Si estás leyendo este manuscrito, he tenido suerte. La pequeña botella de náufrago que he lanzado al inmenso océano del tiempo ha llegado a buen puerto. He escrito con la esperanza de que alguien, como tú ahora, sepa que he vivido, y con la esperanza también de que lo que tengo que decir quizás pueda servir de ayuda y consuelo. Quien ha aprendido puede enseñar, y yo, te lo aseguro, he aprendido. Aquí vas a encontrar un secreto, mi secreto, el que me ha permitido alcanzar el final del camino y poder mirar hacia atrás sin ira. No he sido valiente; me he rebelado, pero mi rebelión fue callada, por eso ya es hora de que cuente toda la verdad. La caja fuerte de mi secreto va a ser esta querida casa de Baliarrain, aquí dejaré el relato de esta vida mía para que alguien lo encuentre, ojalá mi experiencia te sirva para descubrir tu propio camino.

Desde la ventana veo los tres robles del jardín; el arce, que se vuelve de fuego en otoño; el olivo, metáfora de la eternidad tranquila, y el cerezo, mi querido cerezo. Este jardín, testigo de mi vida, me perdurará, seguirán ahí los robles, el arce, el olivo y el cerezo, y yo me habré ido tranquila, después de haber cumplido la necesidad de contarme. Tanto sentimiento silenciado no cabe ya en este cuerpo marchito y cansado.

Y hoy yo veo también los tres robles, el arce y el olivo y el cerezo, los mismos que veías tú, Eufemia. Supongo que entonces no eran tan grandes y frondosos como los veo ahora, pero me impresiona pensar que esta mirada mía se funde con la tuya y que, como tú, yo también quiero lanzar una botella de náufrago al océano del tiempo y gritar que he vivido. Dicen que las mujeres no tenemos historia, y no es verdad, sí la tenemos, aunque a veces esa historia sea triste y plana. Todas las vidas se pueden contar, incluso las que están tejidas de soledad y frustración. Nadie sabe los sentimientos que bullen, bullen hasta hacer daño, detrás de una vida en que cada minuto, cada hora, es igual a los anteriores, y todo porque otros han decidido que sea así. Incluso esas historias sin historia son únicas; son historias que nos hablan de vidas robadas, sin futuro más allá de los propios sueños vividos a escondidas, inconfesables, pero que hacen la soledad más rica. Son la historia de la no historia, y durante siglos las mujeres hemos sido las protagonistas de vidas que el mundo consideraba invisibles. Ahora recuerdo a la abuela de José Saramago, habitante de un pueblo pequeño, también sin nombre, llevando una vida para muchos pequeña e invisible y que, sin embargo, decía que no quería morirse porque el mundo es muy bonito. Y es verdad, la vida es bella, con la belleza de la tragedia que también nos habla de amor, miedo, amistad, alegría, dolor y muerte; aunque como a mí ahora, o como a ti entonces, Eufemia, el acto que me está tocando representar en mi papel de protagonista resulte muy complicado de interpretar.

Aquel día era mi cumpleaños. Tengo muchos años, a veces pienso que demasiados; sin embargo, recuerdo con nitidez los momentos importantes que han marcado la trayectoria de mi vida. Creo que hay instantes concretos y exactos en la existencia de cualquiera, tan concretos y tan exactos que podríamos indicar sin equivocarnos el día y hasta la hora en que sucedieron, porque ahí se decidió nuestro destino.

Crecí queriendo a los que me rodeaban y confiando en ellos. Nunca pensé que me pudieran hacer daño. Hasta que aquel 4 de agosto de 1794, en que cumplía quince años, descubrí que era el peón indispensable para que la existencia de los míos fuera más cómoda, solo más cómoda, ni siquiera más feliz. Por eso, cuando todavía estoy a tiempo, ha llegado la hora de hablar, es hora de decir cómo supe burlar mi destino, el destino que me habían trazado.

Recuerdo aquella mañana; nuestra casa de la calle San Jerónimo fue testigo de ese primer mojón en el camino, que me señaló la dirección que me obligaban a tomar y que no era precisamente la que yo quería. Entonces me revolví contra mi condición de hija de familia; odié a mis hermanos, que por ser varones no tenían mojones ni fronteras que les cerraran el paso; odié a mis padres, que me utilizaban; odié al mundo por ser despiadado y egoísta; y odié a la tonta de mi cuñada, que nunca se había cuestionado nada y se había creído el cuento de que ella, como todas, había nacido para la abnegación y la obediencia. Pero no me extraña, aquel cuento era una patraña elaborada con infinita elegancia para que nosotras mismas tejiésemos la tela de araña que nos mantuviese atrapadas para siempre. Sin embargo, encontré el modo de escapar, y he vivido, he vivido mucho más de lo que los demás quisieron e imaginaron.

Y todavía, querida Eufemia, continuamos atrapadas en esa tela de araña. Todavía hoy nos remuerde la conciencia cuando alguna vez nuestros proyectos son solo nuestros, y nos angustiamos pensando en las obligaciones familiares que apartamos a un lado para sentirnos vivas, pero que, al parecer, son también solo nuestras, porque nadie se hará cargo de ellas si no lo hacemos nosotras. Eso nos han enseñado, así que nos sentimos egoístas y sin sentimientos. Otras veces, cuando la vida nos dice al oído que no va a haber más oportunidades, que el tiempo está ahí al acecho y que nos vamos a ir yendo despacito sin haber cumplido con nuestro destino, creemos que los demás nos chupan el alma, que nos estamos traicionando a nosotras mismas, y vuelven la angustia y las dudas.

No es nada fácil vivirse. Yo misma, la primera vez que ocurrió, cuando primero intuí y luego supe con certeza lo que estaba pasando, me convertí en una moneda gastada de dos caras, pero en la que todavía mis hijos, ignorantes de todo, podían ver una sonrisa, podían seguir creyendo que su mundo estaba en orden y nadie podría destruirlo.

El 4 de agosto de 1794, mejor dicho, el 17 thermidor, según el nuevo calendario revolucionario, entraron las tropas francesas en San Sebastián. Como he dicho, era mi cumpleaños. Con mis relucientes quince años, tan nuevecitos, me sentía una persona importante. Los franceses estaban a la vuelta de la esquina, pero cuando me desperté no me acordé de ellos. Recuerdo que oí jaleo en la calle y que las campanas de Santa María y de San Vicente cantaron las siete. Me había dormido, era muy tarde y el sol hacía mucho rato que había salido, así que me levanté de un salto y me vestí deprisa. Estaba nerviosa, igual hoy me comunicaban mis padres a quién me habían elegido por marido. Éramos una familia importante, y seguro que mi pretendiente iba a ser rico. Desde muy pequeña fui una niña lista, no se me escapaba casi nada de lo que pasaba en casa, pero también tengo que confesar que, a veces, más de las que me hubiera gustado, me convertía en un bicho tontorrón, obtuso, incapaz de interpretar lo que tenía delante de mis narices. Y respecto al matrimonio fui francamente idiota. No sé por qué pensaba que una vez casada iba a ser libre como un precioso patito que se deja mecer dulcemente por la corriente, mientras va de aquí para allá cuando le da le gana. No me sirvió de nada el ejemplo de mi madre, siempre extrañamente enferma de una enfermedad desconocida y rara, tan rara que a veces me hacía intuir que su fragilidad era una comedia para escapar de los caprichos de mi padre y de una vida de la que estaba harta. Tampoco fui capaz de sacar ninguna conclusión de la relación de mi cuñada Carlota y mi hermano Pedro. Carlota me ponía de los nervios con aquella vocecita irritante que repetía sin respirar todo lo que decía mi hermano. Nunca se me ocurrió pensar que mi matrimonio pudiera ser algo parecido, ¡qué va!, yo era distinta a ellas, esas cosas solo les pasaban a las demás. Siempre he vivido acompañada de una imaginación desbocada y de una desbocada vehemencia, vamos, que he sido y soy bastante apasionada y extravagante. Por eso, cuando les pintaba a mis amigas el cuadro maravilloso y exagerado de mi futura vida de señora casada, alguna se ponía rabiosa y me decía que lo más seguro era que me casaran con un viejo. Entonces me reía y solía contestar que eso era lo mejor que me podía pasar, porque así mi viejo marido se moriría pronto y me convertiría en una viuda rica y libre. Y se solían ir muy escandalizadas.

Pues yo, Eufemia, he tenido la suerte y la desgracia de querer a Peio, de quererlo con toda mi alma; tanto, que lo creí solo mío; tanto, que me volví loca cuando pasó lo que pasó; tanto, que me convertí en tirana y ahogué su libertad con engaños y maldad, como nunca pensé que fuera capaz de hacerlo.

A mí nadie me obligó a nada. Me enamoré. Nos enamoramos, o eso creí entonces. Y pensé que ya estaba, que nada ni nadie iba a romper aquella vida nuestra. También yo soy ambivalente como tú, capaz de las más sutiles y etéreas intuiciones, y capaz también de razonar con la frialdad de Clint Eastwood persiguiendo a un perverso asesino en serie. A veces, empujada por no sé qué efluvios malignos que me lo embarullan todo, me convierto en un bicho tonto, obtuso, fanfarrón y feo. Siempre creí saber el tipo de mujer que le gustaba a Peio. Pero con Laura me obnubilé, sufrí uno de mis ataques de idiocia galopante, y admiraba tanto a Laura, admiraba tanto a Peio, que no se me pasó por la cabeza nada de lo que luego ocurrió. Ni siquiera pensé que tuvieran demasiadas cosas en común, además, siempre creí que Laura no era el tipo de mujer que le gustaba a Peio, sin sospechar que, si alguien no es tu tipo, cuando te atrapa, se te engancha al corazón de una manera misteriosa y puede quedarse ahí el tiempo que quiera. ¡Qué ingenua! Por fin, cuando caí de mi guindo particular no fui capaz de aceptar la libertad del otro. A partir de ese momento enseñé mi cara más fea, tan fea que ahora que ha llegado el momento de la verdad estoy asustada, muy asustada y muy triste. Peio podía haberme perdonado una infidelidad, pero nunca un comportamiento rastrero y bajo como ha sido el mío.

En fin, que aquel 4 de agosto, en cuanto abrí la puerta de mi cuarto me di cuenta de que algo grave estaba pasando. Mi padre y mis dos hermanos daban órdenes a gritos a los criados, mientras mi madre y mi cuñada gimoteaban. Bajé corriendo la escalera preguntando qué pasaba y la respuesta de mi hermano mayor me dejó muda.

—¡Tú qué haces así todavía! ¡Recoge tus cosas de una vez, siempre dando problemas, nunca te enteras de nada! ¡Menos mal que no vais a casarla, porque no creo que exista un tonto sobre la tierra que esté dispuesto a quedarse con ella, y rezad para que sea capaz de cuidaros como queréis!

Miré a mi madre desconcertada, pero mi madre, llorando a moco tendido, se dejaba abrazar por mi gimoteante cuñada y parecía que no me había visto y que tampoco había oído nada.

Xalbadora me cogió de la mano y me llevó escaleras arriba, mientras subíamos me dijo que no hiciese caso a Pedro, estaban todos muy nerviosos porque los franceses iban a entrar en la ciudad.

Xalbadora era mi iñude, mi aya, mi consejera. Entró en casa cuando yo nací. Fui una hija tardía y mi madre no pudo darme pecho, así que, para que hiciese de nodriza, trajeron a Xalbadora, que acababa de perder a su hija recién nacida y también a su marido, un jugador empedernido que la abandonó dejándole solo deudas. Mi madre, después del parto, no recuperó la salud, se convirtió en esa mujer frágil y nerviosa que yo conocí toda mi vida. Xalbadora fue la que se ocupó de mí. Me quería como a una hija y yo la quería a ella con todo mi corazón, era a la única persona de la casa a la que contaba mis secretos. Hace muchos años que me falta, pero cuando me siento confusa o deprimida utilizo un conjuro muy sencillo que consiste en imaginar qué me hubiera aconsejado ella si aún estuviese a mi lado. Entonces se produce el milagro, porque su mente clara y ordenada, y también su gran corazón, se apoderan de mí y consigo desdramatizar, mandar al carajo la autocompasión y actuar con paz.

Eufemia, acabo de estropear tu manuscrito y ponerlo perdido de lágrimas. Ya lo sabes, al revés que tú, yo he actuado llena de ira y de miedo. No tengo fuerzas para ser valiente. Me he encerrado en esta casa huyendo del mundo y de mí misma. Pero sé que este refugio no me va a librar de lo que más temo. Necesito fuerza para repensarme, hurgar por dentro en la herida, encontrar una salida. No sé si lo voy a conseguir.

El cerezo está en flor, es tan hermoso que un montón de abejorros, mariposas, y miles de bichos, terroríficos vistos al microscopio, se acercan a sus flores atraídos por su belleza. Ninguno de ellos me hace ni caso. Y tengo la tentación de llorar aún más, porque hasta la indiferencia de estos bichejos me habla de soledad. Me recuesto en el cerezo y decido que se acabaron las lágrimas, que ahora es mejor olvidar, darme una tregua y conocerte a través de tu historia, es posible que tus palabras te conviertan en mi Xalbadora particular. Ojalá sea así.

Xalbadora, mientras recogíamos mis cosas, me contó lo que pasaba.

—Ese general Muller se ha dado un paseo militar. En Irurtzun los franceses han quemado la paja y el grano para que no puedan dar de comer a los animales y han extendido el tifus. Los nuestros están huyendo como pueden delante del ejército de la Revolución. En un par de horas los franceses estarán aquí, así que date prisa.

Y era verdad. El 21 de septiembre de 1792, de eso solo hacía dos años, en Francia se había abolido la monarquía y se había proclamado la Primera República. La noticia había conmocionado al mundo y también a los donostiarras. Contaban que, de manera imprevisible, el ejército mal nutrido y mal equipado del pueblo francés había ganado a los todopoderosos prusianos en la batalla de Valmy. Nadie daba crédito a semejante derrota y se empezó a hablar del fantasma de Valmy. Decían que la víspera de la batalla, un hombre vestido de negro y aspecto siniestro se había presentado ante Federico Guillermo II y que, de pronto, se había transformado en su difunto tío, Federico el Grande. Luego aquel fantasma había anunciado al rey una muerte segura en el combate del día siguiente. Sea o no verdad esta historia, lo cierto es que en la batalla de Valmy el ejército republicano francés logró la victoria. Mi hermano Miguel me dijo que los franceses habían conseguido infiltrar en la corte de Federico Guillermo a monsieur Fleury, un actor que entonces tenía mucha fama, para que interpretase el papel del fantasma del tío del rey, seguros de que Federico se creería la pantomima. A partir de ahí, los franceses avanzaron victoriosos por Europa, y ahora estaban a las puertas de San Sebastián.

Eufemia, te sorprendería ver las relaciones que ahora tenemos con los franceses. Ya no hay invasiones ni enfrentamientos, las guerras las llevamos muy lejos, a países aparentemente pobres, y tan ignorantes que la mayoría de sus gentes desconocen la suculenta riqueza que nos hace buscar un bonito pretexto para invadirlos. Además, la muerte también la escondemos para poder vivir como si no existiese. No queremos que nada ni nadie nos perturbe nuestra paz de caramelo. Sin embargo, todos sabemos que la guerra, la muerte y la enfermedad están ahí. Entre los franceses y nosotros, como te digo, reina la paz. Durante los años del franquismo pasábamos al «otro lado» para comprar cosas maravillosas que aquí no había, por ejemplo, jabón de escamas, chocolate Meunier, cuadernos de colorines y, sobre todo, libros, muchísimos libros prohibidos que teníamos que esconder antes de pasar la frontera, pequeños juegos de clandestinidad que nos hacía sentirnos héroes. Ya no hay fronteras. Todos somos ciudadanos de primera a este lado del gran muro invisible que oculta a los que tienen la miseria, la incultura, las enfermedades y las guerras por compañeras.

Sin embargo, desde Francia ha galopado hacia mí la desgracia en uno de esos momentos malos de la vida, porque hace tres meses murió mi madre. La muerte de mi madre me ha dejado una tristeza dulce. Ha tenido una vida cumplida y el final fue tranquilo, pero también me ha dejado un sentimiento de soledad, de conciencia del paso del tiempo, de remordimientos por los disgustos que le di y por las alegrías que dejé de darle. Pero es que, además, tras su muerte también siento un cierto rencor, rencor por sus silencios, por su omnipresencia excesiva, por sus juicios silenciosos, en fin, que es todo muy complicado. Y así estaba yo cuando ha ocurrido la tragedia, mi tragedia. Ha ocurrido hace solo una semana, solo una, y, sin embargo, ha cambiado mi vida: el mundo se me ha roto, ha arrastrado muy lejos el dolor por la muerte de mi madre y ahora vivo entre tinieblas. Fue el lunes, me acerqué al centro comercial San Marcial a hacer la compra. Anduve por allí, compré más de lo que necesitaba y me puse en la cola de una de las cajas. Enseguida me tocaron en el hombro y detrás de mí estaba Maritxu, amiga de la infancia y enemiga siempre. No me quedaba más remedio que aguantarla. Le devolví el abrazo, los cumplidos habituales y la mejor de mis sonrisas a sus risitas de rata hipócrita y empalagosa. Enseguida me recordó que no nos veíamos desde que se fue Laura, y eso era mucho tiempo, habían pasado cinco años. El comentario me puso en guardia.

La miré escondiendo la suspicacia y el sobresalto que me había producido oír otra vez aquel nombre. Eché un vistazo a la cola para ver si me tocaba ya y me escapaba de allí. Maritxu me miraba sonriente, sin embargo su sonrisa esta vez era extraña, malvada, más malvada que nunca; sus ojos no sonreían, yo diría que eran dos aguijones preparados para chorrear veneno.

—Vuelve Laura.

Lo dijo sabiendo que hacía daño, estoy segura.

Me convertí en Sarah Bernhardt y oculté mi angustia.

—Serán habladurías, no creo que le apetezca volver, vive en París muy a gusto con su riquísimo marido.

—Vuelve para quedarse, y me ha encargado que organice una fiesta de bienvenida. Ya están limpiando la villa. Por supuesto estáis invitados. Hoy mismo te iba a llamar para darte la noticia. Me alegro de haberte encontrado aquí. Díselo a Peio, ellos dos tenían una gran amistad, ¿no es verdad?

Y otra vez me miró a los ojos para no darme tregua, pero aguanté bien. Me quedé mirándola sonriente con la misma fijeza que ella. Luego la chica de la caja me llamó, era mi turno y no me había dado ni cuenta.

Salí de allí. Por fin había ocurrido. Cinco años confiando en que no iba a suceder nunca más. Sentí que el círculo se cerraba. Por un momento estuve a punto de gritar, ahora todo estaba perdido. Pero el ataque de pánico hizo que no controlara las bolsas y un montón de manzanas salieron corriendo, supongo que escapándose de mí. Gracias a su caza y captura recuperé un poco la razón. ¿Y ahora qué iba a pasar? Tendría que hablar con Peio, explicarle el porqué de la huida de Laura a París, justificar lo injustificable. No, no podía. No puedo. Quería esconderme y me he escondido en esta casa de Baliarrain.

Xalbadora, mientras me ayudaba a preparar la bolsa de viaje y para hacerme olvidar las palabras de mi hermano, charlaba sin parar sobre lo que estaba ocurriendo en Francia, aunque yo lo sabía muy bien. Por fin estuve preparada y Xalbadora dejó de machacarme los oídos con la historia universal. Bajamos y ya estaba toda mi familia dentro del carruaje. Detrás, en dos carretas, iban los criados rodeados de baúles y mil cachivaches. Parecía que nos íbamos al fin del mundo.

Bordeamos la playa en dirección al camino real. Yo iba incrustada entre mi madre y mi aburrida cuñada Carlota, que estaba embarazada de cuatro meses. La sombra de nuestro coche y el trotar de los caballos se reflejaban en la arena, como si formáramos parte de un espectáculo de sombras chinescas. Nunca me había parado a pensar qué iba a hacer con mi vida y esa fue la primera ocasión en la que lo hice. Hasta aquella mañana daba por hecho que me casaría, y aunque lo del viejo muy rico lo decía de broma, ahora que me habían robado esa posibilidad me parecía que era una broma a medias. Siendo sincera, me había inventado libre y casada, y, mientras huíamos a la casa de Baliarrain, me daba cuenta de que semejante reflexión era una soberana estupidez. Sentada a mi lado estaba Carlota y no se podía decir que fuera una mujer libre. El bruto de mi hermano le daba órdenes desde la mañana hasta la noche, incluso le decía cómo se tenía que vestir. No, yo no quería ser como ella y tampoco quería quedarme en casa cuidando a mis padres, convertida en una niña vieja sin voluntad ni decisión durante toda la vida. Apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y me hice la dormida para que no me molestaran. Tenía que reflexionar, pensar, decidir. Me daba rabia haber sido tan tonta. La mayoría de mis amigas estaban ya comprometidas, y hasta alguna casada, mientras que en casa nunca se hablaba de mi matrimonio. De pronto había visto claro, me había dado cuenta de que no quería ser un pobre títere como Carlota, como mis amigas, como mi madre. Nunca me había faltado imaginación, así que era el momento de ponerla a trabajar. Xalbadora me ayudaría. Y mientras pensaba y pensaba me quedé dormida. No me desperté hasta que llegamos a Baliarrain.

Yo también tengo que reflexionar, pensar y decidir. Yo también me he dado cuenta de que soy un pobre títere, de que sin Peio no soy nada. Durante todos estos años que llevamos juntos, su serenidad la he hecho mía y me he engañado tranquilamente pensando que era una mujer fuerte. Es el momento de que me descubra, me repiense, me acepte y, también, de que deje a un lado los engaños. Sin embargo no sé si voy a ser capaz. Necesito una Xalbadora como la que tú tenías. Seguro que nunca pensaste que tu botella de náufrago iba a llegar a manos de una miserable náufraga más perdida que tú.

En cuanto dejamos el coche toda la familia se olvidó de mí, cosa por otra parte bastante corriente en un mundo en el que se me consideraba el último mono. Creo que ya en aquel tiempo tuve la sospecha de que los principios de la Revolución tenían un apéndice que decía, «Derechos humanos del hombre y del ciudadano, excepto de las pequeñas Eufemias, porque ellas no han nacido ni iguales ni libres». Hoy sé que mi intuición no me engañaba. Pero volviendo a aquel 4 de agosto, en cuanto llegamos a la casa de Baliarrain subí con Xalbadora a mi cuarto, necesitaba hablar con ella.

Y allí me dejé llevar por la autocompasión. Durante un rato, entre gimoteos, hablé y hablé intentando expresar cómo me sentía. Hasta que Xalbadora se hartó y me lanzó un discurso frío, de una frialdad helada que yo no conocía en ella.

—Deja ya de llorar, se han acabado los tiempos en que podías arreglar las cosas con una llantina. No sirve de nada sentirse desgraciada, y ahora tienes que ser fuerte, decidir qué quieres hacer con tu vida. Nadie te va a regalar nada. Ya lo has visto, tus propios padres, más que pensar en ti, están pensando en ellos, y no digamos tus hermanos. Eufemia, no te arrugues, pelea por tu tesoro, tu vida es tuya y de nadie más. Un marido impuesto por tus padres no iba a resolver las cosas, te lo aseguro. Y ¿por qué crees que es mejor estar casada? Tú no ibas a elegir a tu marido, no ibas a ser más libre viviendo con él. Piensa bien en lo que te digo, tienes que pelear por lo que te importa, aunque fracases, aunque pierdas, porque por lo menos sabrás que has luchado.

Luego se rio.

—Creías que te ibas a poder dejar llevar por la corriente como una hoja tranquila y hermosa. Estabas equivocada. Me alegro de que tu hermano te haya hecho despertar, de verdad, me alegro aunque te duela. Tú no vales para estar como Carlota a las órdenes de un hombre. Te he criado y te conozco bien. Eres lista y orgullosa, sé que te hubieras marchitado muy deprisa en un mundo que no era el tuyo. Fíjate para qué me sirvió a mí el matrimonio.

—¿Le querías?

—No. También le eligieron mis padres. Era el hijo mayor de un buen caserío. Pero además era un jugador. Luego, cuando perdió todo y se escapó, mi propia familia me dio la espalda y me quedé sola con mi hija…, pero mi niña murió, ya lo sabes.

La abracé, me sentía culpable de haberle recordado aquel tiempo tan oscuro.

Xalbadora me apartó sin contemplaciones.

—Quita de aquí, que tengo mucho trabajo. Ahora vamos a olvidarnos de tristezas. Hoy es tu cumpleaños. Verás cómo encontrarás una salida. Eres fuerte, sé que lo harás.

Xalbadora se fue y me dejó allí rodeada de pensamientos que no sabía cómo ordenar.

Autocompasión. Yo no puedo tener autocompasión, Eufemia. No puedo perder el tiempo. Laura ha sacado de mí mi peor yo. No, no es verdad, yo he sacado de mí misma mi peor yo. Laura, menuda, guapita, una lolita venida a menos, pija y altiva. Laura, glotona de la vida, glotona de mi vida. Siempre tuvo más que yo. Aquel estuche doble de color amarillo, chorreante de lápices de colores; la inmensa biblioteca de su abuelo, que ella nunca leía y que yo me moría por leer; viajes culturales con sus padres; la señorita de compañía francesa que le enseñaba un elegante francés. Egipto, París, Londres, cada postal me ponía los dientes más largos. No, no y no, intento justificar lo que hice. Laura era también mi mejor amiga. He sido cobarde, débil, y la cobardía y la debilidad nos vuelven crueles. Son prisiones que cambian las reglas del juego para que todo esté permitido. La guerra también es otra prisión, también saca de nosotros instintos brutales que convierten en lógica y justa la peor de las pesadillas.

No estuvimos mucho tiempo en Baliarrain. Unos días después mi padre dijo que volvíamos a casa. Esta vez fui la primera en estar preparada. Dichosos franceses, no me traían más que sobresaltos. Aquellos días había disfrutado del jardín y de la huerta, dejándome llevar mientras reflexionaba como me había aconsejado Xalbadora. En primer lugar, y lo más importante, tenía que saber qué quería hacer yo con mi vida, para no acabar siendo un pelele de los deseos de los demás.

Durante el viaje de vuelta, mi padre nos obsequió con una clase de historia. El 4 de julio de 1719, el ejército francés al mando del duque de Berwick asedió también San Sebastián. Casi un mes después, el 1 de agosto, los donostiarras se refugiaron en el castillo de la Mota y, por más que los bombardearon, resistieron allá arriba. Y hubieran resistido aún más si no se llega a incendiar un arsenal del castillo. Murieron cuatro soldados nuestros, y los franceses entraron una vez más en la ciudad. No se marcharon hasta 1721. En fin, según concluyó mi padre, esta invasión de ahora podía durar unos cuantos años.

Y aquí se produjo lo que yo llamo uno de esos pequeños milagros que, de repente, iluminan nuestro cerebro y empezamos a ver claro algo que antes nos resultaba oscuro e intrincado.

Después de que mi padre nos deleitara con sus conocimientos históricos, yo, por entretener el viaje y demostrar que también sabía algunas cosas, conté mis últimos conocimientos adquiridos a través de Xalbadora y sus amigas pescadoras, que tenían noticias de primera mano sobre Francia y la Revolución gracias a los barcos que llegaban al puerto de Pasajes:

—Pues si los franceses se quedan tanto tiempo, dentro de pocos días celebraremos la fiesta de principio de año. Ahora en Francia el año empieza el 22 de septiembre y estamos en el año I de la Revolución. Y como no quieren que nada les recuerde a la Iglesia, no celebran fiestas religiosas. Todos los meses de otoño terminan en -aire, y se llaman vendémiaire, brumaire y frimaire; es bonito, mes de la vendimia, de la bruma y de la escarcha. Los meses de invierno terminan en -ose, nivôse, pluviôse y ventôse. Los de primavera en -al, germinal, floréal y prainal. Y los de verano en -dor, messidor, thermidor y fructidor.

Cuando acabé la perorata, me di cuenta de que había un silencio tenso dentro del coche.

Pedro carraspeó y me habló en un tono empalagosamente amable, traicionera dulzaina que inmediatamente me puso en alerta, por desgracia ese no solía ser su estilo cuando se dirigía a mí.

—Y tú, niña bonita, ¿cómo sabes esas cosas?

No caí en la trampa de decirle que lo sabía por Xalbadora.

—Ahora la Revolución está de moda y la gente habla sin parar de lo que está pasando.

La voz severa de mi padre nos cortó.

—Pues aunque mucha gente hable de Francia y de la Revolución, como dices, no es propio de una señorita conocer ciertas cosas. A ti no debe interesarte más que lo que pasa en tu casa, ¿entendido?, no quiero volver a oírte hablar de nada que no sea propio de una mujer honrada. Las fiestas religiosas son sagradas. En la catedral de Nôtre Dame se rinde culto a la diosa razón, ¿te das cuenta?, la diosa razón representada por Thérése Angelique Aubry, que lleva puesto el gorro rojo de la Revolución y levanta una pica en la mano derecha. Lo que hagan o dejen de hacer esos desarrapados de los sans culottes, que ahora parece que han tomado el mando, no es cosa tuya. Fíjate en tu madre y Carlota, ellas deben ser tu ejemplo. Solo me faltaba tener que oír barbaridades semejantes de mi propia hija. Bastante barbaridad es que esa Olympe de Gouges haya proclamado los derechos de la mujer y la ciudadana.

Mi hermano Pedro hizo callar a mi padre indicándole con la mirada que mi madre y Carlota, dos mujeres al fin y al cabo, le estaban oyendo hablar de sus propios derechos, y era mejor no mencionar el asunto y dejar las cosas como estaban.

Y esa mirada de mi hermano (claro está que a mí no me miró, yo estaba clasificada como bicho amorfo y asexuado) y esas palabras de mi padre, dichas deprisa e intentando contener la ira, fueron una revelación. Ni Xalbadora ni las pescadoras sabían nada de los derechos de la mujer y de la ciudadana. Ni siquiera mi madre ni mi cuñada debían enterarse de que existían. Sin embargo, esa información estaba ahí para quien supiese… (y me vino la luz),… para quien supiese… ¡leer! Esa iba a ser mi primera tarea. Siempre había sido curiosa. Me pasaba el santo día escuchando todo lo que decían a mi alrededor, y ahora me daba cuenta de que también había sido una crédula; aquellos retazos de información que iba robando no tenían por qué ser verdad, o por lo menos toda la verdad. Estaba claro, debía informarme yo misma y llegar a mis propias conclusiones. Así me enteré de que la primera redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no se refería a las mujeres ni a la esclavitud. Fue después cuando Olympe de Gouges, escritora, dramaturga y política, redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, pero acabó en la guillotina. En cuanto a la esclavitud, no fue abolida hasta 1794.

Aunque te parezca mentira, todavía hoy andamos a vueltas con eso de los derechos de la mujer y la ciudadana. Hubo un tiempo en que creí que si el mundo estuviera gobernado por las mujeres, no habría guerras, violencia, injusticias, y todos viviríamos en una arcadia feliz. Y no es así. Como decía una consigna ácrata del Mayo francés de 1968, el poder corrompe, y pienso que esa consigna es la pura verdad. Mira, Eufemia, hace unos años hubo una guerra terrible. El ejército americano invadió Irak. Los marines, el Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos (USMC), famoso por su disciplina y, desgraciadamente, a veces también por su brutalidad, está constituido en un siete por ciento por mujeres. Escucha, un día el mundo descubrió que miembros del Ejército americano habían cometido abusos sexuales y torturas contra los prisioneros de guerra iraquíes. Bueno, pues la prisión en la que se cometieron esas atrocidades estaba dirigida por la general Janis Karpinski; la oficial de mayor rango de la Inteligencia norteamericana, encargada de supervisar el estado de los detenidos, era la comandante Barbara Fast; y la presidenta del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU, organismo responsable de la declaración de guerra, era Condoleezza Rice. La guerra ha sido para nosotras siempre un escenario nuevo, ambiguo y perverso. Las mujeres, en un sentido, y no me entiendas mal, nos hemos beneficiado de las guerras. Los grandes dogmas de la sociedad patriarcal, basados en mentiras interesadas, se han solido venir abajo en época de guerra. De pronto las industrias se quedan huérfanas de mano de obra, y entonces se produce el milagro: esas mujeres, que poco antes solo tenían un destino, la perpetuación de la especie, el cuidado de las crías y la obediencia al varón, tienen que conducir camiones, trabajar en las fábricas, sacar adelante la economía del país. Eso pasó en la primera guerra mundial. Poco a poco, a golpe de guerras y a la necesidad de mano de obra, todavía hoy en muchos casos más barata, nos hemos ido incorporando al mercado laboral. Pero, eso sí, sin desatender nuestras obligaciones tradicionales, es decir, soportamos una doble carga de trabajo. Sin embargo, y como les pasó a los sans culottes, cuando todo vuelve a la normalidad otra vez se nos empuja a volver casa y las cosas se nos ponen difíciles. Ahora vivimos una terrible crisis económica a nivel mundial. Bueno, pues ante las oleadas de paro ya hay voces que se levantan exigiendo que las mujeres volvamos al hogar, de donde no teníamos que haber salido, y que dejemos nuestros puestos de trabajo para que sean ocupados por los hombres. Hablas de Olympe de Gouges. Me ha llamado la atención cómo se repite la historia. Verás, negros, mujeres y homosexuales tenemos un amigo común: la discriminación. Federico García Lorca (solía escribir su primer apellido sin tilde), un poeta asesinado en la guerra civil de 1936 y que era homosexual, cuando fue a Nueva York huyendo de un desengaño amoroso se sintió identificado con los negros, pero es que antes se había sentido identificado con las mujeres, y sus mejores obras de teatro tienen protagonistas femeninas. Hoy, como te decía, aún andamos a vueltas con eso de los derechos de la mujer y la ciudadana. Llegar a un puesto de responsabilidad supone muchos sacrificios. Te diré también una cosa que quizás no sabes. Durante la Revolución francesa se pusieron de moda los clubs: el de los Jacobinos, los Cordeliers y otros, como tú cuentas. Pero lo que igual no te dijeron es que hubo también clubs femeninos: Amazonas Nacionales, Damas Patrióticas, Damas de la Fraternidad y muchos más. Sin embargo estos clubs estuvieron muy mal vistos, porque se entendía, siguiendo a Rousseau, que el papel de la mujer estaba en casa y que las señoras no debían participar en la política. Tanto es así que incluso los jacobinos deshicieron y prohibieron su propio club femenino y, a continuación, lo mismo sucedió con todos los demás. Es decir, que a pesar de la declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, a partir de 1793 desaparecen por decreto todas las asociaciones femeninas. Théroigne de Méricourt, perteneciente al Club de las Amigas de la Ley, se enfrentó a Robespierre, y ante semejante osadía los jacobinos la acorralaron en la calle, le levantaron las faldas, le quitaron la ropa interior y le dieron azotes y latigazos entre gritos y risotadas. Desde aquella terrible humillación, Théroigne se volvió loca. Eso ocurrió en 1793 y murió en 1817.

El primer paso, pues, para poder reconocer mi destino iba a ser aprender, aprender y aprender. A mi madre y a Carlota las habían capado, eran animalitos domésticos que cumplían al pie de la letra lo que querían mi padre y mi hermano Pedro. Después de escuchar a mi padre, las pobres habían asentido con cara seria a cada una de sus palabras, estaban incapacitadas para darse cuenta de que aquellas teorías también las afectaban a ellas.

El comentario final de Carlota no hizo más que darme la razón.

—Es impropio que estés enterada de esas historias de la Revolución. ¡Qué disgusto, hay cosas que una mujer no debe saber!

Y se acarició el vientre como si quisiera proteger a su criatura de mis malas influencias, mientras mi madre, con voz quejumbrosa, le daba las gracias por sus palabras.

A partir de ahí no abrí la boca, y así llegamos a la calle San Jerónimo, a nuestra casa. Había soldados franceses por todas partes. Pero no hubo problemas.

Aquel 9 de agosto, o de thermidor, empezó una nueva fase de mi vida. Y así, en los días siguientes, empecé a poner en práctica mi plan. En primer lugar decidí que tenía que aprender a leer. No era fácil, porque nadie me iba a enseñar, pero después de darle mil vueltas se me ocurrió una manera que me pareció brillante, y no me equivoqué. En el despacho de mi padre había una biblioteca muy grande de la que él estaba muy orgulloso. Algunos de los libros eran primeras ediciones y muchas veces nos los enseñaba hablándonos de su valor. Concretamente, una primera edición de El Quijote me había impresionado mucho. Tenía ilustraciones muy hermosas y, para mí, aquel ejemplar se convirtió en un libro de cuentos. Cuando estaba enferma y desconsoladamente blandita, Xalbadora le pedía permiso a mi madre para enseñarme aquellos dibujos, porque era lo único que me entretenía. Yo sabía exactamente en qué estantería estaba aquel libro y qué palabras estaban escritas en su portada, por eso decidí que se iba a convertir en la plantilla mágica con la que iba a descubrir el misterioso jeroglífico de la lectura y de la escritura. Recuerdo la emoción de la primera noche. Esperé a que toda la casa estuviera silenciosa. Bajé a oscuras las escaleras para que nadie me descubriera. Entré en la biblioteca y encendí la vela. Allí estaba. Lo cogí con cuidado y no pude evitar hojear un poco aquellas ilustraciones que formaban parte de mi infancia y de mis sueños. Después subí a mi cuarto sin hacer ruido y empecé con la primera lección.

Aprender, aprender, aprender. Lo que tú decidiste es lo que hemos tenido que hacer muchas de nosotras. Aprender más que nadie, renunciar a familia e hijos si el puesto es de mucha responsabilidad, esperar a que los gobiernos, los hombres y las mujeres algún día seamos capaces de reorganizarnos, olvidándonos de estructuras del pasado. Del mismo modo que a nadie se le ocurre pensar hoy que podamos deber vasallaje a un señor feudal, tampoco se nos debería ocurrir que una mujer tenga que decidir entre su trabajo y su familia. Porque las dos cosas son compatibles siempre que nos inventemos una estructura social nueva que dé respuesta a esta nueva sociedad. Sin embargo, aunque hay avances, nuestra situación es tan absurda como la de un hombre que debiera ir al trabajo vestido con una armadura solo porque antes los caballeros iban así y cualquier cambio dé miedo.

Subí a mi cuarto silenciosa como un fantasma y empecé con la primera lección. Mi sistema para aprender a leer fue el siguiente. Yo sabía que el título del libro era El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha. Debajo del título decía: «Compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra», me lo había leído mi padre un montón de veces. Entonces, en la casa dormida, bajo la luz macilenta de la vela y emocionada, muy emocionada, fui consciente de que por primera vez en mi vida me lanzaba a un proyecto decidido solo por mí. Pero enseguida empezaron las dificultades que tendría que ir resolviendo. En primer lugar, al volver a leer el título, me encontré con un signo muy grande, «E». Perseguí su rastro en el resto de las letras del título y el nombre del autor, pero no lo encontré. Sin embargo me di cuenta de que yo pronunciaba ese mismo sonido en la «e» de «Quixote», en la «e» de «de», en la de «Miguel», en la de «Cervantes» y en la de «Saavedra». Fijándome un poco más, también descubrí que en algunas de las palabras la primera letra se escribía con un signo grande y en otras no. Este proceso de reconocimiento de cada uno de los signos me llevó mucho tiempo. Sin embargo, cada descubrimiento era para mí una alegría muy profunda, como la del poeta que por fin ve traducido en hermosos versos los sentimientos que quiere expresar, o la del científico que encuentra la fórmula intuida y que resuelve muchos enigmas de la naturaleza. Durante las noches que dediqué a aprender a leer, dormí muy poco. Adelgacé, me quedé pálida y con una mirada febril, brillante, que hizo pensar a mi familia que estaba seriamente enferma. Xalbadora me libró de aquel ataque de saber que, era verdad, podía haber acabado con mi salud. Y a partir de que mi iñude me descubriera perdiendo los ojos a la luz de una vela, tuve un horario que ella controlaba, apareciendo en mi cuarto y llevándose, hasta el día siguiente, a don Quijote, a Sancho y a Dulcinea. Y con ese método y mi empeño por fin aprendí a leer. Al principio tenía que hacerlo en voz alta para entender lo que leía. Y me costó un verdadero esfuerzo leer con la boca cerrada. Sin embargo, lo conseguí. A partir de ese momento devoré uno a uno casi todos los libros de la biblioteca de mi padre. Me daba lo mismo que el tomo elegido fuera de química o de física o de cualquier cosa que yo no entendiera ni una palabra, porque eran ejercicios de lectura que me iban dando soltura. Y en aquella locura lectora tropecé también con novelas y poesías que me emocionaron entonces, y aún ahora, tanto tiempo después, me siguen emocionando. Después de mi proeza, yo, que siempre he sido cargantemente orgullosa, me sentí superdotada, más sabia que los sabios de Grecia, más sabia que Robespierre, que entonces decían que tenía la sagacidad y la sabiduría del diablo. Xalbadora me había dicho, «Todos venimos a este mundo con las cartas marcadas, así que ya es hora de que dejes de llorar por las cartas que tienes y de que busques la manera de ganar. No se te olvide, Eufemia, quien abandona la partida pierde el juego sin remedio». Ella sabía de eso, solía ir a jugar a las cartas con las pescadoras del puerto y era de las buenas. Decía que esa era su manera de olvidar, pero yo creo que también ayudaban lo suyo los txupitos de un licor casero que preparaba la Engratzi, una de las pescadoras, y que la ponían contenta. Ahora que sabía leer había mejorado mis cartas, solo quedaba jugarlas con inteligencia.

En esas estoy yo también, Eufemia. Solo que me encuentro en el momento de después de una mala jugada y no sé cómo arreglarlo. Además, para jugar bien, como te aconsejó Xalbadora, hay que tener la cabeza fría. No se juega con el corazón, eso funciona en las novelas, se juega con la cabeza, y mi cabeza está hecha un lío intentando asimilar el torbellino de sentimientos que me ahogan, sobre todo el miedo, el pánico de perder a Peio para siempre. Y no quiero pararme a analizar este miedo, prefiero llamarlo amor. Porque en el fondo de este abismo en el que estoy sé que mi amor, como todo amor, está enredado con muchas cosas, entre ellas mi vulnerabilidad, mi fragilidad. Y lo sé yo, que siempre he alardeado de ser una mujer fuerte.

La euforia que me produjo el haber sido capaz de aprender a leer yo sola, sin ayuda de nadie, me llevó a analizar el resto de las cartas que me habían tocado en suerte. Había nacido en una familia burguesa, bien situada y con sus ribetes aristocráticos, hasta aquí, se podía decir que tenía un as en la mano.

Eufemia Idiakez y Olazabal, mi madre, descendía del grupo de los grandes. La casa solar de los Idiakez está en Azkoitia. Don Martín de Idiakez, nos contaba mi madre, aparecía como primer señor de la casa solar ya en el año 1360. El cuarto señor fue don Pedro de Idiakez y Olano, servidor de los Reyes Católicos. Después vinieron otros, siempre grandes, como don Juan de Idiakez y Balda, colegial del Mayor de Cuenca y secretario del Despacho de Felipe II y Felipe III. La otra rama de los Idiakez, a la que pertenecía mi madre, tiene la casa solar en Tolosa, en tierras de Aia, y esta querida casa de Baliarrain, en donde escribo, proviene de ese patrimonio. De estos Idiakez hubo un tal don Alfonso que llegó a ser secretario de Carlos V. En fin, que todos los Idiakez fueron jauntxos[1] y entroncaron con la nobleza navarra y castellana. Mi madre siempre terminaba aquellas charlas genealógicas con la misma frase, «Son muchos los títulos nobiliarios que abriga mi apellido y el vuestro, pero más aún lo es la aristocracia de la virtud, las armas y las letras que han adornado a nuestros antepasados». Después entornaba los ojos y, mirando el escudo gigante que presidía nuestro comedor, decía como si soñara, «Buey bermejo o de gules, atravesando un roble verde, terrazado en campo de plata».

Lo malo de este as mío era que la familia de mi madre había perdido casi todo, menos la casa de Baliarrain y el orgullo de su estirpe. La ruina de su familia permitió la boda de una Idiakez con mi padre, Pedro Sagüés Iriarte, de tierras de la Ulzama, un campesino pobre que vino a San Sebastián a buscarse la vida y que hizo una fortuna con el negocio de los barcos. Mi padre, que estaba encantado de haber emparentado con una cuna ilustre, quería a mi madre a su manera, le gustaba su porte elegante, su obsesión por la etiqueta y su belleza un poco triste. Más allá de eso vivía su vida, y si en alguna ocasión mi madre intentaba formar parte de ella, se ponía a ladrar como un loco. Porque mi padre ladraba, tenía mucho carácter, el que le había permitido llegar hasta donde estaba, así que era muy difícil poder hablar con él. Mis hermanos, Pedro y Miguel, trabajaban en el negocio familiar. Pedro adoraba a mi padre y mi padre adoraba a Miguel. Pedro era obediente, pero sin iniciativas. Miguel era distinto, elegante como mi madre e inteligente, mi padre le respetaba, y yo hasta que ocurrió lo de Dolores, también. Luego estaba yo. Y yo tengo que confesar que tengo el carácter de mi padre y, como él, ladro, por eso nuestra relación fue extraña. Durante la infancia fui la princesita de mi padre, me llevaba de paseo, me compraba todos los caprichos que le pedía, me enseñaba orgulloso a sus amigos. Pero crecí, empecé a ladrar como él cuando algo no me gustaba y se olvidó de mí. Dejé de existir para él desde el momento en que mi cerebro y mi carácter comenzaron a crecer y a decirle que yo tenía existencia propia, es decir, desde el momento en que se dio cuenta de que iba a ser muy difícil convertirme en su perrito faldero. Le debo a mi padre, pues, una infancia maravillosa y una adolescencia muy dura, en la que viví la soledad y el abandono sin saber por qué, lo que hizo que me culpara a mí misma y me volviera muy vulnerable.

Cuando se produjo la ruptura y su olvido, me empezaron a atraer los hombres mucho mayores que yo, y años después, repasando la historia de mi vicia, me di cuenta de que, en realidad, no eran ellos los que me gustaban, sino su aroma a paraíso perdido, la nostalgia de haberme sentido la elegida, la preferida entre mis hermanos, para acabar siendo muy poquita cosa. Creo que, sobre todo, me empujaba hacia esos amoríos el ansia por querer recuperar aquel tiempo en que nada me podía ocurrir porque mi padre, el jefe de la familia, me protegía. Si de mi padre me quedan los recuerdos de una infancia feliz y el desengaño que vino después, de mi madre heredé su fantasía y, aún las recuerdo, aquellas historias que ella me contaba sobre la grandeza de los Idiakez, tan fantásticas que yo intuía que eran una invención, pero que volvían a mi madre tierna y accesible.

Mi vida familiar ha sido tan normal como la de la mayoría de la gente y también tan complicada como la de casi todos. En los sótanos de nuestro yo viven demonios casi invisibles, pero muy activos, que nos pringan el alma de sentimientos tan fuertes como sutiles, surgidos en las profundas relaciones familiares. Ha muerto mi madre. A veces en la vida, los acontecimientos buenos o malos parece que se ponen de acuerdo para venir en tropel a nuestro encuentro. Cuando la visita multitudinaria se compone de sucesos felices, nos parece que la vida va a seguir siendo siempre así de buena. Pero si esa tropa que nos invade pertenece al grupo de los malignos, pensamos que nunca jamás vamos a poder escapar del agujero negro en el que estamos atrapadas.

Como te he dicho, mi madre ha muerto hace tres meses. Tanto dolor me ha sorprendido y, aunque parezca mentira, a mis años he tenido la impresión de que me he quedado sola, me he sentido huérfana, me he sentido rodeada de desconocidos. Después he experimentado paz. Mi madre ha muerto con más de noventa años, y su vida ha sido una vida cumplida. Pero también he experimentado la rabia. Hacía unos años que tenía sospechas de escondidos secretos familiares, y cuando quise saber más tropecé con su silencio. Jamás quiso hablarme de lo que había pasado. Su mutismo me dolió doblemente, porque me excluía, porque me convertía en una extraña, yo no era quién para compartir su vida. Intuía que todo lo que había creído sobre mi familia podía ser una edulcorada mentira, un cuento para niños tontos. Entonces enfermé de dudas. Luego, dos días antes de morir, ella me llamó y me dijo, «Sé que no lo entiendes, pero hay asuntos que es mejor no removerlos. —Luego me dio unas palmaditas en la mano y sonriendo añadió—: Hay cosas de las que yo no quiero hablar, es demasiado doloroso para mí, algún día lo comprenderás. Busca en la casa de Baliarrain, ahí están las respuestas que me pides y esas reliquias familiares que tanto te gustan. Me voy, este es mi final, ahora puedes enterarte de todo sin que me haga daño». Pocos días después murió tranquilamente mientras dormía. Yo me parezco mucho a mi madre, en la terquedad, la astucia, la soberbia, pero además también, como tú, ladro. Y ahora aúllo de dolor igual que una loba herida, aúllo de soledad y de incertidumbre. Estoy confusa, no sé qué debo hacer.

La primera vez que jugué mis cartas actué como una novata tonta que por vanidad es muy capaz de perder el juego, igual que el cuervo de la fábula frente a los halagos del zorro. Era noviembre, o si se quiere, frimario. Los franceses seguían aquí y parecía que la cosa iba para rato. El 23 fructidor, 9 de septiembre, hubo una revuelta popular porque prohibieron el uso de las capas y los capotes. La revuelta no prosperó. Como represalia, nuestros invasores detuvieron a monjas, curas y religiosos, y enviaron a treinta rehenes a Bayona para evitar nuevas movilizaciones, además arramplaron con todos los objetos de valor que encontraron en los templos. Aquí, los franceses instalaron la guillotina en la plaza Nueva, tan bonita, rodeada de soportales y balcones. Solo se llevó a cabo una ejecución, y yo convencí a Xalbadora para que, sin que se enterara nadie, me dejara presenciarla. No me costó convencerla, porque ella tenía también una perversa curiosidad por saber cómo funcionaba el macabro mecanismo. Recuerdo que nos levantamos muy temprano y sin hacer ruido, la ejecución era al alba. La plaza Nueva estaba llena de gente a pesar de ser tan temprano. Un cielo lechoso y de mal agüero anunciaba la llegada del día. Trajeron a aquel infeliz en un carro, con la nuca rapada, como la solían llevar los condenados para facilitar la acción de la cuchilla. Era un pobre hombre que, según leyó un soldado antes de ejecutarle, había robado no sé qué cosas al Ejército francés. Debía de ser un buhonero, porque ninguno de los que estábamos allí le conocíamos. Cuando le subieron al cadalso, el desgraciado gritaba que era inocente. Cerré los ojos y me refugié en el pecho de Xalbadora, estaba a punto de vomitar. Pero de pronto, se hizo un silencio muy grande en la plaza. Miré, el buhonero, con los ojos tapados por un trapo negro, ya no gritaba, parecía que se había resignado a morir. Y la cuchilla afilada descendió ligera sobre aquel cuello, que me pareció tan frágil como el tallo de una margarita, y lo cortó suavemente, sin hacer ruido. La cabeza cayó dentro de un saco de cuero. Hubo un murmullo de decepción general, el espectáculo había durado muy poco, y alguien hizo de portavoz de la multitud y exigió que nos enseñaran la cabeza recién cortada, como hacían las tricoteuses en París. Pero los soldados nos dispersaron y nos mandaron a cada uno a nuestra casa. Bueno, pues aquel día de noviembre, el de la ejecución del buhonero, al mediodía entré en el comedor donde estaba reunida mi familia y vi sobre la mesa una hoja en la que, gracias a mi nueva habilidad lectora, leí que hablaba de Robespierre. Hasta aquí no había nada de extraño. Sin embargo lo que escuché a continuación me dejó perpleja.

Mi padre:

—Ya veis qué de sacrificios nos vemos obligados a hacer, todo para mantener esta casa con la dignidad que se merece, y por vosotras, para que no paséis necesidades ni preocupaciones. No es nada fácil mantener también nuestra empresa a flote en los días que corren. Así que mañana salimos para Madrid, esta carta —dijo señalando el panfleto de la Revolución— nos convoca urgentemente a una reunión en la capital.

Pedro:

—Carlota, ya sabes cuánto me cuesta dejarte, y más en tu estado, pero no hay más remedio —como prueba de lo que decía, puso la hoja delante de la nariz de Carlota, que no sabía leer.

No me pude callar.

—Pero ¿qué les estáis diciendo? ¡Eso no es una carta, es propaganda de los franceses y habla de Robespierre!

Y me puse a leer en voz alta lo que contaba el diario.

No pude leer por mucho tiempo, Pedro me arrebató la hoja, mi padre empezó a ladrar como una jauría de perros y a Miguel le dio un ataque de risa. Carlota y mi madre parecían no entender nada, pero ahora sé que sí entendían, aunque preferían no entender.

Indignada por semejante explosión salí del comedor, mientras mi padre y Pedro se quitaban la palabra el uno al otro explicando lo inexplicable y llamándome mentirosa.

Junto a la escalera me detuvo Miguel y me pidió que fuera con él a la biblioteca.

—Bueno, ¿quién te ha enseñado a leer?

Parecía muy divertido.

Dudé si contestarle, pero, otra vez, mi vanidad pudo más.

—Nadie, he aprendido sola.

Miguel lanzó un silbido de admiración.

—¿Y también sabes escribir?

Me callé, pero al final admití la verdad.

—No. Es muy difícil. El mismo sonido no siempre se escribe de la misma manera. He intentado descubrir las reglas de la escritura, pero no lo consigo.

Miguel se rio, luego se puso serio y me dijo:

—Te ofrezco un trato.

—¿Qué trato?

Durante unos segundos paseó por la biblioteca en silencio. Después se sentó frente a mí y me miró a los ojos.

—Tú sabes lo de Dolores, ¿verdad?

Bajé la cabeza y susurré un sí.

Mi hermano tenía una amante, Dolores. Dolores era muy guapa. Alta, morena, y unos ojos negros tan hermosos como una noche hermosa. Había entrado a trabajar de criada con los Etxeberria, vecinos nuestros de la calle San Jerónimo y amigos de nuestros padres; allí le conoció Miguel. Cuando se supo el asunto, los Etxeberria despidieron a Dolores y Miguel le puso una casita con un pequeño jardín al otro lado del río, junto a la playa. En casa no se hablaba nunca de esas relaciones, para nosotros no existían.

—Dolores está muy sola. El trato es el siguiente: yo te enseño a escribir y un poco de cuentas, y tú visitas a Dolores y le enseñas algunas reglas de urbanidad…, a ver qué pasa.

—¿Qué quieres decir con a ver qué pasa?

—Nada, cosas mías.

—¿Por qué no te casas con ella?

—Digamos que es complicado, todavía eres una cría y no lo entiendes.

Me di cuenta de que mi hermano navegaba por mares tempestuosos. Las olas de aquella mar arbolada eran inmensas: la herencia de nuestros padres, que podía volar si se atrevía a casarse en contra de la voluntad de la familia; sus propios gustos exquisitos; la pérdida de la dulce dote de una mujer de nuestra clase, qué sé yo…

Así que le contesté gallito, ofendida por haberme catalogado de cría tontorrona e ignorante.

—Pues a mí me parece que eres un egoísta, que te estás aprovechando de la pobre Dolores y que un día la abandonarás.

Miguel me miró con toda la rabia del mundo en los ojos y en los labios, que se le habían quedado blancos.

Y aquí fui yo la egoísta, porque preferí olvidarme mi papel de defensora de la pobre Dolores por miedo a que mi hermano decidiera no enseñarme a escribir. Así que, como un mago de pacotilla, transformé mi enfado y me convertí en su hermana pequeña y desvalida, le dediqué monerías, carantoñas, hasta que se olvidó de lo que le había dicho y el trato quedó cerrado. Al día siguiente empezaba mis lecciones. Me temblaba la voz de la alegría cuando le di mil besos y le canté mil gracias a Miguel.

Por fin iba a ser una mujer culta, capaz de enterarme por mí misma de la realidad que me rodeaba, y con un futuro brillante.

Yo no sé a qué edad aprendí a leer, ni quién me enseñó. Pero me conocí leyendo. Creo que mi pasión por la lectura nació conmigo. Se me impuso. Y aunque nadie me hubiese enseñado a leer hubiera aprendido yo sola, igual que tú. Letras e imágenes se unen, aun hoy, en mi cabeza formando un todo. Es tan estrecha esa unión que, a veces, no sé si una imagen pertenece a una lectura o a algo que he visto realmente. He leído y sigo leyendo sin ningún método. Leo obras buenas, malas y regulares, y lo único que me guía es el placer, la capacidad que tengan de hacerme soñar. Cuando un libro cae en mis manos, establezco una relación de intimidad con su autor y los personajes. Ellos conocen mis más íntimos sentimientos y se instalan en mí de tal forma que sus vidas y sus peripecias me evocan mi propia vida, junto a ellos vivo en una hermosa torre de marfil que me aísla del dolor y de la muerte. Cuando tenía once años y poco antes de que entrara Laura en mi vida, me imaginaba, de mayor, dueña de la librería Ibérica, que estaba debajo de la casa de mi amona[2] Gervasia y tenía enormes estanterías llenas de libros que yo miraba con tristeza, porque no me los podía llevar todos a mi casa. Y todavía sigo así. Ahora mismo leyéndote, Eufemia, vivo tu vida y la mía, me siento segura, soy capaz de pensarme y pensarte, de algún modo extraño soy muy feliz. Leer es la única actividad que me ha apasionado, quizás porque leer es lo mismo que soñar despierta. Sin embargo, al revés que Peio y Laura, nunca he creado nada, nunca he tenido necesidad de hacerlo, aunque disimulaba, y más de una vez le he dicho a Peio que pensaba escribir una novela. Ahora sé que dentro de mí, sin que yo lo admitiese, estaba el miedo a que si Peio me comparaba con Laura, yo iba a salir perdiendo; por eso me inventé un yo creador cuando, igual que tú, después de encontrar a Peio imaginé que iba a navegar por la vida como un patito tranquilo, sin grandes sobresaltos, siempre feliz. Tenía once años, como te he dicho, cuando Laura entró en mi vida. Fue en noviembre. El curso ya había empezado y, un día, apareció en clase la directora, sor Samuel, con una niña de nuestra edad. Era Laura. Su padre, hasta entonces diplomático en Marruecos, había vuelto, y pensaba pasar el invierno con su familia en la villa que tenían frente a la playa de La Concha. Mientras sor Samuel nos pedía que fuéramos cariñosas con ella y que la ayudáramos en todo, Laura nos miraba descarada y sonriente. No era exactamente guapa, pero su sonrisa seducía y su aparente aire frágil animaba a ayudarla. Laura ocupó su pupitre y la clase siguió adelante. Pero cuando llegó el recreo, sin el menor esfuerzo, la niña nueva consiguió que todas la escucháramos con la boca abierta, al final anunció que muy pronto iba a dar una fiesta de cumpleaños en su espléndida villa y, a partir de ese momento, hasta las más envidiosas y retorcidas se desvivieron con ella para que las invitase. Laura y yo, no sé por qué, nos hicimos muy pronto amigas. Y entonces fue la primera vez que escuché la palabra: amante, y me enteré de lo que era eso. En la villa de La Concha vivía mucha gente: los abuelos maternos de Laura, sus padres, un primo y un montón de criados. El padre desaparecía durante largas temporadas. Una tarde, cuando subíamos al cuarto de Laura para hacer los deberes, a través de la puerta entreabierta del cuarto de la madre me sorprendió ver al primo y a la madre metidos en la cama. Laura descubrió mi cara de asombro y se echó a reír. Después me dijo, como la cosa más natural, que aquel hombre y su madre eran amantes, y que su padre lo sabía y no le importaba, él también tenía una amiga. Entonces esas historias me parecieron elegantes y cosmopolitas, no sospeché que debajo de la sonrisa de Laura había mucha soledad, ni tampoco sospeché el fracaso vital que se esconde debajo de la búsqueda desesperada de amor, porque el proyecto por el que apostamos acabó muriendo. Amantes. Entonces tampoco sabía que aquella palabra me iba a perseguir parte de mi vida. Laura, la amante de Peio. Peio, el amante de Laura. Peio y Laura amantes. ¿Y yo?

Fui con Xalbadora a visitar a Dolores. Elegimos la hora de la siesta de un día de bochorno. En casa todo el mundo dormitaba y nadie nos iba a echar en falta. Cruzamos el puente de madera de la Zurriola, y la brisa del mar, y hasta el espectáculo de las olas pequeñitas que formaba el agua, nos refrescaron la cara. Dolores nos estaba esperando. Esa primera visita fue muy artificial. Dolores estaba tensa y yo también, pero con el paso del tiempo, a medida que nos fuimos conociendo, acabamos siendo amigas. Dolores estaba muy enamorada de Miguel y quería aprender. Se fijaba en mis movimientos, me escuchaba sin respirar cuando le daba consejos de buenas maneras como estaba estipulado en mi trato con Miguel, nos preguntaba a mí y a Xalbadora sobre los gustos de Miguel, sus costumbres, sus manías. En aquel tiempo yo pensé, maligna, que la posibilidad de formar parte de una familia conocida tenía su peso en esos deseos de Dolores de gustarle a mi hermano. Pero luego me di cuenta de que estaba equivocada.

De algún modo, Eufemia, yo pasé por la experiencia que tuvo que sufrir Dolores. Mi padre, pequeño empresario con un negocio de accesorios para automóviles, hizo crac poco después de nacer yo y ya no levantó cabeza. La familia siguió adelante a pesar de todo. Mi padre, por medio de sus amistades, consiguió un empleo de encargado en el concesionario de Renault, y mi madre, una auténtica todo terreno, empezó a acompañar a las madres y a las abuelas de sus amigas, su aportación a la economía familiar era indispensable. El aita era un buen hombre, honesto y tranquilo, que había equivocado su vocación, porque realmente no servía para nadar en el farragoso mundo de los negocios. Trabajaba junto a sus hermanos en el taller mecánico de su padre. En ese taller conoció a mi madre, una Idiakez como tú, una mujer de carácter que le animó a independizarse y que, luego, cuando el negocio se fue al traste, le pidió perdón por haber sido ella la que le había empujado a la aventura. La ama fue leal, no hizo remilgos al trabajo y tampoco perdió su buen humor. Mis padres se querían, aunque eran muy distintos. Un día Laura, ya llevábamos un tiempo siendo amigas, me invitó a pasar el fin de semana en su casa. Me puse loca de contenta y conseguí el permiso de mis padres, sin embargo, enseguida empezaron a surgir las dificultades. Dentro del uniforme del colegio todas parecíamos iguales, pero ahora tenía que ir vestida de calle, y en mi casa no se andaban con tonterías, así que mi vestuario era sencillo y, lo que era más humillante para mí, sin clase. Desde muy pequeña he tenido obsesión por los zapatos, y mi madre me compraba solo un par, el del uniforme del colegio, fuertes, con suela de tocino para que me durasen todo el invierno. Con solo pensar en que Laura iba a descubrir nuestra mediocridad me salían los colores. Así que decidí rechazar la invitación. Mi madre no entendía que hubiese cambiado de opinión después de lo ilusionada que parecía, pero, como es lógico, no podía contarle qué pasaba. Al día siguiente de tomar la decisión fui al colegio y busqué a Laura, iba a decirle que mi abuela estaba enferma y que no podía ir a su casa. Sin embargo, Laura se me adelantó. Laura es así, a veces adivina los secretos más profundos de la gente. Y cuando iba a empezar a contar la mentira me soltó de sopetón:

—Mira, he pensado que es mejor que no vayas mañana a cambiarte a tu casa. Después del colegio iremos directamente a la mía. Yo tengo un montón de ropa para dejarte y será divertido verte vestida con cosas mías.

La miré boquiabierta, pero decidí seguir adelante con mi mentira. Laura me cortó otra vez y empezó a contarme el programa maravilloso para aquellos días que íbamos a estar juntas. No pude resistirme y acepté.

Llegó el gran día. Aquel viernes estuve distraída en las clases. Laura y yo nos lanzábamos sonrisitas cómplices, mientras nuestras compañeras, que se habían enterado de la invitación, me miraban con envidia. A la salida, un Rolls negro con chófer nos estaba esperando. En cuanto nos vio, el chófer nos abrió la puerta y luego nos saludó con un «Buenas tardes, señoritas» que a mí me supo a trufa de chocolate y nata. No se ve la ciudad igual desde el autobús urbano que desde un Rolls. Yo miraba por la ventanilla y observaba cómo nos miraba la gente. Al llegar al Boulevard descubrí entre los que nos miraban a mi madre empujando la silla de ruedas de la viuda del marqués de Torregrande, una anciana podrida de dinero y amiga de la familia de Laura. Entonces, como movida por un resorte, volví la cabeza para que no me reconociera y Laura supiera cómo trabajaba. En aquel momento odié a mi madre por pasar por allí, por hacerme sentir vergüenza y me odié a mí misma por ser tan ruin y cobarde. Pero enseguida llegamos a la calle Zubieta y entramos en el garaje de la villa. Poco después conocí a la madre de Laura, estaba en la terraza dando órdenes al mayordomo, la bahía a nuestros pies nos convertía en personajes de película de Marisol. La madre de Laura olía muy bien, y pensé que así deberían oler todas las madres, no como la mía, que olía a jabón Lagarto. Me acerqué para darle un beso y me miró de arriba abajo, luego comentó, «Tendrás una jolie poitrine —entendí perfectamente, en el colegio dábamos francés— y también bonitas piernas, pero ten cuidado con el pompis, eres ancha de cadera». Después del veredicto nos despidió fríamente, parecía que la estorbábamos, la merienda nos esperaba, dijo. Entonces no me di cuenta de que aquella frialdad no la había en mi casa, al revés, me pareció de una elegancia exquisita. ¡Qué tonta! Una doncella muy guapa nos anunció que podíamos pasar al gabinete. El gabinete era una salita decorada con sillones tapizados de alegre cretona inglesa, igual que la mesa camilla y los cortinones. Sobre la chimenea vi un montón de bibelots, unas porcelanas de Limoges de mucho valor, según me dijo Laura. Y también vi allí un carro precioso de madera labrada, lleno hasta arriba de una torre de bandejas con diminutos emparedados de salmón, de pavo, de jamón con huevo hilado y, además, tres clases diferentes de tartas, pastas de té y una fuentecita con bombones. Sin embargo, no mostré ninguna sorpresa y me dejé servir, con cara de póquer, el té «con nube», así lo llamó la doncella mientras añadía un poco de leche. Fue Laura la que me puso en mi sitio.

—¡Qué cara más seria tienes! ¿No te gusta la merienda?

Y seguí en mi papel de gilipollas integral.

—Claro que me gusta, en casa mamá no nos perdona que no tomemos el té.

—Pues yo no tomó esta merienda todos los días, solo hoy, en tu honor.

Me puse roja como un tomate, tosí para disimular y no probé ninguna de aquellas cosas tan ricas para castigarme, me sentí ridícula, mala, imbécil y todo lo que se quiera añadir. Hoy, que ha pasado tanto tiempo, cuando me acuerdo de aquello todavía siento vergüenza.

Aquel fin de semana me sirvió para desmitificar el mundo de Laura, que hasta entonces me parecía maravilloso. Allí nadie hablaba con nadie. El padre estuvo todos los días desaparecido. El «amante» era un pelele esclavizado y los abuelos, dos ancianos que ocupaban el ala derecha de la planta baja de la villa para no tener que bajar y subir escaleras, se pasaban el día bebiendo oporto y dormitando junto a un loro gigantesco que de vez en cuando decía palabras inconexas.

Pero, sobre todo, gracias a aquel fin de semana, un tiempo después aprendí una gran lección.

El domingo, cuando volví con los míos, se me cayó la casa encima. Había vuelto a los infiernos. Mi padre fue el que me sacó de aquel estado de boba perdida en el que me encontraba. Cuando terminé de contarles lo que había vivido, él me dijo:

—Tú no necesitas que te preste vestidos nadie, no tienes por qué ser la muñeca de carne y hueso de una niña aburrida y sola que no tiene hermanos ni amigas.

Fui a contestar indignada, pero la ama me cortó.

—El fin de semana que viene vas a decirle a Laura que venga, hay que corresponder a su invitación.

Me quedé sin respiración, sentí que iba a llorar, pero comprendí a tiempo que mis lágrimas les iban a hacer daño. No sé qué espíritu benéfico me iluminó, y, disimulando lo mejor que pude, les di las gracias aparentando alegría. Entonces los dos sonrieron tranquilos.

Unos meses después me llamó Xalbadora muy excitada. Era la comidilla de Donostia. Mi padre había cerrado el trato de matrimonio de Miguel con la mayor de los Garín. Traté de tranquilizar a Xalbadora.

—Yo sé que Miguel se va a portar como un caballero. Quiere a Dolores y no aceptará ese matrimonio.

—No sé, veo sombras en los ojos de Miguel, veo un laberinto oscuro.

Le tomé el pelo.

—Xalbadora, acuérdate de la diosa razón y déjate de brujerías.

—Ojalá me equivoque.

Pero no se equivocaba, la fecha de la boda fue fijada para tres meses después.

Y busqué encontrarme con Miguel a solas.

—¿Por qué lo haces?

—Soy demasiado egoísta.

—Y un cobarde, tenía yo razón.

—Lo que tú quieras.

Le rogué.

—¡Miguel, no puedes abandonar a Dolores!

—No le va a faltar de nada, podrá rehacer su vida en un lugar donde no la conozcan.

Sentí ganas de escupirle en la cara, me contuve y me di la vuelta para irme. Entonces Miguel me agarró del brazo con fuerza. Tenía la cara enrojecida. La voz le temblaba, parecía a punto de llorar, y aún me dio más asco.

—¿Es que no me comprendes? Tú sabes cómo soy. Yo no puedo casarme con una criada.

Esta vez sí le escupí. Y mientras se restregaba la cara con rabia, vi en sus ojos el laberinto oscuro que veía Xalbadora.

Se celebró la boda y los Garín tiraron la casa por la ventana. Martina no era guapa, pero sí muy elegante. Aquel día llevaba un vestido de gasa gris perla, bien ceñido el pecho como mandaba la moda, parecía una noble dama romana. Vi más de una vez las miradas de aprobación de Miguel, completamente olvidado de Dolores, y se me revolvieron las tripas. Unos días después Xalbadora y yo fuimos a casa de Dolores, quería que supiera que yo estaba indignada.

Dolores estaba tranquila.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Ayer vino Miguel.

Xalbadora y yo la miramos con sorpresa.

—Quiere que nos sigamos viendo, que todo siga igual.

Exploté y Dolores me pidió que me calmara.

—Voy a seguir con él.

Volví a explotar, pero Xalbadora me cogió del brazo y me sacó de allí.

Mientras cruzábamos el puente de madera, Xalbadora me dijo:

—Antes de juzgar a alguien, tienes que pasar tres días dentro de sus propias abarcas.

Seguí andando en silencio, pero cuando llegamos al portal de casa le dije:

—Tienes razón.

Sabia Xalbadora, ¡qué suerte tuviste de tenerla a tu lado! Miguel se quedó con la juventud y la vida a Dolores. Y Peio y Laura me han robado a mí la vida. ¿La vida o mi mentira? No sé, han borrado el escenario en el que me sentía fuerte, en el que me había inventado el papel de protagonista. Tu hermano Miguel, culto y elegante, se convirtió en el guardián cruel de Dolores. Eufemia, yo pienso que el animal salvaje y voraz que llevamos dentro está menos escondido de lo que parece. Es verdad que hemos conseguido controlar, mediante las leyes y la cultura, nuestros instintos más atávicos. Sin embargo, a veces hay una conjunción de astros maléficos que aturden nuestra razón, abren la caja de Pandora del mal y dejan en libertad las fuerzas oscuras. Hay juicios que dan risa. Los hombres sabemos condenar de antemano, aunque la realidad tercamente nos demuestre que el acusado o acusada es inocente. Sabemos sentenciar sin hacer caso a la razón cuando estamos empeñados en sentenciar a muerte. En la Edad Media, los tribunales de la Inquisición miraban en el fondo del ojo de las supuestas brujas para encontrar la pata de pato que, según ellos, las distinguía de los demás mortales. Nunca la encontraron, pero supieron justificar su ausencia, decían que las brujas tenían el poder de hacerla desaparecer. Y es que estaban condenadas de antemano; la religión necesitaba en aquel momento dominar con el terror, había demasiados falsos conversos entre los moros y judíos. Hitler, en la segunda guerra mundial, asesinó a miles y miles de personas, entre judíos, comunistas, homosexuales, gitanos, locos y deficientes. Otra vez hubo una sinrazón inventada que justificase la masacre. Yo, una gélida mañana de abril, visité el campo de exterminio de Auschwitz. Allí todavía la muerte mira desde los rincones. Parece que después de aquel infierno nos deberíamos haber inmunizado contra la influencia de los malos espíritus. Pues no es verdad, hoy Israel tiene hacinados a miles de palestinos en Gaza. Un muro, semejante al muro del gueto de Varsovia donde murieron tantos judíos, encarcela a la población palestina y los somete a un bloqueo cruel. La desnutrición, la falta de medicamentos, el mercado negro, la miseria y sus artimañas son los señores de Gaza, mientras al otro lado del muro una soberbia autopista, de uso restringido a los judíos, nos saca la lengua a todos los que permitimos que ocurran esas cosas. África se muere de hambre. En China condenan a muerte y hacen pagar la bala que matará al condenado a sus propios familiares. La miseria y su corte apocalíptica reinan en medio mundo. El fanatismo y la sinrazón se inventan razones para matar, y si no convencen, convencerá el miedo. Pero aquí estamos, aquí estoy, y a pesar de las situaciones tan graves y crueles que soporta medio mundo, yo me encuentro triste hasta la desesperación por problemas de amor. Y ahí también está Laura. El fin de semana que pasó en mi casa me debía haber servido de lección para aprender que la vida es elección, lo malo es que a veces elegimos ser cobardes y egoístas, como Miguel. El viernes aquel, principio del fin de semana con Laura en mi casa, estuve distraída en clase. Tenía el corazón lleno de ponzoña contra mis padres, ahora Laura iba a saber cómo vivíamos y, en el mejor de los casos, sentiría compasión por la vida que llevaba su amiga. Odio la compasión. Es un sentimiento con cara de mansa oveja, de oveja boba, que esconde superioridad y desprecio hacia el que nos la provoca y, al final, las desgracias de los otros distraen nuestras tertulias. Aquel viernes, como digo, Laura vino conmigo en el autobús urbano. Así que esta vez no hubo Rolls. Llegamos al portal destartalado de la calle San Jerónimo. La casa entera, tu casa, Eufemia, sigue siendo de la familia. Nosotros vivíamos en el primer piso. Vi por el rabillo del ojo como Laura miraba las paredes desconchadas, los garabatos viejos, y luego la mueca de asco que se le pintó en la cara. La ama nos estaba esperando. Recibió a Laura con dos besos sonoros que a mí, otra vez, me avergonzaron, la madre de Laura simplemente me había dado la mano con elegancia. Después nos distribuyó. Laura dormiría sola en mi cuarto, no quería que nos quedásemos hasta las tantas hablando, y yo en una habitación que no se utilizaba y que daba a un patio oscuro. El cuarto aquel estoy segura de que se parecía a la celda que ocupó María Antonieta en la prisión de la Conciergerie: mesa, silla, camastro y, en mi caso, una pobre bombilla ahorcada de un cable. Sin embargo, a pesar de todos mis miedos y vergüenzas, aquel fin de semana fue fantástico, y por primera vez admiré la alegría de vivir de la ama, su inteligencia, su creatividad. Sin salirse del presupuesto supo crear una atmósfera mágica. Cenamos hamburguesas caseras y palomita hechas por nosotras mismas; participamos en un concurso de teatro, en el que también intervinieron nuestros primos de arriba; fuimos al cine organizado por la parroquia de San Vicente, gratuito, por supuesto; y el domingo, antes de que vinieran a buscar a Laura, la ama le regaló una muñeca de trapo, también casera, que llevaba el nombre bordado en el babero: Lulú. Laura se fue con pena de mi casa. Mi madre la abrazó como si entendiera lo que sentía y creo que mi amiga estuvo a punto de llorar. Sentí celos.

Cuando ya se marchó, le dije a la ama:

—Gracias.

Y su respuesta no se me ha olvidado.

—Nadie es más que nadie, acuérdate siempre, y tampoco nadie es menos que tú.

No aprendí la lección, como hubiera debido, todavía sigo enredada y confusa entre dos mundos: el de Peio y Laura, espléndido, hermoso; y el mío, tan pequeño, tan mezquino.

Fue entonces cuando Carlota perdió el hijo que esperaba. Una mañana se despertó pringada de sangre. Y no se pudo hacer nada. Los médicos advirtieron a mi hermano que no podrían tener más hijos. Carlota se había roto por dentro. Y fue verdad. La pobre Carlota se convirtió en una niña débil y más sumisa que antes, no tenía fuerzas ni cabeza para nada, así que a los pocos meses se trasladaron a nuestra casa. Aquí estaría mejor atendida, al fin y al cabo «está Eufemia, que no tiene obligaciones y puede cuidarla». Sonreí, a este paso, al cabo de los años iban a montar un hospital para mi entretenimiento.

Yo siempre había pensado que Pedro era un bruto, mi hermano preferido era Miguel, me parecía más sensible, más inteligente. Sin embargo, la realidad me sorprendió, como suele ocurrir muchas veces. Carlota me dio muy poco trabajo, porque el que estaba siempre pendiente de ella fue Pedro. Nunca más volvió a irse a Madrid en aquellos extraños viajes que mi padre y él justificaban con boletines de la Revolución. La vida de Pedro cambió. Creo que por primera vez en su vida mi hermano comprendió que alguien le necesitaba de verdad. Entonces me di cuenta de que él, igual que yo, había percibido que el favorito de mis padres era Miguel y que, quizás, aquellos alardes de furia y sus juergas madrileñas no eran más que un intento de ganarse el corazón de mi padre, imitando sus gustos, sus maneras, intentando esconder su carácter simple y su inteligencia obediente.

Pedro le regaló un perrito a Carlota, supongo que para que supliese la falta de un hijo. Neri, así se llamaba el perrito. Neri no se separaba ni un momento de su ama, que lo besaba y hasta lo vestía como si fuese una criatura. Años después, cuando Carlota murió una tarde de primavera, los aullidos lúgubres de Neri nos avisaron de lo que había ocurrido, y tres días después murió él también de pena.

En aquella época, justo antes de la marcha de los franceses, se produjo uno de los momentos más plenos de vida, más fuertes; tanto que hoy, ya vieja y cansada, solo con su recuerdo se me calienta el corazón. El 5 de julio de 1795 apareció publicado en El Periódico de San Sebastián y de Pasajes la primera entrega de mi primer cuento. Puedo decir sin pecar de vanidosa que me adelanté a lo que luego se llamó estilo romántico. Aquella vida tan sosa a la que me habían condenado me dejaba muchos ratos para soñar y para escapar lejos, muy lejos. Mi imaginación, la única dueña de mi corazón, volaba desde que me levantaba de la cama hasta que me dormía, mejor dicho, cuando me dormía se entremezclaba entre mis sueños para hacerme vivir aventuras, a veces hermosas, a veces tremebundas… Bueno, pues aquel otoño, tras la marcha de los franceses, realicé mi gran obra. No sé en qué momento sentí la necesidad de escribir, de crear mis propios libros, pero puedo asegurar que surgió como una fuerza incontrolable que me empujaba. Entonces pensé, y aún sigo pensando, que un espíritu sobrenatural dirigía mi pluma. Aquella primera creación fue para mí algo tan grandioso como la visión terrible y hermosa de una gran tormenta en el mar, como el primer amor, como…, no sé cómo qué, pero fue, ocurrió y fui feliz. Aunque la historia que contaba era excesivamente mágica, llena de ángeles, diablos, amores desafortunados, protagonistas buenísimos y antagonistas malísimos, fui feliz casi hasta el éxtasis cuando me la publicaron. El Periódico de San Sebastián y de Pasajes se editaba en la imprenta de Francisco Javier Riesgo, y cuando aquella mañana me vi allí sentí que me prolongaba en el tiempo. Desde que apareció aquel cuento mío tan exagerado, que la gente leía encantada, descubrí que el que escribe se escribe, cuente lo que cuente, y yo necesitaba contarme, como ahora cuando escribo estas memorias.

En mi primer cuento influyeron especialmente dos obras: Noches Lúgubres de José Cadalso y Romeo y Julieta de Shakespeare. La primera cuenta una historia llena de misterio y amor desesperado. Tediato, el protagonista, intenta noche tras noche desenterrar a su amada, que acaba de morir, y abre su corazón al enterrador, que trata de impedirle semejante locura. Cuando me enteré de que aquello, que parecía una ficción, había ocurrido realmente, que José Cadalso tras morir su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez, a causa del tifus había ido todas las noches a desenterrarla, me enamoré de aquel amor tan grande e intenté desenterrar también el mío. Un amor que me lo habían matado mis padres, pero que se revolvía dentro de mi corazón esperando encontrar, aunque fuera en una noche oscura y entre las tumbas de un cementerio, a quien entregarse. Aquella pasión tan grande me llevó a la gran historia de amor de Romeo y Julieta, que llenó mis días de intensidad. Durante el tiempo que duró la lectura y la relectura, porque la releí varias veces, fui Julieta; la Julieta amante, fuerte, bella y decidida que creó Shakespeare. Y cuando desperté de aquel sueño tomé la decisión de que nadie me iba a prohibir llevar la vida que desease llevar. Pues bien, con todo ese batiburrillo de sueños, sentimientos y fantasías se cocinó mi primer relato. El cuento tuvo éxito, se habló de él desde el principio y la gente esperó ansiosa las siguientes entregas. Como no podía utilizar mi nombre, firmé con un seudónimo enigmático, el Escritor de la Máscara Oscura, y todo el mundo se preguntaba quién podía ser aquel escritor. Lo más divertido, y digo divertido por decir algo, fue la orden tajante que dio mi padre:

—Que la niña no lea el periódico, ese cuento que están publicando podría impresionarla y hacerla pensar en tonterías.

Eufemia, me das envidia, supiste pronto que tu vida nadie la podía vivir por ti y decidiste que pelearías por ser lo que querías ser. Tuviste fuerza y voluntad, que es lo que a mí me ha faltado hasta ahora. Nunca pensé de verdad en escribir, solo se lo decía a Peio para que me valorase tanto como a Laura, la única verdad es que ni siquiera en su día quise continuar estudiando. Me creí el cuento del príncipe azul y la princesa tontorrona, que solo despierta a la vida con un beso de amor. Sin embargo Laura nunca pensó como yo. Siempre supo que quería hacer algo importante. Recuerdo un cuaderno de tapas a cuadros escoceses que le habían traído de Francia y que a todas nos daba mucha envidia. Un día Laura me dijo que en ese cuaderno íbamos a escribir ella y yo lo que esperábamos del futuro, y cuando fuésemos mayores comprobaríamos si nuestros deseos se habían cumplido. Laura fue la primera que escribió.

«Yo, Laura, seré una gran escultora y nunca me haré vieja».

Luego me tocó a mí. Me quedé callada meditando, pero no se me ocurría nada. Por fin Laura se hartó y escribió imitándome mientras se reía de mí.

«Yo, Maddi, seré…, seré…, ¿qué voy a ser, Laura?».

Y así fue. Laura es escultora. Sus obras se cotizan a precios desorbitados por todo el mundo, aunque haya pagado un precio muy alto para lograrlo. Como ves, Eufemia, siempre que me comparo con ella estoy en desventaja y así ha sido siempre. A los quince años conocí a Peio en casa de Laura. Su padre es arquitecto y muy amigo del padre de Laura. Los padres de Peio también conocían a mi familia materna, los Idiakez tienen un nombre. Peio me gustó en cuanto le vi. Cuando nos presentaron y me miró, el corazón me dio un salto y pensé, «¡Es este!». Luego me quedé muy triste porque me daba cuenta de que su vida y la mía tenían muy poco ver. Laura y él hablaban de las vacaciones que pasaría cada uno en sus magníficas villas de Marbella, de que coincidirían en París en el viaje que las dos familias hacían en otoño, de las universidades que iban a elegir para continuar con sus estudios, en fin, de todo aquello de lo que yo no podía hablar. Hasta ese momento yo había sido una alumna normal, no me costaba estudiar, pero tampoco me mataba por sacar nota y mis resultados no eran brillantes. En cuanto me enamoré de Peio la cosa fue a peor. Mis posibilidades de ir a la universidad pasaban por elegir una carrera que se impartiese en Donostia, para evitar gastos de estancia y todo eso. Así que decidí que si me tenía que quedar aquí y no podía acompañar a Peio y Laura, prefería no seguir estudiando después de acabar el bachillerato. En casa estuvieron de acuerdo, la decisión tenía que ser mía, y fue cuando aprendí un poco de inglés y francés, y me puse a trabajar en la joyería de los amigos de la ama. Aquella fue mi primera equivocación. Acabé siendo, y soy, un perrito faldero de Peio, Eufemia, como tu madre y tu cuñada Carlota. No, en realidad no sé quién soy.

A partir de aquel momento ya no viví para otra cosa que para mis publicaciones. Como nadie debía saber quién era yo, las entregas al periódico las hacía el hijo de una de las pescadoras amigas de Xalbadora. Ella, Xalbadora, era la única que estaba en el secreto. El chico tampoco sabía qué había dentro de aquellos sobres que semanalmente tenía que entregar. Con el primer dinero que gané le compré a Xalbadora un precioso sombrero que nunca se puso, porque dijo que eso era cosa de señoritas y que las pescadoras, sus amigas, si la veían con aquella especie de plumero en la cabeza, la iban a echar de la partida de cartas. Yo entonces era feliz. Estaba llena de fuerza, y si había sido capaz de aprender sola a leer y a escribir, si había sido capaz de publicar escondida bajo el nombre aquel del Escritor de la Máscara Oscura, también iba a ser capaz de tener la única cosa que me faltaba para sentir que mi vida había sido plena: un hijo.

Recuerdo aquella tarde de Navidades. Yo me escribía con Peio, que estudiaba Ingeniería en Madrid, y también con Laura, que estaba en París estudiando Bellas Artes. Sabía que Peio valoraba la elegancia, la clase, y ese gusto es muy caro. En la joyería había aprendido etiqueta y estilo fijándome en las clientas. Las vacaciones de Navidad iban a ser mi gran prueba. Las cartas de Peio eran cariñosas y sinceras, me contaba con sencillez sus días en Madrid, sus sueños de futuro y, además, comentaba las noticias que los dos sabíamos de Laura, porque también se escribía con ella. La amistad entre ellos no me ponía celosa, pertenecían a la misma casta de elegidos y era normal que estuvieran unidos. Admiraba a los dos y pensaba que sería la más feliz de las mujeres si Peio se fijaba en mí. Recuerdo que, casi sin darme cuenta, poco a poco me fui moldeando a sus gustos, y hasta leí libros de arte y de arquitectura para estar a su altura. Por fin, una tarde fría de diciembre, pasó lo que tanto deseaba y Peio me dijo que me quería. Entonces creo que sentí el éxtasis del artista, fui inmensamente feliz, toqué el cielo. Peio me envolvió con sus palabras bonitas. Me quería, me pintó un futuro que entonces me pareció precioso, una casa llena de niños, yo sería una hermosa princesa solo dedicada a él. No nos faltaría dinero, en cuanto acabase la carrera iba a entrar a trabajar con su padre, en fin, íbamos a ser muy felices y, por supuesto, comeríamos muchas, muchísimas, perdices. Y a mí todo eso me pareció muy bien. Yo, Maddi, seré…, seré…, nada, nada, nada. Porque nunca fui nada, y cuando me encontré cara a cara con el vacío que había llevado siempre dentro, decidí que nadie me iba arrebatar mi simulacro de vida, que nadie me iba a quitar el espejismo que me permitía vivir con una vida prestada, y entonces tuve fuerzas para hacer lo que hice. Sin embargo empiezo a pensar que no luchaba por lo que consideraba que era mío, luchaba por no tener que enfrentarme a mí misma.

Y le confesé a Xalbadora mi decisión de tener un hijo.

—¿Estás loca? No puedes tenerlo.

—Lo voy a tener.

—¿No te basta con escribir a escondidas de todos?

—No.

—¿Sabes que ocurrirá cuando tu familia se entere de que estás embarazada? ¿Sabes qué harán con la criatura?

Me callé, la angustia me ahogaba.

—Te la arrebatarán al nacer y la darán en adopción en el mayor de los secretos, así la honra de la familia estará salvada. Nunca sabrás qué ha sido de su vida.

Y exploté.

—¡Quiero tener un hijo, me entiendes! ¡No quiero ser estéril porque ellos lo hayan decidido! ¡Quiero hacer el amor! ¡Tengo derecho a vivir!

Después solo pude llorar.

Xalbadora, cuando consiguió que me calmara, me lanzó un discurso que he recordado toda la vida.

—Escúchame atentamente. Si de verdad quieres romper las reglas, debes pensar primero, con cuidado y sin engañarte, hasta dónde vas a ser capaz de llegar. Solo te apoyaré en tu decisión si te sientes con fuerzas para soportar lo peor. Y lo peor es que llegues a parir y te separen de la criatura para siempre. Nunca más sabrás qué ha sido de ella.

Pensar siempre en lo peor que pueda suceder y ser capaz de asumirlo, llegado el caso, ha sido una norma que me ha permitido estar preparada para los momentos duros.

Le prometí a Xalbadora que lo pensaría.

Cuando dos días más tarde busqué a Xalbadora para contarle mi decisión, ella me miró a los ojos y supo que estaba dispuesta a todo.

Suspiró.

—Está bien.

La llené de besos con alegría, necesitaba su ayuda.

—Ya sé quién va a ser el padre.

Aquí le pudo la curiosidad.

—¿Quién?

—Fermín.

Se llevó las manos a la cabeza.

—¿El hijo de la Pascuala? ¿El que ha llevado tus cuentos a la imprenta?

—Sí. Es guapo, cariñoso y está sano.

—¿Sabes que se va a las Américas?

Sí, en parte le he elegido por eso.

Puso cara picara.

—Bueno, él no va a querer.

—Sí va a querer. Me he fijado en cómo me mira, para él seré una gran conquista.

—O sea que le vas a engañar, le vas a utilizar.

—No, voy a decirle la verdad. No creo que le importe. Fermín se irá a América y seguirá con su vida. Quizás no vuelva nunca más. Necesita dinero para empezar y yo puedo dárselo. Sabes que lo que digo es sensato.

—Y luego, ¿qué?

—Simularé que estoy enferma y me iré a la casa de Baliarrain. Allí tendré a mi hijo con tu ayuda.

—Y luego, ¿qué?

Me enfurecí, esa era la parte más complicada de mi decisión, todavía no sabía cómo iba a resolverla.

—¡Deja ya de decir, «y luego, qué; y luego, qué»! ¡Luego, no sé!

Nos quedamos calladas.

Nadie debía conocer la existencia de mi hijo, porque mi familia ocultaría con todos los medios a su alcance, y eran muchos, el borrón de tener una hija madre soltera. Además, como me advertía Xalbadora, si mi hijo era una niña, la encerrarían en un convento lejano hasta el fin de sus días, si fuese un chico, lo darían en adopción en la otra la faz de la tierra. Sin embargo yo sabía que Xalbadora encontraría una solución y no me equivoqué. La solución fue un matrimonio de pastores que tenían cinco hijos y vivían, muy lejos, en una borda en el monte, a los que les vendría muy bien recibir una cantidad por cuidar a mi hijo o a mi hija. El dinero iba a salir de lo que me pagaban por los cuentos, de las sisas que iba a hacer en casa a manos llenas, me lo debían, y, si fuera necesario, de los ahorros que tenía Xalbadora, que me convenció de que, después de la muerte de su hija, era yo la única familia que tenía y que, para ella, la criatura que yo trajera al mundo iba a ser su nieto o su nieta.

Tres meses más tarde supe que estaba embarazada.

Peio acabó la carrera y empezó a trabajar con su padre. Ese mismo verano nos casamos. Laura estaba muy contenta, y creo que su alegría era sincera. Las cosas le iban muy bien en París. Gracias a los contactos de su familia había conocido a Pierre-Jean Perreault, el cincuentón rico, marchante de arte, que acabaría siendo su marido. Un día de aquellos salimos los tres a cenar. Después anduvimos tomando copas, Altxerri, Bibop, Dickens, y más y más. Acabamos en el puerto, sentados en el muro del espigón junto al Náutico. Los tres estábamos bastante perjudicados y Laura nos hizo una gran confidencia. Pierre-Jean Perreault era el compañero sentimental de un poderoso personaje. Hasta entonces la relación se había mantenido en secreto, pero últimamente empezaban a oírse rumores y había que acabar con las habladurías, el otro estaba casado con una dama podrida de dinero y no quería perder su estatus. Y aquí venía la propuesta de Pierre-Jean. Si Laura se casaba con él, se acallarían los rumores, y a cambio él y su compañero harían que el mundo del arte se rindiera a sus pies; los premios más prestigiosos dependían de ellos, los componentes de los jurados solían ser sus siervos y Laura podía contar con una brillante carrera. Pero es que además, en aquellas horas de juerga a tumba abierta, Laura nos habló de lo duro que había sido para ella vivir la extraña relación que mantenían su padre, su madre y aquel amante de la madre que vivía a mesa puesta en su casa. Los padres de Laura habían llegado a un pacto entre caballeros. Cada uno hacía su vida y lo que para ellos había sido la solución perfecta, para Laura había sido un infierno. Todavía se acordaba del fin de semana que pasó en mi casa y de la ternura de mi madre. Entre lágrimas alcohólicas me confesó que, durante muchos días, me odió por tener tanta suerte, que estaba llena de envidia y que, a veces, se imaginaba que sus padres morían en un accidente y tenía que venir a vivir a mi casa. Aquella confesión me dejó muy sorprendida, pero no fui leal, no le conté cómo la envidiaba yo a ella. En medio del sopor de tantas copas admiré la libertad con que Laura trataba esos temas y también la sinceridad con la que relataba, desde que éramos niñas, asuntos que yo consideraba inexpugnables secretos personales y familiares, y todavía seguía igual. Nunca volvimos a hablar con Laura de lo que nos había confesado aquella noche, pero a mí la historia no se me olvidó. Cuando unos meses después Laura nos confirmó que iba a casarse con Pierre-Jean, pensé que Laura, como siempre, tenía las ideas claras y defendía lo que quería sin importarle nada lo que los demás pudieran pensar.

La amistad entre Laura y Peio era muy sólida, y aquella boda extravagante no consiguió romperla. Laura y él siguieron discutiendo con pasión sobre arte, arquitectura y escultura, yo solía escucharlos con verdadero interés, intentando aprender. En aquellos meses no pensé ni una sola vez que lo que los unía, el carácter parecido, el ambiente familiar similar, la pasión por el arte y el nuevo ambiente en que se había enredado Laura, podía llevarlos a algo más que a la amistad; la proximidad de nuestra boda borraba la posibilidad de los celos. En aquella época me sentía fuerte, me sentía bien, iba a casarme con el hombre al que quería e iba a tener hijos guapos e inteligentes como su padre, no le pedía más a la vida. Y es que yo creía firmemente que mi vida iba a transcurrir plácida y serena, hasta que, un día, cuando fuésemos muy viejecitos, nos apagaríamos los dos a la vez cogidos de la mano. Y así seguí creyéndolo, hasta que perdí mis muletas. Hasta que perdí a Peio. Hasta que descubrí que Peio me engañaba. Y ahora ya no sé qué pensar de mí, ni de mi futuro. A veces me parece que me falta el aire. ¿Qué voy a hacer con mi vida si Peio me deja? ¿Qué sentido ha tenido mi vida si soy incapaz de vivirla yo sola? Y mis hijos, ¿qué pensaran de las lecciones y los consejos que les he dado sobre la autosuficiencia, sobre la necesidad de conocerse y de pelear cada uno por su destino? Tengo miedo. He sido, ¿soy?, una mujer sin ideales propios, tan simple y sumisa como tu pobre cuñada Carlota, ya te lo he dicho.

Después de su matrimonio, Laura y su marido pasaban temporadas en San Sebastián y todo parecía irles muy bien. Seguíamos los éxitos de Laura a través de los periódicos, las revistas y hasta los telediarios. Nuestra vida era tan serena que nadie ni nada parecía que pudiera romperla. Cuando ocurrió, cuando se rompió en mil pedazos, defendí lo mío como una maliciosa serpiente tramposa. Y gané, o al menos eso había creído hasta ese «Laura vuelve para quedarse». La voz chirriante de Maritxu inundando el supermercado, robándome mi vida. Recogí las manzanas que rodaban y, cargada con las bolsas, fui andando como una zombi por el paseo de la playa. No pensaba en nada, no sabía dónde iba, pero acabé delante de la villa de Laura. La casa tenía todas las ventanas abiertas y un equipo de limpieza frotaba cristales, sacudía alfombras, sacaba brillo a las bolas doradas que rematan la barandilla de los balcones.

El jardinero, hijo del jardinero de toda la vida, me reconoció y me saludó alegre.

—Ya ve, andamos como en los viejos tiempos.

Asentí con la cabeza y con una sonrisa que quería ser alegre.

—Llega el viernes, pero estoy seguro de que se retrasará, ya sabe cómo es la señora.

Volví a asentir con la misma sonrisa, aquel hombre debía de pensar que me había convertido en una muñeca automática. Luego, levanté la mano en un adiós.

El jardinero había hablado de los viejos tiempos. Noches de fuegos artificiales de la Semana Grande. La casa era una antorcha de luz. La víspera de la Virgen, el día grande, la madre de Laura daba siempre una fiesta. La gente que pasaba miraba a la terraza con envidia. Camareras perfectamente uniformadas trotaban entre los invitados ofreciendo bandejas repletas de exquisitos canapés. Éramos gente guapa, bebiendo, divirtiéndonos envueltos en música. Peio y yo formábamos una pareja perfecta, eso nos decían. Una de esas noches vi a Peio y a Laura charlar lejos de la gente, en el despacho de su padre. Me acerqué y recuerdo que fue la primera vez que pensé que hacían una buena pareja. Luego lo pensé también otras veces. Y entonces, aquel día, cuando después de despedirme del jardinero volvía a casa agarrada a mis manzanas, me sentí desgraciada, sola, inútil. Tan desgraciada, sola e inútil como me siento hoy.

Todo salió bien. Mi familia estuvo de acuerdo cuando les propuse pasar una temporada de descanso en la casa de Baliarrain, acompañada por Xalbadora. Tenía mala cara y andaba todo el día medio dormida. Aquellos meses de espera, solas Xalbadora y yo, fueron los más felices de mi vida. El parto empezó por la tarde. Dolía, ¡cómo dolía! Al amanecer, llegó el momento. Empujé con toda mi alma. Lo vi salir. Y pensé que no se podía ser más feliz. Era una niña. Xalbadora la lavó y le colgó la cadena con el cofrecillo de oro que yo llevaba siempre. Después Xalbadora se llevó a la niña para que yo descansara. Y caí en un pozo oscuro. Una pequeña parte de la placenta que se quedó dentro provocó la infección. Estuve varios días entre la vida y la muerte.

Una mañana desperté sin fiebre. Mi hija ya no estaba conmigo. Llamé a Xalbadora y me contó lo que pasó.

La gravedad de mi estado hizo que avisara a mi familia. No se arrepentía, no tenía alternativa. Mi padre enseguida se hizo cargo de la situación. Avisó al médico de la familia, gracias a él estaba viva. Poco después apareció un hombre, que Xalbadora no había visto nunca. Cogió a la niña, la envolvió en una manta y desapareció, oscuro como aquella noche oscura.

No lloré, ese había sido mi acuerdo con Xalbadora. Le había dicho que estaba preparada para soportar lo peor, y lo peor había ocurrido. Mi padre me juró que él había avisado al intermediario, pero que no sabía cuál era el paradero de la niña, ni le importaba.

He vivido todos estos años buscando a mi hija. Solo la lectura y mis escritos me han permitido seguir viva. Soy vieja y estoy cansada. Este manuscrito no está acabado y prefiero no ser yo la que lo continúe. Aún no he perdido la esperanza de encontrar a mi hija y que sea ella la que lo termine.

El pitido del móvil me avisó del mensaje. Era de Laura, llegaba el viernes para quedarse. Teníamos que hablar. Luego llamé a Peio. Escudriñé su voz como un lobo hambriento escudriña la oscuridad en busca de ovejas. Todo parecía normal. «¿Cuándo vuelves?», le contesté que en un par de días.

Dejé el manuscrito de Eufemia en la kutxa[3] en donde lo había encontrado, allí me esperaban cuatro manuscritos más.

El último era de mi madre.

No sabía si estaba preparada para leerlo.