El camino hacia María fue lo mejor que me ocurrió en muchos días. Los matones me ayudaban a volar hacia ella, con Silví y Charité siguiéndonos en silencio. Por el espacio que recorrimos supe que un rato antes no habíamos inspeccionado ni el diez por ciento de la inmensa cueva.
Se detuvieron frente a una puerta de madera oscura, la única de ese color. Uno de ellos sacó una llave del bolsillo y se produjo un chasquido: mi hermana encerrada en una celda. Accedimos, y a primera vista, la habitación me pareció amplia, envuelta en una penumbra tenue. La luz procedente de un par de velas provocaba un baile de sombras titilantes, suficiente para vislumbrar al fondo una cama y un bulto tapado. Me zafé de los brutos y corrí hacia ella.
Levanté la sábana y encontré a mi hermana.
Me pareció que había enflaquecido, y aunque su apariencia no era enfermiza, tampoco saludable. Tal vez simplemente la veía rara, cohibida, aletargada en realidad. La encontré tan fuera de este mundo que sospeché que no me iba a contestar, incluso me asaltó la idea de que no se iba a acordar de mí, pero ella en ningún momento perdió la dirección hacia mi rostro. Me mostró una mirada saturada de tristeza, sumergida en sueños antiguos. Sus ojos entornados jamás habían alcanzado esas cotas de desolación, jamás habían revelado tanta aflicción, y sobre todo, esos ojos jamás habían estado tan ansiosos de indulgencia.
—Hugo, te he fallado. Tienes que perdonarme…
Sollozaba, su barbilla temblequeaba levemente, y un hilillo de saliva se le escapaba entre los labios. Me lancé en su busca, y lo único que hice en los minutos siguientes fue besarla, había luchado tanto por aquella niña, la quería tanto que lo único que se me ocurrió fue fundirme con ella en un abrazo lacrimoso.
—Ya no busco en las estrellas…, solo busco mi pasado…
Las palabras entrecortadas de María me provocaron un ataque de melancolía, o de incertidumbre, o de impotencia.
—La han drogado —afirmó Silví—. Ya sabe usted, el deporte nacional. Incluso me permitiría decir que es más de lo mismo que le hicieron a usted. Esta no es la doña.
En la penumbra escuchamos la puerta cerrarse y a los tipos alejarse por el pasillo. Solo entonces Charité se acercó a la cama y se dedicó a contemplar a mi hermana.
—Estás muy linda —le dijo María—. Pareces una mujercita con esa ropa puesta.
—Es suya, la cogimos de su armario.
Entonces se sentó en el borde de la cama.
—La fatiga puede conmigo, pero voy a mejorar.
Silví encontró una jarra con agua, vertió un poco en un vaso y se lo ofreció.
—No, no. Es lo que me está creando este mal.
Me separé un par de pasos de la cama, reposé mis pensamientos, y una vez comprobado que mi hermana podía caminar aunque fuese con dificultad, abandonamos la estancia.
Cuando Jasmin descubriese que la caja no contenía ninguna maldita flor volvería a por nosotros, y la verdad, ya no me quedaba ninguna carta en la manga.
***
—¿Hacia dónde? —preguntó Silví.
Me encogí de hombros, y fue Charité una vez más quien indicó que había lugares en aquella caverna en donde podríamos descansar un rato.
La pequeña partió en primer lugar. María iba apoyada en los hombros de Silví, y yo cerraba la comitiva con la tarea de vigilar la retaguardia.
Cuando ya no se veía nada, Silví sacó una vela del bolsillo de su vestido y la prendió con una cerilla. Incluso sumido en aquella media luz, pude leer la sonrisa que dibujaban sus labios. Continuamos por un camino poco o nada iluminado, en el que, a cada paso que dábamos, olía más a humedad. Nos adentrábamos aún más en las entrañas de la tierra.
Charité eligió entonces una bifurcación audaz, la que yo hubiese elegido en último lugar: la boca de una nueva cueva por la que nos vimos obligados a descender con el trasero pegado al suelo. En ese momento la vela se había apagado, y yo temí caer al fondo de un lago interior. Afortunadamente, aterrizamos sobre un suelo duro y pulido. Nos dimos las manos y avanzamos a tientas.
Así anduvimos unos metros más, hasta que escalamos un pequeño promontorio, y desde allí, nos llevó hacia una confortable cavidad de considerable anchura.
Con las espaldas apoyadas en una roca lisa contemplamos cómo trataba de encender de nuevo la vela, y cuando lo consiguió, nos sorprendió la belleza de una estancia cuyas paredes mostraban unos pictogramas delicadamente grabados. Mientras me recreaba en ellos, escuché a Silví decir que saldrían a buscar un poco de agua.
—Será bueno que doña María beba, y debo limpiarle a usted la herida cuanto antes.
La vida me había ofrecido cosas buenas y malas, pero ninguna tan excepcional como la presencia de esa mujer. Le sujeté la cabeza con ambas manos y la besé en la frente. Esta vez no rechistó, e incluso sonrió ampliamente, mostrándome por primera vez sus encías sin dientes.
Viéndola alejarse, calculé que ya sería medianoche.
Me apetecía hablar con María, pero se encontraba dormida. Allí sentado, vi sombras danzantes, las de unos dibujos enigmáticos, una oscuridad solo rota por la llama de una vela que apenas duraría un par de horas. A lo lejos divisé siluetas recortadas sobre la pared de roca, las de una madre y una hija tanteando la orografía de la sima.
Me pareció un despropósito que yo permaneciese allí, y que Silví y Charité abordasen las entrañas de la gruta, algo aborrecible desde cualquier punto de vista. Intenté levantarme y me caí. Me golpeé en la cabeza con algún saliente y me senté. Al final, mareado, me ovillé en el suelo y contemplé cómo se alejaban.
Rodeado de penumbras, atrapado en las tripas de una montaña que no paraba de moverse, pensé que en realidad todos estábamos muertos, que aquello era un absurdo intento por escapar del infierno, del mismo infierno que se había tragado a miles de haitianos allá afuera.