9

Sus explicaciones fueron tan densas como la suciedad que llevaba encima. Cuando los niños se fueron a dormir, sentados a la mesa de la cocina, Bob fue desgranando los pormenores de su vida en prisión. Silví le escuchaba con entusiasmo, y yo, conociendo la tendencia de mi amigo hacia la fantasía, imaginé que estaba inventando muchas de las hazañas que según él había realizado, cosas relacionadas con su estancia en la penitenciaría, el rescate de presos a punto de morir, el desmantelamiento de estructuras mafiosas en el colectivo de carceleros, e incluso el sorprendente descubrimiento de un tesoro en el mismísimo interior de una de las celdas.

Por un ventanuco se colaba un rayo de luz plateada que incidía directamente sobre Bob. Tal vez fuera eso lo que le inspiraba. Lo cierto era que sus correrías carcelarias nos mantenían entretenidos. Silví lo interrumpía constantemente queriendo conocer detalles, y solo cuando mi amigo le preguntó por su primo ella se vino abajo. Él vio que había metido la pata, se fue hacia ella y le dio un abrazo que a mí me pareció excesivo en relación con la amistad entre ambos. Me puse un vaso lleno de ron. Me dolía con intensidad el brazo, y presumía que aquella horrorosa herida iba a darme problemas. Los dejé allí, cuchicheando, y fui a sentarme a solas en el porche.

Me recibió una noche negra. Veía toda la ciudad a oscuras, salvo algunos puntitos, casitas iluminadas por generadores de electricidad. Tal vez fuera esa perspectiva sombría de Puerto Príncipe lo que me hizo mirar al cielo, un firmamento estrellado como jamás antes había visto. O sí. Recordé aquel día en el que María y yo huimos hacia el sur, esa noche en la que nos vimos obligados a dormir al raso, bajo estrellas encendidas. Jamás olvidaría el sueño de Anacaona, sus palabras, las mismas que pronunció Andrea, las que luego yo repetí durante años a María: el aciago presagio de una estrella que nos abandonaba a todos, a un país entero.

Y ahora, en otra noche turbada, aplacada a sorbos de ron, los astros volvían a lucir desaforadamente mientras trataba de conciliar el sueño acurrucado en un banco de madera. Estaba exhausto, magullado, y el vaso de ron, un enorme vaso que en cualquier otro lugar del mundo me hubiese tumbado, allí, en el Caribe, ejerció en mí un efecto placentero.

***

Retornaron mis pesadillas a las montañas del Bahoruco. Había pasado mucho tiempo, los rebeldes se habían adueñado de los desfiladeros, de las ondulantes siluetas dibujadas en un horizonte de crestas inaccesibles, una lontananza quimérica para los indios. Tiempo atrás Enriquillo había recibido el beneplácito de los caciques. Ni un solo líder había propuesto retornar, animados por recuperar una libertad que ya creían perdida, una vida que tal vez jamás debieron dejar atrás. Tras la tragedia de Jaragua, plegarse a los españoles estaba lejos de ser el deseo de la mayoría, empujados en aquel entonces por la necesidad de salvar sus vidas, arrollados por una civilización superior. Ahora, en esta fuga a las alturas, se les abría la oportunidad de recuperar la independencia, una vuelta fulgurante al animismo.

Los taínos siempre habían pensado que los árboles tenían vida, que los espíritus habitaban en el interior de los árboles. En realidad, los muertos siempre irían a Coabay, una cueva, la casa y habitación de los difuntos; durante el día permanecerían recluidos, pero en la noche saldrían de paseo, a comer el fruto de la guayaba, y así, los vivos y los muertos podrían convivir juntos, siempre bajo un sol oculto. Durante siglos los indios habían creído que tanto los seres vivos como los fallecidos podían encontrarse en los caminos oscuros, y solo existía una forma de conocer a los finados. Si no tenían ombligo, ese ser estaría del otro lado, le llamarían operito. El espíritu de un muerto sería un opía, una persona liberada de la carne, de lo material, que se aparecería muchas veces, pero siempre de noche, y por eso los taínos siempre mostraron un miedo extremo al caminar en la oscuridad.

El contacto con la naturaleza había devuelto a Enriquillo y a su gente las ilusiones perdidas, y más allá de la libertad, los últimos taínos se habían reencontrado con las tradiciones de sus antepasados.

Habían explorado todos y cada uno de los rincones de aquellas cordilleras, sus lagos, sus cuevas, sus riscos y sus abismos. Los centenares de indios alzados junto a Enriquillo, y los que se unieron después, habían asumido esa forma de vida con agrado, a pesar de que la permanencia en las montañas les aislaba del resto de los poblados indígenas de la isla, de los cacicazgos de Maguana, Maguá, Higuey, Marién, y de la propia Jaragua.

Los castellanos habían lanzado decenas de ataques contra los rebeldes, siempre infructuosos. El primero en perseguir a Enriquillo había sido Andrés de Valenzuela, y luego, el gobernador Pedro de Badillo había intentado el asedio a las montañas del Bahoruco.

Victoria tras victoria, habían pasado años tras mi último sueño, los taínos habían conseguido resistir, los castellanos habían sucumbido a unas montañas que se presentaban ya como castillos inexpugnables, y la cólera por aplastar a los indios se transmutó rápidamente en diplomacia.

En ese tiempo habían llegado hasta las crestas del Bahoruco distinguidos negociadores, entre ellos Hernando de San Miguel, enviado por el rey Carlos V, y en pocos días llegaría un nuevo emisario, portador de una nueva carta del monarca, en donde, al parecer, los españoles desistirían de su empeño de aplacar a los indios y ofrecerían el retorno a las mismas condiciones anteriores a la rebelión. El mediador tenía por nombre Francisco Barrionuevo, y se encontraba a menos de un día de viaje.

Tal vez fuera esa visita lo que angustiaba a Enriquillo aquel atardecer, un cacique victorioso pero cabizbajo, que se presentó ante mí en aquella ocasión con la duda impresa en el semblante.

Enriquillo había pasado la mañana afilando una lanza, sentado con el arma sobre las rodillas, acariciando los filos del pedernal colocado sobre la punta, pensando en la muerte que podría causar con ese primitivo ingenio, meditando sobre la causa de tan absurda lid. Atardecía, la selva montañosa comenzaba a tomar tintes tenebrosos, y la caída del sol iba dando paso a un murmullo provocado por los animales, una sinfonía de miles y miles de insectos dispuestos a comenzar el festín nocturno.

El soldado Acevedo, mucho más envejecido de lo que recordaba, apareció entonces ante el cacique. Se sentó en un tronco frente a él, parecía existir una profunda relación entre ambos.

El barbudo le puso al tanto de la llegada del emisario, de la posibilidad de acabar con el conflicto, de volver a la paz. Le indujo a pensar que la negociación era el único camino, que tras tantos años de lucha el pueblo taíno necesitaba una vuelta a la convivencia con los conquistadores, una situación irreversible que nadie podía evitar. Enriquillo recordó entonces el sueño de Anacaona, los cientos de veces que Mencía le había relatado las vivencias de su abuela, y el sentimiento que aquella mujer imprimió en las siguientes generaciones.

Habló entonces de la muerte, y de los opías, de las almas de los muertos.

—Daría uno de mis brazos por hallar Coabay. Allí encontraría a mis antepasados, a Caonabó, a Bohechio, a los caciques que hicieron de esta una gran nación. Ellos me dirían qué debo hacer.

—Hay otras razas que están sufriendo el mismo asedio en las islas vecinas y en tierra firme —explicó el soldado.

—La compunción es un sentimiento abominable; para nada me vale —afirmó Enriquillo—. ¿Sabes una cosa? La abuela de mi mujer, la bella Flor de Oro, pronosticó que todo esto ocurriría, que nada se podría hacer ante la dominación de vuestra raza.

—Yo mismo jugué un papel nefasto en aquel oprobio. Mi vida cambió después de la tragedia de Jaragua. Nunca he sido el mismo desde entonces —confesó Acevedo—. Pesa en mí como una losa de la que jamás podré desprenderme.

—Siempre he apreciado tu valor al relatarme las instrucciones que te dieron, y valoro tu lealtad, pero hay cosas que no conoces. Nuestro pueblo tiene poderes que debemos salvar, nuestros dioses han aceptado la derrota, pero eso no significa que vayan a retirarse de estas tierras. Cuando ningún taíno cabalgue por esta isla, nuestros espíritus seguirán entre vosotros, vivos y muertos nos encontraremos. Las revelaciones así lo confirman. El legado de la flor de oro permanecerá en Haití para siempre.

Miraron al horizonte. Un punto lejano que pareció interesarle a ambos.

—Voy a confiar en ti para preservarlo —comunicó el taíno.

—Nadie mejor que yo puede conservarlo para las generaciones venideras. Juro que dedicaré mi vida y la de mis descendientes a salvaguardar ese secreto.

Enriquillo asintió, y luego observó largamente las estrellas.

—Por alguna razón que desconozco, esta isla está condenada a ver mucha muerte.

***

Desperté con el cuerpo entumecido, las baldas de madera clavadas en la espalda, y algo de fiebre. Temí que la herida de mi brazo se hubiese infectado. Quité el paño y las gasas que me había aplicado Silví y la verdad, no tenía mal aspecto. Volví a colocar todo en su sitio y me mentalicé en reponerme. No tenía ni idea de lo que iba a ocurrir en ese nuevo día, el momento en el que una ciudad entera descubriera las consecuencias de un siniestro escalofriante, las secuelas del soplo fétido del diablo.

De pie, me apoyé en la barandilla. El albor ponía de manifiesto la dimensión de la tragedia: apenas se veía nada construido con cierta altura, la mayor parte de las manzanas habían desaparecido, solo quedaban en pie algunas fachadas, cornisas apontocadas a punto de caerse, y lo que era peor, en esas primeras horas del día no se veía a nadie caminando, o instalando puestos callejeros, o simplemente a gente sentada en las aceras viendo pasar el tiempo. Ahora permanecían en sus casas, o en las escombreras quitando cascotes, separando varillas de hierro de los bloques de cemento, buscando bajo ellos a los desaparecidos.

Tuve que taparme los ojos ante aquella visión aterradora, un Puerto Príncipe fantasmagórico sacado de una mala pesadilla.

Una inmensa morgue sin techo.

***

Me adentré en la casa y fui en busca de un poco de agua. Silví se había levantado y se disponía a preparar el desayuno para la tropa. Aún me temblaban las piernas. Me apoyé en ella, descansé mis brazos en sus hombros. Preguntó por mi herida, y yo le señalé el exterior.

—¿No has visto lo que hay fuera?

—¿Se refiere a los dos tipos en un coche negro? Hacen guardia en la puerta desde la madrugada.

Me asomé a una ventana, y efectivamente, un Chevrolet negro con gente en su interior nos vigilaba. Podía ser el mismo coche que nos había seguido dos noches atrás, pero no podía jurarlo. Silví, con su lógica natural, me invitó a pensar que podía tratarse de los lacayos de Zankú, tipejos que venían a buscar a Bob para llevarlo de nuevo a la prisión.

—¿A qué prisión? —dejé caer.

—Pues tiene usted razón —la vi reflexionar—. Aunque persigan a los presos fugados, no hay adonde llevarlos. Bob me ha contado que debieron de salir de allí miles, unos buenos, gente que nunca ha hecho nada malo, aunque también se han escapado fieras.

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué…?

—Esos de ahí afuera deben de ser hombres de Cornelius Jasmin.

Bob llegó a la cocina exhausto. La única explicación que se me ocurrió para tanto cansancio fue que estuviese agotado por la hazaña que había llevado a cabo en la prisión, salvando a los reclusos de cientos de peligros y poniendo en su sitio el sistema penitenciario haitiano. Le solté un abrazo, le expliqué lo mucho que lo había echado de menos, y luego me afané en explicarles a ambos la llamada de Jasmin y la búsqueda del humfor. Quise ser fiel a la realidad, explicarles las palabras de Yolette, el apoyo de Daniel, y lo cerca que debimos de estar de ese fortín, el mayor secreto del vudú haitiano, un templo altamente secreto.

Al principio solo recibí un doloroso silencio. Luego percibí que ambos sonreían. La búsqueda del humfor de los Lugarús les pareció una tomadura de pelo, y cuando pedí explicaciones Bob permaneció callado, tal vez por respeto, y fue ella quien decidió pasar al ataque.

—¿Por qué me echó usted de la casa, don Hugo?

—Nunca te he echado de ninguna parte. Tú te marchaste, y quiero que sepas que te he echado mucho de menos.

—Me dijo que no le había sido leal, me acusó de cosas feas, y yo… solo deseo lo mejor para usted y para su hermana.

—Lo sé, lo sé…

—Pues no lo ha demostrado usted muy bien.

—Tal vez no sepa expresar mi afecto, pero quiero a las personas que me rodean.

—Daniel y la chica rubita, ¿cómo sabe que están con usted?

—Son cosas que se notan. Fíjate que Daniel hizo lo imposible por sacar a Bob de la cárcel, se interesó por él, le visitó varias veces, y como letrado…

—Nadie fue a verme —interrumpió Bob—. En la prisión imaginé que tú estarías persiguiendo al rufián ese. Eso lo di por hecho. No me calenté la cabeza cuando nadie vino a verme. Te prometo que ningún amigo tuyo apareció en la cárcel para interesarse por mí.

Tragué saliva. Nada de eso coincidía con las palabras de Daniel. En cuestión de segundos, sus amistosas promesas y las de Yolette se habían esfumado. Ese tipo me había vuelto a traicionar.

—Soy un imbécil.

—Debe usted prestar más atención a algunos detalles. Seguir a pies juntillas el corazón no siempre es bueno. Ya se lo dije en relación con esa amiga suya. Usted no tiene la culpa, bastante le han machacado.

Charité apareció en la cocina y volvió a agarrarse a mi cintura. La miré a los ojos, incapaz de cogerla en brazos, sencillamente, no supe si fue por las palabras de su madre o por ella misma, pero lo cierto era que entonces vi muchas cosas claras.

—Me han engañado. Debo ser el tonto más grande de esta ciudad.

—La culpa no es suya, su padre se encargó de hacer de usted un haitiano diferente. En Puerto Príncipe es necesario pensar más rápido que los demás, suponer siempre que te van a engañar, y usted, don Hugo, ha hecho lo contrario, de niño y ahora. Confía en todo el mundo, y eso no es bueno.

Le di la razón, también le di un beso en la frente, y la verdad, le hubiera dado cualquier cosa que hubiese pedido.

—Así que no crees que exista un enorme templo vudú en esta ciudad.

—He oído cosas, pero no creo que sea grande, quiero decir, muy grande, sino especial, muy especial. Dicen que está donde todo el mundo puede verlo, pero en realidad nadie lo ve. Es un lugar de culto, el santuario más chévere al que cualquier brujo puede ser invitado, pero al que, en realidad, nadie ha sido llamado. Todas las mambo quieren estar allí, pero en realidad ninguna ha estado. Ni los hungan más antiguos, los que más han hecho por el vudú en este país, han gozado del honor de acudir a ese lugar divino.

—O sea, que no sabes dónde está.

—Yo no, pero alguien que usted conoce quizá pueda ayudamos.

Toqué la custodia que colgaba de mi cuello. Miré la lamparita que, imperturbable, aún lanzaba destellos al aire y alumbraba una estampa de la Virgen que Silví había situado junto a ella.

—Mamá Cloe —pronuncié.

—Le prometo que hablaré con ella y haré lo imposible por traerla inmediatamente. Seguro que conoce el lugar exacto en el que los Lugarús tienen retenida a su hermana. Si Jasmin ha dicho que está allí, pues la mambo de las montañas dará con ella. Vamos, que pondrá todos sus poderes a nuestra disposición. Ya lo verá…

Tan claro lo tenía que se dispuso a salir en ese preciso instante, caminar lo que hiciera falta para llegar a lo alto de los cerros de la ciudad, y si tenía suerte, antes de mediodía la tendríamos junto a nosotros, un refuerzo necesario para alcanzar el éxito en esa aventura que ella calificó de sobrenatural. Me ofrecí a llevarla en uno de los coches, pero ella me convenció de que era necesario abandonar la casa en secreto, sin que lo advirtiesen los tipos anclados a nuestra puerta, y además, se mostró convencida de poder alcanzar la casa de Mamá Cloe en un suspiro. Le pregunté por el asunto, pero cuando yo aún no había terminado de pestañear, ella ya había dado cuatro o cinco largas zancadas con sus cortas piernas y se encaramaba a la valla trasera.

Bob reía, y yo, sin perder tiempo, le agarré del hombro y tiré de él hacia el sótano, decidido a mostrarle mi última carta. El plan de Silví me hizo recuperar el aliento, y la verdad, de nuevo me sentía vivo en aquella ciudad muerta.

***

El batallón de pequeños se había apoderado del salón. Como siempre, circulaban medio desnudos de un lado para otro. Charité, entre ellos, se ocupaba de distribuir las tareas. No parecía una niña, sino una máquina cargada de energía capaz de repartir continuas órdenes a diestro y siniestro, y aunque había chavales mayores que ella, tal vez porque conocía bien la casa, se había erigido en la capitana. Fue hábil para dirigirlos hacia la cocina, luego sacó algunos alimentos de la despensa y comenzó a preparar el desayuno. Lo hacía todo con una diligencia sorprendente. Me pareció entonces que pretendía dar de comer a los niños con solo dos huevos, algunas lonchas de jamón y un poco de pan. Con solo mirarla, ella entendió mis pensamientos.

—Los mercados estarán cerrados. Habrá tortas para conseguir comida allá fuera.

Me pregunté cuántos años tendría realmente esa diablilla de ojos saltones. Ella me ofreció el primer plato, que yo rehusé, había mucho trabajo que hacer allí. Comencé a sentar a los niños, unos a la mesa de la cocina, otros en el salón, en el porche, en el jardín trasero, y cuando terminaron de desayunar me sentí cansado pero satisfecho. Algunos contemplaban la mansión con ojos fisgones, seguían impresionados por la amplitud de la casa, que para ellos presumí debía parecer un hotel.

Me dediqué un rato a charlar con los niños de una edad parecida a la de Charité. Muchos solo entendían el créole, otros, punzados por la timidez, no se atrevían a soltar palabra. Elevé a una pequeña algo menor que Charité y le hice algunas cosquillas en el estómago. En lugar de reír comenzó a llorar angustiada. Le pregunté qué le ocurría, pero continuó sollozando, y me percaté de que esa criatura era incapaz de comunicarse conmigo. Charité me vio confuso, me pidió que la soltase y cuando la niña se alejó por el jardín se dispuso a contarme su historia, que la verdad, hubiese preferido no conocer.

—Se llama Souri.[3]

Al parecer, esa chiquilla (dudaba que tuviese más de seis años) había pasado mucho tiempo viviendo a solas en el vertedero de Cité Soleil. Nadie había tenido nunca noticias de su familia, jamás se había tenido conocimiento de madre alguna, alguien a quien responsabilizar de su infancia fallida, aunque sí que se sabía que la pequeña había rondado los aledaños de las casuchas en busca de huevos que robar, como tantos otros niños en esas mismas circunstancias.

—Me parece un poco excesivo —le dije.

—No tiene usted más que ir a verlo. Hay cientos de niños escalando las montañas de basura, comiendo lo que encuentran, y cazando ratas. Se alimentan de ratones —afirmó Charité.

—Vaya barbaridad.

—Cuando mi madre la trajo a casa no quiso comer, ni ese día ni los siguientes. Hasta que un día la vimos persiguiendo una rata y despellejándola después. Es una niña solitaria, no quiere hablar con nadie, aunque ya va comiendo cosas normales. Mi madre dice que hay que darle tiempo.

La casa se había convertido a aquellas alturas en un ir y venir de críos, mayores llevando a los pequeños en brazos, o en sillitas de bebé rescatadas de la basura, niñas de no más de siete u ocho años cuidando de bebés como si fueran madres.

Charité se alejó con el objetivo de mediar en una pelea entre chavales. Yo simplemente me quedé paralizado, observando a aquellos niños a los que la vida, o más bien Silví, les había concedido otra oportunidad.

***

Silví aterrizó en la casa mucho antes del mediodía, tan rápido que valoré la posibilidad de que hubiese realizado el viaje de vuelta volando en la cola de la escoba de la bruja Cloe, agarrada a su cintura.

La gigantona me concedió un cariñoso abrazo, como el oso que rodea con sus zarpas a los oseznos. Vestía la misma bata negra, pero esta vez había recogido su pelo con un pañuelo anudado a la cabeza, al estilo africano, y desde esa distancia vi su rostro salpicado de arrugas profundas. Ella comprobó que colgaba de mi cuello el diente de caimán y que la lámpara eterna no había menguado. Solo entonces me guiñó un ojo y luego nos consoló a todos proclamando una frase convincente: conocía el lugar donde podía estar el gran templo del vudú.

—Silví me lo ha contado en el camino, y yo tengo cierta idea del emplazamiento.

—El templo está aquí en la capital —afirmé—. Me aseguraron que ocupa una manzana en el entorno de la calle de los Milagros.

—Hum…, quien te dijera eso tenía información, pero errónea.

Me acerqué a la mambo hasta casi verme reflejado en sus pupilas. La observé con una expresión de ansiedad de tal calibre que ella captó mi desesperación.

—El gran templo se encuentra en los Milagros, pero no en la calle, sino en la ruta. Hay un camino al que los haitianos llamamos así porque conduce a la fuente que purifica las almas, el lugar donde los dioses nos conceden la dicha del acercamiento supremo.

Sodo —exclamó Silví en créole..

No me extrañó esa palabra, que al contrario, me trajo recuerdos de mi infancia, incluso recordaba vagamente lo que significaba.

—Saut d’Eau —prosiguió—. La cascada sagrada, en la ruta de los Milagros. Eso queda fuera de Puerto Príncipe, hacia el norte, en el distrito de Mirebalais, junto a Ville Bonheur, a unas siete u ocho horas de aquí.

—¡Imposible! —afirmó Bob—. Ese distrito queda a unos setenta o a lo sumo ochenta kilómetros. Cualquiera de los coches nos llevará allí en menos de una hora.

—Los haitianos vamos al santuario caminando —proclamó la mambo, y luego lanzó a Bob una mirada que, de haberlas tenido, hubiese incendiado las cortinas de esa casa.

Yo había oído hablar de Saut d’Eau, unas cataratas de unos treinta metros de altura a las que la gente peregrinaba, y donde, tras darse un buen remojón en una poza, se rezaba a los dioses. Pero en el fondo desconocía el significado real para los vuduistas.

—Hace ciento cincuenta años hubo una aparición de la Virgen María allí mismo, sobre una palmera, al borde del lago que se forma al caer el agua —explicó Mamá Cloe—. Mucha gente vio a la madre de Dios iluminada por la luz de alguna estrella lejana. Ese mismo día comenzó a profesarse una fe sin límites de los lugareños por esa señora, a la que llamaron la Virgen del Monte Carmel. La voz se corrió inmediatamente por todo el país, y en cuestión de semanas la cascada se había convertido en lugar de peregrinación para los devotos.

—Imagino que católicos —reflexioné.

—No solo ellos —continuó la mujer—. Allí acudieron los haitianos con rezos a los loas. Los sacerdotes cristianos se apresuraron a cortar la palmera que sostuvo a la Virgen, pero la gente siguió acudiendo una y otra vez, y al final los curas levantaron en el poblado una gran iglesia con imágenes de santos, y de la propia Virgen, para no perder adeptos. Cuando creían que con ese gesto se apaciguarían los ánimos religiosos del pueblo, muchos fieles del vudú vieron en la señora de la palmera a Ezili, diosa de las aguas y de la naturaleza. Desde ese momento en la santería haitiana se la asocia con la Virgen, y en muchas estampas se la dibuja así.

Mamá Cloe señaló con su dedo índice hacia la litografía plastificada que Silví había colocado detrás de la lámpara perpetua. A primera vista me pareció el dibujo de la Virgen. Me fijé mejor y tenía un montón de signos vudú en el vestido, las mismas líneas entrelazadas con forma de flor que había visto por todas partes, en los mercados, en las puertas de los humfor, en las casas, que en realidad inundaba cada rincón de mi país.

—Aquello sucedió un mes de julio —fue Silví ahora quien se atrevió a decir algo—, y por eso la mayor peregrinación se hace en esa fecha, cuando todos caminamos para bañarnos, purificarnos, rezar y suplicar a los dioses que atiendan nuestros ruegos.

—Bueno, todo eso es excepcional, pero… ¿alguien conoce en qué lugar exacto se construyó el templo vudú bajo tierra? —inquirí—. Yolette oyó hablar de un espacio inmenso, con dependencias, altares y cosas así.

Mamá Cloe carraspeó, y luego, con voz grave, soltó que conocía bien el tema.

—En Saut d’Eau se construyó hace cientos de años un santuario secreto. Tras la Virgen, apareció otro revelador descubrimiento: una cueva profunda.

La mambo creyó tener ante sí a unos pobres feligreses a los que contentar con una de esas historias secretas que tanto gustaban a los campesinos.

—Encontraron una caverna enorme, una profunda cavidad excavada en el subsuelo que debió de pertenecer a los taínos. Según se cree, se trataba de un lugar donde los primeros pobladores de esta isla invocaban a sus dioses.

Ritos indios, cristianos y vuduistas en el mismo emplazamiento. No podía creerlo.

—Allí estará María —afirmó con rotundidad la visionaria—. Con un poco de suerte la encontraremos.

Con esa información en mis manos, en un momento como aquel, me pareció que la voz de Mamá Cloe poseía un efecto tranquilizador, idónea para aletargar a las serpientes, capaz de detener el tiempo, de manejarlo a su antojo.

Pero no pude evitar que la congoja apareciera en mi cara.

Porque yo sabía que ese tiempo se colaba entre mis dedos.