6

Era un mediodía despejado, de esos que llaman a la vida, de los que invitan a salir a la calle, y eso fue precisamente lo que hicimos Daniel y yo. Abandonamos su antigua casa y abordamos las avenidas de Pétionville con el firme propósito de hallar respuestas. Sabía que Bob estaría a esas horas esperando mi visita, que Silví merecía mis disculpas, y entendía que todo aquello me obligaba a fijar prioridades. Sin el notario de por medio, ahora me interesaba hablar con Yolette. Daniel me sorprendió con una noticia extraña: la chica vivía en el apartamento del rector de una conocida universidad, un tipo llamado Alfred Casan, alguien que le doblaba la edad. No quiso asegurarme que eran pareja, pero diría que sí, que ambos tenían una relación sentimental de esas del tipo profesor maduro con alumna jovencita. Según él, el viejo la manipulaba y la obligaba a hacer cosas que ella no deseaba.

—¿Cosas de qué clase?

Se limitó a encoger los hombros, pero algo dentro de mí me impelió a sujetarle y zarandearle, a exigirle que lo soltase.

—Vale, vale, creo que la tiene drogada, o peor aún —me dijo—, lo mismo le ha hecho cualquier barbaridad anímica, vaya usted a saber.

El apartamento era en realidad un ático en un bloque de tres alturas no muy lejos de allí. El edificio me pareció moderno, o al menos, algo más moderno que las construcciones a medio hacer a las que ya me estaba acostumbrando, aunque, como era habitual, carecía de ascensor. Daniel subió las escaleras como un rayo y yo le seguí con tranquilidad. En el transcurso de ese trayecto me preguntaba cómo sería ese viejo perverso, y, por supuesto, no paraba de darle vueltas a la idea de que Yolette podría estar acostándose con él. Reflexioné sobre lo ocurrido, la forma en que me abordó, las caricias que me concedió, e indagué la posibilidad de que ella hubiese disfrutado junto a mí. Los besos fueron sinceros, sin duda, arrumacos que le salieron de dentro, y bueno, al final de las escaleras aquellos razonamientos habían conseguido avivar el fuego de mi curiosidad.

Daniel golpeó la puerta y pronunció su nombre de forma delicada. Al rato, alguien abrió despacito.

—Pensaba que no nos ibas a dejar pasar —expresó Daniel.

—Adelante.

Yolette me miró algo cohibida, como si temiese el reencuentro. Sus profundas ojeras me llevaron a pensar que algo la había atormentado toda la noche. Aun en ese estado, era una chica bonita, y no pude dejar de conjeturar sobre su relación con el rector, a todas luces un engaño, una leyenda construida a partir de la envidia de los haitianos.

La casa del rector estaba decorada con un aire moderno, con estilo, pero excesivamente vanguardista. Me pregunté si no sería ella quien había elegido esos muebles. Nos sentamos y la escruté mientras Daniel le relataba el hallazgo en la casa del diplomático. La que en otro momento me pareció una sonrisa inagotable ahora había desaparecido. En esta ocasión, ella me ofreció una mueca con la que trató de disimular su estado emocional, que se quebró rápidamente cuando mi acompañante le expuso el hallazgo del altar de cráneos.

Yolette me observó entonces con cautela, y en esa cara señalada por el cansancio apareció un primer signo de llanto que apenas duró un minuto. Luego, la rabia se apoderó de ella, trató de hablar, pero no pudo y rompió a llorar. Se marchó al cuarto de baño y nos dejó allí a solas. Como tardaba en regresar, Daniel se puso a husmear por el ático, y yo le imité. Él se coló en la cocina y yo preferí visitar los dormitorios. Me adentré en la alcoba principal. Disponía de una cama bastante grande, un armario considerable y un escritorio cargado de libros. Encontré una fotografía de un hombre con dos niños jugando en la playa. Imaginé que esa era la habitación del rector, un tipo divorciado con hijos. Había un segundo cuarto más pequeño, con una cama estrecha y pocos muebles. Escuché ruidos en el salón y regresé rápidamente. Yolette se había arreglado. Ahora se parecía más a la chica con la que había bailado dos noches atrás. Llevaba puesto un vestido color malva que resaltaba su piel y se había calzado unos zapatos bajos a juego.

—Vámonos de aquí, por favor —tiró de mi mano y nos condujo al exterior.

En la calle, le pedí a Daniel recomendación sobre un buen abogado para Bob. Me dijo que ya se había enterado del caso, y que si yo quería, se podía ocupar él mismo. A mí me asaltaban unas tremendas ganas de estar a solas con Yolette, conocer el motivo por el que había rastreado mi casa, así que acepté su oferta y le pedí que fuese en ese mismo momento al palacio de justicia y depositase una fianza para liberar a mi amigo. Mientras, llevé a la chica a Pétionville, con la firme intención de sacarle todo lo que sabía.

***

Nada más entrar supe que aquella casa sin Silví jamás sería la misma. Le ofrecí a Yolette algo de beber y me pidió un poco de agua. Nos sentamos en el porche y contemplamos una soleada silueta de Puerto Príncipe. Yo me había puesto un trago de ron con hielo, y al segundo trago, justo en el momento en que iba a comenzar el interrogatorio, ella se lanzó sobre mí y me besó en la boca. Comenzó a desabotonar mi camisa y me pidió subir al dormitorio. Yo le paré las manos y le dije que aquello había sido una estupidez. Ella me contempló sorprendida, se apartó de mí y se fue adentro. La seguí hasta la cocina. Le di la vuelta para verle los ojos y vi que sollozaba. Soltó el vaso y se echó sobre mí buscando refugio. La llevé al sofá, y allí se derrumbó, soltó un montón de cosas sin sentido, y cuando se desprendió de los nervios, se limpió las lágrimas y se decidió a hablar.

—Mi vida ha sido una auténtica tortura desde que le pasó todo aquello a mi padre —balbuceó—. Y no lo digo por el dinero. Siempre he sido feliz con las pocas cosas materiales que he tenido, créeme, pero lo que ocurrió es horroroso.

—¿A qué te refieres?

—Las desgracias nunca vienen solas. También me quedé sin madre, en realidad sin nadie junto a mí, y desde entonces hago lo que puedo, pero no consigo levantar el vuelo —Yolette volvió a llorar.

—¿No has podido enmendarla?

—¿Piensas que todo el mundo ha tenido la misma suerte que tú? —se atrevió a mirarme a los ojos, desafiante.

Dejé que se deslizara una larga pausa, y ella me explicó que no tuvo agallas para dejar el país. Añadió que tal vez resultara fácil para un hombre buscar amigos que le llevasen lejos, pero ella solo consiguió rechazo y abandono entre sus allegados.

—Te equivocas —le dije—, yo me marché del país en yola.

—Eso no es verdad.

—Lo es.

Echó su cabeza hacia atrás y extravió la mirada. Me pareció ver que apretaba los labios, e imaginé que debía de estar pensando dónde andaban mis sentimientos.

Mi corazón en realidad estaba lleno de otra cosa, de algo muy distinto, de la ilusión de tener a María entre mis brazos, y por eso me esperanzaba imaginar que Yolette era el camino hacia ella.

—¿Qué sabes de Cornelius Jasmin? Imagino que conoces que tiene secuestrada a mi hermana.

—Todo el mundo lo sabe en esta ciudad. Ella se marchó con él, hizo un pacto, y lo está cumpliendo. Tu hermana te quiere mucho.

—Necesito que me ayudes —supliqué—. Quiero que me digas todo lo que sabes de ese hombre, y de Lugarús, y de dónde pueda estar María, y de una flor, algo que me exige ese brujo para liberarla.

—Uf —dijo ella—. Me estás pidiendo que te revele en un momento lo que me ha costado quince años averiguar.

—Yo quiero pensar que estás conmigo. Si es así, adelante. Si no, la puerta está abierta.

Yolette se levantó. Por unos instantes pensé que se iba a marchar, y por eso la seguí, pero no, afortunadamente, fue a la cocina en busca de un vaso que esta vez llenó de ron. Ambos volvimos al salón y nos sentamos en el sofá, uno junto al otro, y entre nosotros se instaló un largo silencio.

Le costó unos minutos dar el primer sorbo al Barbancourt, y luego me observó con disimulo. Finalmente, cuando habló, lo hizo con una sinceridad apabullante. Utilizó un volumen de voz bajito, como si temiese que las paredes pudiesen transmitir el enorme secreto.

—Lugarús extorsiona a la gente, concede favores y corrompe a los políticos —paró para dar otro sorbo—. Mucha gente de la alta sociedad pertenece a ese grupo, que utiliza la magia para fines maléficos, y que ataca sin piedad a todo lo que funcione, a todo lo que se mueva. Si algo va bien, allí estará Lugarús para sacar partido, y si algo va mal, también irán en su ayuda para rescatarlo y pedirle obediencia infinita. Es una trama, una red de confabuladores que no duda en sacar partido a la religión, a la política, a lo que sea, siempre en beneficio propio.

—¿Cómo sabes eso?

—He oído cosas, he investigado, y nunca he dejado de prestar atención a las conversaciones cuando estoy con ellos.

—¿Con el rector?

—Sí, con él.

Evité mirarla a los ojos. En su lugar, le pregunté si conocía a la gente inmersa en esa sociedad.

—Tu padre.

—¿Cómo?

—Pedro Acevedo fue uno de los principales artífices del desarrollo de Lugarús. Sacó un inmenso partido. Sé que esto te va a doler, pero tengo que decírtelo: tu padre era uno de ellos. Mucha gente dice que era un pésimo comerciante y un sutil desvalijador, que no dudó en aprovecharse de ricos y pobres, y aunque él no creó Lugarús, fue sin duda su principal impulsor.

—No te creo.

—Cuando murió Papá Doc, y más tarde cuando se exilió Baby Doc, los tontons macoutes fueron cayendo en desgracia, se fueron hundiendo en un abandono irremisible. Los hombres del saco querían agarrarse a cualquier cosa que les diese vida, y el único que supo hacerlo fue el rico Acevedo, que comprobó que extorsionar es mucho más productivo que producir algodón, o café, y además, el poder controlar los designios de un país no es comparable con las desgracias que traen los huracanes cada vez que se tragan una cosecha.

—Sigo sin creerte.

—Tú has estado fuera. Yo he permanecido aquí, y por tanto, algo más que tú debo saber.

Callé unos minutos mientras trataba de digerir todo aquello.

—Y quiero que sepas —continuó la chica— que Jasmin fue el sustituto de tu padre.

Respiré varias veces y agoté mi vaso. Me fui a por más ron y volví con una pregunta concreta en la cabeza.

—Si dispones de tanta información, imagino que conocerás dónde está mi hermana.

—Hace muchos años Lugarús construyó un templo vudú bajo tierra. Es un humfor gigantesco, con habitaciones, dependencias donde acogen a los adeptos que llegan de otras partes del país, y sobre todo, contiene altares en los que se celebran ceremonias muy especiales, un sitio al que solo son invitados los brujos haitianos más selectos y las mambos que desarrollan las políticas espirituales que ellos quieren, porque si no, nadie ajeno puede, ni de lejos, acercarse a ese templo.

—¿Nunca te apeteció estar allí?

—Odio el rito vudú.

—No has ido porque no has querido o…

—Jamás me han invitado. Ese lugar está sometido a grandes restricciones. Hay gente que sabe de él, que habla y habla, pero poca gente conoce su localización. Y yo, la verdad, nunca me he interesado.

—¿Alguna pista?

—No sabría por dónde comenzar. Tendría que tocar varias teclas.

—¿Y la flor?

—He oído hablar de ella, es algo que quita el sueño a los Lugarús. Imagino que debe de ser algo parecido al santo grial de este lado del mundo, un antiguo artilugio de los habitantes de esta isla, un instrumento que conseguía abrir una conexión cósmica con sus dioses, o algo así.

—Explícalo un poco más.

—No hay más. He oído hablar de la flor, y de una estrella, y de cosas raras, pero no sé nada más.

Ambos permanecimos callados. Hubiese querido conocer hasta el más mínimo detalle de lo que esa chica había escuchado en todos esos años, pero me sabía mal presionar a alguien que se mostraba indefensa. Tal vez fue eso lo que me hizo cambiar de tema.

—¿Qué era lo que viniste a buscar a esta casa?

Yolette me dedicó una mirada lastimera.

—¿Crees que me acosté contigo porque vine a robarte?

—Dímelo tú.

Jamás había podido sobrellevar que una mujer llorara a mi lado.

Le levanté la barbilla y la miré a los ojos.

—Siempre he estado enamorada de ti —afirmó Yolette—, mucho antes de que te fueras del país. Cuando me encontraba contigo en las fiestas, aquellas pocas veces que fuimos en grupo a ver alguna película, y la verdad, desde entonces nunca te he olvidado. Siempre has estado aquí, en esta cabecita loca.

Nos miramos brevemente y esta vez fui yo quien no pudo mantenerle la mirada.

—Estoy jodidamente enamorada de ti —añadió.

Me abrió sus labios, y al ver que yo seguía sin corresponderla, me ofreció en su lugar una de sus sonrisas encantadoras.

***

Irrumpimos en el intenso tráfico hacia la avenida de Delmas a bordo del viejo Mercedes descapotable. Apenas abordamos el camino hacia Cité Soleil nos cruzamos con Daniel, que volvía del palacio de justicia montado en la parte trasera de una moto, manejada por un conductor que se afanaba en esquivar los baches. A través de la ventanilla le grité. Le soltó unos gourdes al motorista y accedió sin rechistar al asiento trasero.

Nos explicó que lo de Bob estaba complicado. Había pruebas concluyentes de que había estado en Jacmel, de la pelea con su padre, de los gritos, y varios testigos le vieron huir de la casa con un vehículo sin capota, a todo gas. Entonces comprendí varias cosas, pero preferí dejar hablar al letrado. Al parecer, el expediente de acusaciones estaba bastante bien sustanciado, y el viejo, que había sido masacrado con un martillo, mostraba en las fotografías de la policía un aspecto tan terrorífico que cualquier jurado que las viera condenaría a Bob sin pestañear. Su hermano Paul había alegado que había ido a restregarles su buena vida, a hundir aún más a la familia que dejó atrás, y que, como no quiso ayudar económicamente a su padre, había discutido con él, le había mancillado y lejos de soltarle unos pocos gourdes, le había pegado varias patadas. Daniel me dejó claro que los tribunales en Haití son muy sensibles a eso, a las relaciones entre padres e hijos, pues era normal que en una economía tan deteriorada los descendientes ayudaran al mantenimiento de la casa y aportaran dinero para cubrir las necesidades básicas. Por eso, el testimonio de su hermano iba a ser irrebatible. Bob, un hombre que venía de los Estados Unidos, un rico comparado con cualquier haitiano, había negado la más mínima ayuda a su familia, y luego había asesinado al viejo. Por tanto, no tenía muchas posibilidades de salir indemne.

—¿Has hablado con él?

—Sí, pero no ha querido aportarme nada a su favor. Dice que quiere morirse, que solo sueña con dejar este mundo.

—Joder —solté—. Ese no es Bob, algo gordo ha debido pasar para que diga esas cosas.

Llegamos a la casa de Silví cuando oscurecía. Cité Soleil me pareció igual de desastrosa que cuando la había cruzado años atrás, y por lo que pude observar, lejos de mejorar, ese laberinto endemoniado había seguido creciendo.

Aporreamos la puerta de la casa mientras mirábamos en todas direcciones, en un momento en el que la gente comenzaba a agolparse alrededor.

Fue Silví quien abrió. En su primera reacción exhibió una curiosa sonrisa, y luego, al ver a mis dos acompañantes, le cambió radicalmente el semblante. La vi mal vestida, llevaba puesta una bata raída llena de lamparones. Adiviné que estaba preparando la cena, pues un fuerte olor a condimento criollo flotaba en el ambiente.

—He venido a pedirte perdón —le dije.

Me miró a la cara, pero no fue capaz de mantener mi mirada.

—Quiero que vuelvas. He sido un estúpido, y bueno, te necesito allí, hay muchas cosas que hacer. María aún no ha vuelto.

Ella no dijo nada, se limitó a escuchar, y de soslayo, a observar a Daniel y a Yolette, ambos apostados junto a mí. Me dio la sensación de que quería hablar, de que estaba dispuesta a perdonarme, pero por razones que desconocía decidió que lo mejor era negarme su compasión. Calló, y en unos segundos, una multitud de niños la rodeó. Algunos tiraban de los trapos que vestía, otros se le echaron encima. Luego se puso a llorar un bebé. Hice al menos tres intentos por atraer su atención, le ofrecí mis mejores palabras y puse sobre mi cabeza los peores calificativos en relación con el comportamiento que había tenido.

—Váyase, don Hugo. Por favor, no haga más complicado todo esto. Las cosas están bien así, usted allí, con sus amigos, y yo aquí, en mi sitio, de donde nunca debí salir. Cualquier otra cosa es un error.

Jamás tendría claras las razones por las cuales Silví había construido una muralla tan alta entre nosotros.

***

Daniel trató de insuflarme ánimos. Afirmó que teníamos muchas cosas que hacer aquella noche, y sobre todo, no podía perder de vista que nuestro gran objetivo era encontrar a mi hermana, hallar el santuario de los Lugarús. Si Yolette acertaba, el humfor debería estar localizado en el entorno de la calle de los Milagros, hacia el edificio de los Archivos de la Nación, no lejos de la catedral de Notre Dame, un par de cuadras al norte del palacio presidencial. Con ese propósito orienté el rumbo del Mercedes.

Acometimos la búsqueda de norte a sur. Yolette ocupaba el asiento junto a mí y dirigía la misión, y Daniel, desde atrás, corroboraba lo que ella iba diciendo, o lo negaba en función de sus conocimientos. Ella exponía sus ideas, y él ataba muchos cabos con esa información. Ambos coincidían en que, al ser subterráneo, era evidente que la planta sobre la calle debía de ser de considerable tamaño. A oscuras, dimos varias vueltas a la catedral, y bajamos por la calle Courte hacia el palacio, el cual rodeamos varias veces. Luego decidimos subir por la calle Gerard, de nuevo hacia la basílica.

Hicimos ese recorrido varias veces, tanteando cada palmo de calle, cada entrada de garaje, haciendo suposiciones sobre el terreno, sobre las características que debía de tener un templo del volumen que indicaba Yolette.

Conduje despacito por la parte norte del inmueble de los Archivos de la Nación, un edificio no tan antiguo como la catedral o el palacio, y abordé la calle Lamarre hacia el cine Capitol.

Me paré en la esquina y miré a mis acompañantes. Ninguno de ellos acertaba a decir algo coherente. Luego conduje a través de una callejuela inundada de sombras dormidas, o al menos eso creí, miré por el retrovisor y observé las luces de un vehículo negro que se había detenido a cierta distancia.

Comenté mis sospechas y ambos miraron hacia atrás. Dimos otra vuelta y comprobamos que nos seguían. Aquello supuso para mí un brote de optimismo que sirvió para apuntalar mi ánimo y seguir batallando. Sin duda, fue eso lo que me convenció de que debíamos continuar por aquella zona.

Aceleré hacia la calle Reunión, bordeando el parque frente al palacio y subí hasta cortar de nuevo a la calle de los Milagros, y giré a la derecha. Aparqué, apagué el motor y las luces, y esperé a que nuestros perseguidores se acercaran.

Me palpitaba el corazón. Noté que Yolette se revolvía nerviosa, pero no me quedaba otro remedio: necesitaba conocer algo de ellos.

En varios minutos veíamos el viejo Chevrolet negro superando nuestra posición, y al pasar, los dos tipos que lo ocupaban mirándonos con aire de sorpresa. Le pregunté a Yolette si conocía a alguno de ellos, y me dijo que estaba muy oscuro, pero que sí, que creía haber visto a uno de los sicarios del rector, un tipo que era conocido en la universidad por atender todos los extraños deseos del máximo responsable de la universidad.

Me pregunté cuáles serían los deseos de ese tipo al que, a esas alturas, ya odiaba con todo mi corazón.

El vehículo avanzó hacia el final de la calle y allí se paró. Opté por arrancar el motor, luego lo hice rugir, y al pasar frente a ellos, la escasa luz me permitió ver sus caras. Avancé en el perímetro de unas manzanas y de nuevo comprobé que nos seguían.

Pensé en parar allí mismo, abordarles, hacerles hablar, pero cuando se lo propuse a Daniel, me disuadió al instante de ese loco propósito. A cambio, Yolette ofreció otra idea. Si la dejábamos a ella en la calzada, era probable que esos tipos la subiesen al vehículo y la llevasen ante el rector. La vida de María estaba en juego. Solo por eso acepté una táctica tan burda. Paré y la dejé en la acera. Daniel ocupó el asiento delantero y nos adentramos en la negrura de una calle que parecía que nos iba a tragar a ambos.

Por el retrovisor me costó ver que Yolette entraba en el viejo Chevy.

En unos instantes, nosotros giramos en los jardines de los Campos de Marte y ellos se perdieron en las tinieblas.

***

Notaba una desagradable sensación en mi estómago, probablemente el miedo aferrado a él. Daniel me animó a dar dos o tres vueltas más, incluso permanecimos a oscuras esperando a que un auto negro pasase junto a nosotros, pero no, eso no ocurrió. Pasada la medianoche, acordamos dormir algo y esperar a que el día nos trajese un poco de claridad también a nosotros.

Alcanzamos Pétionville exhaustos. Él insistió en quedarse en la casa, no se atrevía a dejarme solo dadas las circunstancias. Dejamos el coche en el garaje y penetramos en la mansión con premura.

Aún tuvimos tiempo para sentarnos un rato más, unos minutos que sirvieron para que dos amigos volvieran a reencontrarse. Luego, tras una charla que me pareció gratificante, acordamos dormir un poco. En cuando amaneciese seguiríamos con nuestras investigaciones, en un día que yo sabía iba a ser uno de los más intensos de mi vida.

***

Me dormí con el firme convencimiento de que, sumido en un estrés como ese, los indios me iban a abordar de nuevo, a pesar de que mi situación emocional no era la más propicia para interpretaciones oníricas.

Enriquillo encabezaba una larga fila de hombres y mujeres a caballo. Me resultó impresionante ver a tanta gente abandonando la ciudad, internándose en la selva de madrugada, la luz de una luna espectral iluminando una escena cargada de tristeza y rabia.

Al parecer, el taíno había sido encarcelado varias veces, a pesar de sus súplicas y de haber podido demostrar que la liberación de los indios a su cargo había sido un deseo de su valedor. Siempre le había sido restituida su libertad, pero ninguna de sus reivindicaciones sirvió para apaciguar la encomienda a su cargo, como tampoco tuvo resultado alguno el viaje a Santo Domingo, un frustrante desplazamiento para solicitar justicia ante los jueces de apelación, a las mismas altas autoridades que tiempo atrás le dieron amparo. En la capital tan solo obtuvo palabras vacías y el desprecio de una incipiente sociedad que crecía de espaldas a la raza taína, una gente que solo atendía a las imposiciones del otro lado del océano, personas acuciadas por la necesidad de enviar tributos en forma de oro con los que perpetuar la aventura de ultramar.

Tras semanas de padecimiento y tortura, Enriquillo y Mencía habían decidido partir hacia las montañas del Bahoruco, habían evitado la lucha, las matanzas.

Junto a ellos también partieron los caciques de la región: Vasa, Antrabagures, Incaqueca, Maybona, y muchos más, hombres que componían el último bastión de la raza taína en la isla de Haití.

La rebelión del Bahoruco había comenzado.

Cuando la impresionante columna se internaba en la oscuridad de la selva, a lo lejos, ya se adivinaban las siluetas de las majestuosas montañas, unos picos altísimos que apuntaban hacia las estrellas.

Al rato, poco tiempo en mi visión pero mucho en el peregrinaje hacia la libertad, un murciélago se cruzó en el camino de Enriquillo rumbo a un claro de la selva. El taíno galopó un trecho y acabó en un calvero de la floresta delimitado por una empalizada de troncos, un terreno donde moría el bosque. Allí encontró a unos indios en un poblado, una parcela de terreno desbrozado repleto de bohíos ajenos a los nuevos tiempos. Reinaba un extraño silencio, los guacamayos y los alcatraces habían enmudecido cuando el cacique desmontó su yegua, y sin soltar las riendas del animal fue al encuentro de unos hombres delgados como alambres, con la piel pegada a sus costillas. Eran behiques, chamanes de avanzada edad, gente alejada de los poblados colonizadores, de la evangelización, el último reducto de la espiritualidad de los taínos. Enriquillo los saludó con respeto y no ocultó la veneración que profesaba por aquellos ancianos. Tras intercambiar algunas palabras, ordenó a la expedición que acampara en el claro. Pasarían allí la noche.

Se introdujo en uno de los bohíos acompañado de los behiques, y una vez dentro, se sentó en el suelo y esperó a que uno de los hechiceros encendiera un gran puro. El hombre aspiró una gran cantidad de humo y lo esparció sobre el cacique. Repitió la operación varias veces, hasta que la humareda se apropió del lugar creando una atmósfera vaporosa. Luego acercó una espátula a la mano de Enriquillo, él no dudó en introducir ese aparato en su garganta hasta que le provocó el vómito. Imaginé que aquello era parte del ritual, que por alguna razón debía limpiar su estómago. A continuación otro de los chamanes le situó delante una figura tallada en madera, de unos treinta o cuarenta centímetros, bien podía ser la representación de un murciélago, o incluso una rana, o tal vez otra deidad, un trasto que disponía de una plataforma plana en la parte superior, y unos polvos blancos sobre ella. Enriquillo asió otra herramienta, la situó en sus orificios nasales e inhaló con todas sus fuerzas, hasta que la droga se coló por completo en sus pulmones.

Supe que el ritual de la cohoba había comenzado, la forma en que los taínos se comunicaban con sus dioses. Primero sintió un profundo malestar, como si algo estuviese a punto de explotar dentro de él, luego un intenso vértigo, unos signos circulares que no paraban de dar vueltas le hicieron marear, y al final llegó el fosfeno, el esperado vaticinio.

Y entonces, a través de esa visión, Enriquillo vio claro el futuro, los dioses le alumbraban el camino, una sucesión interminable de escenas recorrió su subconsciente, imágenes de las generaciones anteriores, de la añorada Anacaona, de su hija Higuemota, y de su amada Mencía, y cuando esas mismas deidades se aseguraron de que el hombre estaba preparado para el anuncio final, fue cuando le hicieron partícipe de la ruta hacia la salvación.

***

Cuando abandonó la choza, Enriquillo tenía la certeza de que los dioses le acompañaban, que por más altas que fuesen aquellas montañas, allí se encontraba el destino de los últimos taínos, una raza al borde de la extinción.

Luego, en mi ensueño la luz se hizo de repente, y fue entonces cuando vislumbré la dimensión de la cordillera que se abría ante ellos. Picos afilados, desfiladeros interminables, montañas desafiantes que me parecieron insalvables para aquellos hombres y mujeres a caballo.

La comitiva partió al alba, en un amanecer de tonos dorados. Comenzó la ascensión con los caciques a la cabeza, mujeres, niños y otros indios les seguían, y cerraba la marcha Enriquillo acompañado de sus hombres de confianza.

A los lejos se escuchaba el galopar de perseguidores, jinetes que también avanzaban en fila, con las espadas desenvainadas, algunos con corazas y capacetes relucientes, todos con sus arcabuces a punto.

Al frente iba Andrés de Valenzuela, la cara marcada por la rabia, decidido a acabar con los rebeldes. Le seguía una banda de gente sedienta de sangre, soldados, caballeros, peones, campesinos, decididos a dar caza al indio, someter a esa gente que se resistía al acatamiento de las leyes dictadas por los conquistadores.

Enriquillo fijó entonces su vista en la silueta del serpenteante camino, observó con detenimiento los riscos ondulantes, y acabó ordenando la ascensión de la comitiva, y sin mirar atrás, dirigió a los taínos en busca de un mejor futuro.