12

Franqueé la puerta y encontré una oscuridad satinada, una sala donde algunas velas imprimían un baño dorado sobre paredes decoradas en tela. Forcé la vista para tratar de entender qué era aquello. Charité me agarró la mano y la apretó. Le dirigí una mirada dulce y ella me indicó con ojitos complacientes que podía pulsar un interruptor situado en la pared.

El torrente de luz que siguió al chasquido me provocó un mareo, y mis piernas se debilitaron.

—Mami, tu jefe no está bien.

La madre me tocó la frente y husmeó en la herida de mi brazo.

—Don Hugo, me tendría que haber dicho que esto no marchaba.

Alcancé a escuchar que le pedía a su hija que cuidase de mí, que se iba en busca de un poco de agua. Mientras, con visión nublada, pude observar que la habitación en la que nos habíamos colado era una especie de sala de juntas, una gran mesa rodeada de sillones en la que se celebrarían asambleas multitudinarias. Silví desapareció por una puerta situada al fondo. Me pregunté la dimensión que tendría la cueva a juzgar por las puertas que encontramos y la superficie de esa sala. Al fondo pude ver decenas de estanterías cargadas de libros, y cuadros que me hubiese gustado contemplar, pero visión empeoraba por momentos, se torcía hasta hacerme perder la noción de lo que estaba ocurriendo. Charité me rodeó el pecho con sus bracitos y me soltó un cálido apretón. Permaneció así un rato en el que no pronuncié palabra, y al final, cuando ella decidió concluir, me liberó, y con expresión grave se encogió de hombros diciendo que no se podía hacer nada más. Me puse en pie, tomé su manita y fuimos en busca de su madre.

***

La puerta posterior conducía a un pasillo estrecho del que colgaban a ambos lados retratos de hombres, y cuando me fijé bien, también observé los rostros de algunas mujeres. Había decenas de fotografías, todas en blanco y negro enmarcadas en dorado, colgadas entre las puertas que escoltaban el pasaje. Presumí que estarían cerradas, aun así ensayé con una, y así era. Luego probé con otra, que se abrió sin problemas.

Nos adentramos en un dormitorio, una habitación decorada con un armario y una cama ancha, alguna que otra silla y nada más, un cuarto que me pareció impersonal. Recorrimos el pasillo y cuando se acabaron las puertas nos topamos con un túnel oscuro y frío. Me pregunté dónde diablos se habría metido Silví.

Caminamos entonces unos minutos, hasta que nos estrellamos con un muro, una pared de ladrillos cargada de humedad. Estaba desalentado con tanto rodeo, pero la manita de Charité volvió a tirar de mí y como un topo capaz de manejarse en la oscuridad, se metió en un recoveco cavado en la cueva, una abertura que yo juzgué insuficiente para mi tamaño. Ella se limitó a decirme que lo intentara, y la verdad, me costó bastante, pero así fue, conseguí pasar al otro lado.

Habíamos llegado a una especie de cocina iluminada por algunas bombillitas apostadas a lo largo de una campana de extracción.

Dejamos atrás la estancia y abordamos otro pasillo negro. De las tinieblas brotó una sombra que se precipitó sobre Charité. Temí lo peor, pero me tranquilizó ver que Silví le proporcionaba arrumacos a la niña.

Me obligó a sentarme en el suelo y me quitó el vendaje del brazo. No me contuve y grité. Aquello se me había pegado a la herida. La incisión había comenzado a tomar un color negro violáceo nada agradable.

—Esto no huele nada bien, don Hugo.

—¿Y qué podemos hacer?

—Rezar, solo rezar.

Silví me aplicó agua oxigenada, o alguna otra clase de desinfectante.

Le pedí que tirase de mí y cuando lo consiguió iniciamos un nuevo periplo por el interior de la caverna. Llegamos de nuevo a la gruta por la que habíamos accedido a las habitaciones.

Cuando cada uno merodeaba por un sitio diferente, escuchamos ruidos. Me acerqué a las puertas y me sorprendió ver que todas estaban abiertas.

Evité hablar, interrogué a Silví con la mirada, y ella me ofreció media sonrisa acompañada de un ligero movimiento de hombros. Me lancé entonces hacia la puerta que tenía más cerca. Ella me siguió con la pequeña de la mano, y una vez dentro oímos voces. No era una, ni dos, sino muchas las personas que nos acompañaban en la cueva taína.

Algo metálico brilló a media altura.

En realidad, no fue eso lo que me produjo un vuelco en el estómago, sino el cañón de otra pistola apoyada en mi cuello, un arma plateada que me pareció helada.

***

La cara de uno de los tipos me sonaba. Al otro no pude identificarlo, pero hubiera apostado por la idea de que ambos eran los matones del Chevy negro. Arrastraron a Silví hasta una de las puertas, y a mí, encañonándome, me amenazaron con volarle la cabeza si intentaba cualquier trastada.

Nos condujeron a un despacho pequeño, y nos empujaron hacia un sofá. Había una mesa de oficina situada delante de una puerta labrada, y voces que procedían del otro lado.

No tuvimos que esperar mucho rato. Bajo el umbral apareció un hombre de traje oscuro y camisa blanca, un negro altísimo que hacía señas para que nos condujesen al interior. Silví y Charité pasaron en primer lugar, a mí me tuvieron que arrastrar.

La sala era inmensa, un despacho enorme con libros por todos lados y un gran escritorio en el centro, sobre una alfombra tupida. Detrás de la mesa había alguien a quien conocía a través de fotografías, y a su lado, cuatro o cinco personas, todos hombres, gente que hablaba sin resuello, como si nuestra presencia allí no tuviese valor alguno.

Nos soltaron entonces, y ya no pude resistir más el peso de mi cuerpo. Arrodillado, pude ver que algunos hombres blindaban al tipo sentado, todos embutidos en trajes, como si allá fuera no hubiese ocurrido nada, como si mi país no se hubiera hundido.

Me costó entender sus palabras, hablaban como si acabasen de conseguir un gran triunfo, y bueno, lo único que yo podía hacer era levantar la cabeza y ver quiénes eran esas personas.

El primero, el banquero Auguste Marty, al que reconocí por su pañuelo blanco sobresaliendo del bolsillo superior de su chaqueta. También pude ver al notario, que a través de sus gafas de búho miraba al techo.

A su lado el rector, Alfred Casan, envejecido con respecto a la foto que días atrás contemplé en su propia casa, un viejo decrépito que me pareció perverso y despiadado.

A otros no pude reconocerlos, pero todos juntos componían Lugarús, el andamiaje que durante quince años sustentó mis pesadillas.

Y entre ellos una persona reía, no como ríe un hombre feliz, alguien que consigue un objetivo largamente perseguido, sino como un hombre tocado por la gracia de Dios.

Solo al ver las cajas de madera sobre la mesa entendí la satisfacción de ese tipo.