derecha. No tocó la tibia, le fracturó un hueso y, sin fuerza para penetrar profundamente, por ser un rebote, se incrustó en la carne.

Eufemia se quedó confusa.

—Pero esa herida no es mortal.

Antxoni miró a Eufemia como si fuera la doctora más sabia del mundo.

Xarmanta dio una chupada muy larga al cigarro, se quedó mirando el humo que salió caracoleando por la cocina y preguntó:

—¿Estás segura?

—Segurísima.

—Entonces igual puede haber esperanza.

Esperanza. Después de hablar con Laura me he hundido. ¿Qué está pasando? He vivido con un extraño, con un hombre inventado, con un caparazón hueco de todas las cualidades que yo veía en él. Y ese descubrimiento me ha hecho sentirme más sola. «Peio sabe todo», me ha dicho Laura. Entonces, ¿por qué no me lo ha reprochado?, ¿por qué ha vivido estos últimos cinco años conmigo como si no hubiese pasado nada? He sido ingenua, crédula y además mala. Peio me ha escondido muchas cosas. No le conozco, no sé quién es. Y a punto de ahogarme de rabia, le he llamado. Noto que coge el móvil y su voz suena sorprendida, no es la hora reglamentaria.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?

Me parece que su preocupación es sincera, pero hago un esfuerzo para ser dura, para ver solo lo que quiero ver.

—Peio.

Mi voz es sombría y me he dado cuenta de que en el otro lado se han puesto en guardia.

—Sí.

—Acabo de hablar con Laura.

Silencio.

—He hablado con Laura y lo sé todo.

La respuesta fría e irónica me confirma que es un extraño.

—O sea, que lo sabes todo, pues entonces sabrás que yo también sé todo lo que fuiste capaz de hacer.

—Es verdad y me arrepiento.

De pronto se vuelve comprensivo y cariñoso.

—No sé qué te habrá contado Laura, pero te puedo asegurar que no hay nada entre nosotros.

—Estuvisteis aquí, en Baliarrain. ¿Cómo fuiste capaz?

—Está bien, está bien, no fue una buena idea. Pero entiéndeme, Laura desapareció de un día para otro. No se corta por teléfono con alguien con quien además te une una amistad de toda la vida. Quería decírselo cara a cara y me pareció más discreto que nos reuniéramos ahí.

—¿Más discreto?, ¡si aquí te conoce todo el mundo!

—Fuimos discretos, no nos vio nadie.

Se me escapa otra vez un «¡Dios mío!».

—Venga, venga, por favor, espera a que hablemos tranquilamente. Vuelve a casa, llevas ya casi una semana fuera.

—Me quedaré solo un par de días más.

Y cuelgo más confusa de lo que estaba antes. Esperanza. Xarmanta habló de esperanza al saber por Eufemia que la herida del Tío Tomás no era mortal. Quizás Laura se quiere vengar. Quiere hacerme romper con Peio. Sin embargo es verdad que Peio sabía lo que yo había hecho. Entonces se me ha calentado el alma, una idea tibia me ha templado los nervios. Peio, cuando se enteró de lo que yo había hecho, no me reprochó nada, porque me quiere y entendió que yo había actuado empujada por el dolor y los celos. Y ahora he dejado de sentir miedo, siento yo también una cierta esperanza e intriga. Quizás me he equivocado en todas mis suposiciones. Tengo que pensar, que pensar…

Peio quiere que vuelva a casa, pero aún hay algo que debo hacer y que también me asusta. Sé que el último de estos manuscritos está escrito por mi madre y que ahí se me desvelarán todos los misterios familiares que, poco a poco, a medida que crecía, empecé a intuir. En casa de Laura no había secretos y Laura aceptaba a su extraña familia con una naturalidad que me dejaba sorprendida, aunque, como supe después, la procesión iba por dentro. El amante, el padre, los abuelos perpetuamente borrachos, formaban parte de su círculo cotidiano y acabaron formando parte del mío. Después de un tiempo de ir a casa de Laura, a mí tampoco me extrañaban aquellas relaciones tan raras. En aquella época yo pensaba que en mi casa no había nada que esconder, todo se ajustaba a las normas establecidas. Nunca me pregunté cómo una mujer como mi madre se había casado con un hombre honrado y bondadoso, pero de tan poco carácter como mi padre. Nunca me pregunté nada, hasta que un día se paró un Mercedes negro delante de casa y, ayudada por el chofer, bajó una señora muy elegante. Yo la vi desde la ventana y avisé a gritos a mi madre cuando sonó el timbre de abajo, la señora estaba llamando a nuestra casa. La ama vino por fin a la ventana y vio lo que yo veía. Entonces se puso muy nerviosa, se quitó el delantal, estaba cocinando, se arregló el pelo y me mandó a mi cuarto con orden de no salir. Nunca la había visto así de nerviosa. Hice como que obedecía, pero dispuesta a escabullirme hasta la sala en cuanto no me vieran. Mi madre abrió la puerta y un olor rico a perfume caro se extendió por toda la casa.

Y me escabullí y vi y oí.

La señora echó una mirada despectiva por la habitación y suspiró.

—Te merecías algo mejor que esto.

La ama no contestó.

Luego, con la misma cara de desaprobación, miró a mi madre.

—Estás muy desmejorada.

La ama sonrió.

—Supongo que no has venido hasta aquí para echarme estas flores.

—Tienes razón.

—¿Qué quieres?

—Se está muriendo.

Silencio.

—Pregunta por ti.

—Ahora ya es tarde.

—Quiere verla.

Mi madre se levantó, parecía indignada.

—¡Que la deje fuera de esto!

La señora se secó una lágrima con un delicado pañuelito lleno de bordados que salió de su bolso como una paloma blanca y que perfumó intensamente la habitación y el escondrijo donde yo estaba.

—Quizás tengas razón.

—Iré a verle.

—Gracias.

Las dos se pusieron de pie.

Y entonces la ama me llamó.

Asustada, porque creía que me había descubierto, entré en la sala más roja que un tomate.

La señora se acercó, me miró un rato, que a mí me pareció muy largo, y me acarició la mejilla.

—Eres muy guapa.

Luego me besó y se despidió de mi madre. Corrí a la ventana para ver el Mercedes, que salió majestuoso y sorteó con elegancia la esquina.

La ama me llevó al sillón y me sentó sobre sus rodillas.

—Nos estabas espiando, ¿verdad? No estaba enfadada.

—Un poco.

—Sabes que eso no está bien.

—¿Quién es esa señora?

—Una amiga de hace mucho tiempo.

—Pero es mucho más vieja que tú.

Se rio.

—La verdad es que sí.

—Yo te veo muy guapa, no como ha dicho esa señora.

Me abrazó riéndose.

—¿Y de quién hablabais?

—De otra amiga.

—¿Yo la conozco?

—No.

—¿Cómo se llama?

—Venga, basta ya de cotilleos, déjame, que tengo que preparar la comida.

Aquella escena se me olvidó, o yo creía que se me había olvidado, porque un tiempo después vi a la ama llorando, y cuando me acerqué para preguntarle qué le pasaba, se secó los ojos y me ordenó que no le dijese al aita que la había visto llorar, entonces, no sé por qué, me acordé de aquella señora misteriosa. Después, de vez en cuando, me volvía a acordar, y siempre que le preguntaba a mi madre por aquella visita tan rara cambiaba de conversación. Así pasaron los años. Hasta dos días antes de morir. Entonces, casi sin voz, me habló de estos manuscritos y del último, que lo había escrito ella para mí. Me dijo que ahí me contaba la verdad sobre aquella visita que tanto me había intrigado de niña y sobre otras muchas cosas que quería que yo supiera, pero me hizo prometer que iba a leer los manuscritos en el orden en el que estaban guardados. He cumplido mi promesa y ahora que me voy acercando al manuscrito de mi madre, no sé si lo quiero leer.

Siento curiosidad y miedo.

Xarmanta bebió un trago largo de aguardiente, pensé, «Bebe igual que un hombre» y Eufemia movió la cabeza con desaprobación.

—Deja el aguardiente, así no vas a solucionar nada.

—Es que no lo puedo comprender, ¡ha sido de la manera más tonta! ¡Un rebote de bala!

Y Eufemia preguntó:

—¿Dónde está ahora el General?

—En Zegama, en casa de su hermana. Doña Pancracia, su mujer, y sus hijas viven exiladas en Francia.

—Pero de Bilbao a Zegama hay un buen trecho, ¿cómo ha llegado hasta ahí?

—Le transportamos por la carretera, con cama y todo, a hombros de doce soldados. La verdad es que hemos pasado mucho calor.

—Este dichoso viento sur nunca trae nada bueno.

Eufemia sacó el abanico y empezó a abanicarse con tal brío que parecía que estaba dando sopapos a todo un batallón de liberales.

—Pero él daba la impresión de estar bien. Durante todo el camino no ha dejado de hablar y de fumar. Tomó chocolate dos veces, diciendo: «Supongo que no podré tomar otra cosa», y el médico, que siempre acompaña a la tropa, le decía que no, que se contentase con eso. Llegamos a Durango ayer a la noche. Habían preparado para acogerle el palacio de Emparanes, que está enfrente del palacio donde se aloja el rey. Todos los ministros le estaban esperando.

A Eufemia se le escapó:

—¡Menuda pandilla de cobardes y de aprovechados!

—Y que lo digas. El Tío Tomás los recibió de mala gaita. Uno de los ministros le preguntó si sentía dolor y él le contestó con sorna, «¿Qué le parece a usted?, una bala me ha atravesado la pierna, así que solo siento un poco de cosquillas».

Eufemia y yo nos reímos, así era nuestro General.

—Cuando se fue aquella panda de inútiles nos dijo: «Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe. Ha sido una pena. Dentro de dos meses no me hubiese importado esta herida, pero hoy ha sido el momento más inoportuno».

—¿Y a qué esperaban los médicos del rey para reconocerle?

Eufemia, que al principio era la más templada de las tres, cada vez parecía más nerviosa.

—Le han reconocido el médico del Estado Mayor, don Vicente González de Grediaga; el propio médico del rey, y un cirujano inglés, don Teodoro Gelos, al que llamamos, Burgess. Ayer tenía un poco de fiebre, sin embargo, dijeron los tres que la herida no era grave y que en dos meses estaría otra vez montando a caballo. Tú también dices lo mismo, pero yo no sé qué pensar, tengo malos presentimientos.

—Te lo he dicho antes, el General se va a curar, espanta esos pensamientos lúgubres.

—Ya. Los dos médicos no se ponen de acuerdo sobre si hay que sacarle o no la bala que tiene incrustada en la pierna. Han decidido esperar antes de tomar una decisión para ver cómo va evolucionando.

Eufemia, entonces, me dejó sorprendida, pues, con toda naturalidad, tomó un buen trago del aguardiente de Xarmanta y dijo indignada:

—El uno por el otro la casa sin barrer.

—Por eso os digo que no estoy tranquila. Además, no le han hecho ni una miserable cura. Encima él es muy mal enfermo, odia los medicamentos, y ni siquiera me ha dejado que le ponga una venda o un bálsamo samaritano de vino y aceite.

—¿Qué tal ha dormido?

—Mal, ha estado muy inquieto y ha dormido muy poco. Le hemos velado a turnos los dos médicos y yo durante toda la noche.

—¡Pobre don Tomás!

A Eufemia el aguardiente la estaba poniendo blandita.

—Cuando llegamos a Durango, a las seis, vino el propio don Carlos a verle y estuvieron hablando durante un buen rato. Luego leyó y firmó varios documentos. Y por fin ordenó que le trajéramos a Zegama, a casa de su hermana, y que yo fuera a buscar a Petriquillo para que le vea la herida.

Eufemia movió la cabeza con aprobación.

Yo entonces no sabía quién era aquel Petriquillo, pero, por desgracia, poco después conocí toda su historia. Se llamaba José Francisco Tellería Uribe. Había nacido en Zerain, en el caserío Arene. Trabajaba de pastor con su padre, que le enseñó muchas cosas sobre plantas medicinales y también le enseñó anatomía y hasta cirugía. Durante la guerra de la Independencia, había asistido a los batallones gipuzkoanos de don Gaspar de Jauregi y ahí conoció al Tío Tomás, que sabía cómo trabajaba y tenía mucha confianza en él.

Pero Xarmanta seguía contando.

—Ayer pasamos por Ormaiztegi, su casa. Y nos dijo que en todos estos años solo había estado allí tres veces. Una vez durante la derrota de los liberales, el día 3 de enero, cuando corrimos a toda velocidad en su persecución; otra después de la derrota de Espartero, la rendición de Ordizia y la evacuación de Tolosa, cuando avanzábamos hacia Bergara; y la última, ahora, echado sobre una litera.

—¿Y Petriquillo?

—Ha examinado la herida y dice que no hay que extraer la bala, le ha puesto unos emplastos en la herida y parece que le alivian el dolor, pero no sé, está tan lívido, tan demacrado…

—Hija, tú ya no puedes hacer nada. Ahora descansa aquí y mañana iremos a Zegama, quiero saludar al General y ofrecerme a su hermana por si necesitan algo.

—¿Y yo?

Lo mío fue un grito, tenía que volver a ver al Tío Tomás, entonces casi recordaba solamente sus extrañas patillas.

—Tú también vendrás con nosotras.

Eufemia se levantó y cogió un quinqué, dirigidas por aquella luz, como raras mariposas nocturnas, nos fuimos a nuestros cuartos. Xarmanta cayó como un fardo sobre la cama, agotada por aquellas jornadas tan duras, y Eufemia creo que también, empujada por el sopor que produce el aguardiente. A mí me costó dormirme. El saber que iba a saludar a nuestro General, aunque estuviese enfermo, me excitaba, y anduve dando vueltas en la cama hasta muy tarde.

Bajo el cerezo, mientras leo estas historias, siento curiosidad y miedo, porque ahora sé que todas las vidas pueden guardar terribles secretos. También mi madre puede esconder un rincón oscuro del que yo formo parte. ¿Y yo?, ¿cuál es el mío?, ¿cuál es mi secreto? Si he decidido reencontrarme en la casa de Baliarrain, guiada por el hilo conductor de unas antepasadas que me han traído hasta aquí, tengo que ser sincera. Mi alma, mi espíritu, o como se le quiera llamar, es un panal con un laberinto de celdas, algunas ni siquiera me he atrevido a explorarlas. Pero ahora me doy cuenta de que yo no he llevado las riendas de mi vida, que he sido siempre lo que otros querían que fuese, y ese es mi secreto. El miedo es el rincón más negro y feo que yo escondo, un miedo a ser muy poca cosa, a no ser como aparento, a que los otros descubran mi corazón asustado. Cuando empecé a tontear con Peio, ya lo he dicho, leí un montón de libros de arte, simulado una gran pasión por los temas que a Peio de verdad le apasionan; quería gustarle, fui una discípula modelo, me convertí en lo que sabía que Peio quería que me convirtiera…, entonces, ¿quién soy yo? Eufemia, Xarmanta, siguieron su camino, fueron valientes y aceptaron el reto del error, de la equivocación, que nos descubre la verdad, pero yo no. Ahora creo saber que mi amor por Peio puede ser solo una pantalla. Soy un parásito que se alimenta de los éxitos del otro, si él se va, yo no soy nada. Por eso he sido tan ruin, por eso he perdido mi dignidad. No he querido mirar, no he querido tropezarme conmigo misma y verme en el espejo de la madrastra de Blancanieves, que me diría con la voz de Laura, «Querida, tú no quieres a Peio, tú le necesitas, sin él no eres nada», y tendría razón. Supongo que es demasiado fácil achacar mi inseguridad a la presencia de una madre fuerte, como era la mía. Supongo que echar balones fuera es lo primero que se nos ocurre cuando lo que vemos no nos gusta. Y ahora sé que, durante mucho tiempo, me he defendido diciéndome a mí misma, de esa manera extraña y sin palabras que es como nos habla el corazón, que la culpable de mis inseguridades era ella, la ama, que yo soy como mi padre, más sensible, más delicada, en definitiva, más débil, aunque nunca haya llegado a formular ese final. Si no hubiese ocurrido lo que ha ocurrido, si Peio no me hubiese engañado con Laura, me habría muerto sin descubrir mi propio engaño. Pero Peio me ha engañado y hay algo dentro de mí que ahora me empuja a vencer el miedo. La conversación con Laura me ha dejado desconcertada. Si soy sincera tengo que admitir que ha transformado parte de mi dolor y mi rabia en extrañeza, en curiosidad. Está pasando algo que en ningún momento he imaginado, que ni siquiera lo he intuido. He encontrado unos raros pendientes, una Laura misteriosa quiere hablar conmigo y, de repente, me siento valiente para bucear en mi alma. Eufemia, Xarmanta y Mirari me han mandado una señal. No sé, tengo la impresión de que, de pronto, estoy en un momento especial de mi vida, que otro yo quiere nacer dentro de mí, que algo me empuja a descubrir mi verdadero personaje.

Recuerdo una conversación con la ama unos meses antes de nuestra boda. La elección del vestido se había convertido en un problema. Y cuando me dijo que yo no estaba buscando algo que me gustase a mí, sino que buscaba algo que les gustase a Peio y a su madre, en lugar de admitir que tenía razón, me eché a llorar desconsoladamente y en aquel momento la odié con toda mi alma. Era verdad. Pienso, y creo que no me engaño, que yo he intuido en la relación de Laura y Peio la encarnación de la inseguridad que me ha acompañado siempre, ellos han representado para mí mi particular auto sacramental. La nube oscura, que tenía escondida en un rincón oscuro del alma, se ha escapado reencarnada en desamor, y ahora me toca o derrumbarme o aceptarme alejada del drama. A mis años ha llegado el momento de saber quién soy, qué quiero hacer de mi vida.

Cuando me despertaron para ir a Zegama estaba profundamente dormida. Pero enseguida me acordé de que íbamos a ver al Tío Tomás, y salté de la cama y me vestí en dos segundos. Aunque protesté, me obligaron a desayunar y, poco después, nos pusimos en camino.

La casa de la hermana del General es bonita, hasta señorial, no llega a ser un palacio, pero es un caserón con hermosas ventanas de rebordes de piedra de sillería. La casa está cerca de la plaza de la iglesia de San Martín de Tours y hay que cruzar un pequeño puente para llegar a ella. La verja y el pequeño jardín de la entrada, cuando llegamos, estaban llenos de gente y custodiados por granaderos. Enseguida los granaderos saludaron a Xarmanta y le dijeron que el Tío Tomás había pasado buena noche, así que entramos contentas por las buenas noticias.

La hermana de Zumalakarregi salió a recibirnos en cuanto supo que Eufemia estaba allí. Era una mujer menuda, nerviosa, pero muy agradable. Detrás de ella estaban un niño, más o menos de mi edad, y una niña más pequeña. Enseguida nos miramos los tres, sabiendo que en aquel mundo de gente mayor estábamos condenados a entendernos. Cuando los mayores subieron las escaleras para ver al Tío Tomás, a mí me palpitaba el corazón. Sin embargo no nos dejaron pasar a la habitación del herido, porque los médicos habían decidido extraerle la bala y en ese momento le estaban operando. Así que nos sentamos en un banco del pasillo a esperar, y yo a escuchar, quería saber si los héroes gritaban, o no, cuando les hacían daño.

Esperamos mucho y, por fin, salieron los médicos y Petriquillo. Eufemia se lanzó al interrogatorio.

—¿Cómo ha ido todo?

Pero ella y yo sabíamos, por la cara que tenían los médicos, que había habido complicaciones.

—Bien, bien, pero no ha sido fácil.

—La bala ha bajado por la pierna, ¿verdad?

Me quedé admirada de los conocimientos médicos de Eufemia.

—Sí.

—¿Entonces?

—Hemos tenido que sajar malamente.

Xarmanta dijo con determinación:

—Voy a pasar.

Y pasaron las dos, yo fui detrás, pegadita a sus faldas.

La habitación era bastante grande, con una ventana que daba a la huerta. En una esquina estaba la cama. El Tío Tomás, medio incorporado sobre un montón de almohadones, sonrió cuando vio a Eufemia y aún más cuando reconoció a Xarmanta.

—Tú también has venido, el hombre más hombre de todos mis hombres.

Luego sonrió por su broma y le tendió la mano a Xarmanta, que ella cogió con ternura mientras se le resbalaban las lágrimas.

—Si lloras, retiro lo que he dicho.

Y mi madre se sorbió los mocos con tal entusiasmo para cumplir la orden, que la hermana del General entró para ver qué pasaba.

Como yo estaba en un rincón y nadie me hacía ni caso, aproveché para mirarlo todo. La cara de Zumalakarregi estaba muy pálida, la nariz era larga, muy afilada, y apretaba la boca como si sufriese un gran dolor. Estaba muy bien afeitado y con las patillas perfectamente arregladas, igual que cuando le vi por primera vez. Se las hubiera acariciado como entonces, pero no me atrevía. Desde mi rincón veía el arcón de nogal que estaba a los pies de la cama, la mesilla con una pequeña aguabenditera de plata y un montón de estampas colgadas de un clavo con cintas de seda. En la cabecera había un Cristo grande y, cerca de donde yo estaba, un Niño Jesús casi de tamaño natural, cubierto con un dosel de raso violeta.

Eufemia me llamó.

—Acércate para que te vea don Tomás.

No sé por qué, me acerqué despacito, procurando no hacer ruido como si estuviera dormido.

—Es Mirari, mi nieta.

Me miró intentando sonreír, pero sus ojos estaban muertos. Fue la primera vez en mi vida que experimenté aquella sensación extraña que me congelaba el corazón, de pronto descubría la muerte en los ojos de quien me hablaba. Desde entonces, cuando descubro esa expresión en unos ojos, nunca me equivoco, aunque hasta los médicos digan que el enfermo está bien.

Don Tomás, como si adivinara mis pensamientos, dijo entonces:

—Los médicos y Petriquillo dicen que estoy mucho mejor, pero no sé…

Y obedeciendo a un impulso me acerqué y le acaricié suavemente las patillas. Entonces noté que se abrasaba y vi que un sudor frío se le escurría por la barbilla y por la frente.

—Mi general, nos veremos pronto en el campo de batalla, y no haremos caso a esa pandilla de inútiles, de cobardes, ni al tonto del… —se calló a tiempo— de don Carlos, que se deja convencer por cualquiera. Solo usted decidirá lo que hay que hacer. Mecagüen, todo por culpa de esos imbéciles, de esos hijos de…

Eufemia cortó enfadada aquel discurso, pero fue lo único que de verdad le hizo gracia al Tío Tomás, porque se le escapó un ruido extraño que quería ser una carcajada. Entonces, quizás por aquel esfuerzo, se le torció la boca y se retorció de dolor. Eufemia y su hermana llamaron a los médicos, que entraron precipitadamente y enseguida le dieron opio. Eufemia opinó que las cantidades que le estaban suministrando eran excesivas, que podían matarlo, pero ninguno de los dos le hizo caso. Unos segundos más tarde, Zumalakarregi empezó a delirar. Se creía que estaba en el sitio de Bilbao y llamaba al general Eraso, luego, uno a uno, y por sus nombres, a todo su Estado Mayor. De pronto cayó en una especie de sopor y los médicos dijeron que era un buen síntoma. Todos nos quedamos más aliviados y alguien tuvo una ocurrencia.

—Le mandaremos la bala a don Carlos, será un recuerdo histórico que su majestad agradecerá mucho.

Y Xarmanta, si no la sujetamos, por poco se le lanza a la yugular a los gritos de, «¡¡Qué recuerdo histórico, ni qué niño muerto!! ¡¡Todo ha sido por su culpa!! ¡¡Que le metan la bala por donde le quepa a su majestad!!».

En aquel momento el General recuperó la consciencia.

Se hizo el silencio para escuchar lo que decía. Después de la buena noticia de los médicos, yo pensé que igual quería algo de comer, y se me ocurrió que le podían dar lo que a mí más me gustaba, la mamia[7] que hacían Antxoni y Eufemia, y que yo acompañaba con montones de azúcar, pero, sin revolver, para que entrase enterita y bien cuajada en la boca.

Pero no fue así.

Con una voz que apenas se oía, el General nos dijo:

—Me estoy muriendo, haced lo conveniente al caso.

Xarmanta, que sabía que aquel «lo conveniente al caso» era la fórmula militar para que se organizara todo lo relativo a los últimos sacramentos y las últimas voluntades, se acercó a la cama del moribundo y le pidió, por favor, que no se muriese, pero todos nos dimos cuenta de que se moría sin remedio.

Enseguida entró el párroco, puso el oído junto a la boca de Zumalakarregi y escuchó una brevísima confesión, que fue suficiente para absolverle los poquísimos pecados que podía tener, como dijo su hermana, y todos estuvimos de acuerdo. Después entró el escribano y le preguntó por su última voluntad.

—Dejo mujer y tres hijos, que son los únicos bienes que poseo. Nada más tengo que poder dejar.

Y era verdad.

Y luego, dio la orden de que le llevasen el viático.

En cuanto se supo lo que estaba ocurriendo todo el pueblo llenó la casa. Se fue el párroco y volvió un poco después con el viático y otros curas. El acto fue solemne, patético y emocionante. El Tío Tomás recibió la comunión y, como si hubiera aguantado las fuerzas solo para aquel momento, enseguida cayó en una inconsciencia que le hacía parecer ya muerto. Todos llorábamos. Las lágrimas y los rezos eran los únicos sonidos que se escucharon aquel día en Zegama.

Por fin, a las diez y media de la mañana, murió el General, nuestro General. Tenía cuarenta y seis años de edad.

Dejó catorce onzas de oro a los sirvientes de su casa. A su viuda no le dejó nada, porque no tenía, estaba acostumbrado a repartir la paga entre sus hombres. También encontramos una pequeña caja en donde guardaba los planes de batalla para continuar la guerra.

Eufemia y Xarmanta supieron muy pronto lo que querían. Pelearon con la vida para cumplir con su destino. Las dos fueron mujeres solas, fuertes y valientes. Zumalakarregi también. Fue un héroe. El Tío Tomás había muerto como había vivido, luchando por lo que creía justo. Había puesto todas sus capacidades al servicio de unos objetivos, de sus objetivos. Visto desde ahora, se me hace difícil imaginarlo viejo y achacoso, sentado en un sillón con la mirada perdida.

Sin embargo, yo todavía nado a la deriva, llena de confusiones. Me he inventado un personaje para estar a la altura de Peio y de Laura. Me he casado, he tenido dos hijos y, hasta hace unos días, pensaba con absoluta simpleza que estaba llegando al «vivieron felices y comieron perdices». Creía que nuestra relación, la de Peio y la mía, iba a ser tan dulce como el caramelo, hasta que muy ancianitos, como unos amantes de Teruel marchitos y arrugados, volásemos al otro mundo, donde comeríamos esas dichosas perdices de los cuentos. Pues no, nada de eso es verdad y, de pronto, al ver mi vida rota en pedacitos, empiezo a pensar que igual no quiero reconstruir el mismo rompecabezas, que igual quiero inventarme un rompecabezas nuevo. Odio a Laura porque me ha quitado a Peio, pero la odio quizás más aún porque ella no dudó, quiso a Peio y estiró su mano larga para atraparlo, como Zumalakarregi se lanzó a atrapar cristinos. Pienso también, y esto no lo he formulado nunca hasta leer los manuscritos, que yo supe antes que Peio y Laura lo que podía pasar entre ellos y que no he hecho nada por evitarlo, porque, en el fondo, he querido que pasase, porque siempre he sabido que yo sola nunca saldría del pozo en donde he estado escondida, porque necesitaba un empujón que me alentase a la acción, y ese empujón podía ser la traición de los dos. Me veo como los asesinos que dejan pruebas sutiles a la vista de la policía, deseando inconscientemente que los cojan. Pero también pienso que quizás no ha sido eso sino el orgullo el que ha hecho que no me diese cuenta de las señales inequívocas que me estaban avisando de que entre Laura y Peio había algo. No he querido reconocer que Peio me engañaba, y menos con Laura, era demasiado humillante. Me acuerdo de una de las múltiples fiestas en casa de Laura. Peio y ella estaban en la terraza, mirando el mar. Yo les observaba, y la silueta de Laura me trajo a la cabeza el cuadro que pintó Salvador Dalí a su hermana Ana María, ella de espaldas, asomada a la ventana y contemplando el mar de Cadaqués. Aquella noche ni siquiera me di cuenta de que Maritxu se me había acercado.

—Hacen buena pareja, ¿verdad?

Y se rio de su gracia, y yo, disimulando, me reí con ella.

Y era verdad, hacían muy buena pareja. Entonces, ¿por qué en aquel momento no me paré a reflexionar, a analizar? Había un montón de mensajes que se escapaban de aquella imagen de una pareja de espaldas contemplando la playa. Los cuerpos estaban demasiados juntos, se apoyaban el uno en el otro con languidez. El perfume de Laura llegaba hasta donde yo estaba, sensual, rico, decía «Cómeme despacito». Peio giró la cabeza para decirle algo y vi su sonrisa cálida, cómplice. Ella se retiró el pelo de la cara con coquetería, el mechón le rozó a él en la frente como una pluma suave y ligera. Se rieron los dos. Entonces miré a mi alrededor para ver si alguien había visto lo que yo había visto. No, los corrillos de gente andaban entretenidos en sus cosas, hasta Maritxu hablaba sin parar de espaldas a mi intuición. Respiré hondo para borrar lo que me gritaba la realidad que tenía delante y me fui a por una copa…

¿Por qué hasta hoy no he vuelto a recordar a aquella escena? ¿Por qué la había enterrado tan adentro y la había cubierto de polvo? ¿Por qué no había querido reconocer durante todo este tiempo lo que me hacía daño? Sin embargo ahora no me duele tanto y esta sensación nueva y liberadora me asusta, sí, me asusta, sé que si pierdo por fin el miedo, tendré que enfrentarme a una nueva vida.

Y ahora, bajo el cerezo, con este viejo manuscrito entre las manos, empiezo a notar una brisa fresca que suavemente va barriendo las galerías de topo maliciado en donde he escondido muchas cosas. Y es verdad, estoy perdiendo el miedo a sentirme sola a la hora de tomar decisiones. Hago un repaso de estos días en Baliarrain. Aquí me he tropezado con la sorpresa de unas antepasadas valientes que parecen indicarme el camino. Me espera el manuscrito de una tal Casilda, de la que solo conocía su existencia por una foto, y el manuscrito de mi madre, lleno de secretos. La extraña llamada de Laura ha puesto patas arriba los últimos cinco años de mi relación con Peio. También he encontrado unos misteriosos pendientes olvidados. Y me espera además una la fiesta en la que puede que se decida mi futuro. Navego entre dudas en cuanto debo tomar una determinación.

A nuestro General le hirieron el 15 de junio, y nueve días después estaba muerto. Parecía como si el día más largo del mundo hubiera venido a llevárselo, como si los cuernos de las hogueras de San Juan, la noche mágica, hubieran querido acompañarlo en su terrible batalla contra la muerte. Le miré, nunca había visto un cadáver, pero su imagen lívida, su cuerpo lívido en cuanto apareció la muerte, me pareció majestuoso y sereno. Le cerraron los ojos, aquellos ojos castaños y claros de mirar penetrante. Tenía el pelo encanecido. La muerte vino acompañada de un silencio muy grande, el tiempo se había detenido.

Pero la vocecita llorosa de su hermana me despertó de mis contemplaciones.

—Hay que amortajarlo.

Xarmanta hizo que la vida volviera a transcurrir y empezó a dar órdenes.

—Que vengan sus granaderos.

El chaval de unos doce años, que había conocido cuando llegamos, corrió a llamarlos.

Entraron los granaderos y otra vez aquel silencio extraño y el tiempo detenido nos envolvió a todos. Los hombres se cuadraron ante su General, mientras lloraban como niños. Y Xarmanta, otra vez, convocó a la vida que seguía.

—Traed un uniforme de general.

Uno de los granaderos, negó con la cabeza.

Xarmanta le miró con ira.

—¿Qué pasa?

—No tenemos ninguno.

—Pues id a buscarlo.

Pero los médicos opinaron que no había tiempo, hacía demasiado calor para retrasar el entierro. La hermana resolvió la cuestión, tenía un frac de hacía tiempo del Tío Tomás.

Y ahora la que reventó a llorar fue Xarmanta.

—¡¡Le vamos a enterrar vestido como un mamarracho!!

Eufemia supo consolarla.

—Xarmanta, escucha, él nunca iba de uniforme. La chamarra, la txapela y las alpargatas eran las prendas que le gustaba llevar.

—¡Pues le enterraremos con eso!

—No podemos, vino herido y mal vestido, ya no queda nada de lo que llevaba puesto.

Por fin, Xarmanta pareció conformarse y las mujeres echaron a los hombres del cuarto para preparar el cadáver. Yo pedí que me dejaran quedarme con ellas. Aceptaron y puedo asegurar que, desde aquel día, le he perdido el respeto a la muerte. El cuerpo del Tío Tomás, desnudo, tumbado y dócil, no me produjo asco ni miedo. Había sido mi héroe, y lo seguía y lo seguiría siendo. Antes de que empezáramos a lavar el cuerpo me acerqué y le acaricié las patillas. Entonces sentí que él se había ido, pero que su espíritu no se iría nunca.

Xarmanta, con una delicadeza que nos sorprendió a todas, llevó el mando de la operación. Con cuidado lavamos y perfumamos al General. Después le vestimos con el frac. Y entonces la risa de Xarmanta rompió el silencio y nos hizo daño en los oídos.

—Miradle, tenía yo razón, parece un mamarracho, creo que él se hubiera reído mucho al verse con esas trazas.

Xarmanta decía la verdad.

Cuando terminamos llamamos a sus granaderos, que subieron trayendo un ataúd de plomo. Los hombres le colocaron ahí con la misma reverencia con la que nosotras le habíamos lavado, perfumado y vestido. Antes de que cerraran la caja, su hermana le llenó de besos y también Xarmanta. Después taparon el féretro y quedaron en mandar una llave a su mujer, que estaba en Francia con las hijas y todavía no sabía nada de lo que había pasado, y otra al rey.

Cuando el General salió de la casa en hombros de los granaderos hacia la iglesia de San Martín, una multitud esperaba en silencio. El trino de los pájaros y el ruido del agua del torrente era lo único que se oía.

Luego me contaron que una mujer joven que lavaba en el río, cuando vio pasar el cortejo dijo entre dientes, «Bien muerto está… Mandó fusilar a mi padre», pero yo no me lo creo.

Allí, en un humilde sarcófago, le dejamos descansar.

Después llegaron más rumores. La causa de la muerte había sido una septicemia, pero como la herida que había recibido fue considerada leve, se empezó hablar de que hubiera podido ser asesinado. Aunque yo pienso que el Tío Tomás murió por culpa de los médicos y de Petriquillo, que no supieron poner remedio a tiempo. Petriquillo murió siete años más tarde, el 11 de agosto de 1842. Aquel día volvía de Oñati y la muerte le pilló en la cuesta de Udana, en un lugar llamado, Inunziasa. De él también se dijo que había sido asesinado.

Han pasado cincuenta años desde la muerte de nuestro General. Vivo sola con mis recuerdos en Baliarrain. Eufemia y Xarmanta ya no están. Xarmanta, mi madre, después de la muerte del Tío Tomás, dejó el Ejército, nada la retenía ya allí, consideraba a don Carlos y su corte culpables de la muerte del General. Así que se instaló con Eufemia y conmigo, pero aguantó poco tiempo. Después de unos meses decidió dedicarse al pastoreo. Y allí se fue por los montes, viviendo libre y a su manera. Es lo mejor que pudo hacer. Acabó la guerra, que quedó sellada con el Abrazo de Bergara. Para muchos carlistas, como Xarmanta, aquel acuerdo fue una traición. Xarmanta, de vez en cuando, bajaba de los montes a visitar a Eufemia, hasta que un día ya no bajó más al pueblo, para entonces Eufemia también había muerto.

La historia se cierra. Hoy, 23 de diciembre, trasladan el cuerpo del Tío Tomás desde el cementerio donde lo enterramos al elegante monumento que han levantado en la parroquia. El escultor ha sido Francisco Font. El nieto de don Carlos, el actual pretendiente carlista, Carlos VII, ha delegado su representación en el marqués de Cerralbo. Dicen que va a haber banda de música militar, desfiles y mucha pompa. Pero yo sé que en esta ceremonia solo veré a mi General, a Xarmanta y a Eufemia, los veré igual que entonces, vivos, luchadores, valientes, como eran y como yo los conocí.

He pasado por la iglesia de San Martín de Zegama, hacía tiempo que no iba por allí, de pronto he tenido necesidad de volver a ver el monumento a Zumalakarregi. Al acercarme, primero he ido hasta la verja de la casa donde murió el General. Y como cuenta Mirari, a mí también me ha parecido ver a Eufemia, Xarmanta, Mirari y al Tío Tomás. Después, ya dentro de la iglesia, que estaba sola, he pasado un buen rato delante del enorme mausoleo de Zumalakarregi. Encima de un pedestal hay un sarcófago, y sobre él, la estatua de don Tomás de Zumalakarregi en mármol de Carrara. Y le he rezado, como si fuera un santo, para que me arengue, igual que hacía con sus soldados, y me dé coraje, intuición y fuerza. Por primera vez en mi vida voy a ser yo, voy a buscarme hasta encontrarme y voy a decidir mi futuro.

Ahora estoy bajo el cerezo. Es primavera, un milagro que hace que la naturaleza rezume vida. Voy a enfrentarme a las tres primeras cosas con las que he decidido empezar la que yo llamó mi nueva etapa: saber qué le pasó a esa desconocida Casilda, leer el manuscrito de mi madre y resolver el enigma de quién es Peio y de quién soy yo.