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Cornelius Jasmin, su voz armoniosa, casi musical, pura seda al entrar en mis oídos, me invitaba a levantarme. Su semblante llegaba a tal nivel de encandilamiento, ese hombre disfrutaba tanto con las cajas frente a él que me pareció que la situación en conjunto era algo sobre lo que no debía ensañarme. Si las cosas habían venido así, si mi propia familia había estado inmersa en ese turbio asunto, pues con eso saldaba la partida, y como un Enriquillo derrotado, un cacique pulverizado por el poder, lo único que esperaba ahora eran respuestas, alguna revelación a tanto misterio, un rayito de luz a través de la espesa niebla.

—Ahora traiga a mi hermana —las palabras apenas brotaban de mi garganta.

—Hoy también es un día grande para ti. Para comenzar, voy a decirte lo que estás esperando: sí, ella está aquí.

Silví fue a por una silla. La puso detrás de mí y me ayudó a incorporarme.

—Tan solo echo en falta entre ustedes a Zankú —dije.

A Jasmin se le encendieron los ojos de indignación.

—Ese hombre se intoxicó con el dinero, pero lejos de intentar curarse, siguió exigiendo más y más. Hace mucho tiempo que prescindimos de sus servicios.

Con exceso de diplomacia olvidé ese asunto y, con el corazón palpitando, traté de centrarme en el tema principal.

—Quizá ahora pueda contarme qué es todo esto de Lugarús.

—Debiste preguntárselo a tu padre. Él debió explicarte a qué se dedicaba, porque, créeme, como comerciante era un desastre. Fue un pobre imbécil si me lo permites, un don nadie que se enriqueció a nuestra costa. Y bueno, hicimos lo que había que hacer.

—O sea, que lo mataron.

—No había otro remedio, Lugarús necesitaba mantener el orden interno, y para ello era imprescindible el dinero, como les sucede a todas las organizaciones religiosas en el mundo. El dinero es el dinero, todo lo mueve y lo consigue, cualquier religión lo recauda para mantenerse a flote, ninguna creencia se puede perpetuar sin él, ¿conoces alguna que no lo haga?

—No entiendo mucho de religiones, tan solo me pregunto qué les moverá a ustedes.

—Todo poder es una conspiración permanente.

—La hipocresía mejor desarrollada por la clase alta del Caribe.

—No seas tan duro. Una vez perteneciste a ella.

Sus palabras apenas consiguieron restar ni un ápice de la determinación que me invadía.

—¿Y este templo?

—Todas las religiones tienen su templo central. Piensa en el Vaticano, ¿por qué no el vudú? Encontramos esta cueva hace mucho tiempo, antes incluso de que se apareciese la Virgen en la cascada sagrada, un lugar excepcional, cargado de energía, y en el fondo, ¿qué mejor que los templos indios? La herencia de nuestros antepasados.

Un torrente de recuerdos oníricos me invadió, posesiones de los loas, ataques de mi subconsciente, y fuera lo que fuese lo que me venía ocurriendo por las noches, me interesaba el punto de vista que Jasmin me ofrecía. Con un tono que a mí mismo me sonó complaciente, le rogué que se explicase.

Cornelius Jasmin cambió de postura en su sillón de madera dorada, se acomodó y eligió un tono de voz neutro.

La historia suele escribirse de muchas formas, pero solo prevalece la de los ganadores, que en el caso de Haití, fue la de los negros, la de los esclavos rebelados contra la opresión de los blancos. La isla, harta del martirio al que fue sometido el negro africano, despertó el día en que un hombre sacudió la conciencia de los encadenados. Macandal fue mucho más que un esclavo manco, más que un visionario, en realidad fue un rey negro de probado pecho de cobre. Tal vez la falta de un brazo le valiera la misericordia de los amos, y tal vez por eso le condenasen a estar encadenado junto a los cultivos, a las hortalizas y a los frutales, y tal vez por eso, en ese contacto con la naturaleza, aprendiese el arte de las hierbas, los ingredientes para preparar el veneno con el que acabar con los colonos.

»Macandal utilizó los ingredientes autóctonos de los taínos, la materia prima que la isla le ofrecía, y en ese tiempo, con esos poderes, la gente le elevó a la condición de héroe, de guía, de salvador en definitiva.

»Los blancos ya habían llegado al crepúsculo de las aspiraciones humanas, habían saciado todo su apetito al tiranizar a esa pobre gente, y por eso, un hombre ungido por los dioses, un líder mandinga, iniciada esa decadencia explotadora, consiguió alentar la esperanza libertadora.

»Más tarde, su muerte lo elevó a la posición de mesías, un mártir eficaz para la revolución. Ningún ser que escapa de la hoguera convertido en pájaro, o en mariposa, pasa desapercibido en el país de los espíritus. Macandal despertó en la conciencia de los haitianos el sentimiento de que la esclavitud era sencillamente un accidente de la historia, un fallo en un universo injusto, pero no un destino inalterable para el negro. Ahí nació el germen de Lugarús, el poder de una organización secreta que primero debía luchar para acabar con el tirano, aniquilar las relaciones hegemónicas del sistema esclavista y luego crear un nuevo orden basado en el espíritu del africano.

»Tras la muerte del mandinga, la religión escaló varios niveles en la sociedad criolla, y el vudú, como fuerza celestial capaz de liberar el cuerpo de las esclavizadas almas, salió de los humfor y se instaló para siempre en el corazón de la gente de sangre negra.

»La esperanza de cambio también caló entre los mulatos, y en pocos años, ya nadie distinguía de dónde procedía el pueblo haitiano, de unos africanos desembarcados por los esclavistas, de unos indios masacrados, y de unos pocos blancos que en dos siglos habían procreado a miles de mulatos.

»Fue en ese momento cuando comenzó a forjarse la nación haitiana, cuando la isla consiguió lo que todo pueblo necesita para emanciparse: un líder de poder indiscutible, al que además se le atribuyeron poderes sobrenaturales. Lugarús catalizó la idea, impulsó la transformación del orden social, y por qué no decirlo, se constituyó en un poder religioso, como tantas otras religiones lo hacen.

—Pero aún faltaba la independencia —dije—, la liberación del pueblo.

—Unos años más tarde —continuó Jasmin—, apareció otro negro sin igual, un cimarrón tocado por la mano de algún ser supremo. Boukman era muy distinto a Macandal, un jamaicano de gran fortaleza e inteligencia que supo continuar con su legado, y que luchó en secreto para conseguir el mayor deseo de los encadenados. En agosto de mil setecientos noventa y uno retumbaron los tambores vudú con más fuerza que nunca. Boukman, elevado a la condición de hungan, se reunió en secreto con cientos de esclavos en el bosque del Caimán. Rodeado de sacerdotes y sacerdotisas del vudú, en una atmósfera mágica, celebró una fiesta mística en la que bulló el gran caldero del que nació la nación de Haití. Aún hoy, cientos de años después, nadie sabe con certeza qué fue realmente lo que ocurrió, el pacto entre fuerzas que condujo a que esta isla acogiese a la primera sociedad libre en América Latina, y que llegó a ser un ejemplo inagotable para el resto de los enclaves esclavistas del continente.

»La ceremonia del bosque del Caimán se desarrolló en medio de un incuestionable escenario espiritual, pero ninguno de los allí presentes imaginó que aquel acto removería los cimientos de la tierra. Mucha gente afirmó que se había invocado al diablo, a los dioses del vudú, a los espíritus autóctonos, a todas las almas muertas para que acudiesen en auxilio de sus hijos africanos.

»Boukman sacrificó un cerdo, vertió su sangre y se la ofreció a los dioses. Una semana después de la ceremonia más de mil plantaciones habían sido destruidas y cientos de esclavistas asesinados. La suerte estaba echada, el cambio de la historia había comenzado, y ni tan siquiera la cabeza cortada de Boukman, exhibida por todos los rincones de la isla, sirvió para detener el cambio.

—Del que Lugarús sacó tajada.

—Era necesario —justificó Jasmin—. Si no lo hubiéramos hecho nosotros, otros hubiesen tomado la iniciativa. Canalizar los recursos del alma es una labor fundamental en cualquier sociedad. Aún hoy, el miedo de la cultura occidental hacia el vudú delata el pánico racista de la sociedad de los blancos a la furia de los encadenados.

Me miró como quien mira a un condenado a muerte, sopesando perdonarme la vida.

—Nadie conoce la historia en realidad, pero Boukman no invocó al diablo, sino a los espíritus, los verdaderos dueños de esta isla.

El hombre pasaba sus manos por la tapa de las cajas, contando los minutos que quedaban antes de abrirlas, y en mi cabeza no paraba de dar vueltas una idea simple: no había ninguna flor en su interior.

—Y dígame, ¿por qué ansían tanto la flor?

—¡Ah…!, la flor, el gran secreto de los taínos. Hace mucho tiempo alguien encontró un objeto que encerraba un poder inconmensurable, algo a lo que llamaban la «flor de oro». Fue tu padre quien le dijo al notario que él la tenía, que la guardaba en su casa, y aunque la revisamos en muchas ocasiones, jamás dimos con estas cajas.

La tierra tembló de nuevo. Fue una ligera sacudida que apenas consiguió levantar el polvo, pero suficiente para que Jasmin se mostrase reacio a prolongar el parlamento.

—Una cosa más, ¿cómo supo que esas cajas estaban en el maletero? —pregunté—. Nadie más que yo lo sabía, ni tan siquiera sus matones.

—Los Lugarús disponemos de poderosos aliados.

Cornelius Jasmin me mostró casi todos sus dientes, una sonrisa inconmensurable, la de un actor de cine. Levantó una mano y escuchamos chirriar los goznes oxidados de una puerta trasera.

Emergió de entre las sombras una silueta desdibujada, pero incluso en la oscuridad pude reconocer la figura de la mambo de las montañas.

Mamá Cloe contemplaba el techo, sus facciones parecían iluminadas por aquel lugar mágico, aunque yo dudaba de que fuera eso lo que le impedía dirigirme la mirada.

—Ella es la jefa espiritual de los Lugarús —explicó Cornelius Jasmin—. No tengo sus poderes, yo solo soy la cabeza visible para los asuntos económicos, el que gestiona las cuentas, cobros y pagos, ya sabes.

Silví mantenía la cabeza agachada, avergonzada. Yo le toqué el brazo, me hubiese gustado decirle que no la culpaba por haber metido al enemigo en casa, pero en el fondo todo aquello comenzaba a calentar mi conciencia.

—Bueno, ya tiene usted sus cajas. Ahora, cumpla con su palabra y déjeme ver a mi hermana.

—No vamos a reñir por esa fruslería.

—¿Damos entonces el asunto por zanjado?

Dejó pasar unos segundos eternos, en los que miró una a una a las personas que tenía a su lado, el coro de malignos que le flanqueaba. Luego me miró a mí con cautela, y acabó diciendo las palabras que yo esperaba.

—Después del regalo que me has concedido, es lo mínimo que mereces.