Cuatro

Desde el comienzo de este libro vengo hablando de identidades asesinas, expresión que no me parece excesiva por cuanto que la concepción que denuncio, la que reduce la identidad a la pertenencia a una sola cosa, instala a los hombres en una actitud parcial, sectaria, intolerante, dominadora, a veces suicida, y los transforma a menudo en gentes que matan o en partidarios de los que lo hacen. Su visión del mundo está por ello sesgada, distorsionada. Los que pertenecen a la misma comunidad son «los nuestros»; queremos ser solidarios con su destino, pero también podemos ser tiránicos con ellos: si los consideramos «timoratos», los denunciamos, los aterrorizamos, los castigamos por «traidores» y «renegados». En cuanto a los otros, a los que están del otro lado de la línea, jamás intentamos ponernos en su lugar, nos cuidamos mucho de preguntarnos por la posibilidad de que, en tal o cual cuestión, no estén completamente equivocados, procuramos que no nos ablanden sus lamentos, sus sufrimientos, las injusticias de que han sido víctimas. Sólo cuenta el punto de vista de «los nuestros», que suele ser el de los más aguerridos de la comunidad, los más demagogos, los más airados.

A la inversa, desde el momento en que concebimos nuestra identidad como integrada por múltiples pertenencias, unas ligadas a una historia étnica y otras no, unas ligadas a una tradición religiosa y otras no, desde el momento en que vemos en nosotros mismos, en nuestros orígenes y en nuestra trayectoria, diversos elementos confluentes, diversas aportaciones, diversos mestizajes, diversas influencias sutiles y contradictorias, se establece una relación distinta con los demás, y también con los de nuestra propia «tribu». Ya no se trata simplemente de «nosotros» y de «ellos», como dos ejércitos en orden de batalla que se preparan para el siguiente enfrentamiento, para la siguiente revancha. Ahora, en «nuestro» lado hay personas con las que en definitiva tengo muy pocas cosas en común, y en el lado de «ellos» hay otras de las que puedo sentirme muy cerca.

Pero, volviendo a la actitud anterior, es fácil imaginar de qué manera puede empujar a los seres humanos a las conductas más extremadas: cuando sienten que «los otros» constituyen una amenaza para su etnia, su religión o su nación, todo lo que pueden hacer para alejar esa amenaza les parece perfectamente lícito; incluso cuando llegan a la matanza, están convencidos de que se trata de una medida necesaria para preservar la vida de los suyos. Y como todos los que los rodean comparten ese convencimiento, los autores de la matanza suelen tener buena conciencia, y se extrañan de que los llamen criminales. No pueden ser lo, juran, pues sólo tratan de proteger a sus ancianas madres, a sus hermanos y hermanas, a sus hijos.

Ese sentimiento de que actúan por la supervivencia de los suyos, de que son empujados por sus oraciones, de que, si no de manera inmediata sí al menos a largo plazo, lo hacen en legítima defensa, es una característica común a todos los que en estos últimos años, en varios rincones del planeta, desde Ruanda hasta la antigua Yugoslavia, han cometido los crímenes más abominables.

Y no se trata de unos cuantos casos aislados, pues el mundo está lleno de comunidades heridas, que aún hoy sufren persecuciones o que guardan el recuerdo de antiguos padecimientos, y que sueñan con obtener venganza. No podemos seguir siendo insensibles a su calvario; no podemos por menos de apoyarlas en su deseo de hablar en libertad su lengua, de practicar sin temor su religión o de conservar sus tradiciones. Pero de esa comprensión derivamos a veces hacia la indulgencia. A los que han sufrido la arrogancia colonial, el racismo, la xenofobia, les perdonamos los excesos de su propia arrogancia nacionalista, de su propio racismo y de su propia xenofobia, y precisamente por eso nos olvidamos de la suerte de sus víctimas, al menos hasta que corren ríos de sangre.

¡Es que nunca se sabe dónde acaba la legítima afirmación de la identidad y dónde se empieza a invadir los derechos de los demás! ¿No decíamos antes que el término «identidad» era un «falso amigo»? Empieza reflejando una aspiración legítima, y de súbito se convierte en un instrumento de guerra. El deslizamiento de un sentido al otro es imperceptible, natural, y todos caemos en él alguna vez. Denunciamos una injusticia, defendemos los derechos de una población que sufre y al día siguiente nos encontramos con que somos cómplices de unas muertes.

Todas las matanzas que se han producido en los últimos años, así como la mayoría de los conflictos sangrientos, tienen que ver con complejos y antiquísimos «contenciosos» de identidad; unas veces, las víctimas son sin remedio las mismas, desde siempre, otras, la relación se invierte: los verdugos de ayer son hoy las víctimas, y viceversa. Pero esos términos no tienen sentido en sí mismos más que para los observadores externos; para los que están directamente implicados en esos conflictos de identidad, para los que han sufrido, para los que han sentido el miedo, sólo están el «nosotros» el «ellos», la ofensa y la reparación, ¡nada más! «Nosotros» somos necesariamente, por definición, víctimas inocentes, y «ellos» son necesariamente culpables, culpables desde hace mucho tiempo y al margen de lo que hoy puedan estar padeciendo.

Y cuando nuestra mirada —la de los observadores externos— entra en ese juego perverso, cuando asignamos a una comunidad el papel de cordero y a otra el de lobo, lo que estamos haciendo, aun sin saberlo, es conceder por anticipado la impunidad a los crímenes de una de las partes. En conflictos recientes hemos llegado a ver cómo algunas facciones cometían atrocidades contra su propia población porque sabían que la opinión internacional acusaría espontáneamente a sus adversarios.

A esta forma de indulgencia se añade otra no menos desafortunada. La de los eternos escépticos que, ante cada nueva matanza por razones de identidad, se apresuran a declarar que ha sido siempre así, desde los albores de la Historia, y que sería iluso e ingenuo esperar que las cosas fueran a cambiar. En ocasiones, las matanzas étnicas se ven, de manera consciente o no, como crímenes pasionales colectivos, lamentables sin duda pero comprensibles y en todo caso inevitables, pues son «inherentes a la naturaleza humana»…

Esta actitud de «dejar que maten» ha hecho ya muchos estragos, y el realismo en que pretende basarse me parece un realismo usurpado. Que la concepción «tribal» de la identidad siga prevaleciendo hoy en todo el mundo, y no sólo entre los fanáticos, es por desgracia la pura verdad. Pero hay muchas concepciones que han estado vi gentes durante muchos siglos y que hoy ya no son aceptables, como por ejemplo la supremacía «natural» del hombre con respecto a la mujer, la jerarquía entre las razas o incluso, en fechas más recientes, el apartheid y otros sistemas de segregación. Antaño también se consideraba la tortura como práctica «normal» en la administración de justicia, y la esclavitud fue durante mucho tiempo una realidad cotidiana que grandes personalidades del pasado se guardaron mucho de poner en entredicho.

Después fueron imponiéndose poco a poco ideas nuevas: que todo ser humano tenía unos derechos que había que definir y respetar; que las mujeres debían tener los mismos derechos que los hombres; que también la naturaleza merecía ser preservada; que hay unos intereses que son comunes a todos los seres humanos, en ámbitos cada vez más numerosos —el medio ambiente, la paz, los intercambios internacionales, la lucha contra los grandes azotes de la humanidad—; que se podía e incluso se debía intervenir en los asuntos internos de los países cuando no se respetaban en ellos los derechos humanos fundamentales…

Así pues, las ideas que han estado vigentes a lo largo de toda la Historia no tienen por qué seguir estándolo en las próximas décadas. Cuando aparecen realidades nuevas, hemos de reconsiderar nuestras actitudes, nuestros hábitos; a veces, cuando esas realidades se presentan con gran rapidez, nuestra mentalidad se queda rezagada, y resulta así que tratamos de extinguir los incendios rociándolos con productos inflamables.

En la época de la mundialización, con ese proceso acelerado, vertiginoso, de amalgama, de mezcla, que nos envuelve a todos, es necesario —¡y urgente!— elaborar una nueva concepción de la identidad. No podemos limitarnos a obligar a miles de millones de personas desconcertadas a elegir entre afirmar a ultranza su identidad y perderla por completo, entre el integrismo y la desintegración. Sin embargo, eso es lo que se deriva de la concepción que sigue dominando en este ámbito. Si a nuestros contemporáneos no se los incita a que asuman sus múltiples pertenencias, si no pueden conciliar su necesidad de tener una identidad con una actitud abierta, con franqueza y sin complejos, ante las demás culturas, si se sienten obligados a elegir entre negarse a sí mismos y negar a los otros, estaremos formando legiones de locos sanguinarios, legiones de seres extraviados.

Me gustaría no obstante volver brevemente sobre los ejemplos que he puesto al comienzo del libro: si consigue asumir su doble pertenencia, el hombre de madre serbia y padre croata no participará jamás en ninguna matanza étnica, en ninguna «depuración»; si se siente capaz de asumir los dos «elementos confluentes» que lo han traído al mundo, el hombre de madre hutu y padre tutsi no intervendrá nunca en matanzas ni genocidios; y el joven francoargelino al que antes me refería, igual que el otro germanoturco, no estarán jamás del lado de los fanáticos si logran vivir serenamente su identidad compuesta.

También aquí sería un error ver en estos ejemplos únicamente casos extremos. En todos los lugares en que hoy viven en vecindad grupos humanos de diferente religión, color, lengua, etnia o nacionalidad; en todos los lugares en que existen tensiones más o menos antiguas, más o menos violentas —entre inmigrados y población local, o entre blancos y negros, católicos y protestantes, judíos y árabes, hindús y sijs, lituanos y rusos, serbios y albaneses, griegos y turcos, anglófonos y quebequeses, flamencos y valones, chinos y malayos…—; sí, en todas las partes, en todas las sociedades divididas, hay un cierto número de hombres y mujeres que llevan en su interior pertenencias contradictorias, que viven en la frontera entre dos comunidades que se enfrentan, seres humanos por los que de algún modo pasan las líneas de fractura étnica, religiosas o de otro tipo.

No nos estamos refiriendo a un puñado de marginados, pues se cuentan por miles, por millones, y serán cada vez más. «Fronterizos» de nacimiento, o por las vicisitudes de su trayectoria, o incluso porque quieren serlo deliberadamente, pueden influir en los acontecimientos y hacer que la balanza se incline de un lado o del otro. Los «fronterizos» que sean capaces de asumir plenamente su diversidad servirán de «enlace» entre las diversas comunidades y culturas, y en cierto modo serán el «aglutinante» de las sociedades en que viven. Por el contrario, los que no logren asumir esa diversidad suya figurarán a veces entre los más virulentos de los que matan por la identidad, y se ensañarán con los que representan esa parte de sí mismos que querrían hacer olvidar. Es el «odio a uno mismo» del que tantos ejemplos tenemos en todas las épocas de la Historia…