Tres

«Los hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres», decía el historiador Marc Bloch. Siempre ha sido así, sin duda, pero nunca lo ha sido tanto como hoy. ¿Es necesario volver a recordar cómo se han acelerado las cosas, cada vez más, en los últimos años? ¿Quién de nuestros contemporáneos no ha tenido alguna vez la sensación de conocer, en un par de años, cambios que en el pasado habrían necesitado un siglo? Los más mayores tendrían que hacer asimismo un gran esfuerzo de memoria para recuperar la mentalidad de cuando eran niños, para hacer abstracción de los hábitos que han adquirido, de los instrumentos y los productos de los que ahora serían incapaces de prescindir. En cuanto a los jóvenes, muchas veces no tienen la menor idea de lo que pudo ser la vida de sus abuelos, por no hablar de las generaciones anteriores.

De hecho, todos estamos infinitamente más cerca de nuestros contemporáneos que de nuestros antepasados. ¿Estaría exagerando si dijera que tengo muchas más cosas en común con un peatón elegido al azar en una calle de Praga, Seúl o San Francisco que con mi propio bisabuelo? No sólo en el aspecto, en la indumentaria, en los andares, no sólo en la forma de vida, el trabajo, la vivienda, los instrumentos que nos rodean, sino también en los principios morales, en los hábitos mentales.

Y también en las creencias. Por mucho que nos digamos cristianos —o musulmanes, judíos, budistas o hinduistas—, nuestra visión del mundo y del más allá ya no tiene casi nada que ver con la de nuestros «correligionarios» de hace quinientos años. Para la gran mayoría de ellos, el Infierno era un lugar tan real como el Asia Menor o Abisinia, con demonios con pezuñas que empujaban a los pecadores hacia el fuego eterno como en las pinturas apocalípticas. Hoy nadie o casi nadie ve las cosas de ese modo. He tomado la imagen más caricaturesca, pero lo que digo es igualmente aplicable al conjunto de nuestras concepciones, en todos los ámbitos. Muchos comportamientos que son hoy perfectamente aceptables para el creyente habrían sido inconcebibles para sus «correligionarios» de antaño. He vuelto a poner esta palabra entre comillas pues aquellos antepasados nuestros no practicaban la misma religión que nosotros. Si viviéramos entre ellos con nuestros comportamientos actuales habríamos sido todos lapidados en la calle, encerrados en un calabozo o quemados en la hoguera por impiedad, por costumbres disolutas, por herejía o por brujería.

En suma, todos y cada uno de nosotros somos depositarios de dos herencias: una, «vertical», nos viene de nuestros antepasados, de las tradiciones de nuestro pueblo, de nuestra comunidad religiosa; la otra, «horizontal», es producto de nuestra época, de nuestros contemporáneos. Es esta segunda la que a mi juicio resulta más determinante, y lo es cada día un poco más; sin embargo, esa realidad no se refleja en nuestra percepción de nosotros mismos. No es a la herencia «horizontal» a la que nos adscribimos, sino a la otra.

Permítame el lector que insista, pues es esencial por lo que afecta al concepto de identidad tal como se manifiesta en la actualidad: está, por un lado, lo que realmente somos, y lo que la mundialización cultural hace de nosotros, es decir, seres tejidos con hilos de todos los colores que comparten con la gran comunidad de sus contemporáneos lo esencial de sus referencias, de sus comportamientos, de sus creencias. Y después, por otro lado, está lo que pensamos que somos, lo que pretendemos ser, es decir, miembros de tal comunidad y no de tal otra, seguidores de una fe y no de otra. No se trata de negar la importancia de nuestra pertenencia a una religión, a una nación o a cualquier otra cosa. No se trata de negar la influencia, a menudo decisiva, de nuestra herencia «vertical». Se trata sobre todo, en este aspecto, de resaltar el hecho de que hay un abismo entre lo que somos y lo que creemos que somos.

En realidad, si afirmamos con tanta pasión nuestras diferencias es precisamente porque somos cada vez menos diferentes. Porque, a pesar de nuestros conflictos, de nuestros seculares enfrentamientos, cada día que pasa reduce un poco más nuestras diferencias y aumenta un poco más nuestras similitudes.

Estoy dando la impresión de que me alegro de que sea así. ¿Realmente hemos de alegrarnos de que los hombres seamos cada vez más parecidos? ¿No estaremos yendo hacia un mundo gris en el que pronto no se hablará más que una lengua, en el que todos compartiremos unas cuantas e iguales creencias mínimas, en el que todos veremos en la televisión las mismas series americanas mordisqueando los mismos sandwiches?

Más allá de la caricatura, esta cuestión merece plantearse con la máxima seriedad. En efecto, estamos viviendo una época muy desconcertante, en la que a gran parte de nuestros semejantes la mundialización no les parece una formidable mezcla que enriquece a todos, sino una uniformización empobrecedora y una amenaza contra la que han de luchar para preservar su cultura propia, su identidad, sus valores.

Es posible que no sean más que batallas perdidas de antemano, pero en estos momentos hay que tener la modestia de reconocer que no sabemos nada al respecto. Entre las cosas que han sido arrinconadas por la Historia no encontramos siempre lo que esperamos encontrar. Y además y sobre todo, si tanta gente se siente amenazada por la mundialización, parece lógico que le prestemos a esa amenaza un poco más de atención.

En los que se sienten en peligro podemos descubrir, claro está, el miedo al cambio, que es tan antiguo como la propia humanidad. Pero también inquietudes más actuales, que no me atrevería a calificar de injustificadas. Pues la mundialización nos arrastra, en un mismo movimiento, hacia dos realidades opuestas, una a mi entender positiva y la otra negativa: la universalidad y la uniformidad. Dos caminos que nos parecen mezclados, indiferenciados, como si fueran un camino único. Hasta el punto de que podría parecer que uno no es más que la cara presentable del otro.

Yo personalmente estoy convencido de que son dos caminos distintos, aunque contiguos, que se rozan y entrelazan hasta que los perdemos de vista. Sería ingenuo que intentáramos devanar la madeja así, de golpe, pero sí podemos tratar de sacar el primer hilo.