La vista de Mamá Cloe se escapó en busca de un sol que se empeñaba en ocultarse entre las montañas. Parecía hipnotizada, absorbida por algún fenómeno místico. Luego despertó, nos hizo señas para que nos reuniésemos a las espaldas del árbol sagrado, y antes de mirarla a la cara, quise imaginar que la mambo lo tenía todo controlado.
El rostro de la mujer reflejaba el mismo desconcierto que nos rondaba a todos.
—No sé por dónde empezar —manifestó.
—Pensé que no tendría problemas para hallar la entrada a la cueva.
—Tal vez si pudiera rezar un rato, y con la ayuda de mis cartas en las manos…
Silví me susurró que no continuase con esa presión.
El follaje ya casi no dejaba pasar la luz, a lo sumo nos quedaba media hora para merodear alrededor de la cascada. No había muchos peregrinos por allí, tan solo vimos pasear a cuatro o cinco personas cerca de nosotros. Yo los vigilaba con ciertas esperanzas, como quien no le quita un ojo a un trozo de madera en alta mar sabiendo que el bote se hunde bajo sus pies.
Un hombre se alejó tras colocar una vela encendida en el árbol. Luego, dos mujeres terminaron de rezar, recogieron unas estampas de santos que habían situado sobre la roca y se marcharon escaleras abajo. Tan solo un tipo vestido con guayabera blanca y sombrero del mismo color se perdió entre la maleza.
—Propongo que nos separemos.
Ella marchó en dirección a la parte superior del salto, Silví agarró a su hija de la mano con la intención de visitar la iglesia, y yo me decidí a ir en busca del tipo que me había parecido misterioso.
Al cabo de unos minutos los tres habíamos perdido el contacto, y al menos a mí, al internarme en la floresta, no me costó seguir el rastro de lo que andaba buscando. El hombre caminaba despacito por un sendero de tierra, ensanchado por el paso de miles de peregrinos, de tal forma que en unos minutos alcancé un pequeño puesto de venta de comida. Él se sentó, y yo hice lo mismo. Pidió una cerveza, y yo le imité. Nos miramos fugazmente. El tipo miraba de forma extraña, como un ave rapaz, y su bigote cano me pareció mal cuidado y desproporcionado.
Se puso a hablar con la vendedora, una chica de no más de quince años a la que interrogó por temas que me parecieron muy personales. Al principio le sonsacó detalles relativos a su familia. Luego se interesó por sus amistades, y acabó contrariándola al querer hablar de su vida íntima. Cuando ya me había formado una idea equivocada de ese tipo, cuando ya le había situado en la parte alta de la escala de la depravación, lanzó una consulta de distinto rango: quería conocer si la joven se había confesado el domingo anterior.
Ese hombre era el párroco de la iglesia de Nuestra Señora del Monte Carmel.
***
Pagué la consumición y busqué la senda hacia el murmullo de agua, en un instante en el que la luz ya no traspasaba las copas de los árboles.
No tenía ni idea de cómo sería la entrada a la cueva, así que con gran esfuerzo avancé hacia la iglesia.
El camino se desdoblaba ante mí, la fiebre me subía por momentos, pero aun así, desde la distancia, quedé sorprendido por un inmaculado edificio blanco de fachada triangular, con sus elementos constructivos desarrollados a partir de la misma figura geométrica.
Frente al templo, en una explanada de guijarros, decenas de tenderetes ambulantes plagados de banderolas ofrecían artesanía, aunque también había puestos de fruta, y entre las guayabas, las papayas y las piñas, productos para la santería, toda una artillería de artículos esotéricos, desde los más inocentes como estampas y velas hasta patas de rana, cabezas de lagarto y dientes de caimán, piezas idénticas a la que colgaba de mi cuello.
Me acerqué al edificio y me sorprendió un detalle: el enrejado de la portada del templo reproducía símbolos que me parecieron copiados de los humfor, ornatos vudú que no encajaban en una iglesia católica.
Me adentré y me recibió un ambiente gélido, sombrío. Una gran nave central con balcones a ambos lados daba paso a través de bancos de madera a un altar donde una imagen de la Virgen reposaba sobre un pedestal de mármol, rodeada de una atmósfera vaporosa creada por velones prendidos. Incluso desde esa distancia me resultó sorprendente su parecido con Ezili, loa de las aguas y de la naturaleza.
En la primera fila pude vislumbrar la parte posterior de dos cabecitas que conocía bien. Me senté junto a ellas, y ninguna pareció celebrar mi encuentro. Yo me sentía tan mareado y confuso que preferí no abrir la boca.
—¿Y ahora qué, don Hugo?
—Habrá que seguir; no podemos rendirnos.
Notaba que el cielo se hundía, y que unas lágrimas luchaban por escapar de mis ojos cuando Charité balbuceó algo.
—¿Qué buscamos, mami?
—Una cueva, la entrada a un lugar oscuro que está debajo de la tierra.
—Yo sé dónde es.
—¿Cómo lo sabes? —me levanté y me puse de rodillas frente a la niña.
—Puedo sentirlo.
Me ofreció una de sus manitas, y de la otra, agarró a su madre, y tiró de ambos hacia la parte trasera de la Virgen. Detrás del pedestal, a ras del suelo, encontramos una enorme portezuela de madera, una trampilla de considerable tamaño.
—¿Cómo sabías que estaba ahí? —le preguntó su madre.
—Ya te lo he dicho, no lo sé, pero aquí debajo hay un sitio grande, oscuro y frío —Charité se estremeció.
No lo pensé ni un segundo. Tiré de la portilla y un olor a tierra mojada inundó la iglesia. A nuestros pies apareció una escalera débilmente iluminada. Lancé mis ojos en busca de Silví y ella asintió. Yo pasé primero y luego extendí mis brazos para sujetar a la pequeña.
***
No tardé nada en comprender que construir la iglesia sobre las entrañas de la cueva había sido un subterfugio para preservarla de intrusos y controlar el acceso a lo que presumí que era una ciudad bajo la tierra a juzgar por las galerías que se desplegaban ante nosotros.
Al principio, incluso sin linterna, el camino resultó sencillo, un acentuado sendero de cemento de algo más de un metro de ancho, pero al cabo de un centenar de pasos afrontamos la primera bifurcación. Era consciente de que corríamos el riesgo de perdernos, de que era peligroso adentrarnos en ese laberinto subterráneo.
Charité eligió los accesos que creyó adecuados y no retrocedió ni una sola vez. Ante eso, yo no podía hacer nada, solo esperar que nos llevase a buen puerto.
Anduvimos un trecho larguísimo, recorrimos varias galerías muy irregulares, y al final, al terminar de recorrer una cornisa resbaladiza, nos recibió una sala circular bien iluminada. La luz procedía de reflectores halógenos ocultos entre las rocas, rayos que creaban un ambiente color ámbar. Cientos y cientos de estalactitas y estalagmitas decoraban una cavidad de una belleza asombrosa, un sorprendente capricho de la naturaleza. Alguna caía sobre el suelo con una majestuosidad solemne, la que confiere el haber sido creada gota a gota durante miles de años. Sin embargo, otras se retorcían sobre sí, parecían sacadas de una mala pesadilla. A media altura se divisaban algunas oquedades, pequeños recovecos labrados en la roca. Otros tramos aparecían lisos, como pulidos por la mano del hombre, pero yo sabía que ese tipo de espectacularidad solo podía ser fruto del karst de la zona.
La niña tiró de mi camisa y señaló unos dibujos pintados en las paredes. Apuntaba hacia un pictograma de lo que parecía un pato. Luego, agarró mi mano y me llevó todo lo cerca que pudo de la imagen de lo que ella llamó «muñeca», un ser sobrenatural, probablemente un murciélago con cara humana y orejas descomunales, un curioso símbolo de la mitología taína. En realidad los indios habían decorado la sala con decenas de imágenes, algunas abstractas, otras más figurativas, diseños enigmáticos que parecían escapar del universo onírico del artista milenario que las dibujó.
—En esta cueva se realizaban ritos religiosos.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Estas figuras fueron pintadas por algún behique, un chamán de la raza, y tienen significado espiritual. ¿Sabes quién fue Anacaona?
—La mujer más bella de Haití, una india buena y santa. Hay un loa que se llama así, no es muy conocido, porque quizá su nombre cambió con el paso del tiempo.
Retornamos al centro de la estancia. Allí nos recreamos en los reflejos que las luces provocaban en un pequeño lago, un reducto acotado por un cerramiento de mármol blanco, y junto a las paredes del fondo, figuras esculpidas en algún tipo de piedra verdosa.
—Cemíes, dioses taínos —susurré.
Tomé en mis manos una de aquellas reliquias, una figura de tres puntas, un trigonolito de grandes ojos con incrustaciones de oro en las cuencas oculares y grandes zarpas delicadamente talladas.
—Esto es un auténtico museo —dije.
—Mami, ven aquí…
Charité había encontrado varias puertas. Conté siete en total, todas blancas, perfectamente laqueadas y con cerraduras doradas.
Intenté abrir una, la que tenía más cerca, y la encontré bloqueada. Luego, algo nervioso, procedí a intentarlo con la segunda, y con la tercera, y lo mismo. En mi cabeza se fue perfilando la idea de que allí no encontraríamos a María, hasta que volví a oír la vocecita de Charité.
—Es esa —la manita de la niña señalaba a una en concreto.
Giré el pomo y cedió.