El teléfono sonó muy temprano. Más seductora que nunca, la primera voz que escuché ese día fue la de Cornelius Jasmin. De forma diplomática me ofrecía un trato sencillo de cumplir. Tanto que me levanté de la cama con una sonrisa.
—No me lo has dado, Hugo, no has querido complacerme, y aun así, yo te lo voy a poner fácil a ti.
—Déjeme hablar con María.
—Está dormida, tal vez está viviendo sus últimas horas, y prefiero no despertarla, ¿me comprendes?
—No entiendo nada.
—Bueno, vamos a hacer una cosa. Ya sabes de qué va esto. Me has estado siguiendo, quieres encontrar a tu hermana sin darme la flor, y créeme, eso no es bueno.
—No tengo ni idea de dónde está eso que usted me pide.
—No es verdad. Ya sabes que tu padre fue mi antecesor, que hizo lo mismo que yo, que estuvo sometido a la misma presión que me atenaza, y a pesar de eso, sigues sin querer comprender. Eres un chico testarudo, muy obstinado. Mira, déjame que te deje algo claro. Ya conoces nuestra organización, a la que debes la fama y fortuna de los Acevedo, sin la cual hubieseis estado en la miseria. No pienses que alguien os robó. Tu padre se llevó cosas que debieron permanecer aquí para siempre.
—Aclárese.
—Voy a ir a verte, y vas a dejarme que recupere los documentos que tu hermana encontró.
—Estoy de acuerdo, siempre que venga acompañado de María. ¡Ah! Hay algo más. También quiero que traiga a mi amigo Bob, que lo saque de la cárcel. Si viene acompañado de los dos, dejaré que se lleve lo que quiera.
—Me pides mucho.
—Le pido lo justo.
Jasmin se despidió afirmando que llegaría al caer la tarde.
Daniel aún dormía y no quise molestarlo. Preparé café y con la taza humeante salí al jardín trasero para contemplar las flores que había plantado Boco. Nadie podía quitarle mérito, la parcela sobre la que había trabajado presentaba un aspecto colorido y prometedor. Allí de pie, embelesado por el pequeño vergel, me permití fantasear un poco con las cosas que haría en cuanto María volviese junto a mí. Para empezar, tenía claro que los tres íbamos a tomar el primer avión que nos llevase a Nueva York. Anhelé recuperar mi vida lejos de Haití, dedicarme a mis asuntos, apartarme de la barbarie de aquella isla lastrada por tantos inconvenientes absurdos. A María ya la adivinaba ocupada en sus nuevas responsabilidades junto al poder, peleando por abrirse camino entre los demócratas, suspirando por conocer a Clinton, o incluso al presidente, instalada en una placentera existencia. En ese instante de reflexión, incluso su amigo Eric me pareció un santo recomendable para ella.
El último asunto para acabar de perfeccionar mi vida no era otro que el destino de mi amigo Bob. El balance de nuestra vida en común era positivo, sin duda. Nadie en el mundo me conocía tan rematadamente bien como él, nadie me había ayudado a salir de mi particular infierno tanto como aquel negrito de peinado rasta.
Una vez más me asaltó la desazón de siempre, la sensación de que debía hacer más por mi amigo, mucho más que quedarme de brazos cruzados esperando que enmendase su vida. Intentarlo lo había intentado cientos de veces, incluso me había enfrentado a él por el asunto de su descarriada existencia.
A pesar de nuestra facilidad para conectar, Bob siempre fue demasiado terco para admitir mis consejos. Cuando conseguí mi primer empleo, ya en Nueva York, salimos una noche con la intención de celebrarlo. Él no paraba de recordarme la felicidad que le había producido la noticia, lo importante que era que uno de nosotros consiguiese salir adelante (en esos momentos quedaba muy poco dinero de los boricuas), y terminamos la noche algo borrachos hablando del pasado, del día en que nos conocimos, y nos juramos que jamás pasaríamos de nuevo por algo como aquello. Al día siguiente Bob desapareció por unos días. Nos inquietó tanto su ausencia que llegamos a ponerlo en conocimiento de la policía. Fue al cabo de una semana más o menos cuando apareció con un nuevo amigo bajo el brazo diciendo que iba a montar un negocio, algo relacionado con una empresa de servicios a los inmigrantes. Aquel día nos llevó a cenar a un restaurante carísimo del centro, y a pesar de mis dudas, lo cierto fue que hizo sentir a la jovencísima María como una princesa, se pasó toda la noche adulándola, convenciéndola de que nuestras calamidades habían terminado para siempre.
Aún no habían transcurrido dos días de aquella velada cuando la policía ya estaba en nuestra casa poniéndola patas arriba, requisando toda clase de documentos. Al parecer, le habían estafado con un asunto de pasaportes falsos a pequeña escala, uno de los tantos comercios instalados en un diminuto local del Bronx dedicado al tráfico de papeles para ilegales.
Bob jamás fue un tipo envidioso, por supuesto que no. Siempre tuve la teoría de que mi amigo portaba un extraño parásito que le impedía centrarse en algo concreto, y aunque yo luché por su futuro con denodado esfuerzo, sucumbí con el paso de los años. Para mí había llegado a convertirse en una rutinaria indolencia, pues no entendía cómo podía pasarse la vida desdeñando los encantos del trabajo.
Tras muchos años había llegado a la conclusión de que él era sencillamente así: el campeón de la inconstancia, un francotirador de la estabilidad, un cañonero que sueña con reventar cualquier conato de subsistencia.
Mientras observaba las coloridas petunias, en esa mañana soleada, me atacó el deseo irresistible de darle un abrazo.
***
Acabé el café y me propuse ser positivo, dejar atrás todos esos remilgos y concentrarme en ganar el duelo al que me había retado Jasmin. Con ese objetivo me senté en la hamaca de Boco y repasé palabra a palabra la conversación telefónica. Por un lado, me sentía satisfecho por tener un plan. Por otro, algo se retorcía en mi interior. Le daba vueltas a sus palabras en relación con mi padre.
Hice un esfuerzo por imaginarle sentado en su sillón con una copa de coñac en la mano, haciendo cábalas, pergeñando complicadas maniobras para joder a los demás, meditando sobre nuevas formas de extorsión, ideando maldades que hasta entonces yo no había podido sospechar.
Ser rico en Haití siempre ha sido sinónimo de brujería. Según la creencia popular, nadie puede triunfar en ese país si no es con la ayuda de la magia. De alguna forma, en alguna medida, siempre ha estado presente en las historias de éxito que han poblado nuestro pasado. Todo el mundo conocía las afinidades de los más altos dirigentes hacia el vudú, y casos específicos de prácticas vuduistas las había, sin duda, ahí estaban los antiguos presidentes para atestiguarlo, e incluso el gran dictador Papá Doc. Había tomado el poder allá por el mil novecientos cincuenta y siete, y mucho antes de iniciar su sangriento reinado había publicado una monografía, un tratado sobre la evolución gradual del vudú mediante el cual había hecho gala de unos conocimientos superiores en la materia, algo que con toda seguridad debió de utilizar en su rápida escalada al poder. Mucho antes, Duvalier había creado junto a otros compañeros un periódico denominado Les Griots, en el que nominaba al vudú como la única religión haitiana posible. Fue precisamente en esa época cuando fue escalando posiciones sociales, y más de una vez se le relacionó con sociedades secretas, y hasta se llegó a afirmar que su entrada en la política nacional la había hecho de una forma efectiva a través de los humfor, espacios de reunión social que sirvieron de cuarteles generales a su partido. Y más revelador aún era el hecho de que inmediatamente después de acceder a la presidencia del gobierno, Papá Doc había nombrado ministro del ejército a un conocido bokor de Gonaives, un tal Zacharie Delva, un brujo que supo desempeñar a la perfección las órdenes del dictador, más preocupado por los temas esotéricos que por impulsar cambios en el país. Ambos hicieron avanzar el Estado hacia la senda de la violencia y el sufrimiento, y tanto era el poder que llegó a desarrollar Papá Doc que el pueblo haitiano pensó durante generaciones que él mismo era la auténtica encarnación del Barón Samedi, ese señor de los cementerios que no ceja en su empeño de llevarnos a todos a su tétrica morada. Y lo peor era que mi abuelo, que había llegado a Haití desde Cuba mucho antes de que la revolución le echara de su país, había congeniado con rapidez con la clase política haitiana. A pesar de su piel clarita, mi abuelo jamás sufrió la menor represión en un país que emprendió una terrible campaña contra la élite blanca y mulata, un genocidio del que se ocupó personalmente Papá Doc. Eso me hizo reflexionar. A mi familia nunca le ocurrió nada, y de hecho, cuando a todo el mundo le iba mal, en un momento en el que la sociedad civil sufría sobremanera los efectos de una sangrienta dictadura, a los Acevedo nos iba mejor que nunca. Yo nací en la época en que ya se había marchado Baby Doc, y no llegué a conocer a los tontons macoutes. Ellos habían sido la policía del régimen, su guardia personal, y aunque se denominaban oficialmente los Voluntarios de la Seguridad Nacional, siempre serían recordados como hombres con sacos a sus espaldas.
¿Cómo iba a desaparecer todo eso tras la muerte del dictador?
Entonces fue cuando lo vi claro. ¿Cómo había podido estar tan ciego, tan despegado de la realidad de mi familia? Imaginé a un abuelo negociando con corruptos, a un padre integrado en la trama corrupta, y yo, ¿quién era yo en realidad? El poderoso Pedro Acevedo jamás me había hecho partícipe de ninguna leyenda mágica, no me había explicado los entresijos de una confabulación de la que a esas horas ya no dudaba, una conspiración nacional para mantener el poder.
***
Al llegar Daniel lo primero que hice fue ponerle al corriente de la conversación con Jasmin y pedirle el número de Yolette.
Llamé un montón de veces sin obtener respuesta, y cuando le propuse a Daniel que se quedase allí mientras yo iba en su busca, me dijo que estaba loco, que a esas alturas habría gente tras de mí, y que si ese tipo decía que iba a venir, pues seguro que lo haría. Lejos de estar de acuerdo, le contesté que esa chica merecía que alguien luchase por ella, y como Jasmin no iba a llegar antes del anochecer, pues aún quedaban unas cuantas horas que podría aprovechar.
Cuando añadí a mi lista de intenciones visitar a Bob en la cárcel, afirmó que tenía que salir irremediablemente a instruir un expediente. De camino se acercaría a casa de Yolette, incluso me prometió que volvería con ella del brazo.
Daniel se marchó un poco antes del mediodía, y yo me dediqué entonces a arreglar la casa. Cuando acabé no quise preparar nada de comer y por supuesto evité tomar alcohol. Luego me senté en el porche y me dediqué a contemplar la silueta de Puerto Príncipe desde aquel mirador de Pétionville, en un día luminoso que a ratos me pareció sombrío.
***
A media tarde ya le había dado varias vueltas a mi vida. Me hubiese gustado descansar un poco, tener la posibilidad de dormir un rato, pero no, la tensión me electrizaba por dentro y me impedía hacer cualquier cosa que no fuera estar concentrado en lo que iba a ocurrir al anochecer. Por encima de todo deseaba ver a mi hermana y abrazarla.
En ese lento discurrir de las horas, mi corazón bombeaba sangre a una velocidad anormal.
Acudía a la cocina cada diez minutos, a por jarras de agua fresca.
Alrededor de las tres de la tarde me acordé de Daniel. Su promesa de regresar con Yolette se me antojó quimérica.
En aquel instante de tribulación desconfié de él, de su capacidad para rescatar a mi amigo, de su lealtad, de su ofrecimiento en definitiva.
Al final me tuve que aferrar a la única idea sólida. Por razones que desconocía, Jasmin necesitaba con desesperación su dichosa flor.
María y Bob a cambio de una flor.
Curioso cambio.
***
A eso de las cuatro de la tarde ya hacía un buen rato que el sol había abandonado la vertical sobre el cielo de Puerto Príncipe y se encaminaba lentamente hacia las montañas. Calculé que el día caería a eso de las cinco, o cinco y media, y que el anochecer pleno lo podría contemplar antes de las seis en punto. Con esa predicción, y de acuerdo a las palabras de Cornelius Jasmin, quedaba poco para encontrarme cara a cara con él.
Contaba los segundos como quien espera el final del año, las campanas y el champagne, una ampulosa cuenta atrás, y en ese lento devenir, cuando eran las dieciséis horas y cincuenta y tres minutos, pasó algo inesperado.
Tardé varios segundos en comprender lo que estaba ocurriendo. Tuve que sujetarme con ambas manos al banco de madera.
Mis pies chocaban uno contra otro, y hasta que no me percaté del bamboleo de las macetas colgadas de la pérgola del porche no fui capaz de entender lo que pasaba.
El suelo se movía dando grandes sacudidas y el estruendo era de tal calibre que llegué a pensar que una bomba había caído sobre Puerto Príncipe.
Fueron unos instantes interminables, tal vez treinta o cuarenta segundos, sin duda menos de un minuto, pero lo que sentí, la intensidad con que lo aprecié fue de tal magnitud que mi cuerpo se estremeció en sintonía con el vaivén de la tierra, como si a todos los habitantes de aquella ciudad nos hubiesen metido en una coctelera y nos estuviesen agitando.
Solo veía gris. Me costaba trabajo respirar.
Cuando el terremoto cejó en su empeño de matarnos a todos, cuando concluyó aquel traqueteo desesperante, avisté un horizonte plagado de muerte.
Tan aterrador fue lo que vi que noté mi alma impregnada de un negro presagio.
Entonces me acordé de las últimas palabras de Mamá Cloe: un auténtico velo de encaje negro nos tapaba a todos.