Noté que mi voluntad se desvanecía, nada podía hacer por evitarlo. Luego me sumergí en un sueño agitado. A esas alturas yo era incapaz de adivinar qué me estaba ocurriendo, y si alguien me hubiese dicho que los loas me poseían, sin duda hubiese estado de acuerdo.
En esa ocasión mi pesadilla comenzó con La Bendita flotando en el mar Caribe. En un atardecer rojizo, mi padre y yo navegábamos a bordo de la yola. El viejo me pedía que fuera fuerte, me alentaba con extraños designios, controlaba el rumbo de la embarcación lanzando severos ajustes al timón, y mientras hacía todo eso me decía que debía confiar en el futuro. Antes de arribar a la playa me miró fijamente a los ojos, me pidió que observara bien su rostro, y con una franqueza que yo jamás había conocido en él, acabó explicándome que sus errores no debían volver a suceder en nuestra familia.
Al llegar a la orilla me encontré con Enriquillo y Mencía, acompañados de una cohorte de seguidores, miles de taínos tras ellos, justo en el momento en que recibían una carta del emperador Carlos V de manos de Francisco de Barrionuevo, una misiva donde el rey le pedía perdón al cacique, le exhortaba al abandono de la contienda, y le ofrecía la vuelta a sus títulos, a la emancipación en convivencia con los españoles. Incluso le brindaba tierras y ganados del patrimonio real en el lugar de la isla que quisiera, adonde podría llevar a su gente y ejercer el mismo modo de vida que había sobrellevado en el Bahoruco.
El indio recibió la noticia con gran satisfacción, deseaba la paz, y cuando el capitán Barrionuevo le preguntó si aceptaba las súplicas del emperador, el cacique miró al cielo, y aspiró el aire del mar, y pareció como si se entretuviese en escuchar a los pájaros, o a los espíritus, y cuando creyó tener la certeza de que los dioses le apoyaban en el trato, el hombre movió los labios, y dijo que sí, que todo terminaba allí.
Jamás había podido sacudir de su conciencia el sentimiento de la esclavitud. La libertad de su pueblo nunca volvería a ser la misma, pero el vaticinio de los dioses le había anunciado a Enriquillo que los vientos de cambio eran irreversibles. El heredero de los guerreros taínos no podía deshacerse de su linaje, debía ser fiel a la condición de líder, y el pacto ofrecido le liberaba de la carga que suponía presentarlo como una derrota.
Después de tantos años, la guerra había acabado.
Fue entonces cuando Mencía también lanzó su vista en busca de algún punto del cielo, y suplicó a sus antepasados que mostraran su luz, que la guiasen también a ella en aquella vuelta a la armonía, un retorno que la mestiza anhelaba.
Y entre todos los seguidores del cacique encontré al soldado Acevedo, un hombre que cruzó su mirada con Enriquillo, y luego con Mencía, y a continuación se fijó en mí, me miró directamente a los ojos, y como no era capaz de interpretar el significado de lo que ocurría, sencillamente me asusté.
Anochecía en la playa y millones de estrellas comenzaban a aparecer.
Trece años había durado la rebelión de los taínos y las capitulaciones suscritas en el Bahoruco fueron el último episodio de mis fantasías indígenas.
Antes de terminar aquella visión pude ver a Enriquillo apuntando con su dedo a los astros, y de sus labios partieron palabras de promesa.
Prometía que la estrella algún día volvería al cielo de Haití.
Acevedo asentía y aseguraba que cumpliría su palabra.
Interpreté todo aquello como una buena señal. Cuando busqué la yola, ya había partido mar adentro, y algo dentro de mí intuyó que además de no volver a soñar con indios, tampoco soñaría más con mi padre. Al menos no de aquella manera.
Desperté cubierto de sudor, me dolían todos los huesos. María me observaba embelesada, detenía su mirada en mí, y al buscar sus ojos, me pareció que mi hermana volvía a ser ella misma. Ya no torcía la vista, no babeaba.
***
Me hizo partícipe de mil lances, y aunque no lo expresó realmente con esas palabras, intuí que mi hermana me explicaba que había pactado con Jasmin. Lamentó ahogadamente lo sucedido, la desastrosa vida a la que la habían sometido esa panda de conspiradores.
—Esta gente mató a nuestro padre, y no sé si también a nuestra madre. Algo ocurrió, Hugo, algo muy siniestro, y cuanto más me adentraba entre ellos, más repugnancia me daba.
No me atacó el miedo, sino la rabia. Me hubiese gustado conseguir detalles, haber tenido tiempo para reposar los pormenores que María me iba desgranando, pero Silví y Charité se acercaban con gran algarabía.
—¡Hemos encontrado agua!
Bebí como si me encontrara en un desierto, y cuando comprobé que mi hermana hacía lo mismo, la vela a punto de agotarse me insufló ánimos para salir de allí. Charité se agarró a María, y yo me apoyé en Silví. Caminamos un trecho que me pareció interminable.
La gruta se ensanchaba a cada paso que dábamos y se filtraba algo de luz desde el techo. Debía de estar amaneciendo en el exterior y se escuchaba un suave rumor de agua en circulación. Alcanzamos el objetivo cuando a mí me quedaban muy pocas fuerzas. Nada más llegar a la orilla, Charité se acuclilló, metió las manos en el lago y se mojó la carita.
Aquel lago interior debía de estar bajo la cascada, o en el curso de la misma, pero tanta agua solo podía proceder de Saut d’Eau, o de alguno de sus riachuelos aledaños.
Realmente no fue eso lo que me asombró: aquella laguna era la de mis sueños, el lugar donde había comenzado mi aventura onírica, la poza en la que Anacaona celebraba sus oráculos.
***
La sacudida del déjà vu me atacó sin paliativos. Conocía cada palmo de aquel lugar como si ya hubiese estado dentro, y tan nítido fue ese fenómeno que incluso me situé sobre la misma posición en la que la reina taína solía recibir los vaticinios de sus dioses.
Miré a mi hermana y me comprendió al instante. Se acercó a mí y me susurró al oído que ella también soñaba con indios. Me preguntó la razón y no pude explicársela, sencillamente, sucedía sin que pudiera remediarlo, algo que siempre achaqué a las cosas tan raras que ocurrían en ese país, una consustancial derivada de la espiritualidad haitiana.
Me hubiese gustado disfrutar más tiempo de la atmósfera húmeda que nos rodeaba, del suave murmullo del agua corriendo, descansar un rato sin que nadie nos molestase, pero nos alertó el ruido de pasos.
Aquella cueva no tenía más salida que una pequeña presa a la que tendríamos que arrojarnos si queríamos alejarnos de allí, un camino incierto, pues su traza se perdía en la oscuridad de un túnel descendente, un sumidero negro que se tragaba el agua sin contemplaciones.
***
El primero en llegar fue Jasmin. Portaba en la mano otra pistola plateada. Tras él avanzaban Marty y el rector. Al notario no se le veía por ningún lado, aunque la escasa luz que llegaba de arriba, tamizada por plantas y rocas, no permitía ver casi nada. Los matones no aparecieron por ningún lado.
Jasmin se acercó a mí, me cogió por la camisa y me zarandeó. Su voz ya no era aterciopelada, sino áspera como la lija, incluso me pareció ver las dos puntas de su lengua, un apéndice que imaginé como el de las serpientes que coleccionaba en el sótano de su casa.
—¿Qué has hecho con la flor?
Negué una y otra vez. Me sentía incapaz de explicarle que, fuese el tipo de objeto que fuese, jamás había ocupado el interior de esas cajas.
—¿Piensas que soy tonto?, ¿no me crees capaz de acabar contigo?
María se lanzó en mi defensa. Le rogó que me soltase, le explicó que me encontraba herido, y cuando le volvió a prometer que haría cualquier cosa con tal de que me dejase en libertad, se me revolvieron las tripas. Fue entonces cuando decidí dejarle claro a ese tipo que mi padre no tenía ningún secreto guardado en el sótano, que la flor nunca existió, y que todo debió de ser una patraña alimentada por la predisposición de los haitianos a creer en supercherías absurdas.
Jasmin se limitó a lanzarme una mirada tan retorcida como el tronco nudoso de una enredadera.
Me pegó un puñetazo en la cara que me hizo sangrar por la nariz. Me prometí a mí mismo no dar muestras de flaqueza ante un tipo que bastante había jodido ya a mi familia, pero todo lo que conseguí fue arrodillarme frente a él, con tan mala suerte que mi postura le facultó para colocar su pistola en mi sien derecha.
Luego soltó que era la última vez que lo pedía, que allí se acabaría todo para los Acevedo, porque si no se la daba, primero mataría a María y luego me dispararía a mí.
Cuando acabó de descargar su ira, evité mirarle a la cara, temí que mi futuro desapareciese ante mis ojos.
Él dejó pasar unos segundos, y yo asumí que todo terminaba.
***
Entonces fijé la vista en la entrada de la gruta, y allí vi aparecer a la mambo de las montañas.
Mamá Cloe primero mostró sorpresa, luego indignación, y finalmente, con la cara encendida de rabia, una vez cerca de Jasmin, le cogió la mano y desvió la pistola de mi cabeza.
—Bastantes problemas has creado ya con tanta violencia —le dijo con un tono que sonó a desprecio.
Jasmin dejó de apuntarme y dirigió el cañón hacia el pecho de la mujer. El tipo no era precisamente de corta estatura, pero cuando se acercó a ella me pareció que, o bien se había metido en un boquete, o la negra desplegaba una altura aún mayor de lo que yo recordaba.
Luego ambos decidieron lanzarse a un cruce de reproches que debían de herir más que las balas.
El hombre afirmaba que Cloe no había conseguido consolidar una estricta disciplina en torno al vudú, y que bajo su mandato, más que una organización religiosa, Lugarús se asemejaba a un dispensario de recetas para todos los males, pobres resultados en comparación con los que debía haber obtenido la mambo suprema. Jasmin la acusaba de no poseer poderes reales, y que lejos de hablar con los dioses, sus dominios se limitaban al conocimiento de las hierbas terrenales.
Imaginé que sus palabras serían difíciles de digerir para la mujer, que se hundió en un estado de apatía. Luego suspiró con profundidad tres o cuatro veces, y cuando ya la creía postrada, como un toro que coge fuerzas levantando la tierra con sus patas delanteras, se abalanzó sobre él y le sujetó con ambas manos la cabeza.
Jasmin tardó en comprender el paso que Mamá Cloe había dado, la actitud que había adoptado ante sus palabras. La lucha de titanes que tenía ante mí era mucho más que un litigio entre dirigentes de la Iglesia haitiana. Ella apretó sus manos. Él las apartó de sí.
Sin que pasara ni un segundo, la mambo comenzó a escupir el odio que se esparcía por todas y cada una de las arrugas de su rostro.
Su retahíla de acusaciones contra Jasmin fue realmente larga. Para comenzar, le acusó de ser un torpe líder, un tipo que, lejos de crear veneración y adhesión hacia el vudú, se había ocupado de saciar los bolsillos de la clase pudiente. No me pareció que sus palabras le hubiesen hecho mucha mella, pero luego le minusvaloró en comparación con mi padre, el viejo Acevedo.
Le dijo que no valía para el cargo, que nunca hubo ningún otro responsable tan desastroso como él, y que, de seguir así, en poco tiempo Lugarús desaparecería.
Jasmin levantó la pistola y disparó apuntando al techo de la cueva.
Provocó la caída de muchos cascotes, trozos de roca que provocaron el desconcierto.
Luego, Jasmin y Cloe se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo, en la que un tipo tan pluscuamperfecto como él no escatimó en porrazos hacia la mujer. Incluso la golpeó varias veces en el vientre, trató de amedrentarla con su fortaleza física, pero lo cierto era que, lejos de reducir a la sacerdotisa, ella se crecía a cada paso que él daba.
Mamá Cloe, alimentada por alguna fuerza sobrehumana, o tal vez cegada por un cabreo de dimensiones ciclópeas, empujó a Jasmin con ambas manos.
El hombre cayó al agujero negro, el mismo que se tragaba el agua del lago.
Jasmin trató de agarrarse a unas rocas. Hubiese jurado que sus manos sangraban. Su mirada mostraba una mezcla de sorpresa e indignación. Tal vez no esperaba que una mujer como Cloe, que nunca le había ganado la partida en el plano mental, se lo ganase en el físico, pero nada era ya posible ante la fuerza de un arroyo que descendía hacia las entrañas de la tierra.
Nadie se movió cuando le vimos desaparecer.
Al rato, cuando ya no se le oía gritar, sus acólitos decidieron salir corriendo, y yo deseé que se pudriera en la oscuridad de ese particular infierno.
La mambo no se mostró preocupada, muy al contrario, sonrió cuando ya no se le veía. Luego se acercó a mí, me cogió por las axilas y me levantó como quien levanta una almohada.
Me dio dos besos que evaporaron mis miedos, y eligió una roca. A continuación me invitó a sentarme.
María se arrimó a mí y me rodeó el cuello con sus brazos. Charité soltó a su madre e hizo lo mismo. Por alguna razón, parecía como si Hugo Acevedo necesitase todo el cariño del mundo ante lo que la sacerdotisa se disponía a contar.
Inmerso en una situación tan extrema, pensé que alguno de mis deseos debió de haberse colado entre las nubes, y en un firmamento como el de Haití, tan lleno de espíritus, tal vez mis súplicas habían llegado a los dioses, y disfrazados con la apariencia de una gigantona negra, esas deidades del vudú se mostraban dispuestas a colmar mis aspiraciones.
***
La mambo se acercó al lago, se mojó las manos y la cara, e inició un largo ritual de gestos mágicos. Luego, alumbró mis sentidos al decidirse por fin a apagar el fuego que quemaba mi interior desde el mismo día que terminó mi adolescencia.
—Tengo que pediros perdón a todos.
Aquel fue uno de los momentos de mayor satisfacción para mi alma por la tranquila autoridad que emanaba de su voz.
—¿Envenenó usted a mi padre? —inquirí.
—No, eso no lo hice yo. Le admiraba, él era un hombre especial, alguien que realizó una gran labor con lo que tenía en sus manos. Incluso consiguió que Papá Doc transigiera con Lugarus. Su muerte fue para mí una pesadilla, una sombra muy alargada en mi conciencia, tan oscura como la cordillera que rodea Puerto Príncipe.
—¿Quién le mató entonces?
—Jasmin. Fue Jasmin, un joven ambicioso que entró en política en tiempos de Baby Doc. Aprendió sus métodos, y alimentado por el odio que le producía el hijo del dictador, se marcó unos objetivos demasiado ambiciosos. Más tarde, en la época de la transición, en los momentos en que Aristide tranquilizaba a un país convulso, él se dedicaba a difamar y a crear conflictos políticos para mediar y sacar tajada. Fue precisamente el día que se marchaban las tropas norteamericanas, el día en que la ONU tomaba el relevo. Ese día se decidió a dar el paso: matar a tu padre y ocupar su puesto.
—El día en que Bill Clinton estuvo en Puerto Príncipe.
—Exacto. Un día propicio para sus intereses, un momento de cambio en el que las autoridades tenían otras cosas de las que ocuparse.
—¿Y mi madre? ¿Qué sabe de ella? —preguntó María con voz quebrada.
La mujer pareció tener un sapo dentro de la boca, uno bien difícil de tragar.
—Nou te pale lontan, mwen fèk sòt antre kay la…
Nadie se atrevió a decir nada, y solo cuando ella quiso, prosiguió en un tono que me pareció gutural.
—Fue mi antecesora, una huella que aún perdura en mi alma.
Miró hacia arriba y mantuvo un rato la vista perdida.
—Vuestros padres capitanearon el Lugarús más auténtico que jamás hubo.
***
Tenía poderes, auténticos poderes, repetía la mujer sin parar. La iluminaba un rayito de luz tamizado por algunas de las plantas que crecían del techo, alimentadas por el agua y el sol que se colaba por las rendijas. Vista así, Mamá Cloe parecía revestida de un halo místico, y entonces me pregunté si aquella cueva tendría de verdad facultades excepcionales.
Mientras ella contemplaba los murciélagos del techo, entre susurro y susurro, no cejé en mi intento, hasta que María me indicó mediante muecas que no la presionase, así que me pareció inútil insistir, y la dejé proseguir a su ritmo.
—El hambre cundía en las calles de Puerto Príncipe en los años cincuenta cuando Papá Doc, siendo aún el sencillo médico Duvalier, llegó a la dirección del servicio nacional de salud pública. Desde esa posición conoció a vuestro abuelo, el cubano, un hombre honesto, trabajador y con olfato para los negocios. Se hicieron grandes amigos. Al principio sus ideales coincidían, y ambos encabezaron la resistencia contra el presidente Paul Eugène Magloire, un colaborador acérrimo de los yanquis. Hasta que el huracán Hazel destruyó el país, momento en el que todo cambió. Entonces ya nadie quiso venir por aquí, ni los americanos ni los europeos, y nuestro país cayó en desgracia. Al cabo de unos años, Duvalier se hizo con el poder de forma democrática.
»En ese proceso el viejo Acevedo le apoyó, pero luego, cuando se autoproclamó presidente vitalicio e inició las purgas militares, las ejecuciones, y los tontons macoutes comenzaron a meterse hasta en las grietas de las casas, como las cucarachas y los ciempiés, rompieron relaciones y nunca más volvieron a hablarse. Fue una época convulsa, desde luego, no la más convulsa que ha tenido este país, porque en realidad, a estas alturas, acumulamos ya más de doscientos años de convulsiones, pero la era de Papá Doc ha debido de ser de las peores, la más deplorable, unos tiempos en los que los negros sacaron la sangre a los negros. Al final vuestro abuelo tuvo que desistir, que callar, que olvidar, se dedicó a otros asuntos, pues nunca pudo retornar a Cuba.
Tomó un poco de aire, se la veía afectada, como si todo aquello la superara, pero yo sabía que aún le quedaba mucho por desovillar.
—Hasta que su hijo Pedro se casó con una chica especial, una mujer rodeada de un halo mágico que hasta los más desapegados del vudú percibían. Ella había nacido en esta isla, en la parte dominicana. Su familia atesoraba haber habitado el Caribe desde siempre, una mujer de piel clarita, de una fisonomía extraña, que sin ser ni blanca, ni mulata, ni negra, despertaba un interés singular. Se casaron tiempo después de que Papá Doc comenzase sus fechorías, a mediados de los setenta, y entonces la cosa comenzó a cambiar para los Acevedo. El dictador se había apoyado en los humfor para llegar al poder, tenía de su lado a las fuerzas vivas del vudú, había nombrado a los peores bokors jefes de la milicia, porque siempre tuvo claro que para gobernar este país había que domeñar también a los espíritus.
Carraspeó un poco, miró al techo y observó sin recato el vuelo de un murciélago, un animal grandísimo, que acabó introduciéndose en un recoveco de la roca.
—Papá Doc había logrado tejer una leyenda en torno a sí mismo, una leyenda mágica, como si de un Dios se tratara, un loa de carne y hueso de tal calibre, de tal magnitud que mucha gente creyó firmemente que se trataba de la reencarnación del Barón Samedi, alguien que goza del beneplácito de los dioses para hacer lo que hace. La demencia del ser humano, la refrenda definitiva del mal que anida en nuestros corazones.
La vista se me nublaba, y en aquella cueva milenaria yo sabía que no me quedaba mucho tiempo para perder el conocimiento. Solo la presencia de María junto a mí me producía algo de calma.
—Pero ella lo transformó todo, cambió el orden establecido, no solo en el ámbito religioso, sino también en el político. Vuestra madre era muy inteligente, jamás se resistió a ayudar a los pobres, a repartir los ingresos. Proyectó un Lugarús benevolente con el pueblo, y además hizo intocable a la familia Acevedo gracias a sus prodigiosos poderes. Allá donde había un signo mágico, era capaz de desplegar las más extraordinarias artes adivinatorias. A un pollo muerto le sacaba las entrañas e interpretaba el futuro. Con las caracolas de la playa estudiaba el clima y acertaba el pronóstico de la temporada de huracanes. Una taza de café le servía para confeccionar la hoja de ruta de por vida para quien hubiese bebido su líquido, y si una vela desviaba la llama hacia un lugar concreto, ella aventuraba la fortuna de quien respirase cerca de allí.
La vimos llorar, la mambo se arrodilló frente al lago y se tapó la cara con las manos.
—Y yo…, yo jamás he comprendido los designios del otro mundo —hubiese jurado que estaba llorando, miraba hacia el sitio por el que había desaparecido Jasmin, el más oscuro del lugar, y no pude verle el rostro como a mí me hubiese gustado—. Siempre he sido buena con los perfumes santificados, con los potingues para enamorar a los indecisos, y sobre todo, con las hierbas. Jasmin acertó en ello, más allá de los wangas, soy un fraude. Nunca tuve las facultades de vuestra madre.
Cloe desató mis recuerdos.
La imagen de mi madre —una estampa que siempre anduvo chapoteando en mi alma— apareció ante mí como un espejismo. Mil veces procuré hallar cualquier pista que me condujese hacia las razones que se llevaron a mi madre de este mundo, algo que jamás dejé de buscar entre las brumas de mi pasado.
—¿Cómo murió? —esta vez sí pude leer su rostro.
—Eso no lo sé. Siempre he conjeturado con la posibilidad de que su desaparición fuese el primer paso hacia la destrucción del poder de los Acevedo: primero se eliminó el poder espiritual, y eso terminó propiciando la caída de toda la saga.
Mientras yo rumiaba esas palabras, notaba la mano de María haciéndome señas en el hombro.
—El futuro desviado, el que se cambia a base de magia, siempre acaba siendo trágico —concluyó Mamá Cloe.
Fue entonces cuando mi hermana, al ver que no captaba sus gestos, se decidió a indagar en otro de los terrenos sombríos.
—La flor, ¿qué sabe usted de la flor?
La mambo pareció disfrutar con la pregunta de María. Por primera vez la vimos sonreír, y, en una atmósfera de relajada intimidad, apartó a Silví de un manotazo de una de las rocas y posó su trasero en ella, quejándose a continuación del frío que traspasaba su bata negra.
—Conjuros engastados en frases mágicas.
Mi cara de sorpresa la hizo sonreír de nuevo.
—En sus momentos de borracheras, en esas noches regadas por el ron, tu padre se jactaba de tener una flor en casa, su más preciado tesoro. Yo misma lo escuché de sus labios una docena de veces. Acevedo achacaba su propia suerte a la flor, decía sin pudor que poseía un banco de reservas espirituales que le blindaba ante cualquier adversidad, algo mágico de acceso privado, y aunque mucha gente creía que fanfarroneaba, yo sabía que tenía razón, que una flor iluminaba la mansión de Pétionville. Y luego, cuando os marchasteis de la isla, los hombres de Jasmin inspeccionaron la mansión, pero no la encontraron dentro. Hubo gente que dijo que tú te la llevaste, que escapaste de Haití con la flor debajo del brazo.
Silví carraspeó.
—Tu madre también, niña, claro que sí. Ella sufrió los designios de un loco en busca de una quimera, y la tragedia la atrapó en un asunto que no le incumbía. Fue tan respetuosa con Acevedo, tan celosa de la felicidad de su patrón que hubo alguien que pensó que el fin de esa etapa de Lugarús debía terminar también con su muerte. Además, fue el argumento perfecto para acallar las voces disonantes, porque en este país, mucha gente podría no entender cómo un rico puede morir por ingerir alimentos en mal estado. No me gusta decirlo, pero aquello se hizo tan bien que algunos energúmenos culparon a la vieja Silví de haberlo envenenado. Al final, el rumor que circuló durante mucho tiempo apuntaba a que ella se había suicidado tras cometer el delito.
—La crueldad de algunos haitianos no tiene límites… —logré articular.
—Así es, así es.
La observé con detenimiento, le dediqué mi mejor mirada de súplica, traté de que se decidiera de una vez a desvelar el misterio de mi familia.
—La memoria oculta solo aflora cuando se tranquiliza el alma —Mamá Cloe fijó su vista en el suelo—. Incluso yo estuve en vuestra casa con la misión de encontrar la flor, una enviada más de los nuevos Lugarús, y aunque sabía perfectamente que la flor no estaba allí, tuve que desempeñar el papel que me tocó jugar en esos momentos. Jasmin enloqueció en su obstinación por encontrar el secreto del éxito de su antecesor, una visión apasionada en exceso.
Tosió un par de veces, como si quisiera dar por concluido su relato, pero algo la impulsó a apuntar algo más.
—Al final, ese tipo —señaló hacia la poza— se convirtió en un pastor de almas malditas…, y eso es todo.
Quise levantarme y aprovechar que ella estaba sentada para darle un beso en la frente, agarrar una de sus manos y situarla sobre mi corazón, susurrarle al oído que necesitaba con desesperación que no se entretuviese ni un minuto más, pero mis piernas amenazaban con no funcionar cuando las necesitase.
—Os voy a decir algo que jamás he dicho, ni tan siquiera al loco de mi marido.
La mambo alzó entonces la vista hacia el techo de la cueva, y el murciélago se movió de su guarida.
Cuando por fin habló no supe muy bien cómo interpretar sus palabras.
—Con el permiso de los espíritus que nos vigilan os diré algo que me costó años entender. Vuestra madre era la flor: la auténtica flor.
***
Sopesé la idea de que todo aquello fuese una ilusión, de que ninguno de nosotros estuviésemos en realidad allí, de que fuésemos parte de una pesadilla, pero cuando la voz de Mamá Cloe retomó ritmo de salmodia, me dediqué en cuerpo y alma a interpretar sus palabras.
El cielo no entiende de clases sociales, las personas que tienen grandes poderes, impelidas por un mandato divino, solo tienen un camino: seguir sus designios.
A continuación nos convenció de que mucho antes de que la Iglesia católica repartiese el cielo de esa isla y organizara el santoral, había grandes fuerzas allá arriba.
—Vuestra madre era la flor que Acevedo tenía en su casa, aunque jamás se refería a ella de forma directa. En las tierras bañadas por el mar Caribe el misterio empapa cada grano de arena de las playas, de las montañas, nada sucede sin la mediación de algún espíritu, y ella tenía uno muy grande sobre su cabeza, alguna deidad que la vigilaba y la protegía. En el fondo, los humanos somos instrumentos de los dioses, y vuestra madre nació amparada por una fuerza excepcional, y no me refiero a los espíritus africanos, sino a los taínos. Era una rareza del país, uno de esos caprichos de la naturaleza que en la isla acabó manifestándose así.
—¿Y cómo era esa fuerza que la alimentaba? —se atrevió a preguntarle mi hermana.
—Un espíritu atascado en el tiempo…
Mamá Cloe se levantó de la roca, atusó su bata negra, se tocó el trasero (que presumí húmedo) y se encaminó a la salida.
—¿Y no hay nada más? —imploró mi hermana.
—Tú, tú tienes la llave, deberías estar atenta a lo que te dicte el alma.
—No sé a qué se refiere.
—Siempre has sido algo bruja, y tú lo sabes…
Luego vimos cómo se marchaba. Nos daba la espalda negando. Levantaba ambas manos en un gesto que yo interpreté como que ya no quería nada más con nosotros. Entonces me sumí en un sopor que amenazó con tumbarme en la tierra.
Al principio creí que sufría los mismos fosfenos de los taínos, esos fenómenos que los asaltaban como paso previo a los vaticinios, pero me equivoqué.
En realidad mi vista se nubló formando un caleidoscopio de brillantes tonos, en el que se combinaban mis deseos, mis sueños, mi pasado, y un futuro que comenzaba a mostrar el único color que no me hubiese gustado ver.
Pero al final todo acabó fundiéndose en negro, como el porvenir de mi país, como la piel de la gente que lo habita, como mi propio destino.