EPÍLOGO

Fueron días de imparable desasosiego. La desgracia que llenaría de asombro la ciudad para siempre volvió a atusar mi alma cuando me repuse de mis males, y entre un asunto y otro, la adversidad cristalizó como un condimento espeso en mi memoria. El primer vistazo desde la atalaya de Pétionville fue desastroso. En las ruinas de allá abajo nada había cambiado desde el día en que mi país temblara.

Bob fue el primero en llegar a mi habitación, la de siempre, la de mi infancia, el nido del que volé años atrás. Nada más verme, se vino hacia mí y me abrazó.

—Has estado a punto de perder ese brazo, tres días luchando contra la infección —afirmó—. María buscó a un doctor bastante efectivo, un tipo listo que te ha arreglado el problema. Le debes un brazo, tío.

—¿A mi hermana?

—No, a Florit.

Tras esas palabras, Bob se puso a gritar. Reclamó la presencia de María y de Silví, y de paso de Charité también, y como no se podía contener, añadió a la lista buena parte de los niños, nombres que yo desconocía. Anunciaba que el patriarca había vuelto, que el gran Hugo había despertado, vivito y coleando. Hacía tiempo que mi amigo no se comportaba así, una mezcla de euforia y optimismo, dos asuntos que yo no veía por ningún lado.

La primera en acudir fue María, apareció en mi cuarto como un suspiro, y lo primero que hizo fue poner una mano en mi frente. Sonrió al ver que no tenía fiebre, y terminó por darme un beso en la mejilla. Yo me alegré al ver que sus ojos eran los de siempre, una mirada desprovista de la carga de melancolía que había mostrado dentro de la cueva.

—Chico, has estado muy malito —se lanzó hacia mí y me cubrió de besos.

—Seguro que estoy mejor que esa pobre gente de abajo.

Me entretuve en observarla unos segundos, sonreía, sus labios dibujaban un arco de felicidad que me hizo olvidar los dolores por un rato. Al parecer, Florit me había operado allí mismo, en esa habitación, dos veces, sin anestesia, sin calmantes, sin medios en definitiva. Cuando le pregunté a María cómo lo había llevado, me respondió que Silví me había drogado con productos de la tierra.

Me ayudó a bajar las escaleras. Los niños correteaban como ardillas entre el recibidor y el salón. Observé en un rincón una montaña de colchones. También había otro buen montón en el jardín, e incluso decenas en el sótano, donde permanecían desplegados a modo de hospital de campaña, o más bien de barracón militar, un habitáculo donde presumí que dormían más niños que los que tiempo atrás cupieron en el auto aquella noche que Silví abandonó su casa derruida.

Nadie me lo dijo, y yo no quise tampoco indagar en el asunto, así que di por hecho que Silví, o mi hermana, o las dos, se habían ocupado de rescatar de las calles a más chiquillos, a todos los pequeños sin techo que habían encontrado a su paso. Incluso llegué a ver a un par de chavales con la cabeza llena de vendajes, y a una niña con muletas.

Al menos sí que quise conocer de dónde habían sacado tantos colchones, y también las gallinas y el par de cabras del jardín. Formulé la pregunta y como un relámpago Silví apareció a mis espaldas con un look que jamás hubiese imaginado. Había perdido mucho peso, el pelo alisado, nada de batas de andar por casa, una blusa escotada amenazaba con hacer saltar dos o tres botones ante la potencia pectoral de la muchacha.

—De las calles, don Hugo, de dónde van a salir. Excavando un poco surgen toda clase de tesoros. Esta ciudad es ahora una auténtica mina.

El humor frívolo de Silví se me antojó otro nuevo rasgo de su personalidad. Me pregunté hasta qué punto mi amigo también tendría algo que ver en eso.

En realidad, ese mismo día pude corroborar que la relación entre ambos había adquirido tintes de solvencia. Bob circulaba por la casa con ella de la mano, como si temiese perderla en el interior de aquel reducto acotado. Ambos iban juntos a todos lados, buscaban rincones en los que cuchichear, se lanzaban adulaciones sin ningún tipo de pudor, y hubiese jurado que se besaban como adolescentes cuando creían que nadie les veía.

Tardé un par de días en pedir a Bob que, de hombre a hombre, me hiciera partícipe de lo que venía sucediendo, pero, cuando le solicité que me ofreciese alguna explicación, se despachó con una sencilla frase: entre ellos había nacido un «vínculo mágico».

Evité preguntarle a qué se refería, simplemente, le felicité y le prometí mi apoyo a ese noviazgo que tan contento le tenía. Luego indagué en sus aspiraciones por María, me atreví a interrogarlo abiertamente acerca de la cruzada secreta que le había ocupado el corazón durante años.

—Agua pasada, Hugo, eso es agua pasada.

Una semana más en la cama y el mundo se hubiese vuelto loco del todo, no por la relación entre ambos, algo previsible en el fondo, sino por el tono vital con el que cualquiera respondía a cualquier cosa que preguntase. Mis amigos, mi hermana, y hasta los niños, me parecieron gente sobreexcitada, algo que entendí perfectamente el día que volví a pisar de nuevo la alfombra de polvo blanco que cubría la ciudad, el detritus de Puerto Príncipe.

***

Los días siguientes pasaron con absoluta ferocidad.

María salía continuamente en busca de recursos, comida sobre todo, y aunque desconocía cómo se las arreglaba, lo cierto era que siempre regresaba con el coche repleto de arroz, cereales, habichuelas, harina, latas de conserva, y sobre todo, agua, mucha agua potable, el bien más escaso en aquellos momentos de angustia.

Silví había aceptado con agrado el rol de intendente mayor. No permitía que nadie entrase en la cocina y racionaba los víveres con pasión militar.

Bob cumplía a la perfección su papel de pinche y ayudante de hostelería, y no se amedrentaba en arreglar el desastroso rastro que dejaban los pequeños, tareas que en sus ratos libres complementaba cuidando las plantas, a las que hablaba continuamente, incluso les gritaba, una clara señal de que mi amigo se estaba volviendo loco.

Una mañana, de repente, María anunció que su amigo Eric viajaría a Puerto Príncipe en cuanto se reabriesen los vuelos comerciales. Ella le había tratado de disuadir de su empeño, pero el hombre no soportaba más la espera después de tantos días en los que ella le había mantenido al margen de sus vicisitudes espirituales. Mi hermana nunca había sido una joven dada a ofrecer detalles de sus actos, siempre celosa de una intimidad que defendía a ultranza, así que le ofrecí mi ayuda ante el viaje de su novio y le prometí que no diría ni una palabra de lo sucedido días atrás, un asunto del que no quiso hablar ni en ese momento, ni en las jornadas siguientes, ni en el resto de sus días.

Ante todo ese remolino yo me sentía un poco inútil, desplazado en esa gran obra en la que nadie me concedía un papelito decente.

Desde luego, mi compromiso, lejos de achicarse, se fortalecía con pequeños gestos aquí y allá, mediando en las peleas de los niños, limpiando por doquier, ordenando aquel campo de batalla, pero nada de eso fue suficiente para que yo encontrase mi sitio.

Tal vez fuera eso lo que me hizo decidir salir a la calle, o tal vez fuera la acuciante situación económica que nos acechaba. En aquellos momentos ya habíamos agotado el saldo de dólares que unos y otros trajimos, y los gourdes en nuestros bolsillos apenas daban para un par de plátanos. Cierto era que María salía a la calle con frecuencia, y que rara vez volvía de vacío, pero mientras mi cuenta corriente en el Citibank me permitiese sacar algunos fondos, no iba a permitir que allí hubiese necesidades no cubiertas. También pensé vender algunos automóviles, esos viejos cacharros que de nada servían en el garaje, aunque presumí que poco conseguiríamos a cambio de ellos.

Hubiese podido caminar por las calles de Pétionville, e incluso llegar hasta el centro de la ciudad por mí mismo, pero algo me impulsó a realizar esa incursión en los territorios devastados a bordo de uno de los coches, y cuando lo hice, hubiese jurado que nadie se percató de mi partida, otro signo más de mi inútil presencia allí.

Acometí el recorrido tradicional. Descendí hacia la plaza presidencial con la intención de alcanzar los Campos de Marte y recorrer los lugares que mi memoria reclamaba. Por supuesto, algunos puntos prevalecían sobre cualquier otro destino, tal vez alimentados por las siluetas de dos personas difuminadas por el paso del tiempo.

Mis vibraciones acerca de Yolette no eran nada positivas. La noche que había contemplado aquel edificio derruido supe que nadie podía haber sobrevivido a tal calamidad, y de nada me servía ahora volver por allí. Además, si ella aún estuviese con vida, no me cabía ninguna duda de que habría acudido en mi busca, cuando menos querría conocer mi estado.

La segunda sombra era mucho más difusa, era evidente que aun rascaba mi moral, un asunto que revoloteaba en mi memoria como las palomas del parque central. El estado de la notaría era una incógnita para mí, pero si Daniel continuaba con vida, esta vez me disponía a no concederle ninguna facilidad.

Con ese objetivo puse rumbo al edificio pintado de blanco propiedad de su tío, el corrupto notario. Jamás podría olvidar su imagen, la de un búho asustado junto a otro pájaro aún peor, el buitre de Jasmin.

Alcancé la manzana de los edificios oficiales, torcí a la derecha y me topé con un inmueble destruido, no destruido como el resto de la ciudad, sino pulverizado, reducido a unos cachitos de escombros tan pequeños que me pregunté qué tipo de apisonadora habría pasado por allí.

Continué unos metros más y estacioné cerca del palacio nacional, donde al parecer nunca más podría residir el presidente, y al ver una patrulla de soldados norteamericanos me decidí a interrogarlos acerca de cuestiones que hasta ese momento desconocía por completo.

—¿Cuántos muertos hay?

—Nadie lo sabe con seguridad, pero seguro que cientos de miles. Hay más de medio millón de heridos, y un millón de personas sin techo. ¿Qué hace usted por aquí? Es norteamericano, ¿no?

—Soy haitiano —me salió sin pensarlo.

El soldado debió verme el vendaje del brazo, y tal vez fuera eso lo que le llevó a explicarme que había más de veinticinco hospitales destruidos, pero si quería que me echasen un vistazo a la herida, podía acudir a una carpa militar instalada en las cercanías. Decliné la oferta y me acerqué al campamento de los marines. Me apetecía conocer los planes de distribución de la ayuda humanitaria y de reconstrucción.

Allí vi a mi hermana charlando con tres o cuatro oficiales. Me escondí tras unos sacos y la observé un buen rato. Tal vez fuese más correcto decir que la espié. Charlaba amigablemente con ellos, y aunque desde esa distancia era incapaz de escuchar la conversación, solo por los ojillos de uno de aquellos tipos supe que María se los tenía metidos en el bolsillo. Reían de algo que contaban, y no tardé mucho en comprender que aquellos militares la estaban acribillando a chistes.

Me aparté entonces del montón de sacos y comprobé que se trataba de la misma marca de arroz que llenaba nuestra despensa.

Me largué sin molestarla, simplemente, apliqué una de mis teorías preferidas: si algo funciona, déjalo estar.

Caminé unos metros rodeando la plaza de los Campos de Marte. Sería absurdo decir que la imagen me sorprendió porque a esas alturas todo en aquella ciudad era sorprendente, pero la estampa creada por miles de tiendas de campaña y plásticos atados a palos a modo de improvisados toldos me resultó surrealista. En un país con más de seis meses al año de temporada ciclónica, aquello me pareció un despropósito.

Luego avancé por un tortuoso camino entre mujeres bañando a sus hijos, cocinando, lavando ropa en barreños, o lavándose ellas mismas en las aceras, niños jugando tras una pelota, hombres intercambiando trastos rescatados de los escombros, y entre todo ese submundo, mientras deambulaba entre desechos, comprendí que a pesar de las penalidades mi ciudad estaba volviendo lentamente a la normalidad. Era cierto que se veían largas filas de gente esperando para coger alimentos y demasiadas tiendas de campaña instaladas sin ton ni son, pero con el tiempo y la ayuda internacional juzgué que saldríamos adelante.

El siguiente objetivo lo fijé en la Universidad Quisqueya, me sobraban agallas como para agarrar al sádico ese por las solapas y darle lo que merecía. Alcancé el edificio del rectorado en un suspiro. No se veían estudiantes por ningún lado, pero afortunadamente las oficinas permanecían abiertas. Solicité ver al rector. Me hicieron mil preguntas. Mentí sin contemplaciones, y cuando aparté a la secretaria y entré en el despacho de ese tipo me sorprendió que no se pareciese en nada al viejo que yo buscaba. Eso no me frenó para que agarrase a ese hombre por los hombros y le pidiese explicaciones. Cuando le describí a quien yo buscaba, me dijo que hacía ya un año que no trabajaba allí, que le habían expulsado por desfalcar grandes sumas de dinero, y que estaba imputado en varios delitos. Salí de allí abatido, me pregunté si Yolette sabía eso, y si era así, por qué seguía junto a él.

Conduje un rato sin ton ni son, vi que la gasolina se acababa, iba sin un gourde en el bolsillo, así que pensé en acudir a un banco, pero sin pasaporte, ni tarjetas, ni un solo papel que me acreditase, el panorama no era esperanzador. Me dirigí entonces a la embajada y allí cumplimenté todos los trámites que me exigieron y a cambio me prometieron que en muy poco tiempo tendría mi pasaporte disponible.

De nuevo en la calle, pasé frente al hotel Montana, me sorprendió la forma en que la estructura había cedido, plegada como el mecano que un niño guarda bajo su cama después de una tarde de juego. El que tiempo atrás fuera el mejor hotel del país había desaparecido, y no quise ni imaginar cuántos cadáveres habrían quedado atrapados dentro.

Algo parecido había ocurrido con el hotel Christopher, y también con el Karibe. Entonces me acordé de que Marty solía acudir al hotel Oloffson, y tal vez estuviese acompañado por algún miembro de la panda de Jasmin. No me quedaba lejos, estimé que disponía de suficiente combustible como para alcanzarlo y luego retornar a Pétionville.

Suspiré hasta tres veces para que a la fachada amarillenta del Oloffson solo le ocurriese eso, que necesitase una par de capas de pintura, pero nada más, y así fue. El hotel seguía como siempre, pomposo (al menos a mí me lo parecía), señorial, y con coches aparcados en la entrada, un signo evidente de que operaba con normalidad.

Me instalé en el bar, no pedí nada, y me dediqué a escrutar las mesas y los reservados de aquel antiguo hospital de los marines. A través del espejo de la barra fui completando mi tarea, no descubrí nada raro, apenas tres o cuatro mesas ocupadas. Nadie conocido tomaba tragos aquel mediodía. El restaurante parecía tan apagado que incluso la señora que estaba tras una caja registradora metálica de grandes botones, una reliquia del siglo pasado, bostezaba sin parar.

Mi límite se había acabado, el tiempo de observación había llegado a su fin cuando entró en el bar procedente del piso superior el notario. Mi primera impresión fue que se hospedaba allí, que una vez hundida la notaría solo le quedaba el remedio de echar mano del Oloffson. Dejé pasar a un búho más encorvado que nunca, y me alegró enormemente ver tras él a la otra pieza en mi punto de mira. El falso rector le seguía con los hombros agachados, había envejecido aún más, llevaba puesta una camisa blanca sucia, algo que me pareció patético más allá de las penalidades del momento.

Me levanté de un salto y los agarré a los dos por detrás. No sabría decir cuál de ellos se asustó más. Ambos dieron un repullo que me alegró el alma, como si Hugo Acevedo ya fuese un asunto liquidado a esas alturas. Sin decir nada, levanté un dedo y les indiqué a ambos que se aproximaran a una mesa vacía. Obedecieron sin pestañear, y como se trataba de la esquina del restaurante, en realidad conseguí aprisionarlos contra la pared.

—Me da igual lo que hagan o piensen ustedes después del fiasco de su líder, aunque me gustaría escuchar que Lugarús es un asunto cerrado. ¿Es así?

Los dos bobos se limitaron a mover sus cabezas asintiendo, y me pareció entonces que el más perjudicado por tanta desgracia junta era el notario.

—Quiero conocer dónde están dos personas de mi interés. Si me engañan, les mato.

Volvieron a asentir.

Señalé primero al notario. Me contestó solícito, y no me quedó ni un atisbo de duda de que el tipo decía la verdad. Al parecer, Daniel había desaparecido, nadie sabía nada de él, no había dejado el más mínimo rastro, y la hipótesis más razonable era que hubiera sucumbido al desplome de la notaría.

Luego apunté al otro tipo. Carraspeó, adoptó una pose lastimera tan falsa que me dieron ganas de estamparle una botella en la cabeza, pero eran tantas las ganas que tenía de escucharle que le permití hablar.

—Esa chica es un ángel —dijo—. Yo la he ayudado mucho, la quiero con locura, y haría cualquier cosa por ella.

Evité entrar en detalles y fui al grano.

—¿Ha sobrevivido?

—Ella no estaba en mi casa aquella noche, me había abandonado justo el día anterior. La han visto vagando por las calles. Yo la he buscado sin éxito, pero sí, Yolette debe estar por algún lado.

Antes de que se me revolviesen las tripas dejé que se marchasen. De nada servía presionarlos más. Había comprendido que las prioridades de esa gente apuntaban ahora en otra dirección más perentoria, así que tomé el auto y puse rumbo a casa, rezando para que la gasolina fuese suficiente para alcanzar Pétionville.

***

Aquella tarde María recaló en la casa antes del anochecer. Sujetaba con ambos brazos un paquete envuelto en papel aceitoso. Cuando Charité se le echó encima y arrancó una parte del envoltorio, los niños gritaron de alegría: se trataba de carne de cerdo, una pieza de considerable tamaño.

Silví se lanzó a freírla sin dilación. Explicó que lo haría al estilo grillot, un chicharrón que bastaría para saciar a la tropa. Al principio, muchos se arremolinaron en la cocina atraídos por el pegajoso efluvio del olor de la fritanga, pero cuando la cocinera abrió la boca para lanzar terribles amenazas, no quedó ni un solo niño en los alrededores. Se marcharon al jardín trasero, y allí, verles espantar a las gallinas rodeados de tanta felicidad me pareció una escena impagable.

El reparto fue de locura. Me quedó claro que algunos pequeños jamás habían probado nada como aquello, y en un momento dado Silví se vio obligada a gritar que no comiesen demasiado, pero bueno, una noche así no la volverían a tener en mucho tiempo.

Con lo que sobró, los mayores acordamos celebrar una cena un poco más confortable en el porche, a la luz de las pocas velas que aún nos quedaban. Preparamos una mesa lujosa y nos sentamos plácidamente por primera vez desde nuestro reencuentro.

Los cuatro disfrutamos de aquella velada como si de una cena en el neoyorquino Balthazar se tratara, y aunque el cerdo nunca fue para mí una carne apetecible, felicité a Silví, y le pregunté qué clase de condimentos había utilizado para conseguir arrancarle un sabor especial a unos trocitos que me supieron a gloria.

—Mejor no quiera usted saberlo, don Hugo. Chúpese esos dedos y deje que me lleve la bandeja.

La cena había transcurrido como si allá abajo no ocurriese nada, incluso lo llegué a comentar, y María me acarició el pelo y me dijo que no me martirizase, que los cuatro merecíamos ese pequeño festín, y para que me quedase tranquilo reveló la procedencia del suculento manjar. Al parecer, un barco mercante procedente de Brasil y con rumbo al norte había recalado en la isla debido a la inesperada ruptura de los aparatos frigoríficos que mantenían congelada aquella carne. Cualquier intento por llegar a un puerto donde pudiesen descargarla y venderla era inútil, y eso fue lo que propició que, mediante un acuerdo con las autoridades norteamericanas, hubiese habido un desembarco porcino justo en el lugar del mundo que más lo necesitaba.

Yo aún reía cuando Silví regresó al porche con la bandeja limpia, y sobre ella, cuatro vasos y una botella de Barbancourt.

—Que nadie pregunte. Una tiene sus recursos…

En realidad, yo me pregunté otra cosa, indagué en el espíritu humano, en la fuente de mi felicidad, me convencí de que la noche no podría ir mejor, era imposible que hubiese en Haití cuatro tipos más felices que nosotros, y etiqueté aquel día como uno de los mejores de mi vida.

Pero sencillamente, una vez más, me equivoqué.

Silví vertió el líquido dorado sobre los vasos, sin hielo por razones evidentes. Brindamos y María fue la primera en agotar su ración. No tardó ni un minuto en extender el brazo y alguien le sirvió otro buen trago. Luego se puso a mirar y señalar a las estrellas, y entonces fue cuando comencé a preocuparme.

Señaló un puntito muy brillante, ni de lejos el más brillante, pero por alguna razón que no explicó, a mi hermana le parecía un astro fascinante. Luego pidió que nos fijásemos en otro punto luminoso. Habló sin parar de su brillo, del color, del tamaño, del magnetismo que le provocaba, y antes de que terminase, yo ya estaba aterrado.

Le hice señas a Silví para que la botella no se moviese más de su sitio, pero eso no sirvió de nada.

Fue en el transcurso de esa velada, una noche de finales de enero, cuando María me dijo que quería hablar conmigo. Lo hizo con tanta seriedad y premeditación que presumí lo peor, una de esas malas noticias a las que, por más que te maltrate la vida, jamás te acostumbras.

Bob agarró de la mano a Silví e intentó tirar de ella. Mi hermana hizo un gesto con la mano y les pidió a ambos que se sentaran. Añadió que si a mí no me importaba, nuestros amigos podían escuchar esa cosa tan recóndita que se disponía a largar.

La oscuridad ya se había apoderado del porche, las velas no daban más de sí, y los niños dormían. La luna proyectaba delante de nosotros un campo de plata. Como se trataba de una noche plagada de estrellas, adiviné que la noticia que mi hermana se disponía a ofrecernos no iba a dejarme indiferente.

María vestía un sencillo vestido blanco que la hacía parecer una virgen inmaculada, el pelo suelto, nada de pintura, y tras unos primeros carraspeos, puso sus manos sobre las mías y me lanzó el bombazo que yo esperaba.

—Me voy a quedar aquí.

Por supuesto, comprendí lo que me decía, pero la noticia era tan fuerte que debía intentar algún tipo de estratagema.

—Claro que sí. Quédate un tiempo y luego ya retomaremos las cosas allá arriba.

—No me has entendido. Me quedo aquí para siempre.

Quise dejar claro que aquello me sorprendía, pero ella no se detuvo y continuó exponiendo sus planes, reflexiones que no eran fruto de la improvisación.

—Quiero convertir esta casa en un orfanato, el mayor de Puerto Príncipe. El jardín trasero es espacioso, y con un poco de dinero, mi idea es construir tres alas detrás y cerrar un patio, con columpios y mesas para que coman los niños. También quiero buscar una parcelita para construir un colegio.

—¿Lo has pensado bien?

—Sí, Hugo. Voy a poner a la venta mi apartamento de Nueva Jersey. Tal vez podamos recuperar algunas tierras de papá aquí, y aunque no valdrán mucho, ayudarán a ir saliendo adelante. Hay muchas ayudas internacionales, de nuestro país, y yo tengo contactos, ya lo sabes…

—Un plan increíble.

No había probado el ron desde hacía días, hubiese dado cualquier cosa por apartar aquella botella de allí, un líquido que a esas alturas ya no dudaba que sublevaba el alma. Me dediqué a observar las estrellas. Me pregunté si se trataría de enanas blancas, de gigantes rojas, o qué diablos eran esos luceros que despertaban en mi hermana esos ardores tan intensos y misteriosos.

***

Los días de felicidad y dicha acabaron definitivamente con otro inesperado acontecimiento.

Fue la pequeña Charité la que destapó el nerviosismo en todos nosotros, especialmente en la pareja inseparable, al decir que Zankú esperaba en la puerta.

Yo le grité a Bob que se escondiese en el sótano, dentro del zulo, reforzado ahora por los colchones de los pequeños, que a esas alturas apenas dejaban ya suelo libre. Me acerqué entonces a la puerta y la abrí. Su presencia me resultó a tal grado insoportable que di un paso atrás. Mi hermana me agarró entonces de la mano y abordamos juntos el mal trago.

Descubrimos a Zankú sentado en una silla de ruedas empujada por una tipa con cara de ramera que mostraba una sonrisa desdentada a través de unos labios pintados de rojo fuego.

—Antes de que lo pregunte se lo diré yo. Me cayó encima el piso superior de la comisaría.

El superintendente había perdido las dos piernas, algunos dedos de una mano, y de camino, también el puesto de trabajo. Al parecer, el precario gobierno haitiano le había cesado en sus funciones, con honores según él, y ahora le encargaba trabajos esporádicos para pagar sus servicios pasados. Su primera misión consistía en atrapar a los fugados de la prisión, la labor que le había traído hasta nuestra casa.

Por supuesto, le dije que Bob había desaparecido, que no le habíamos vuelto a ver después de la tragedia, y que estábamos pensando celebrar un funeral por su alma en cuanto pudiésemos reunir algún dinero, pues un tipo como él merecía ese gran fasto.

Jamás sabré si mis detalladas explicaciones hubiesen sido suficientes para alejar de allí a la bestia, porque Silví apareció en la entrada como una exhalación, venía con un cuchillo de cocina en la mano, y lejos de contribuir a sustentar mis afirmaciones, se dedicó a insultar al hombre (en créole), le lanzó palabras que yo apenas entendía, pero entre los desprecios adiviné que le llamó perro harapiento, enviado del diablo, muerto resucitado y lo que más le molestó por razones que yo desconocía fue «hijo de furcia consentida». Luego le recomendó que se dedicase a mejores cosas, que echase un vistazo al país, porque recoger muertos de las calles era una tarea más productiva que la chorrada a la que venía.

Evidentemente, el choque de trenes estaba garantizado. Era impensable que Zankú diese media vuelta y se marchase por donde había venido. Lo que sí fue una novedad fue su sutileza, la forma en que neutralizó la rabia de Silví.

—Solo aspiro a morder tu corazón, niña, a verte fundida con el polvo del cementerio.

A continuación hizo una seña a la mujer de los morros encendidos y ambos se alejaron por el jardín.

Pero antes de llegar a la verja, él mismo impulsó una de las ruedas y se volvió para gritar algo.

—Ahora sé que ese tipo te importa, y estaré al acecho. Ándate con cuidado, porque si me entero que lo proteges…

Bob no se lo tomó mal. Llegó a decir que a él no le preocupaba tener que esconderse en el zulo el tiempo que fuera necesario, pero su alma gemela puso las cosas en su sitio al decirle que por más años que pasaran, Zankú no cejaría, y había tantos pequeños por allí que su presencia en la casa era una noticia imposible de ocultar.

Al parecer, María había conseguido información relevante sobre la reorganización del Estado, y ya se conocía que la seguridad era uno de los asuntos en los que las fuerzas militares extranjeras se habían involucrado. Según mi hermana, era un hecho que más tarde o temprano acabarían por cazarlo si seguía en el país.

A esas alturas, Silví llenaba de lagrimones el pecho de mi amigo, y todos los demás conteníamos las ganas de hacer algo parecido.

***

Resultaba un asunto difícil de digerir. Bob se negó a marcharse, pero debía hacerlo sin dilación, y cuando soltó que lo haría solo si ella le acompañaba, nos quedamos todos sin habla.

La primera en decir algo fue Silví, que tachó a su novio de chiflado, y justificó su trastorno por la poco variada y escasa alimentación a la que estaba sometido. Para empezar, había una pandilla de niños a los que alimentar, razón más que suficiente para atarla al país.

Esa teoría la desmanteló María con rapidez, pues ya había manifestado su intención de continuar con el orfanato y el colegio, y con agrado, ella se ocuparía de todo.

Luego, Silví añadió que Charité la necesitaba, que era la única persona que tenía en el mundo. Esa teoría también fue derribada, esta vez por Bob, que afirmó estar encantado con la idea de que la niña viajase con ellos.

La tercera objeción de Silví fue tal vez la más sólida. No dejaban entrar a los haitianos en los Estados Unidos sin un papel llamado visado, y que eso era algo inalcanzable para una mujer como ella, antes incluso de la tragedia, y ahora más aún, cuando medio país trataba de huir hacia el norte.

Yo creí que ahí se acababa todo, di el asunto por zanjado, pero Bob también fue capaz de echar abajo ese muro de un plumazo.

—¿Quieres casarte conmigo?

Fue un momento de titubeos incontrolados, no solo por parte de Silví, sino de todos los que escuchábamos expectantes.

Más de cien oídos esperaban una respuesta.

Al principio se mostró reacia, tal vez porque no había vislumbrado una cosa así, o porque jamás se le había ocurrido contraer matrimonio, o pudo ser incluso porque creyese que mi amigo lo hacía forzado, pero lo cierto fue que tras unos segundos de vacilación, Silví pronunció unas palabras que sonaron a boda: «Sí, quiero».

***

Zankú siempre había sido un bicho, y ahora, incluso sin patas, continuaba siendo un bicho, un hombre cargado de resentimiento y de amargura que no dudaría en cumplir con su palabra. Por eso debíamos darnos prisa con un plan que, al menos a mí, me pareció plagado de obstáculos, de una audacia inaudita.

El frenesí que siguió a la propuesta de boda nos dejó a todos exhaustos. Para empezar, lo más difícil no fue buscar un sitio donde casarlos oficialmente, ni tampoco costó demasiado trabajo encontrar los papeles de Bob, ni los de Silví, pues aunque nunca los tuvo, conocía a un falsificador que lo hacía de maravilla. Fue igualmente sencillo urdir una buena táctica para salir del país.

El problema realmente fue encontrar a esas horas un vestido de novia, pues la señorita se negaba a desposarse sin un atuendo apropiado.

Nadie le puso impedimentos, simplemente, nos repartimos las tareas y en cuestión de minutos allí trabajaban alborotadamente hasta las gallinas.

Bob prometió ocuparse del tema de los papeles, tanto de la documentación de Silví como de la oficialidad de la boda. Para eso le haría falta dinero, y con esa intención yo le acompañaría, conseguiría mi pasaporte y luego obtendríamos efectivo en una de esas oficinas de cambio y remesas del extranjero, lo que mejor funcionaba en la ciudad por aquel entonces.

María se comprometió a arreglar lo más difícil: el traje de la novia. Me hubiese gustado decirle que me parecía una temeridad prometer algo de ese calibre, pero como vi que le estaba guiñando un ojo a Silví, me callé y me dediqué a mis asuntos.

Eran casi las cinco de la tarde cuando partimos mi amigo y yo rumbo a la embajada estadounidense. Esa fue la parte más sencilla, mi pasaporte ya se encontraba disponible cuando llegamos, y en un país en ruinas como aquel, no tarde más de diez minutos en obtener mi salvoconducto al primer mundo.

A pesar de las intenciones de mi hermana, yo acariciaba otros planes para mi futuro.

Tampoco fue problema obtener dinero de mi cuenta bancaria, gracias a mi nuevo pasaporte y a la propina que le prometí al vigilante de la Western Union, algo que nos evitó guardar una cola inmensa. Bob me esperó en el auto, y al rellenar la ficha de reintegro, decidí sacar veinticinco mil dólares, veinte mil para que mi amigo y su flamante prometida no tuviesen ningún problema en alcanzar su objetivo, e incluso viviesen confortablemente hasta que él encontrase un trabajo, y cinco mil para atender otras necesidades de los pequeños en Pétionville.

Luego, nos adentramos en Cité Soleil para completar el siguiente hito. Tal y como Silví apuntó, Jonathan, un hombre de avanzada edad y aspecto bonachón, nos recibió con los brazos abiertos. Más tarde me enteraría de que no solo se trataba del socio de su tío René, sino además de su pareja sentimental, y ambos en sus ratos libres falsificaban con sus prodigiosas manos toda clase de papeles, desde cédulas de identidad hasta certificados de cualquier clase.

Y por supuesto, pasaportes para huir del país, el encargo más popular en ese afamado establecimiento que cubría toda la gama de servicios en la vida de un haitiano, desde partidas de nacimiento hasta enterramientos.

Jonathan disculpó a René, ocupado en ese momento con un sepelio múltiple, algo que Bob y yo entendimos al instante, y cuando le pedimos un pasaporte para Silví, nos dijo que lo haría sin problemas, pero que le diésemos la foto primero. Nos miramos al instante, y solo las prisas pudieron justificar que fuésemos tan imbéciles como para ir a por un documento falso sin una foto de la interesada.

Cité Soleil siempre me pareció un lugar horrible, el antro más peligroso del mundo, un reducto en el que nadie debía entrar a riesgo de perder la vida, pero ese día aprendí que si se trataba de sobrevivir, la gente de allí no dudaba en echar un cabo. Jonathan no pestañeó, ni tan siquiera se sorprendió de que la beneficiaria del pasaporte no estuviese presente. Sencillamente, hizo llamar a una chica que según él se parecía notablemente a nuestra Silví, y la verdad, cuando la mujer llegó me pareció que el asunto acabaría con todos nosotros en esa cárcel que el gobierno trataba de recomponer.

Allí mismo le hicieron una foto, y claro, como los pasaportes haitianos no tenían nada nítido, ni tan siquiera el número de identidad, la foto distorsionada tampoco desentonaba en el conjunto.

Le pregunté cuánto le debía, y el tipo me respondió que si yo hacía feliz a Silví, un trozo del cielo estaría abierto para mí desde ese mismo momento. Y para mi amigo, ese novio que no abrió la boca en todo el proceso, solo hubo palabras de agradecimiento. Jonathan le apuntó con un dedo a la cabeza, y le conminó a no fallarle a la chica. Si lo hacía, él mismo iría a rescatarla y le pegaría un tiro en la entrepierna a Bob. Remató sus palabras diciendo que si alguien en el mundo merecía el cariño de un hombre, esa era Silví, a la que elevó a los altares por encima de muchas santas de estampa.

De allí fuimos directamente a resolver el último objetivo: un oficial que extendiese el certificado de casamiento. Ese asunto no admitía falsificaciones, así que nos dirigimos hacia el lugar que Silví nos había indicado, no muy lejos de donde antaño residía.

Se trataba del departamento de asuntos municipales de Cité Soleil, un pequeño edificio donde los ciudadanos resolvían asuntos locales hasta las seis de la tarde. Yo estaba dispuesto a ofrecerle cien dólares al tipo por venir a celebrar la boda esa misma noche a casa, siempre y cuando extendiese el correspondiente certificado, pero no hizo falta ninguna ayuda cuando le dije que se trataba de la mismísima Silví. El hombre nos pidió cinco minutos para terminar unos asuntos y recopilar los papeles adecuados.

En el coche, de regreso a Pétionville con Bob a mi lado y el funcionario en el asiento trasero, me pregunté qué diablos le debía ese hombre a Silví para hacer lo que estaba haciendo.

El hambre corría de forma directamente proporcional a la organización política del país, el gobierno había desaparecido, inexistente como la sombra de un fantasma, y en ese entorno turbulento confié a la suerte que el descabellado plan de mis amigos llegase a buen puerto.

***

La noche se había tragado la ciudad cuando arribamos a Pétionville con nuestra parte del guión completamente resuelta. Con el corazón encogido y los ojos cerrados, deseé con todas mis fuerzas que allí dentro todo hubiese ido igual de bien, un deseo que alumbraba mi alma.

Aparqué el vehículo en el garaje y la primera señal fue muy positiva: alguien había traído un generador de electricidad. Allí mismo me esperaba mi hermana, que puso un dedo en sus labios y me ordenó que acompañase a Bob a la habitación de nuestro padre y ambos nos vistiésemos para la ocasión. No era cosa de contradecirla, así que subimos, nos duchamos, y nos embutimos en sendos trajes negros del viejo Acevedo, lo mejor a nuestra disposición en cien kilómetros a la redonda, y terminamos de acicalarnos justo cuando Charité tocaba en nuestra puerta indicando que había llegado la hora.

Bajé las escaleras con mi brazo sobre el hombro del hermano que me había tocado en suerte, un Bob titubeante que no se imaginaba el lío que había formado.

En el salón esperaba el funcionario con una libreta en las manos. Alguien se había entretenido en cortar muchas de las flores del pobre Boco, y entre los jarrones y las cadenetas de las paredes, nadie hubiese dicho que aquella casa había estado deshabitada durante quince años.

En ese mismo salón, años atrás hubo muerte. Esa noche, solo había vida.

María, engalanada para la ocasión, me indicó que fuese a por la novia a su habitación. No me costó entender que me estaba asignando el papel de padrino, algo que asumí con agrado, y también comprendí que ella desempeñaría el rol de madrina.

Subí las escaleras en busca de Silví. Toqué la puerta con los nudillos suavemente y ella me respondió con una dulce voz que entrase.

En la vida uno califica a las personas por la presencia que muestran, por la forma en que se presentan ante los demás, y en un entorno tan deteriorado como aquel, nadie hubiese imaginado que Silví podía cambiar de aspecto como lo hizo aquella noche.

Nada de batas llenas de churretes grasientos, fuera ese pelo ensortijado cayendo en tirabuzones sobre la frente, esa noche aquella era otra mujer.

Con la cabeza bien alta, con la dignidad propia de una reina, Silví me miraba esperando un signo de aprobación.

—Si Bob no se casa contigo esta noche, entonces lo haré yo.

El vestido de novia era precioso. Con el pelo liso, una diadema de perlitas brillantes y una flor blanca en la sien, Silví me pareció sencillamente radiante, una auténtica diosa de ébano.

La tomé de una mano y la besé.

—Don Hugo, no me haga llorar. Doña María me ha advertido de que si lo hago se correrá el potingue que me ha puesto en la cara.

—Pues a la porra el maquillaje. Quiero ser el primero en besar a la novia.

Ella me dio un abrazo, yo la estreché con fuerza.

—Este vestido era de su madre. Encontramos muchos trajes en el torreón. Al parecer, su padre los guardaba allí, jamás los tiró, y doña María insiste en que me los lleve al viaje. Dice que los voy a necesitar porque la ciudad esa es muy grande, y…

—Pues haz todo lo que ella te dice.

—Yo no merezco esto, don Hugo.

—Tú mereces esto y mucho más. Te mereces un monumento, con una placa a tus pies.

Si Charité no nos hubiese ordenado bajar inmediatamente, su madre habría estropeado el arreglo cosmético en cuestión de segundos.

La cogí del brazo y la acompañé al salón, un espacio que me pareció tan concurrido como el metro de Nueva York en hora punta. Allí se agolpaban decenas de chiquillos, altos, bajitos, niños, niñas, expectantes ante un acontecimiento que presumí que era inédito para ellos. Ninguno se quería perder la boda. Incluso se habían acicalado un poco, y de hecho, esa noche no vi a nadie desnudo.

Pero también había adultos: René, Jonathan, y algunas señoras que yo no conocía, tal vez amigas de Silví.

La última persona que hubiese esperado ver allí era a Mamá Cloe.

La gigantona miraba al suelo, y de soslayo, a mi hermana. Me pareció ver que le rendía un cierto respeto, que era incapaz de mirarla a los ojos, y aunque a mí sí que me observó sin paliativos, a María la contemplaba como quien contempla a una diosa.

Pensé que aquello no era bueno, que el hecho de que tanta gente supiese que esos dos se casaban solo nos traería problemas, pero qué diablos, esa era la noche de Silví, y nadie debía estropeársela.

Por fin llegamos ante el improvisado estrado —un conjunto de sillas dispuestas al efecto— y entonces el funcionario se dispuso a largar su discurso.

—Estamos aquí para…

—Vaya al grano, señor, solo quiero casarme y… tenemos algo de prisa. Vaya directamente al tema de los anillos —pidió la novia.

Bob carraspeó.

El novio no se había ocupado de ese asunto. A decir verdad, a todos se nos había escapado ese detalle, y si no hubiese sido por Charité, el plan se hubiese ido a pique.

La pequeña adivinó que la pareja de René y Jonathan lucían hermosos anillos en sus respectivos dedos anulares, y como una anguila zigzagueante, la niña consiguió que ambos cediesen los aros a tan noble causa sin que apenas nadie se enterase, incluida la propia novia.

Cuando el anillo circundó su dedo, la primera sonrisa en toda la noche comenzó a extenderse por el semblante de Silví, y luego, cuando el funcionario indicó al novio que ya podía besar a la novia, Bob le levantó el velo y le dio un beso que no me pareció apropiado, un beso fuera del protocolo ceremonial. Desde mi punto de vista, debió dejar ese baboseo para los ratos de intimidad que tendrían en la luna de miel, pero bueno, aquello tampoco era una boda al uso, así que el público prorrumpió en un descomunal aplauso.

Luego, la novia propició uno de los momentos más inolvidables de la noche: los cuatro cerramos un círculo mágico de abrazos, besos y risas, un instante de felicidad que ninguno de nosotros habría de olvidar jamás.

***

A partir de ahí se precipitó el momento que todos esperábamos.

Bien entrada la noche, mientras los consortes se cambiaban de ropa, los niños se negaban a dormir. María se desgañitaba en su nueva función de comandante de la misión, sin grandes resultados, la verdad, y yo me compadecía del futuro que nos esperaba sin Silví.

Al bajar los recién casados, el funcionario les soltó un sobre cerrado, y cuando miró a uno de los pequeños, un niño de unos seis o siete años, entendí algunas cosas. Luego, René y Jonathan también se acercaron e hicieron lo mismo, un montón de billetes. Silví se abrazó a ellos y les dijo que yo ya había solucionado el problema económico de la partida, y que si no les importaba, ese dinero lo dejaría a cargo de la nueva gerente del establecimiento.

Las maletas cargadas con ropa, enseres y otros bártulos me parecieron innecesarias cuando las tuve que introducir en el maletero de uno de los automóviles que, en poco tiempo, tomaría rumbo a la frontera con la República Dominicana. Desde los confines de Jimaní, Bob habría de poner rumbo a Santo Domingo, adonde llegarían antes del amanecer, y allí, una vez pasada una luna de miel de tres días, plazo más que suficiente para arreglar los papeles, el señor y la señora Duprey acompañados de su hijita tomarían un vuelo hacia Nueva York.

Terminada la puesta a punto para el viaje, yo mismo me encargué de sacar el vehículo a la calle, y cuando apareció el trío emigrante dispuesto para la partida, María comenzó a llorar, y yo, bueno, lo cierto fue que también lo hice, pero fueron lágrimas de felicidad, como si una mezcla de optimismo y dicha sazonara aquella noche mi espíritu, el de un tipo que ya había sufrido suficiente.

Les vimos desaparecer calle abajo. Yo sentía un enorme pellizco en el estómago, sabía que les íbamos a echar de menos hasta lo indecible, y me asediaba el pálpito de que lo peor vendría ahora que no les teníamos cerca.

***

El día siguiente a la partida fue uno de los más tristes de mi vida. Los chavales lloraban sin parar, y como ni María ni yo conseguíamos encontrar fuerzas para remediarlo, el llanto se prolongó durante más de dos jornadas sin remedio.

Abrumados por la pena, mi hermana y yo partimos esa misma mañana en busca de dos asistentas, a las que ofreceríamos comida y techo, nada de sueldo por el momento. A María se le ocurrió la idea de pedir ayuda en la embajada, así conocerían sus propósitos relativos al orfanato y al colegio, y las dotaciones económicas que una aventura de esas características ameritaba. A mí me pareció bien, y por eso la acompañé en ese día soleado de enero.

Apenas habíamos recorrido la mitad del trayecto cuando escuchamos a algunos haitianos gritar que un conocido norteamericano había aterrizado.

—Bill Clinton está aquí —dijo María mientras conducía—. Ojalá venga a traer buenas noticias sobre la reconstrucción y la ayuda que todos esperamos, más allá de los sacos de arroz y las habichuelas.

Pensé que mi hermana me lanzaba un chiste amargo, pero no, el expresidente paseaba de nuevo por las calles de la ciudad. Si aquello era una broma, sin duda lo era del destino, porque en realidad, aquello me recordó a esa mañana de quince años atrás, el día en que todo cambió para los Acevedo, y pocas cosas cambiaron en Haití. Me explicó que hacía tiempo que Bill había sido nombrado enviado especial de la ONU, y ahora, con tantos acontecimientos, era evidente que un hombre como él, comprometido con nuestro país desde tiempos inmemoriales, agarraría el toro por los cuernos.

Noté a mi hermana nerviosa, la miré a los ojos y rápidamente comprendí que su plan había variado. Si ese hombre estaba allí, no me cabía ninguna duda de que ella trataría de aprovecharlo.

Alcanzamos la embajada estadounidense en menos de cinco minutos. Aparcamos el coche cerca de la entrada y María pidió permiso para entrevistarse con Clinton. El tipo de la entrada debió de pensar que esa chica estaba loca, pero cuando ella le mostró su carné de prensa de los demócratas, el hombre cogió el teléfono, hizo algunas indagaciones y el resultado fue que a ella la dejaron pasar y a mí me echaron fuera.

Así lo hicimos, no fuera a ser que perdiésemos esa oportunidad impagable. Me retiré discretamente, le aseguré que me apetecía dar un paseo, y ella asintió explicando que haría la cola necesaria hasta que la recibiera.

Entonces hice lo único que podía hacer: pasear por los contornos de la embajada, en una mañana que me pareció fresca, la primera en mucho tiempo. Desde la calle Tabarre descendí hasta un parquecillo que conocía bien, y me percaté de que en esa zona las casas no se habían venido abajo, como si las construcciones de los norteamericanos estuviesen hechas de otra pasta. Frente a la embajada encontré una explanada con vehículos aparcados, la atravesé y llegué a una zona de plásticos, una de esas áreas repletas de tiendas de campañas y toldos que a esas alturas ya inundaban buena parte de la ciudad. Allí encontré más mujeres lavando ropa, niños tendidos en colchones sobre la tierra, y ancianos recuperándose de sus heridas.

Crucé la calle y pensé en acercarme hasta el aeropuerto, no lejos de allí. Me habían dicho que los aviones comerciales ya estaban aterrizando, y me apeteció verlo en directo.

Caminaba con las manos en los bolsillos, vestía uno de los pantalones negros de mi padre, y una de sus camisas blancas, y cuando me estaba planteando la necesidad de buscar algo más informal, me topé con ella.

Yolette parecía un fantasma, no por su piel clarita exangüe, ni siquiera por la capa de polvo que la cubría, tampoco porque arrastraba los pies, sencillamente, la vi tan famélica que intuí que la situación la sobrepasaba. Me resultó evidente que algo le ocurría, estaba realmente sucia y mal vestida, aunque a primera vista la conjetura que hice acerca de su situación fue que venía de realizar algún trabajo humanitario, rescatar cadáveres de los escombros y cosas así.

La agarré por los hombros y ella apenas me miró. Le dije que la había estado buscando, que el rector me había dicho que la vieron con vida, y que en el fondo, estaba muy preocupado por ella. Todo eso ni la inmutó, parecía como si la hubiesen drogado.

Entonces se me ocurrió invitarla a comer algo. Eran las doce, y presumía que a María le quedaba para rato. Ella no me dijo ni que sí ni que no, así que la tomé por una mano y la arrastré hacia la embajada, donde momentos antes había visto un modesto restaurante abierto. Entramos y la senté en una mesa. Pedí una Coca-Cola, patatas fritas, una hamburguesa y algo de ensalada. Le pregunté varias veces qué le había pasado, y no me contestó. Yo le hablaba sin parar, y ella solo miraba afuera a través de una ventana. Cuando llegó la bebida, la llevé hasta su boca. Ella la saboreó, se chupó los labios, y no se negó a tragar un poco. Al cabo de un rato hice algo parecido con las patatas, y aceptó comer un par de ellas. Más tarde lo intenté con la hamburguesa, y funcionó. La cogió con ambas manos y comenzó a comer masticando delicadamente.

Entonces le hablé de la casa, de los niños, del proyecto de mi hermana, y le dije que necesitábamos gente que ayudase, sin sueldo, pero con techo y esas cosas, y desde luego, arroz no iba a faltar en muchos meses.

En ese momento miré el reloj, mi hermana ya habría acabado, y como Yolette aún comía, le pregunté si le importaba esperarme allí unos minutos, y fue la primera vez que asintió. Por fin entendió lo que yo hablaba.

Abordé la calle con ímpetu y alcancé la embajada en tres escasos minutos, zancada a zancada, al ver que María ya esperaba en la puerta.

Se había entrevistado con Bill, le había expuesto el proyecto del colegio, y la casa, y él le había prometido ayuda. Hasta ahí bien, pero lo que me dijo a continuación empeoró mis expectativas: también le había ofrecido ocuparse de las relaciones de prensa en Puerto Príncipe, pues al parecer, el expresidente había considerado una pena desaprovechar el hecho de que residiese allí, y siendo haitiana se podría dedicar a controlar los temas de comunicación.

En ese momento, el rayito de esperanza que aún me quedaba se fue extinguiendo definitivamente.

Luego añadió que Eric aterrizaría en la ciudad esa misma tarde, y me pidió que la acompañara al aeropuerto. Teníamos tiempo, así que le expliqué el fortuito encuentro con Yolette y fuimos a por ella.

En el restaurante, la mesa que habíamos ocupado aún conservaba los vasos y los platos. La hamburguesa había desaparecido, y las patatas, y también Yolette. Le pregunté al camarero, y me dijo que la chica se había marchado con la comida en la mano, y que nadie le había pagado el almuerzo. Lamenté mi suerte.

No debí haberla dejado sola, pero ya no podía hacer nada.

María trató de consolarme, y como teníamos tiempo, dimos una decena de vueltas con el coche por los alrededores, pero ni rastro de la chica.

Eric aterrizó con una hora de retraso.

Nada más verla, el rubio se lanzó sobre mi hermana y ella hizo lo propio. Se besaron sin contemplaciones, incluso me pareció que la relación era más profunda de lo que yo había sospechado.

De allí fuimos a la casa, Eric no se cansó de expresar su sorpresa por lo destrozado que estaba todo, y dijo que a pesar de las imágenes que había visto en televisión no se esperaba una ciudad tan caótica.

Nada más instalarse en la casa el tipo dio una vuelta por el jardín y se ilusionó con inspeccionarlo todo. Alabó la casa de nuestros padres repetidas veces, estimó que el jardín debía lucir bellísimo en sus mejores momentos, y dedicó sus mejores palabras a los artesonados de caoba. No emitió ni una sola apreciación sobre los niños que tenía que sortear para avanzar dos pasos. María le preparó un poco de arroz con habichuelas y cuando se las comió, ambos se refugiaron en la habitación de mi hermana. Me pareció evidente que tendrían muchas cosas de las que hablar, así que yo pasé la tarde acompañado de los chavales, pensando en Yolette, y en lo tonto que había sido al dejarla sola. Mi obligación hubiese sido llevarla a un médico, ocuparme de ella y conocer en qué extrañas circunstancias se había convertido en algo parecido a un fantasma.

Luego me puse a preparar la cena. Cocí arroz de nuevo, y me puse a abrir latas, no me apetecía cocinar. Al principio pensé que esa era la razón por la que echaba tanto de menos a Silví, pero al pensarlo un poco me pareció una estupidez. Aquella chica valía un montón, su sentido común, su chispa, y sobre todo, su corazón extraordinariamente grande iluminaba a cualquiera que entrara en su órbita. Las mujeres de Haití…, ¿qué sería de mi país sin ellas?

A eso de las nueve de la noche, una vez hubo comido la tropa, me armé de valor para subir al cuarto de María y conminarla a bajar para que picase algo, ya estaba bien de arrumacos. Subí las escaleras con esa intención, pero mi sorpresa fue mayúscula al escuchar los gritos que venían de dentro.

Al parecer, esos dos mantenían una airada discusión por la decisión de mi hermana de quedarse en el país, de romper su carrera en los Estados Unidos y echar por la borda su brillante futuro, y según Eric, la relación entre ambos de camino.

No quise seguir escuchando aquella conversación privada. Bajé las escaleras y me senté a solas en el porche. Se escuchaba un murmullo espantoso de niños jugando en el sótano, y también en el jardín, pero ni me atreví a acercarme. Estaba nublado, no se veía ni una sola estrella, y me pregunté si esa sería la razón por la que mi hermana parecía tan fuera de sí.

María bajó a eso de las once, y nada más verme me dijo que se alegraba de que estuviese allí. Luego me hizo algunas preguntas difíciles, como por qué era tan complicado entender su decisión, o qué extraño bicho le había picado a Eric para actuar como lo hizo en relación con esa misma decisión, y bueno, más que preguntar, hablaba y hablaba sin parar, de eso, de «su» decisión. Yo le permití que lo hiciera, no la interrumpí en ningún momento, asentí a todas y cada una de sus aseveraciones, y cuando nos caíamos de sueño nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, tan temprano que aún los gallos no habían cantado, Eric me pidió que le llevase al aeropuerto. Fue en ese instante, de una forma definitiva e irreversible, cuando di por sentado que mi hermana ya había quemado todas sus naves para siempre.

***

Al cuarto día de la partida del matrimonio Duprey los habitantes de la casa parecíamos un hatajo de almas en pena. El primer signo que me abrió los ojos para ver que algo no funcionaba fue una pelota abandonada. Llevaba sobre la hierba dos días y nadie le había pegado una patada, y eso, con más de cuarenta niños orbitando como satélites alrededor del jardín, no me pareció normal.

Quise entender que el destino me probaba, que tras la caída de los Lugarús había otros asuntos que requerían mi atención, y por tanto, no podía pasarme la vida postrado ante la decisión tomada por mi hermana, y más aún cuando a mí se me terminaba el tiempo Algún día tendría que volver por el trabajo, y aunque podía demorarlo un poco, no era cosa de retrasarme mucho mas.

Fue precisamente al abordar ese espinoso tema cuando entro la primera llamada de Bob. Mi amigo parecía feliz y hablaba atropelladamente. Nos dijo que nevaba en Nueva Jersey, y que Silví tiritaba todo el tiempo, incluso con la calefacción puesta. Añadió que había comenzado a buscar trabajo sin dilación, y que Charité iría al colegio al día siguiente.

En general, tanto María como yo nos alegramos de las buenas noticias, disfrutamos con cada una de las anécdotas que narró, y al final la conferencia nos pareció cortísima. Deseábamos conocer más cosas de la luna de miel, de la evolución del matrimonio, cotilleos y cosas así, pero Bob se empeñó en que ahora no podían gastar dinero en llamadas, ya habría tiempo más adelante, en cuanto le llegaran sus propios ingresos.

Tal vez fuera la conversación con nuestros amigos lo que nos motivó a organizar una excursión para sacar a los niños a la calle y mostrarles algo distinto. Por supuesto, ellos salían cuando querían, sobre todo los más grandecitos, pero como los colegios aún no funcionaban, era evidente que pasaban demasiado tiempo entre esas paredes.

Se me ocurrió contratar un «tap-tap» con capacidad suficiente para todos, y como mucha gente en la ciudad hablaba de una cueva recién descubierta, aparecida tras los intensos movimientos de tierra, nos decidimos a visitarla. En realidad, yo llevaba varios días detrás del asunto. La primera noticia la tuve a través de uno de mis contactos entre los militares norteamericanos, un tipo de Arkansas aficionado a la espeleología que me dio toda clase de detalles acerca de la localización de esa nueva gruta, y cuando me hice una idea exacta de dónde quedaba, me sorprendió que mi padre la había tanteado en sus planos.

Al parecer, nadie tenía conocimiento de su existencia antes del temblor, no había ninguna referencia histórica de su localización, y sin embargo, figuraba en un documento amarillento que el viejo Acevedo había conservado como oro en paño. Por todo eso, a mí me interesaba sobremanera echar un vistazo.

María preparó para la ocasión una tonelada de sándwiches y compró un par de cajas de refrescos, y al amanecer de un día nublado de comienzos de febrero, más de medio centenar de personas esperábamos en el jardín delantero de la casa la llegada de algo parecido a un autobús. El «tap-tap» llegó haciendo un ruido infernal, lo habíamos escuchado incluso antes de iniciar la subida a las cuestas de Pétionville, y cuando entró en nuestro campo de visión nos sorprendió a todos por igual. Se trataba de un armatoste de chapa oxidada sin cristales en las ventanas, decorado con imágenes de loas y santos en todos y cada uno de los espacios disponibles, incluso en el techo interior. Eso no nos impidió abordar el vehículo con ilusión, gritos y palmas. Días atrás, María se había decidido por dos ayudantes, dos chicas jovencitas de unos veinte años de sospechoso parecido con Silví, no solo en el físico, sino en otros rasgos que mi hermana escogió con sumo interés.

Los adultos sentamos en nuestras piernas a los más pequeños, y con el apoyo de los chavales de mayor edad pudimos iniciar el viaje, a riesgo de que alguno de esos granujas cayese por la ventana.

Fue un viaje inolvidable, y a pesar de la incomodidad del vehículo, las canciones que cantamos y los chistes de los niños nos hicieron el trayecto cortísimo. En realidad, la cueva se hallaba hacia el sudeste, cerca de la frontera con la República Dominicana, en dirección hacia las montañas donde una vez se escondiera Enriquillo y donde existe un inmenso lago de su mismo nombre.

Llegamos mucho antes del mediodía y los niños ya estaban hambrientos. El viaje debió abrir el apetito de esas fieras. María me vio tan expectante con la cueva que pidió a las chicas que atendiesen a los niños, ayudadas por un chófer que se ofreció solícito, y como el picnic parecía bajo control, los dos nos marchamos a inspeccionar el terreno.

Las autoridades habían cercado la entrada con una malla metálica, pero la gente la había derribado. Presumimos que podría haber personas dentro, posiblemente fisgones, y sobre todo, cazatesoros de reliquias de los taínos.

La entrada a aquel subterráneo ofreció algo de resistencia, pero cuando nos deslizamos por el terraplén, lo demás fue fácil. En cuestión de segundos ya estábamos dentro. Por supuesto, habíamos tenido la precaución de traer un par de linternas compradas días antes a precio de saldo, con seguridad arrancadas a las tripas de algún supermercado hundido.

Al principio nos encontramos con un único camino de suave pendiente, pero al cabo de unas decenas de metros nos topamos con la primera bifurcación. Dejé que María tomase la decisión, y ella optó por la galería que yo hubiese elegido en último lugar. Nos adentramos entonces en un pasillo estrecho de aspecto peligroso y algo resbaladizo, una clara advertencia de que habíamos preferido una ruta húmeda, así que propuse retornar, a lo que ella se negó en redondo. Evité preguntarle qué la motivaba tanto, el interés que la movía a arriesgarnos a rompernos el cráneo, y ella me contestó que había vuelto a sentir extrañas vibraciones, y añadió que ya había experimentado algo parecido en el interior de Saut d’Eau.

Sus palabras ahondaron mi preocupación, pero mientras caminásemos por galerías razonablemente lisas no sería yo quien la detuviese.

Así anduvimos unos veinte minutos, luego nos vimos obligados a subir un trecho, y antes de que pudiese expresar mis temores ella pareció leer mis pensamientos y apuntó que no me preocupase, que saldríamos de allí sin problemas. Ante eso yo no podía hacer nada, solo seguirla y confiar en su olfato, o tal vez en la experiencia que presumiblemente había adquirido en sus días de cautiverio, un asunto que ella jamás quiso revelar. A mí me hubiese gustado conocer los entresijos de su relación con Jasmin, los detalles de ese tiempo que había permanecido confinada, pero mi conducta tras el feliz desenlace había rayado en la circunspección, y pensaba seguir así por mucho tiempo, al menos hasta que ella quisiera desahogar sus penas.

En un momento dado de nuestra excursión por el interior de aquella gruta María comenzó a correr y se separó de mí una distancia considerable. Le grite que parase, y ella no me hizo caso, lo único que conseguí fue que cientos de murciélagos revoloteasen en la cúpula de una cavidad cuyo techo apenas se iluminaba cuando dirigía hacia arriba mi linterna.

La perdí por unos segundos, me lancé en su busca corriendo y resbale con tan mala suerte que caí de espaldas y me golpeé contra un murete de piedra caliza. Me quedé sin luz y tuve que gatear hasta dar con la linterna, que a duras penas pude recuperar del golpe contra el suelo.

Cuando me quise dar cuenta, mi hermana se había internado en una galería de cuyo interior procedía un rumoroso e inconfundible sonido.

El agua en movimiento aceleró mi pulso y me llevó a gritar su nombre, avisándola del peligro que corría.

No obtuve ninguna respuesta, y cuando llegué a un lago de aguas turbulentas en una sala repleta de estalactitas y estalagmitas, me provocó un terrible susto no ver allí a María.

***

Me vi abocado a pensar que el torrente se la había llevado a las entrañas de la tierra. Sin parar de llamarla, cuando ya creía que lo mejor sería volver al exterior en busca de ayuda, la vi tirada en el borde del lago.

María había perdido el conocimiento, babeaba ligeramente y sus ojos entrecerrados mostraban unos párpados temblorosos, un signo inequívoco de que le estaba dando un ataque. Sus piernas también temblequeaban y respiraba agitadamente.

Tomé un poco de agua con las manos y le mojé el rostro. Acabé poniéndole perdida la cabeza.

Ella reaccionó al rato, cuando ya la sostenía entre mis brazos con la intención de escapar de allí. Al ver que hablaba, la dejé en el suelo y le rogué que me explicase cómo se encontraba. Me dijo que algo extraño le había pasado, que había visto círculos sinuosos, y que luego se le había colado algo dentro. Cuando le pregunté a qué se refería, me contestó que no lo sabía, y me preguntó cuánto tiempo llevaba desmayada. Le dije que habían sido solo unos segundos, a lo sumo un minuto, y ella no se lo creyó, me aseguró que había vivido una experiencia larguísima, y que unos seres incorpóreos le habían revelado diversos asuntos en relación con nuestra madre.

—Hugo, algo anida en mí.

—Tú siempre has sido un poco bruja —traté de tranquilizarla—. Ya te lo dijo Mamá Cloe.

—No te rías. Me da miedo…

—Eres hija de una mambo. La mejor de todas.

—He pensado mucho en eso en los últimos días. He recordado muchas de las cosas que me han ocurrido desde que nos marchamos de aquí. De cuando estuvimos en Puerto Rico, de aquellos años, y de lo sucedido.

—¿Y qué?

—Hay asuntos que no te he dicho.

—Adelante.

Intuí que por fin se había decidido a narrar sus días en compañía del aborrecible Cornelius Jasmin, pero me equivoqué.

—Cloe dijo que yo desarrollaría poderes, y la verdad, desde que puse un pie en Haití hace semanas me han ocurrido cosas inconfesables. Me noto rara, distinta, a veces creo que no soy yo quien vive en mi propio cuerpo…

—Una poderosa razón para volver a escapar del país de los espíritus cuanto antes…

—… pero en el fondo me reconforta lo que me está pasando.

—No entiendo nada.

—Por eso quiero quedarme. Hay razones que me atan aquí.

—Si no me dices la verdad, no podré entenderte ¿Qué te ha ocurrido antes?

—Prométeme que no vas pensar que me estoy volviendo loca.

Asentí.

—Algo se ha apoderado de mí, y luego me ha llevado hasta un sitio que se parecía al paraíso, o al menos eso he creído yo, una playa bellísima de arena blanca junto a un bosque de palmeras. Allí me esperaban muchas mujeres, había decenas. Todas y cada una de ellas me tocaron el pelo, y la cara, y entre ellas estaba… nuestra madre. Me dijo que yo era una de ellas. Quería que supiera que llevo la sangre de esa estirpe en mi interior, la que una vez circuló por las venas de Anacaona, y luego de Higuemota y de Mencía, y de otras muchas mujeres, y también por la suya. Ha añadido que la fuerza que mueve esta isla se transmite de mujer a mujer, y que ahora me toca a mí ejercer el don que nos ha dado la naturaleza. He llorado, porque ella no ha parado de decir que nos quiere mucho, que ya era hora de que todo esto terminase, y luego me ha pedido que te dé un mensaje.

—A ver, lárgalo ya.

—Quiere que pienses en tu futuro.

—¿No crees que todo esto ha sido una jugada de tu subconsciente?

—No lo creo.

—¿Por qué?

—Ella está ahora mismo detrás de ti, y espera que confíes en tu país.

Al salir de allí me pregunté si aquella cueva sería el sitio de los opías, la casa de los muertos, el lugar idílico que jamás encontraron los taínos. Eso no pude resolverlo, pero entonces entendí que en realidad no había sido mi padre quien había buscado cuevas en la isla de Haití, que él no se había ocupado de coleccionar planos.

Mi madre había empleado una parte de su vida en una cruzada muy personal, algo que ningún taíno resolvió jamás: encontrar Coabay.

***

Aquel día llegamos a Puerto Príncipe al anochecer. Los niños más pequeños presentaban un aspecto lamentable, los pobres no estaban acostumbrados a tanto alboroto, e incluso los mayorcitos parecían cansados. María decidió prescindir del baño aquella noche (días atrás había comenzado a hacerlo al estilo Silví), y manifestó estar exhausta.

Cuando la casa cayó en una quietud inusitada, a mí se me ocurrió algo distinto.

Tomé uno de los automóviles y me dirigí al Oloffson. Como lo vi apagado, puse rumbo al bar donde había bailado con Yolette días atrás, el Caribeño, y lo encontré cerrado. Luego se me ocurrió dar una vuelta por el lugar donde la vi por última vez, y nada, esa noche todo me parecía vacío. El primer domingo de febrero después de la tragedia, los habitantes de esa ciudad se habían conjurado para esconderse. Rodé por mil calles, circundé las principales avenidas sin un rumbo fijo, y cuando me cansé, me detuve en una de las pocas zonas iluminadas de Puerto Príncipe.

Coincidía que el puerto era el único lugar que no había visitado en esa estadía. Era sorprendente que yo no hubiese puesto un pie allí en tanto tiempo. Aparqué y cerré el auto. Me encaminé al muelle. Me apeteció ver el agua, y el rumor del mar acabó por hacerme sentir bien: un mar que me llamaba a gritos.

Me senté en el pretil del muelle con las piernas colgando, mis pies ansiaban tocar ese mar tórrido. Me quité los zapatos, pero aquello estaba demasiado alto. Me percaté entonces de que cerca había una escalera de piedra que seguramente usaban los pescadores.

Allí me instalé plácidamente. Por fin introduje los pies en el agua y luego apoyé el hombro contra el muro lateral. Una barcaza pasó frente a mí. Dibujaba una estela de espuma agitada, exactamente igual a la de La Bendita, la misma textura, el mismo color grisáceo, e idéntico palpitar en mi corazón.

Mi vista se perdió en el horizonte, se entretuvo en mil puntitos dispersos, mientras mi mente repasaba toda una vida de soporífera indolencia. No corría ni una brizna de aire, y allí, amodorrado, pasó por mi cabeza la larga cadena de torpezas, errores, batacazos y desaciertos que plagaron mi existencia.

Jamás podría olvidar las últimas palabras de mi padre. Había sobrellevado la odisea de su desaparición, había recuperado a María de las garras de la oscuridad, y ahora se me antojaba inasumible seguir soportando las mismas aflicciones, las mismas lúgubres perspectivas, continuar con esa desazón inagotable.

Tal vez me había dormido, o tal vez aquella visión fuese real. Frente a mí apareció una nube espesa, como los nimbos que se forman en el cielo y traen tormenta y granizo, pero que a mí me brindó algo distinto. Las finas gotas de agua se fueron deshaciendo, y conforme se iban desdibujando, más claramente vislumbraba el macabro contenido de aquella formación acuosa: una fila de almas vagando sobre aquel mar, pululando como fantasmas. Pero no me sorprendió, porque en el fondo, a esas alturas, los fantasmas ya poblaban mi vida.

En realidad, contemplaba una auténtica procesión de espíritus, un desfile de muertos que presidía una persona que conocía bien.

Andrea me sonreía. La tenía a una decena de metros de mí. Levantaba su brazo invitando a que observase a la treintena de personas de la comitiva, y entre ellos, hubiese jurado que se encontraban los desaparecidos de la yola, y cuando los tuve más cerca, corroboré que se trataba de una horrorosa peregrinación, una cabalgata de ahogados, de todos aquellos que perecieron el mismo día que yo sobreviví.

Andrea permitió que la imagen me empapase profundamente, y luego, con voz primorosa, me susurró desde la distancia, pero yo no la escuchaba bien, tal vez no entendía el lenguaje en el que me hablaba.

Más tarde intuí que recitaba los nombres de los fallecidos, no escuché pronunciar el nombre de Bob, ni el de María, ni el mío, solo una lúgubre salmodia con los nombres de los ahogados, encadenados en una canción de muerte y olvido.

Elevé mis brazos hacia ella. Algo en mi interior me decía que aquello no podía ser un sueño. Yo no había llegado a conocer los nombres de aquellas personas.

Al final, embargado de tristeza, o de esperanza, estuve tentado de caminar sobre las aguas de la bahía.

***

El día siguiente me desperté tarde. María no estaba, los niños me dijeron que la había llamado un hombre de habla extraña. «¿Cómo de extraña?», pregunté, y me contestaron que sonaba como en algunas películas de la tele.

No era la primera vez que la llamaban de la embajada, y no le di mayor importancia. Olvidé el asunto y me dediqué a revisar la despensa. Como había poca comida, me decidí a hacer acopio de algo que no fuese arroz.

Había escuchado que varios supermercados habían abierto sus puertas, y me apetecía comprobar cómo mi país iba dando pasos para salir del atolladero. Cogí quinientos dólares y las llaves del coche y me dispuse a darles una alegría a los niños, algo parecido a lo que ocurrió aquella noche que Silví nos cocinó el mejor chicharrón del mundo.

Me metí en el primer sitio que encontré, que no tenía nada de supermercado, un lugar donde una señora servía a modo de tendera lo que se le pedía, artículo a artículo. No tuve que esperar para ser atendido. Dos o tres personas que rondaban por allí me cedieron el privilegio de pedir en primer lugar. Cuando solicité veinte kilos de carne de cerdo, la mujer creyó que bromeaba, y también cuando pregunté por las verduras frescas, y sobre todo cuando le expliqué que mi deseo era conseguir medio centenar de helados. En ese momento ya me había tachado de loco.

No conseguí nada de eso, pero me hice con una buena colección de conservas y un par de cajas de frutas, papayas, mangos y cosas así. Al preguntar por el precio, esta vez fui yo quien quedó sorprendido de lo que pedía. La mujer me respondió que ese era más o menos el precio de siempre, y que las cosas en Haití costaban lo que costaban, antes y después de que la tierra temblara. Por curiosidad, le pregunté cuánto valía un paquete de habichuelas, y la cifra que me ofreció era cuatro veces superior a la de cualquier supermercado norteamericano.

Con la mente perdida en algún sitio, conduje de vuelta a casa y al llegar pedí a varios chavales que descargasen el maletero. María había vuelto, y desde la distancia pude ver que lucía una enorme sonrisa prendida en sus labios.

Me anunció que la USAID había apostado por el proyecto de ampliación de la casa, y también por el colegio, e incluso le iban a dar algunos fondos para manutención. Casi sin acabar de decir eso, se fue a por una pequeña y la lanzó al aire, la besó tres o cuatro veces, y luego pegó un par de voces, y ordenó que retirasen los colchones del salón.

Mentiría si dijese que no me alegré. Después de tantos días en compañía de aquellos diablillos me reconfortó saber que ante ellos se abría un camino estable, y conociendo a mi hermana, supuse que allí nacería un gran proyecto para el país.

Nada me impedía hacer las maletas esa misma tarde y volar al primer mundo, pero con los sentimientos a flor de piel, sopesé por unos instantes largar lo que llevaba rumiando muchos días, una idea que me atormentaba.

Hay espíritus que colman las aspiraciones del alma humana, y otros que la descalabran, y yo no sabría decir lo que me ocurrió aquel día, la clase de hechizo que me impulsó a decir eso, pero lo cierto fue que lo dije.

—Me quedo contigo.

Ella pestañeó, se echó sobre mí y me soltó una docena de besos, y cuando acabó, adoptó una pose altanera, para terminar diciendo que ya lo sabía.

Evité preguntarle quién se lo había cantado, pues a esas alturas ya no dudaba de que mi hermana hablaba permanentemente con los espíritus.

***

Dediqué varios meses a recomponer mi vida. Aquella decisión me la había cambiado por completo. Me vi obligado a reconsiderar muchos propósitos. Tuve que volar varias veces hacia el norte y solucionar los temas que aún nos anclaban allí, pero conseguí poner en orden nuestros asuntos. Poco a poco traje mi ropa y mis pertenencias más queridas, y al final retorné a una normalidad que creía perdida para siempre.

Ahora soy un feliz asalariado de mi hermana. Contribuyo en lo que puedo en su proyecto, que, no me duele decirlo, avanza con mayor rapidez que el mío. Muchas circunstancias prosperan a su favor: la estructura del nuevo edificio crece a un ritmo imparable, y pronto comenzará la construcción del colegio, no muy lejos de aquí.

Yo tan solo anhelo que las matas de habichuela y la yuca, e incluso los frutales, que he plantado en las tierras de mi padre crezcan. En realidad sueño con sembrar la isla de cultivos que traigan prosperidad y la estabilidad para un pueblo que tras siglos de incertidumbre bien lo merece.

¿Qué hemos hecho con esta isla en todo este tiempo? Mi hermana se muestra convencida de que la sangre taína circula por sus venas. Asegura que los indios fueron diezmados, utilizados en la reimplantación del modelo de vida de los conquistadores, pero nunca fueron exterminados. Lentamente, el mestizaje con los aborígenes, y más tarde con los esclavos, dio lugar a una nueva raza, mezclada, bien mezclada.

En la isla de Haití, este territorio que hoy día ocupan dos países, había unos indios felices, y luego llegaron unos conquistadores infelices, asustados por una travesía marcada por la muerte, y más tarde se quedaron para siempre unos colonizadores también infelices, que trajeron miles de esclavos infelices, y bueno, puede decirse que hasta el día de hoy todo esto no ha sido muy alentador.

Tal vez por eso siempre me he preguntado si los fantasmas que habitan esta isla, los mismos desde hace siglos, esos seres descarnados, espíritus de indios, esclavos negros y colonizadores, todos se consideran dueños de estas tierras mágicas, espíritus que vagarán para siempre entre nosotros.

Sería absurdo pensar que yo puedo cambiar todo esto, pero he decidido quedarme y luchar por estos ideales.

En esta isla donde las flores crecen por doquier, donde una vez creció una genuina flor de oro, en nuestra mano está que los haitianos tengamos la posibilidad de desarrollar una sociedad tranquila, un país donde sigan creciendo flores hermosas.

En eso se cifran ahora todas nuestras aspiraciones. Aún nos queda la oportunidad de ver las estrellas. Bob y Silví en Nueva Jersey, María y yo en Puerto Príncipe. Hablamos por teléfono, miramos al cielo y compartimos en la distancia nuestros problemas, bebiendo tragos de ron y lidiando con los misterios del cielo.

Del cielo de Haití, por supuesto.

***

En silencio, anoche miré ese cielo, y recordé las palabras de Anacaona, y las de Andrea, y me pregunté si esta isla encontrará algún día su estrella, si alguna extraña alineación de astros permitirá que por fin nos sea devuelta.

Luego volvió a ocurrirme otro de esos extraños sueños, o alucinaciones, o quizá posesiones de loas rebeldes, como aquella primera vez en la casa del brujo.

Esta vez tuve una visión muy especial.

Vi a mi hermana consolidando su proyecto, un fortalecido sistema de acogida de niños, cientos de pequeños, a quienes rescataba de las tinieblas. Más tarde examiné cómo construía colegios sin parar. Luego, la observé desarrollando viviendas para los desamparados. Así, durante un buen rato, la observé llevando a cabo otros desempeños, incluso batallando con políticos, hasta que…

Me percaté de que estaba sentada en el palacio presidencial, dirigiendo los designios de este país.

No me extrañó, porque si alguien puede enderezar el futuro de esta nación, esa es ella.

Al final, supe algo con absoluta claridad.

Por fin, la revelación de todos los enigmas.

María es la estrella que algún día lucirá en el cielo de Haití.

***

Y con respecto a mí, bueno, he logrado desterrar muchos recuerdos del pasado, cosas que hasta ahora había creído incrustadas en mi memoria para siempre.

Desde entonces he aprendido a valorar lo que el destino me trae. Aunque jamás he conseguido olvidar aquellas últimas palabras de mi padre, ya no le busco en el bosque sagrado de mis memorias, entre telarañas y peligrosas enredaderas, un lugar del que antes siempre regresaba magullado.

Ahora, cuando penetro en ese territorio oxidado, ya salgo indemne, cargado de luces dentro del corazón, convencido de que lo mejor de Haití llegará pronto.