Bob aceptó a disgusto el papel que le asignamos: permanecería en la casa cuidando de los pequeños, y de paso se escondería. No teníamos ni idea de lo que encontraríamos allá fuera, el grado de funcionamiento de la policía, de los servicios públicos, y tan solo Mamá Cloe se atrevió a decir que dudaba de que viniesen a por él, pero puestos a atender a los niños, un tipo así sería perfecto. La mambo convenció de un plumazo a mi amigo, no por sus poderes sobrenaturales, ni siquiera por ser una persona de avanzada edad, sino porque lo apabulló echándosele encima y conminándole a no abandonar la casa ni un solo minuto.
En unos segundos el tema quedó zanjado, y solo entonces Silví comenzó a explicar atropelladamente el plan que había urdido para escapar sin ser descubiertos.
—A ver, cuéntalo despacito —reclamé.
—Pues es muy fácil, don Hugo. Bob se viste como usted, y a Charité la vestimos como me visto yo, y ambos saldrán en uno de los coches a todo gas. Esa gente les seguirá, y entonces nosotros escaparemos en otro automóvil.
Bob y yo nos observamos brevemente el uno al otro. No nos parecíamos en nada. Si no hubiese sido porque la mambo aprobó la operación con un golpe de cabeza, nadie le hubiese concedido la más mínima credibilidad al plan de Silví.
Y de pronto, todo el mundo se puso a trabajar.
Mientras preparaban la puesta en marcha del proyecto, Mamá Cloe se dirigió a mí y me explicó que, por si algo fallaba, sería necesario que yo llevase conmigo lo que fuera que esa gente pedía, la moneda de cambio por María. No quise decir nada, simplemente, asentí y me preparé para rescatar las cajas del sótano y meterlas en el maletero.
En pocos minutos se había organizado en el salón un taller de belleza. Los niños habían traído uno de los trajes de mi padre, camisa blanca incluida. La piel de Bob era mucho más oscura que la mía, su pelo muy distinto, y además él era una cuarta más bajito que yo. Con ese panorama no me resultó difícil pensar que el plan sería un fracaso.
Más tarde pude constatar que Silví nos había calibrado bien a ambos cuando tomó unas tijeras y comenzó a cortar sin pudor el pelo de mi amigo. Este inició una larga retahíla de lamentos. Ella le gritó que se callara, suficientes problemas tenía con ese estropajo desaliñado. A partir de ese instante, él renunció a cualquier intento por remediar lo que sabía que iba a ocurrir. Una vez cortado, le aplicó algo grasiento (pudo ser manteca de cerdo) y luego estiró uno a uno los mechones del pobre Bob. Entonces, cuando ella creyó que con aquel peinado de espantapájaros se parecía más o menos a mí, comenzó a aplicarle la misma capa de grasa por la cara, para luego soplarle polvos de talco por el rostro. El resultado era horroroso, me di cuenta de que su aspecto era cercano al de un fantasma cuando algunos chavales se alejaron aterrados. Y aun así, tuve que tragarme mis pensamientos, pues al embutirle en el traje negro me vi obligado a aprobar el resultado final: Bob parecía otra persona, presentaba un aspecto muy distinto al mío, pero desde luego, nadie le reconocería cuando condujese a cierta velocidad.
La transformación de Charité fue más costosa. Cierto era que Silví era de corta estatura, y que su hijita exhibía un cuerpecito crecido para su edad, pero intentar asemejar a la hija con la madre me pareció una locura. El pelo fue lo de menos, porque en eso ambas eran idénticas, el mayor problema consistió en darle a la pequeña aspecto de mujer rellenita. La ayudó Mamá Cloe, que eligió personalmente algunos de los trapos femeninos de que disponíamos. Le colocaron un sujetador de María relleno, cubierta por un top, dos camisetas de algodón y un jersey de lana gruesa, una prenda que no entendí cómo había traído mi hermana al Caribe. La calzaron en un pantalón en cuyo interior podría bailar, y para acabar la faena, Silví preparó dos grandes cojines con objeto de que pareciese más alta una vez sentada en el coche. Para rematarla, la maquilló como imaginé que se maquillaría ella misma de vez en cuando, varias capas de potingues que entusiasmaron a la pequeña y de paso, a todas sus amiguitas, un público que no paraba de aplaudir su aspecto.
El primer coche partió como un rayo en dirección ascendente hacia la calle Metelius, en los cerros de Pétionville, con idea de alejarse de la ruta que tomaría el segundo vehículo, la avenida de Delmas.
Al principio todo marchó bien. Bob y Charité se veían ilusionados con la ejecución de una parte del plan que parecía fácil. Para ello, mi amigo eligió un coche distinto al que yo presumía que había conducido tiempo atrás en su fuga hacia Jacmel.
Apenas las ruedas del Chevrolet negro comenzaron a chirriar en persecución del Mercedes, Mamá Cloe, Silví y yo iniciamos el descenso hacia el centro de la capital. La idea de Bob era dar un par de vueltas por el barrio para volver a meter el coche en el garaje, tiempo más que suficiente para que nosotros afrontásemos una huida tranquila.
Avanzamos un par de kilómetros, y hasta ahí todo transcurrió según lo previsto, pero algo debió pasar para que pronto viésemos el coche de Bob viniendo hacia nosotros en dirección contraria, a una velocidad que consideré impropia para el estado de aquel deteriorado asfalto. Era sencillamente imposible, pues él tenía la encomienda de dirigirse lejos de allí.
Frenó bruscamente al vernos, y recé para que Charité se hubiese puesto el cinturón de seguridad. Yo también resté toda la velocidad, y al final, morro contra morro, los dos vehículos se encontraban enfrentados, y nosotros, a través de los parabrisas, mostrábamos cara de sorpresa. Detrás de mí, Silví gritaba, y a mi lado, Mamá Cloe no dejaba de dar consejos absurdos, claramente inservibles en aquella situación. Por unos instantes tanteé la posibilidad de bajarme y preguntarle a Bob qué carajo había hecho, pero no tuve la oportunidad. La pequeña había abandonado el coche y se dirigía a nosotros. Me sorprendió el semblante de Charité, no por su aspecto de mujer prematuramente avejentada, sino por sus ojos llorosos.
Su madre abrió la puerta trasera y ella se sentó a su lado. La niña había perdido su sonrisa hipnótica, y en su lugar presentaba una mueca torcida.
—Mami, nos han cogido, le han pegado puñetazos a tu novio, y han dicho que si salimos de aquí nos van a matar —dijo entre sollozos.
—Tranquila, mi niña —la consoló Silví—. ¿Y qué querían?
—Han dicho que les demos lo que piden.
Saqué el brazo por la ventanilla y le grité a Bob que volviese a la casa. Me miró desconcertado. Yo insistí, di marcha atrás, luego avancé unos metros, me puse a su lado, y desde allí le grité que se hiciese cargo de la casa, nosotros seguiríamos el plan.
Si nada se torcía de nuevo, confié en mi pericia para dejar atrás a esa gente y llegar a nuestro objetivo. Bob me entendió por fin, dio un acelerón y retomó la ruta a la mansión. Yo también aceleré, pero en otra dirección.
En realidad me dirigía al montón de escombros llamado Puerto Príncipe, una ciudad que desplegaba ese día un terrible grado de tristeza.
Éramos cuatro en el peregrinaje hacia la cascada sagrada. La pequeña se acurrucó en el regazo de su madre mientras Mamá Cloe trataba de consolarnos a todos explicando que no había por qué temerle a esos tipos.
Aceleré con tal ímpetu que la mambo se tapó los ojos, y detrás, Silví comenzó a rezar atolondradamente. Me apresuré en alcanzar la avenida Jean-Jacques Dessalines, una vía amplia paralela al mar que, a pesar de sus edificios derribados, me conduciría en dirección norte hacia Mirebalais, a través de esa carretera que me habían descrito como un camino de cabras, por el que trataría de volar una vez hubiese despistado al Chevrolet.
Yo miraba la calzada, evitaba interiorizar lo que ocurría a ambos lados, pero sabía que nos encontrábamos rodeados de dolor y muerte. En verdad no se veía ni un solo edificio en pie, ni un solo inmueble intacto en esa calle que, en teoría, albergaba buenos comercios y viviendas. En su lugar, solo encontramos montañas de bloques de cemento, puertas, ventanas, cascotes, varillas de hierro retorcidas y sobre todo, cadáveres, montones de cadáveres apilados en las aceras. Silví lloraba desconsoladamente, inquieta por las pequeñas réplicas.
Veíamos los jardines llenos de gente. Mamá Cloe explicó que muchos haitianos temían entrar en sus casas por miedo al derrumbe, y otros, los que se habían quedado sin vivienda, debían encontrar un lugar apropiado para pasar los próximos días, o meses, y se estaba extendiendo el rumor de que lo mejor era dormir al raso, en cualquier lugar alejado de tabiques tambaleantes. Allí había miles de personas con sus pertenencias a cuestas. A esa hora del día muchos ya habían comenzado a levantar improvisados toldos.
—Nada mejor que los jardines públicos. La gente va a acomodarse aquí hasta que pase todo esto.
—¿A su casa no le pasó nada? —le pregunté a la mambo..
—Tenía un fuerte presentimiento, tan fuerte que la protegí con una plegaria a los dioses y una lamparita eterna, como hice con tu casa. Ya viste que funcionó.
Pasamos frente al aeropuerto. El llano tras la pista de aterrizaje había sido tomado por militares, y un par de aeronaves acababa de aterrizar. Me resultó espeluznante ver el edificio terminal derruido. Allí también habían amontonado cadáveres en la esquina con la carretera de acceso, tapados con sábanas y mantas. Probablemente los habían llevado a ese cruce para que el gobierno enviase camiones a retirarlos.
—Mamá Cloe, dígame, ¿cómo han permitido los dioses tanta muerte y destrucción? —pregunté—. Incluso los humfor se han desplomado. El vudú se ha quedado sin templos.
—Los loas trabajan de manera misteriosa.
El Chevy seguía detrás a una distancia considerable. Pasado el aeropuerto, justo en el acceso a Cité Soleil, harto de esa gente, me decidí a pasar al ataque. Silví volvió a rezar y la gigantona la acompañó en sus plegarias cuando el motor del Mercedes comenzó a escupir auténtico humo negro.
A sabiendas de que eso crearía el desconcierto, me desvié hacia el interior del barrio, y efectivamente, cuando comprobaron que me apartaba del camino, se acercaron peligrosamente a nosotros. Era probable que esa gente nunca hubiese penetrado en el infierno de Haití, y yo debía intentarlo, así que jugué mi baza, y lo hice con absoluta consciencia. Silví gritó que estaba loco, su amiga también, y cuando fui sorteando obstáculos en las calles con pericia, ambas callaron.
Miraba a cada instante por el retrovisor, y aunque me hubiese gustado dejar de ver a mis perseguidores, juzgué que la tarea iba a ser más difícil de lo previsto. La velocidad que imprimí al motor a través de calles estrechas no fue un problema para aquella gente, acostumbrada a hacer cosas como esa. Sabía que había muchas vías cortadas, y recé para que ellos tomasen cualquier atajo, cualquier decisión que les llevase a una calle sin salida. Al principio nada de eso sucedió. Si yo sorteaba un montón de escombros, ellos lo hacían, si se me ocurría esquivar un charco, ellos me imitaban.
Recorrimos un montón de callejuelas y a cada palmo que avanzábamos, mi moral menguaba.
Silví me gritó que fuese en dirección a su casa. Estábamos cerca, así que no le puse ningún impedimento, giré tres o cuatro veces y la alcanzamos en un suspiro. Ella abrió la ventanilla, sacó medio cuerpo y comenzó a gritar, llamando a unos y otros, a los vecinos que deambulaban por la calle, desgañitándose mientras apuntaba con el dedo hacia el coche de atrás.
En unos segundos, cuando habíamos sobrepasado el conjunto de viviendas donde una vez vivió Silví, observé que la gente estaba apedreando sin contemplaciones al Chevrolet negro. Una lluvia de cascotes caía sobre el coche, bloques de cemento de ciertas proporciones que volaban como si fuesen de papel. Al principio los tipos mostraron su pericia, consiguieron superar las inclemencias, pero tras unos segundos bajo aquel manto de desechos algo debió golpear el parabrisas, lo astilló sin remedio, y de pronto se llenó de grietas blancas, tan severas que presumí que en esas condiciones ni el más experto conductor conseguiría manejar el vehículo.
La suerte nos acompañó cuando el Chevrolet rodó por encima de una montañita de escombros y se desequilibró, torció el rumbo y fue a estamparse contra una casa derribada. Todos lo celebramos, y Charité comenzó a dar grititos aplaudiendo el desenlace.
El recorrido hasta Mirebalais, tal vez en consonancia con el camino de peregrinos que en realidad era, me resultó un auténtico calvario. Tuvimos que sortear a familias enteras que, a falta de mejores ideas, comenzaban a habitar los arcenes a la espera de que alguna autoridad les dijese adónde ir.
Había transcurrido más de una hora desde que partimos y aún no veíamos las cataratas por ningún lado. Evité pensar en otra cosa que no fuese nuestro objetivo, aunque esa concentración se rompía de vez en cuando. Me notaba caliente, afiebrado, y el horizonte se desdoblaba a ratos.
Luego, Mamá Cloe, una veterana en la negociación con los espíritus, se decidió a relatarnos algunos de los episodios más interesantes de su dilatada carrera: enamoramientos fallidos a los que ella había puesto remedio, infidelidades que habían recibido su merecido y cosas así. La cháchara de la mambo, plagada de asuntos divinos, contribuyó a reducir el tedio del viaje.
De pronto escuché la voz de Silví confirmando que habíamos llegado. Reduje la velocidad y avanzamos por un caminito de gravilla. A través de una sinuosa vereda alcanzamos un claro circular con dos o tres coches estacionados.
—De aquí no podemos pasar con el auto —dijo la mambo, con una voz que me pareció grave en exceso, dando por iniciada la inmersión en aquel lugar sagrado.
Una escalera de piedra flanqueada por barandillas pintadas de azul celeste conducía a la cascada. No me quedaba más remedio que dejar atrás las cajas. Eché el cierre y los cuatro ascendimos hacia un ambiente que me pareció fresco y placentero, una atmósfera húmeda creada por tanta agua en movimiento.
Desde la base observé un árbol gigantesco de follaje denso, una especie desconocida para mí. Desde luego, no era una ceiba, tampoco una caoba. Me acerqué y puse una mano en él, y desde allí imaginé que más que un árbol se trataba de un guardián que protegía el lago, al que llegaba un torrente de líquido espumoso que caía desde una considerable altura. Al tronco le habían adosado una inmensa plancha de madera con cientos de clavos y alambres dispuestos en filas, de forma que la gente podía dejar en ellos velas. Había decenas, algunas apagadas, otras aún prendidas, y no eran esas las únicas ofrendas. Al pie del árbol había platos con comida, desde frutas hasta algo de marisco, almejas y cosas así. Imaginé que ese era el lugar en el que se apareció la Virgen, donde mucho tiempo atrás hubo una palmera.
Los espíritus no tienen edad, viven ajenos al tiempo, y allí, en Saut d’Eau, supe que buscan entornos asombrosos en los que habitar. Hubiese jurado que aquel era un lugar plagado de espíritus vuduistas.
Me acerqué al agua y sentí un soplo fresco en el rostro. La cascada se acomodaba en varios tramos, repechos de la falda de una montaña en los que el agua se estrellaba para luego ir a parar a una inmensa poza. Desde mi posición podía ver que desembocaba en un río que se lo tragaba todo, llevándose bien lejos el líquido espumado, y era precisamente ese ambiente húmedo el que alimentaba una vegetación frondosa, un entorno que hacía parecer a Saut d’Eau un oasis rodeado de contrastes azules, verdes y marrones.
Cuando acabé de recrearme en esa estampa, la voz de Silví me recordó la necesidad de dedicarnos al asunto que nos había llevado hasta allí.
Sus palabras rompieron de golpe todo el embrujo.
Entonces, un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Con toda seguridad, allí había mucho más que agua.