8

Una gigantesca nube de polvo se había tragado la ciudad. Desde la atalaya de Pétionville tardé bastante en asumir la dimensión de la calamidad, un Puerto Príncipe renuente a mostrarse, que tendía a mis pies una auténtica galaxia de partículas, un singular universo devastado.

Yo, allí arriba, en el barrio de los ricos, flotando sobre la tragedia, y ellos, los pobres de siempre, allá abajo, hundidos en ella.

Mantuve la vista cautivada por aquella perspectiva pavorosa, incapaz de pestañear, absorto en la masa gris en que se había convertido mi ciudad, y al pasar los minutos mi paciencia se quebró de forma imprevista. Al adentrarme en la casa lo primero que atrajo mi atención fue la luz de la lámpara eterna que días atrás había prendido Mamá Cloe. Allí seguía, fiel a su nombre, impávida, una llama poderosa capaz de proteger ella sola a la mansión sin inmutarse. Ni una grieta, ni una simple rajita en las paredes, ningún mueble caído, ni tan siquiera las frágiles macetas habían sufrido daños.

Bendito conjuro el que la mambo lanzó aquel día sobre la casa.

Entonces me llevé la mano al pecho. Me había olvidado de la custodia que colgaba de mi cuello. Toqué el diente de caimán. Palpé su superficie, el engarce plateado con la cuerda de cáñamo, y en esos momentos de amargura estuve tentado de agradecer mi salvación a los loas..

Me acerqué a un espejo. Tuve que apoyarme en el lavamanos. Noté un mareo, una sensación de ahogo.

Mi mente se iba de un lado para otro, trataba de pensar sin conseguirlo. Me veía superado por los acontecimientos.

Era consciente de que en esos momentos se estaría viviendo una tragedia allá abajo, y en aquellas circunstancias yo sabía que Cornelius Jasmin, si es que seguía con vida, no iba a cumplir su palabra.

***

Metí la cabeza debajo del grifo y dejé que el chorro de agua fría me aclarase las ideas. Permanecí así varios minutos, muchos en realidad, preguntándome si los dioses habían provocado aquello para acabar con mi plan, con mi futuro en definitiva.

Tan solo cuando me noté entumecido decidí regresar al porche con el deseo de que todo aquello hubiese sido una alucinación.

Apoyado sobre la pared que separaba el salón de la terraza, con las piernas aún tambaleantes, con la camisa empapada, divisé una ciudad arrasada. Inspiré todo el aire que pude y luego tosí. Cerré los ojos. Traté de armarme de valor, pero me atenazaba una desazón inmensa. Pasé unos minutos angustiosos, postrado ante la debacle.

Debía actuar con apremio, tenía que abordar la incertidumbre que me angustiaba, era necesario bajar al terreno y conocer el alcance de lo ocurrido. Imaginé que la ciudad entera estaría haciendo lo mismo: rescatar del desastre a la gente querida.

Me resistí a que el miedo me enseñara sus fauces una vez más, y en su lugar me armé de valor pensando que mi deber era salir allá afuera.

Determiné que si quería tener la más mínima posibilidad de avanzar en mis intenciones tendría que luchar por ello.

***

Abordé la cuesta de bajada al centro de la ciudad conduciendo uno de los automóviles, pero al recorrer varios cientos de metros me percaté de que lo que yo iba a necesitar en realidad era un tanque. El asfalto llevaba decenas de años deteriorado, falto de mantenimiento, pero lo que afronté en esa ocasión fue algo distinto. Me vi obligado a sortear unos boquetes impresionantes, y cuando me convencí de que el día anterior no estaban ahí, un escalofrío intenso me recorrió la espina dorsal. Los efectos eran de tal calibre que en varias ocasiones tuve que bajar del vehículo y apartar los chismes que me impedían avanzar, cosas como restos de muebles, carromatos hechos trizas e incluso trozos de chapa de cinc, tejados de las chabolas cercanas que se habían desprendido. Inmerso en ese escenario apocalíptico, me llevó más de media hora alcanzar el cementerio. Evité mirar al interior y continué hacia abajo. Antes que ocuparme de los muertos, preferí ayudar a los vivos, a la gente molida que de vez en cuando pedía mi ayuda con desesperación. Bajé del auto al menos veinte veces, hice unos cuantos torniquetes, aparté de la carretera a mucha gente caída, hasta que una señora se lanzó sobre mí implorando que llevase a su pequeño al hospital. Sujetaba con sus brazos a un niño de unos siete u ocho años, un guiñapo del que manaba sangre. Los tres abordamos el trayecto hacia el hospital más cercano con arrojo, yo pendiente de la conducción, ella suplicando a los dioses que no se llevasen al muchachito. Me vi obligado a parar en cuatro o cinco ocasiones para recoger a gente malherida, y cuando era ya imposible meter a nadie más en el Mercedes, tuve que armarme de valor, algo para lo que no estaba preparado, y seguir adelante ignorando a otras personas que pedían lo mismo, que apelaban a mi misericordia.

Tras media hora de suplicio me contuve para no contar a los pasajeros a bordo. Sabía que era absurdo incorporar a más magullados, y si mi determinación cedía, era plenamente consciente de que ninguno llegaría con vida al hospital.

Dentro del vehículo se escuchaban lamentos, quejidos profundos (los de los heridos), quejidos lastimeros (los de sus acompañantes), y la primera vez que giré la cabeza para observar al pasaje supe que aquella estampa permanecería en mi cerebro para siempre.

A través de un parabrisas cubierto de algunos de los trillones de trocitos en los que se había desintegrado la ciudad, me contenté al ver que había sido capaz de llegar al centro, y lo que vislumbré me heló la sangre. Visto desde dentro, una capa de polvo cubría Puerto Príncipe, un tapiz que me pareció tétrico y espeso.

***

Con arduo esfuerzo conseguí llegar al primer hospital que conocía, uno de los centros privados de gran reputación, en el que presumí que podrían atender a los pequeños. Al bajar se acercó a nosotros un hombre de aspecto lamentable, moviendo los brazos, gritando que nos largáramos de allí. Aún montado en el vehículo, incómodo por la dificultad que suponía comunicarme con él con tantas personas encima, le pregunté qué ocurría.

—Se han venido abajo dos plantas —vociferó—. ¿Es que no lo ven? Hay mucha gente aplastada, médicos atrapados entre los escombros…

Miré hacia atrás y cerré los ojos. Dios mío, ¿adónde podría llevar a aquella pobre gente?

Anduve perdido unos minutos, conduciendo hacia ninguna parte, hasta que una de las mujeres sentadas detrás me dijo que su hijo estaba a punto de morir, que necesitaba que alguien le operase, pues algo dentro de él había reventado. Eché un nuevo vistazo. Había tanta gente dentro del auto, en posiciones tan inverosímiles, que aquello me recordó un conocido cuadro de Picasso. Luego, las mujeres mascullaron planes que me parecieron no ya inviables, sino desesperados, tal y como permanecer en el hospital semiderruido a la espera de que al menos las plantas inferiores pudieran operar, o bien quedarse en el área, a la busca de algún doctor que les pudiera atender, o lo que era lo mismo, a la espera de la muerte. Otra mujer propuso marchar hacia el este, alcanzar la ruta hacia las montañas y buscar algún humfor donde los dioses tomasen cuenta de su hijo, una idea que a mí me pareció la más descabellada de todas, una estrategia letal para los intereses de aquellos niños.

—El centro de salud pública —anunció por fin otra voz—. Hay que ir a la derecha.

En aquella atmósfera gris, le hice caso y de pronto me vi conduciendo por la avenida Jean-Jacques Dessalines, una vía amplia que al menos me permitía avanzar entre cascotes.

Al poco nos topamos con un tumulto alrededor de lo que fue uno de los grandes supermercados de aquella ciudad. Había gente encaramándose a un edificio de una planta cuyo tejado ahora descansaba a ras del suelo. Lo que vimos ensombreció incluso a la gente descalabrada que me acompañaba.

En ese momento la tierra volvió a temblar. Fue un vaivén de suaves ondulaciones, rápidas sacudidas capaces de arrancar gritos a la multitud, espasmos intensos y alarmantes a los que incluso yo me mostré atemorizado, réplicas menores del mismo monstruo que nos había sobrevolado un rato antes. Imaginé que las mujeres que me acompañaban debieron pensar que allí terminaba todo, que sus pequeños, y ellas mismas, iban a ser aplastados definitivamente, absorbidos por loas capaces de permitir que la hecatombe se tragase la isla para siempre.

El temblor cesó en segundos, y como no había alcanzado la intensidad anterior, apenas restó un ápice de determinación a la muchedumbre que teníamos delante, observadores latentes del derruido almacén de comida.

Luego hubo una avalancha, una horda de desalmados comenzó a apartar pedruscos, cristales y chapas para iniciar el saqueo. Yo me vi sorprendido. Fui realmente un iluso. Había imaginado que el asunto iba a consistir en el rescate de las personas aplastadas, pero no se trataba de eso. En segundos, una masa desorganizada había iniciado el asalto al supermercado, con tal rapidez que la rapiña prometía durar el mismo tiempo en que los buitres acaban con los cadáveres de animales en descomposición. Aquello me pareció una ratería inmunda, un acto cobarde del ser humano.

—Siga usted, si no quiere que nos maten a todos —dijo alguien dentro—, aquí solo podemos esperar más muerte.

Deseé ver los labios de donde habían salido esas palabras, abrumadoramente racionales. Aceleré unos metros, y me topé con un tipo plantado frente al vehículo, un gigante que me invitaba a parar allí mismo. Le miré y creí escucharle que se ofrecía a darme explicaciones. Me apeé para convencerle de que en realidad no era lo que parecía, un coche lujoso, sino una ambulancia cargada de gente moribunda. El hombre, un negro de casi dos metros, músculos marcados, sin camiseta y pantalones recortados, elevó al aire un machete de proporciones formidables y a golpes de su punta me indicó que debíamos abandonar el vehículo.

Se percató entonces de la carga que yo transportaba, pero aun así, reiteró amablemente la necesidad de que nos largásemos de allí. Todo lo cortésmente que un machete oxidado permite.

De un plumazo comprendí que sus intenciones pasaban por transformar el uso del Mercedes, y que en breve, si no lo remediaba, de ambulancia iba a pasar a convertirse en camión de mercancías.

Le ofrecí mis mejores súplicas, dirigí un dedo hacia los heridos, apelé a la urgencia de buscar un hospital cuanto antes, pero el tipo se limitó a darme empujones en el pecho, a amedrentarme para que cumpliese su deseo, y yo me mantuve firme en mis propósitos, decidido a no transigir ni un ápice, incluso le devolví algún golpe, y entre riña y riña traté de volver al volante.

Anochecía, no había luz por ningún lado, y sin embargo, el machete refulgió con brío en su camino hacia mi brazo. El arco que describió me pareció un fulgurante rayo de muerte, de más muerte en realidad.

Vi perfectamente cómo la hoja se introducía en mi carne, y cómo la sangre comenzaba a manar a borbotones.

La piel se había abierto, el corte se mostraba peor que la sonrisa de un demonio.

Me desplomé sobre la puerta entreabierta, no fui capaz de abordar el vehículo antes de que el bruto volviese a alzar el arma con la intención de rematarme.

Por unos instantes me vi acabado, y aunque intenté gritarle que sí, que le daba las llaves, que podía tomar lo que quisiera, la voz no me salía del cuerpo. Estaba temblando, me ardía el brazo y todo me daba vueltas. Aún tuve tiempo de verle plantado frente a mí, sujetando el machete bien arriba con las dos manos, un signo evidente de que me iba a abrir la cabeza. Cerré los ojos. Me dejé caer al suelo, y desde allí me preparé para la muerte.

Luego, entre el ruido de la muchedumbre, escuché un golpe seco, un crujido como si algo hubiese reventado. Algo concentrado había estallado desparramando los líquidos y fluidos que contenía. Desde el suelo, con la espalda apoyada en el coche, entreabrí los ojos y vi la cara del gigante negro frente a la mía, ofreciéndome una mirada de sorpresa, de pavor, de rendición.

Estaba tan cerca de mí que percibía su aliento, el que más tarde comprobé que fue en realidad su último aliento.

***

Me repuse y fui capaz de aceptar que aquello ya había pasado, que debía asumir el caos como parte de un nuevo escenario. Entonces me erguí, me apoyé en el auto y me cercioré de que el hombre estaba muerto.

Alguien le había reventado la cabeza. Busqué alrededor y me alegré al ver que la madre del chaval herido, la primera mujer que monté a bordo, venía hacia mí con un trapo en las manos. Taponó el tajo abierto en mi brazo. Me pidió que mantuviese yo mi otra mano sobre el paño, y ella se afanó en practicarme un torniquete que califiqué de santo. La luz era muy escasa, pero me alcanzó para ver que la señora tenía las manos manchadas de polvo de los restos del cascote que había estampado en la cabeza del gigante, de ese bruto que estuvo a punto de impedir que su hijo llegase con vida a un hospital. Le di las gracias, le pedí que me ayudara a levantarme y ocupé el asiento del conductor cuando aún me temblaba el cuerpo, una sensación que habría de perdurar en mí durante muchas horas.

Huimos de allí a todo gas. Ya nadie se quejaba dentro del coche. El silencio resultaba ahora más embarazoso que las lamentaciones. La misma mujer me ofreció indicaciones sobre cómo llegar al centro de salud público, un edificio en la calle de la Revolución, que ella confió siguiera en pie. Atajamos por la calle Chareron, y lo que vimos en ella sembró el pánico a mis espaldas: decenas de cuerpos amontonados en las aceras, una auténtica montaña de cadáveres. «¡Son niños!», gritó alguien detrás, y luego noté una mano en mi hombro, un dulce aliento de una de aquellas madres que me imploraba que llegase pronto a mi destino.

Por el retrovisor comprobé que un colegio entero se había desplomado sobre las cabecitas de los escolares.

Entre sollozos, alcanzamos el objetivo en menos de un cuarto de hora, zigzagueando entre escombros, gente moribunda y muertos tendidos en la calzada.

Al cortar el contacto hubo una estampida hacia la puerta del hospital.

Dejaron abiertas las puertas del automóvil, y yo, mareado como si acabase de bajarme de una atracción de feria, me limité a cerrarlas una a una. Valoré la posibilidad de que alguien me curase la herida, entrar allí y pedir ayuda, un haitiano más entre los cientos de miles que veía vagar por todos los rincones, pero no, simplemente comprobé que el apaño de la señora seguía en su sitio, y salvo los puntos de sutura y algún calmante que necesitaba a gritos, sabía que en esos momentos había gente que necesitaba mucho más que yo los remedios de profesionales.

Confundido, cuando abordaba de nuevo el vehículo, noté que un tipo de bata blanca cubierta de lamparones de sangre se dirigía hacia mí.

La leve sonrisa del doctor Florit fue el primer signo positivo que vi esa tarde aciaga.

***

Escondí el brazo, no quería ocupar ni un minuto de su tiempo. Al verle cerca, me alegré de mi gesto al comprobar que la media sonrisa del médico había sido pura cortesía.

Florit me saludó levantando una de sus manos, tan llena de sangre como la otra, y sin quitarles un ojo de encima a los chavales, me lo agradeció con un movimiento de cabeza.

—Solo una cosa, doctor —no podía irme de allí sin intentarlo—. ¿Conoce usted la localización del templo de Lugarús?

El hombre no se inmutó, me pareció sincero, y sin demora me respondió algo que no esperaba.

—No, ya le dije a su hermana que era la primera vez que escuchaba esa palabra.

Florit corría hacia el interior del hospital cuando le lancé otro anzuelo.

—Pero conoce a Cornelius Jasmin.

—Sí, y me mantengo alejado. Es un tipo peligroso, de esos que cuando te despides de él debes revisar tu cartera…

Me pareció inútil insistir, abordé el auto y me dirigí hacia lo que tenía más cercano. Curiosamente, me encontraba próximo a las calles que habíamos inspeccionado la noche anterior, el supuesto entorno en el que podría hallarse el humfor, la prisión de mi hermana María. Di un par de vueltas con la ilusión de que alguno de los edificios derribados en aquellas manzanas hubiese dejado al descubierto un gran templo. Inicié el recorrido por el palacio nacional, el edificio señorial de estilo francés donde revoloteaban habitualmente los políticos del país. A la luz de una tímida luna, me costó creer lo que tenía ante mí: las cúpulas laterales se habían torcido, grietas preocupantes separaban partes de la fachada, y en general, el inmueble anunciaba a gritos su ruina. Me pregunté qué habría ocurrido con el presidente, si seguiría con vida, y me hubiese gustado conocer los planes para rescatar a la nación del estado de calamidad. Con esos pensamientos, haciendo conjeturas sobre lo que presumiblemente iba a pasar en el país más pobre de América, alcancé la basílica de Notre Dame. El susto que me llevé fue incluso mayor que al ver el palacio. El techo se había desplomado, había gente gritando en la puerta, y extraían cadáveres de su interior.

Aquello me entristeció más si cabe, los dos mejores edificios jamás construidos por la arquitectura haitiana abatidos, la ciudad entera desmenuzada. En todas las calles que dejé atrás el mismo cuadro: casas y más casas derrumbadas, gente gritando, gente sacando cadáveres, gente malherida, gente corriendo de un lado para otro buscando a seres queridos.

Me dirigí entonces al apartamento donde residía Yolette. La calle permanecía a oscuras cuando me adentré en ella. Al pasar las dos primeras manzanas pude comprobar que el edificio entero se había desplomado. Allí no había nadie sacando cadáveres, ni heridos a los que socorrer, sencillamente, el inmueble se había plegado como un macabro mecano, un amasijo de cascotes, hierros retorcidos y escombros. Suspiré, cerré los ojos, y deseé con todo mi corazón que Yolette no hubiese estado dentro.

Luego, antes de sucumbir al abatimiento, fui un poco más lejos, me dirigí a Cité Soleil en busca de Silví. Me costó una eternidad llegar al barrio. Tuve que sortear focos conflictivos, calles cortadas, gente ensangrentada intentando robarme el vehículo, y en un par de ocasiones me vi obligado a acelerar para escapar del peligro. Curiosamente, las peores casas de Cité Soleil, las más endebles, las peor construidas, seguían en pie, quizá por su liviandad, por su falta de consistencia. No por su mala cimentación, sino sencillamente por sus paredes de cartón. Por el contrario, las viviendas de bloques de cemento y ladrillos de barro se habían venido abajo. Recordé que la de Silví era de esas, una chabola levantada con el esfuerzo de la madre y de la hija, pero con paredes y techo de cemento.

Llegué a eso de las ocho de la tarde, y lo que encontré no difería en nada de la generalidad del sector. La mitad de la casa se había hundido, y la otra mitad se escoraba parcialmente hacia el suelo como un barco encallado en la arena. Ella estaba en la puerta rodeada de sus niños, con los zapatos hundidos en el barro.

En realidad, lo que más me sorprendió fue ver su piel negra cubierta de una capa de polvo blanco. Ver allí a Silví convertida en un auténtico fantasma me heló la sangre.

Ella se lanzó hacia mí y me abrazó. Lloraba desconsoladamente. Varios lagrimones le barrían la cara y balbuceaba sin parar. Le quité el polvo con mi mano y le rogué que se tranquilizara, que dejase de hablar atropelladamente.

—Boco está debajo, don Hugo.

Miré hacia la mole de escombros y no tardé ni un segundo en comprender que las posibilidades de encontrarlo con vida eran nulas. Por supuesto, hubiese sido capaz de comenzar a retirar cascotes, pero era tal el cúmulo de bloques de cemento que desistí de cualquier intento.

Ante esa sombría circunstancia, la atraje sobre mí y la abracé con ternura. Le pedí que fuese fuerte en esos momentos en los que se habían derrumbado muchas más cosas que la casa.

—¿Y qué voy a hacer ahora, don Hugo? Me costaba mucho salir adelante, mantener a esta tropa. Apenas lo conseguíamos antes…

Había al menos cuatro o cinco pequeños agarrados a su falda, todos descalzos y medio desnudos. Merodeando por las ruinas había otros tantos, rescatando cada uno de ellos lo que podía, restos de muebles, utensilios, ropa y algún que otro juguete.

—Os venís conmigo —le dije—. Recoged todo lo que haya quedado y montaos en el coche. Nos vamos a Pétionville.

—Está usted loco, don Hugo. Aquí hay más de veinte chavales que dependen de mí, que viven conmigo, que no tienen a nadie en el mundo. No sé si usted comprende lo que quiero decir.

Sin contestarle, me dirigí al coche y abrí el maletero. Juzgué que allí cabrían unos pocos, y entre el habitáculo interior y aquello podríamos intentar resolver el problema del transporte. Agarré una varilla de hierro y traté de desmontar la tapa posterior. Había más coches en el garaje, y esos pobrecitos no iban a poder respirar con el maletero cerrado si los metía dentro. No lo conseguí, pero ideé un sistema para poder circular con el maletero abierto y cargado de niños, apontocando la varilla. Silví me observaba con los ojos desorbitados, pensando probablemente que me había vuelto chiflado.

—¿Dónde está Charité?

La chiquilla, al escuchar su nombre, vino hacia mí y se agarró a mi cintura. Al hacerlo, recibí una sacudida indescriptible, algo parecido a una descarga de energía que acabó reconfortándome. Vaya si me reconfortó. Tal vez un efecto de mi subconsciente demasiado cargado de emociones aquella tarde, o tal vez producto de las palabras de mi amigo Bob días atrás cuando se refirió a esa niñita, sin duda.

—Arriba —ordené—. Todo el mundo arriba.

Silví hizo un gesto y de pronto vi el auto inundado de niños, tantos que tuve que pedirles que cerraran las ventanillas para que no cayesen en el transcurso de la marcha. No los conté, ni ese día ni los siguientes. Simplemente, me limité a darles lo que necesitaban, algo de lo que yo afortunadamente disponía: un techo resistente a los movimientos de la tierra.

A pesar de que la ciudad continuaba colapsada, el recorrido hacia Pétionville fue rápido. Ya conocía las avenidas cortadas, los lugares que debía evitar, en un trayecto en el que la noche profunda ya se había apoderado de las calles.

En muchas zonas vimos gente escarbando en los escombros, sacando tubos, ventanas, muebles deteriorados, cualquier cosa para conseguir unos gourdes.

«Un país atado a la miseria», pensé.

***

Al penetrar en el garaje temí que hubiesen entrado de nuevo. No había luz, todo estaba en silencio, y solo se escuchaba el runruneo de la ciudad, un trajín que sabía iba a durar toda la noche, en la que cientos de miles de personas iban a descubrir que su sórdida existencia había empeorado.

Silví no perdió de vista mi brazo en ningún momento. Se afanó en preparar un emplaste de ají que desinflamó la herida y me refrescó el alma.

Tal vez fuera eso lo que me animó a ponerme manos al asunto. Le pedí a Silví que hiciera la cena para los niños, mientras yo me dedicaría a bañarlos arriba. Ella me dijo que allí no se hacían las cosas como imaginaba. Me sorprendió pegando un grito a los chiquillos, a los que ordenó ponerse en fila india en el jardín. Desplegó una manguera y los regó a todos, uno tras otro. Le proporcioné jabón, y ella terminó dándoles un aclarado en forma de fina lluvia. Los pequeños no rechistaron; ninguno lloró.

Fue la primera vez que pensé en positivo en esa tarde funesta, no por los métodos utilizados por Silví, sino por la adaptación a las circunstancias que los haitianos mostrábamos cuando la vida se nos torcía.

Al ver los florecientes plantones pregunté algo que sabía le dolería.

—¿Solo Boco estaba en la casa en ese momento?

—No, don Hugo, tres chiquitillos dormían una siestecita. Uno de ellos tenía cinco meses, un negrito que alguien dejó en la puerta de mi casa hace tan solo unos días, un alma a la que varias veces reclamaron los dioses, que yo estaba convencida de sacar adelante, pero ya ve, así han venido las cosas.

Vi que la pobre no podía contener las lágrimas, y me pregunté qué clase de corazón tenía esa chica para hacer todo eso, para dedicar su ya de por sí desgraciada existencia a una labor tan complicada. Concluyó el baño colectivo, recogió la ropa sucia y la llevó al cuarto de servicio. Cuando regresó me pidió que ubicara a los niños en las habitaciones mientras ella preparaba algo. Ese fue uno de los momentos más placenteros que tuve en esos días, unos chiquillos que jamás habían visto ese tipo de muebles, que nunca habían dormido en camas tan grandes como aquellas, ni tenido un cuarto de baño en cada una de las habitaciones. Para mí fue divertido repartirlos: unos en el cuarto de invitados, otros en el de María, en el de mi padre, y en el mío propio, pues sabía que sería incapaz de dormir aquella noche, y a los últimos, los llevé abajo, al cuarto de servicio. Incluso quedó libre la hamaca del jardín, el sitio preferido de Boco. Cuando Silví anunció que la cena estaba lista, yo ya había terminado con el reparto. Luego, todos me siguieron y, de forma sorprendente, mostraron un excepcional comportamiento. Comían disciplinadamente, parecían estar disfrutando del castillo fortificado en el que les había blindado su cuidadora. A mí me hubiese gustado conocer lo que pasaba por esas cabecitas, indagar si eran felices en esa noche en la que, afortunadamente, cenaban sanos y salvos, lejos del horror y de la catástrofe de la que ellos, y yo mismo, habíamos conseguido escapar en aquel triste día.

***

Cuando sonaron varios porrazos en la puerta delantera Silví se llevó un dedo a los labios y aplacó los grititos espontáneos de los pequeños.

El silencio imperó entonces en la misma cocina que momentos antes se había asemejado a un comedor de colegio.

Luego, ella se acercó a mí y me suplicó precaución. Con ojos sumisos, como si yo no estuviese tan acongojado como ella, me susurró que no le abriese a cualquiera.

Asentí con un golpe de cabeza. No me atreví a decir nada más, y con el corazón algo tembloroso me dirigí a la puerta.

Al abrir me vi sorprendido por la figura de un tipo cubierto de polvo blanquecino. No me costó explorar su silueta, la de alguien a quien reconocería metido en un saco. Su pelo ensortijado era un auténtico enjambre de porquería, e incluso desde el otro lado del umbral pude percibir que su olor no era agradable.

Nada más verme se echó sobre mí y me atrapó en un efusivo abrazo, un hediondo apretón que casi me partió en dos.

Ver allí a Bob fue para mí el soplo de esperanza que precisamente necesitaba mi alma.

Mi amigo me inundó con un torrente de palabras, un verdadero diluvio de efusividad y júbilo.

—¿Te ha liberado Zankú? —le pregunté, tranquilizándole.

—No, nada de eso —me dijo—. Es probable que alguna clase de suerte divina me haya rozado hoy.

Le miré extrañado y él comenzó a reír.

—El terremoto tiró la valla de la cárcel y salimos corriendo —gritó—. Todos hemos huido. En la prisión no ha quedado nadie.