Seis

Lo que revela el ejemplo de Muhammad Alí es que, en el mando árabe, la modernización se percibió muy pronto como una necesidad, como una urgencia incluso. Pero que nunca pudo abordarse con serenidad. No sólo había que quemar etapas, mientras que Europa había podido asumir sus propios lastres culturales, sociales y religiosos, sino que además tenían que occidentalizarse y al mismo tiempo defenderse de un Occidente en plena expansión, insaciable y a menudo despreciativo.

He hablado de Egipto, pero podría haberlo hecho de China, que sufrió por esa misma época la infame «guerra del opio», en nombre de la libertad de comercio, porque se negaba a abrirse al lucrativo tráfico de la droga. Y es que el progreso de Occidente, cuya aportación a la humanidad entera fue incomparable, tuvo también —¿hace falta recordarlo?— sus aspectos poco gloriosos. Los acontecimientos en que se fundó el mundo moderno fueron también unos acontecimientos devastadores. Sobrado de energía, consciente de su nueva fuerza, convencido de su superioridad, Occidente se lanzó a la conquista del mundo en todas las direcciones y en todos los ámbitos a la vez, extendiendo los efectos bienhechores de la medicina y las técnicas nuevas, y los ideales de la libertad, pero practicando al mismo tiempo la matanza, el saqueo y la esclavitud. Y suscitando por todas partes tanto rencor como fascinación.

Si he querido recordar brevemente estas verdades ha sido para insistir en el hecho de que a un árabe —y no menos a un indio, un malgache, un indochino o un descendiente de los aztecas— nunca le resultó fácil entregarse plenamente, sin reservas, sin remordimientos, sin desgarros, a la cultura occidental. Había que superar muchas aprensiones, muchos agravios, reprimir a veces el orgullo, idear sutiles fórmulas de equilibrio. Enseguida dejó de ser posible una pregunta tan sencilla como la de los tiempos de Muhammad Alí: «¿cómo modernizarse?». Eran inevitables otras preguntas más complejas: «¿cómo podemos modernizarnos sin perder nuestra identidad?», «¿cómo asimilar la cultura occidental sin renegar de nuestra propia cultura?», «¿cómo adquirir los conocimientos técnicos de Occidente sin quedar a su merced?».

La occidentalización sistemática y sin complejos del señor de Egipto dejó de figurar en el orden del día. El virrey era un hombre de otra época. Como en la Francia del siglo XVII, en la que no se vaciló en confiar el gobierno al italiano Giulio Mazzarino; como en la Rusia del siglo XVIII, en la que una alemana pudo sentarse en el trono de los zares, la generación de Muhammad Alí no hablaba el lenguaje de las nacionalidades, sino el de las dinastías y los Estados. Siendo como era de origen albanés, no tenía motivo alguno para confiar el mando del Ejército egipcio a un árabe antes que a un bosnio o a un francés. Su destino nos recuerda un poco a aquellos generales romanos que se construían en una provincia del imperio una base de poder pero que sólo soñaban con marchar sobre Roma y proclamarse allí imperator y augusto. Si hubiera podido realizar su sueño, Muhammad Alí se habría instalado en Estambul, para hacer de ella la capital de un imperio musulmán europeizado.

A su muerte, no obstante, en 1849, las cosas ya habían cambiado. Europa entraba en la era del nacionalismo, y se iniciaba la decadencia de los imperios multinacionales. El mundo musulmán no tardaría en seguir el mismo camino. En los Balcanes, los pueblos gobernados por los otomanos empezaron a agitarse del mismo modo que los del imperio Austrohúngaro. También en Oriente Próximo, las gentes se preguntaban ahora por su «verdadera» identidad. Hasta entonces cada cual tenía sus pertenencias lingüísticas, religiosas o regionales, pero no se planteaba el problema de la pertenencia a una nación, pues todos eran súbditos del sultán. Desde el momento en que el imperio Otomano empezó a desintegrarse, el reparto de los despojos estaba inevitablemente en el orden del día, con su acompañamiento de conflictos irresolubles. ¿Debía tener cada comunidad su Estado propio? Pero ¿qué hacer cuando varias comunidades convivían desde hacía siglos en un mismo país? ¿Había que dividir el territorio del imperio en función de la lengua, de la religión, o atendiendo a las fronteras tradicionales de las provincias? Los que han seguido estos últimos años el estallido de Yugoslavia pueden hacerse una idea —muy atenuada, y a pequeña escala— de lo que fue la liquidación del imperio Otomano.

Los diversos pueblos se dedicaron a achacarse unos a otros la responsabilidad de los males que padecían. Si los árabes no progresaban, era necesariamente por culpa de la dominación turca, que los inmovilizaba; si no progresaban los turcos, era porque arrastraban desde siglos atrás la carga de lo árabe. ¿Acaso no es la principal virtud del nacionalismo hallar para cada problema un culpable antes que una solución? Los árabes se sacudieron así el yugo de los turcos, convencidos de que por fin podría iniciarse su renacimiento; mientras, los turcos trataban de «desarabizar» su cultura, su lengua, su alfabeto, su forma de vestir, para facilitar su reintegración en Europa yendo con menos equipaje.

Es posible que en las tesis de unos y otros hubiera una parte de verdad. Lo que nos pasa es siempre un poco por culpa de los otros, y lo que les pasa a los otros es siempre un poco por nuestra culpa. Pero poco importa… Si cito estos argumentos de los nacionalistas árabes y turcos no es para discutirlos, sino para llamar la atención sobre una verdad que se olvida con demasiada frecuencia. A saber, que la respuesta espontánea del mundo musulmán al dilema planteado por la necesaria modernización no fue el radicalismo religioso. Éste constituyó durante mucho tiempo, durante muchísimo tiempo, una actitud sumamente minoritaria, grupuscular, marginal, por no decir insignificante. No fue en nombre de la religión, sino de la nación, como se gobernó el mundo musulmán mediterráneo. Fueron los nacionalistas quienes condujeron a los países a la independencia, fueron ellos, los padres de la patria, quienes tomaron después las riendas, durante decenios, y fue hacia ellos hacia quienes se volvieron todas las miradas, con ilusión, con esperanza. No todos eran tan abiertamente laicos y partidarios de la modernidad como Atatürk, pero apenas se remitían a la religión, a la que habían puesto en cierto modo entre paréntesis.

El más importante de esos dirigentes era Nasser. ¿He dicho «el más importante»? Es un eufemismo que se queda corto. Cuesta imaginar hoy lo que fue el prestigio del presidente egipcio a partir de 1956. Desde Adén hasta Casablanca, sus fotos estaban por todas partes, jóvenes y menos jóvenes tenían en él una fe ciega, por los altavoces se difundían canciones en su honor, y cuando pronunciaba uno de sus discursos interminables las gentes se apiñaban en torno al transistor, dos horas, tres, cuatro, sin cansarse. Nasser era para ellos un ídolo, una divinidad. Por mucho que he buscado, no he encontrado en la historia reciente ningún fenómeno parecido. Ninguno que se extienda por tantos países a la vez, y con tanta intensidad. En lo que atañe al mundo árabe musulmán, en cualquier caso, no ha habido nunca nada que se parezca, ni de lejos, al fenómeno Nasser.

Pero aquel hombre, que más que ningún otro encarnó las aspiraciones de los árabes y los musulmanes, era un enemigo feroz de los islamistas; éstos trataron de asesinarlo, y él por su parte hizo ejecutar a varios de sus dirigentes. Me acuerdo además de que, en aquella época, el hombre de la calle consideraba a los militantes de los movimientos islamistas como enemigos de la nación árabe, y muchas veces como «agentes» occidentales.

Con ello quiero llegar a que, cuando se ve en el islamismo político, antimoderno y antioccidental, la expresión espontánea y natural de los pueblos árabes, se trata de una simplificación como mínimo apresurada. Fue necesario que los dirigentes nacionalistas, con Nasser a la cabeza, se encontraran en un callejón sin salida, tanto por sus sucesivos fracasos militares como por su incapacidad para resolver los problemas derivados del subdesarrollo, para que una parte significativa de la población empezara a prestar oídos a los discursos del radicalismo religioso y para que se vieran florecer, a partir de los años setenta, velos y barbas de protesta.

Podría extenderme mucho más sobre cada caso, sobre el de Egipto, el de Argelia y todos los demás, relatar las ilusiones y las desilusiones, las salidas en falso y las decisiones desastrosas, el hundimiento del nacionalismo, del socialismo, de todo aquello en lo que los jóvenes de la región, a semejanza de los del resto del mundo, de Indonesia a Perú, creyeron y después dejaron de creer. Pero sólo quiero repetir aquí, una y otra vez, que el radicalismo religioso no fue la opción elegida de manera espontánea y natural, inmediata, por los árabes o los musulmanes.

Antes de que se sintieran tentados por esa vía, fue necesario que todas las demás se cerraran. Y que esa vía, la de la nostalgia retrógrada, correspondiera paradójicamente al espíritu de la época.