Abordé la calle como un toro dispuesto a embestir a cualquiera que se cruzara en mi camino. Tres objetivos se entremezclaban en mi cabeza. Además de hallar a María, me propuse encontrar un buen abogado para Bob. Me apetecía defenderlo yo mismo, pero desconocía los procedimientos del país. En cuanto hiciera eso, iría a buscar a Silví para pedirle disculpas, decirle que me había comportado como un cretino.
Y para cumplir con todo eso sabía que me quedaba muy poco tiempo. Tal vez lo más fácil fuese contratar primero el letrado para mi amigo, y como no había mejor profesional en la ciudad que el notario, me decidí a ir en su busca con la firme intención de solucionar todos mis problemas en un solo movimiento. Estaba claro que él tenía contacto directo con Cornelius Jasmin, y además, seguro que conocía la dirección de Silví, así que aparqué en la misma puerta y ascendí las escaleras sin esperar a que la chica de la entrada me anunciase.
En la antesala de la notaría tropecé con un tipo raro, un joven de mi edad al que no me costó reconocer. Llevaba el pelo largo, y en general, un aspecto que jamás hubiese imaginado. Sonriendo, Daniel se acercó a mí con la intención de darme un abrazo, pero yo, lejos de admitírselo, arremetí contra él y le pegué un puñetazo en el mentón que le hizo caer sobre la alfombra. Desde allí, mientras se tocaba la quijada con la mano, me lanzaba miradas de sorpresa.
Luego me tendió un brazo para que le ayudara a levantarse. Estaba claro que no tenía ninguna intención de pelear, aunque a mí era eso lo que me apetecía. Le insulté y le dije tres o cuatro barbaridades, y le recriminé por ser un cobarde, un miserable que había perseguido a mi hermana con oscuros propósitos. Él se arrastró por el suelo, se ayudó de un sillón para levantarse y luego se dirigió a mí con semblante amistoso. Antes de permitirle hablar, le solté una retahíla de acusaciones, incluyendo, entre otras, el haber destruido mi vida.
—No lo entiendes, Hugo, no lo entiendes.
—Lo que no entiendo es que María te haya dirigido la palabra después de lo que nos hiciste.
Él negaba, incapaz de dirigirme la mirada, incluso se había quedado sin palabras.
—¿Por qué la estuviste siguiendo?
—Entre nosotros han ocurrido cosas que tú no conoces.
Fui yo entonces el que no supo qué decir.
—Créeme, estoy de tu lado, soy sincero, llevo varios días luchando para que María vuelva.
Me desarmó con esas palabras. Afronté unos instantes de tribulación, y al final, por alguna razón sentimental, aposté todo lo que me quedaba de sensatez a esa carta, a sabiendas de que ya perdí una vez en ese mismo juego. Si Daniel decía la verdad, bien merecía que yo considerara aquello como un caprichoso giro del destino. Él debió de ver mi cambio de actitud, me invitó a sentarme, y sin esperar a que yo le interrogara comenzó a explicar que llevaba días viendo cosas extrañas, asuntos que habían arrancado a la mañana siguiente de la desaparición de María.
El fedatario, de común tranquilo, había comenzado a mostrar un nerviosismo inusitado, incluso había dejado de recibir a clientes, tal vez el hecho más extraordinario en esa notaría. Tal fue el desconcierto que tanto su secretaria como el oficial, cada uno por separado, habían llamado a Daniel, que, como letrado adjunto, había acudido al despacho para tratar de descubrir qué estaba trastocando al viejo.
Tras una corta reunión en la que analizaron en qué asunto podría estar metido, el resultado había sido unánime: Lugarús.
Daniel se sorprendió al escuchar mi bramido, un quejido que partió de mis entrañas. Me aferré a sus hombros y le grité que repitiera eso.
Dios, hacía años que quería una pista de tal calibre, y justo en ese momento había mencionado la palabra que más necesitaba oír. ¿Qué más podía esperar? Creo que fue en ese momento cuando me alejé de la teoría que le señalaba como un enemigo infiltrado en la maraña. Había ganado puntos a favor de la idea de que el sobrino del notario no era tan pérfido como le había sufrido en mis pesadillas.
Aquello me hizo olvidar a Bob, y a Silví, no porque no les quisiera tener junto a mí cuanto antes, sino porque ese nuevo hilo que había caído en mis manos prometía, tanto como para conducirme a la resolución de todos mis males.
—Voy a creer en ti, tío —le dije sin perder el rumbo de sus ojos—. Si me vuelves a traicionar, te mato. Lo juro.
—Sé dónde vive Jasmin. Si te parece, nos presentamos allí y husmeamos.
***
Cornelius Jasmin residía en una confortable villa, un lugar que yo conocía bien. Tanta era mi esperanza por encontrar allí a mi hermana que evité preguntarle a Daniel qué diantre hacía ese bandido viviendo en la casa que años atrás perteneció a sus padres.
Conocía cada rincón de la mansión de los Faubert, una morada bien conservada. Desde la verja de hierro divisé el jardín delantero, plagado de árboles, y antes de adentrarme en esa pequeña selva me pregunté si aún seguiría detrás el guayacán que nos sirvió para escapar años atrás. Respiré varias veces, temí lo peor, el reencuentro con la frustración y la calamidad, un nuevo episodio de derrota. Hice mil conjeturas, tanteé distintas hipótesis para poder explicar por qué mi hermana no había huido por ese privilegiado trampolín.
Cuando quise darme cuenta, Daniel se había perdido por el interior de la casa, y como no se escuchaba ni un simple susurro, yo le imité y me dediqué a husmear por el salón, luego por la cocina, y decidí terminar por las habitaciones. En la que supuse la alcoba principal, me dediqué a abrir cajones sin contemplaciones. En ellos encontré ropa de mujer, prendas íntimas. Las revisé con ahínco, con ganas de averiguar si pertenecían a María.
Daniel se situó a mi lado, puso una mano sobre mi hombro y me pidió que fuésemos al salón: prometió hablar conmigo.
***
—Te admiro, Hugo, te admiro hasta un nivel que no puedes imaginar —me dijo.
Evité mirarle a los ojos.
—Lo que os ha ocurrido a los Acevedo no es el único caso conocido en Puerto Príncipe. Tal vez fuera el primero, incluso el que más repercusión tuvo, pero no el único.
Entonces le mantuve la mirada, y él escrutó mi rostro, el de un lobo que duda entre comerse a su presa o hacerse amigo de ella.
Sus ojos enrojecieron, se le escaparon unas lágrimas, y en ese momento liberó la rabia que intuí llevaba tiempo contenida. Pronunció una larga lista de amigos del colegio que yo recordaba: Alfred, Thomas, Eduardo, Alain, Jacob, Valéry, Louka, y bueno, aquello me sorprendió tanto que no fui capaz de preguntar qué les había pasado. Y no solo chicos. También las amigas del colegio, esas chicas que en aquel entonces estudiaban en aulas distintas, y que, según él, habían sufrido percances similares. Soltó nombres que me sonaban: Paulina, Lilianne, Madeleine y… Yolette.
No le dejé terminar, le sujeté por los brazos y le chillé para que soltase de una vez qué era todo aquello.
—No lo sé, Hugo, no lo sé —sus ojos parecían no mentir, y si lo hacían, tenía ante mí al mejor actor del mundo.
—Dime por qué esta casa ya no es de tu padre.
—Falleció de una forma parecida a tu viejo. Ocurrió al año siguiente de marcharte tú. Los negocios comenzaron a irle mal. ¿Te acuerdas?, importaba bebidas de Francia, la vida le sonrió durante mucho tiempo, pero de un día para otro algo pasó y de pronto tuvo que vender la empresa, luego la casa, y acabó consumido en el transcurso de unos meses. Mi madre le siguió, y en un suspiro me quedé sin padres. Pero no tuve tu valor, nunca fui capaz de dejar atrás todo esto. Simplemente, me fui a vivir con mi tío y me aislé. Renuncié a investigar, situé en un rincón profundo de mi mente el asunto y olvidé que fueron muchos los casos parecidos.
A esas alturas Daniel sollozaba sin recato. Esperé unos segundos, en los que fui preparando las preguntas que le iba a formular.
—¿Y qué le pasó a Yolette?
—Eso es mejor que te lo cuente ella. Estoy al tanto de lo que ha ocurrido entre vosotros.
Evité contestarle. Me limité a centrarme en la conspiración nacional, un asunto que me sonaba a cuento de espías.
—¿Qué me estás queriendo decir con todo esto?
—Que nunca has estado solo, que somos muchos los afectados por este drama.
Noté un cierto escozor en mis ojos. No tuve más remedio que tragarme todo aquello, una historia que desposeía a mi pasado de su sello de injusticia nacional, o al menos, metía a los Acevedo en un saco de esos a los que Haití estaba tan acostumbrada.
—Si te sirve de consuelo, te diré que yo no llamé aquella noche a la policía. Fue mi padre quien lo hizo. Tal vez ya estaba siendo extorsionado por esa gente que se hace llamar Lugarús.
—¿Quieres decir que no es una persona?
—No, eso lo tengo claro. Lugarús es una organización.
—Una trama mafiosa.
—Mucho más que eso. Sus orígenes están enraizados con la magia negra, con el vudú petro y, siento decirlo, con los peores bokors de esta isla. No se trata de un conjunto de rufianes, no, estamos ante un colectivo más antiguo que nuestra propia nación, una sociedad de hechiceros cuyas raíces se pierde en la noche de los tiempos.
Me retrepé en el sillón y cerré los ojos mientras él pronunciaba una frase que refrescó mi alma, quemada hasta la saciedad por aquel turbio asunto.
—Hugo, en esto no estás solo. Hay un auténtico batallón que quiere luchar junto a ti. Si me apuras, hay todo un país esperando salir de esta angustia que dura siglos.
***
Asimilar aquello me llevaría un buen rato, así que propuse continuar con el registro de la morada de Jasmin. Si ese tipo era quien él decía, de seguro conservaría en la casa algún documento u objeto que le desenmascarase, y con ese propósito nos dirigimos hacia el sótano, un lugar en el que Daniel y sus amigos habíamos pasado momentos inolvidables.
Una puerta de madera labrada nos impedía el paso. Daniel fue a por una herramienta a la casita del jardinero y regresó con un martillo. Le llevó unos segundos destrozar la cerradura. Descendimos lentamente y desde los primeros escalones observamos una atmósfera vaporosa, una nube dorada provocada por los cientos de velas prendidas por los rincones. Daniel parecía haber acertado en sus apreciaciones acerca de Lugarús: Cornelius Jasmin había instalado un auténtico altar vudú, un santuario escalofriante. Había reunido una especial selección de estampas de santos que decoraban las paredes, y en varias mesas, pude ver un arsenal de armas espirituales, desde botes con ingredientes para fabricar wangas hasta mil y un cajoncitos perfectamente ordenados, en cuyo interior aprecié bolitas de polvo de distintos diámetros y hierbas, algunas de ellas secas, pero otras frescas, tan frescas que adiviné que alguien había estado por allí ese mismo día. Pero lo más chocante era la parte central. En una mesa había al menos cincuenta cráneos humanos.
El altar había sido consagrado al Barón Samedi, el más temible de los loas petro, y como ofrenda habían tendido a sus pies muchos cachivaches, desde bichos disecados a botellas rellenas con líquidos mágicos, un par de piedras negras y también una enorme calabaza hueca con huesos en su interior, huesos que me parecieron humanos.
En otra de las paredes, pulcramente organizados, nos topamos con unas estanterías cargadas de animales flotando en el interior de tarros llenos de formol, desde alacranes a lagartos, sin dejar de contar con una impresionante colección de insectos voladores, avispones, cucarachas y otras alimañas.
Daniel agarró una especie de cestita de mimbre con forma de pera en cuya parte superior habían colocado un crucifijo negro. La sopesó, la miró al trasluz, y puso cara de estar preguntándose qué diantres habría en su interior.
—No me imagino a Jasmin manipulando estas cosas —apuntó Daniel—. La verdad es que es un tipo de muy buena planta, culto, refinado, elegante. Tendrías que verlo.
—Tal vez tenga alguien que le ayude en estos menesteres.
—Hum…, puede que tengas razón. Quizá uno de sus lacayos, o bien alguno de los tipos que aparecen en esas fotos.
Señaló hacia una pared cargada de fotografías antiguas, la mayoría en blanco y negro, y aunque también las había sepia, muy pocas eran en color. Me acerqué a echar un vistazo.
—¿Cuál es Jasmin?
Puso su dedo encima de un hombre de unos treinta y tantos o cuarenta años a lo sumo, y sí, era todo lo que había dicho: apuesto, bien vestido, altivo, en definitiva, un tipo al que nadie contrataría como mago. Junto a esa foto había otras del mismo individuo con distintas edades, y la verdad, incluso de joven mostraba una apostura excepcional.
Me atraganté al ver una de las fotografías, una que conocía bien, un retrato de tres tipos, una instantánea que había visto mucho tiempo atrás.
—Papá Bastien —dije.
Recordaba perfectamente el aciago día que había visitado al brujo de Cité Soleil.
Y allí estaba yo, frente a la misma fotografía muchos años después. El hombre me había explicado que cuando murió, tal era su fama que su hijo quiso continuar con su negocio, se puso la chaqueta de su madre, y la falda, y profanó tumbas. Afirmó que era un tunante, un ladronzuelo que se había rodeado de gente sin escrúpulos, hasta que le llegó la muerte cuando robaba un sepulcro, porque, al parecer, no había pedido permiso al Barón Samedi. Luego añadió que en realidad fueron los dos truhanes quienes le dieron muerte, un asunto terrenal lejos de los caprichos de los dioses del vudú.
—¿Conoces a este hombre? —señalé al tipo oculto tras Bastien.
—No, pero sí conozco a este otro.
Puso su dedo sobre una fotografía en la que un aniñado Cornelius Jasmin tiraba de las faldas de muselina tratando de llamar la atención del bokor..
—Ese hombre es su abuelo —proclamó Daniel—, y por lo que dices, Jasmin es descendiente de grandes brujos.
Giré y me tropecé con otra colección, esta vez de serpientes, unas disecadas, otras falsas, de cartón piedra. Allí había decenas de esos bichos, unos gigantescos, de aspecto repulsivo, otros más parecidos a culebras, un muestrario macabro que sospeché que Jasmin reverenciaba.
La última reflexión que hice en esa casa tenía mucho que ver con esos reptiles: toda persona termina pareciéndose a los animales que adora.
Al final, de allí saqué bien poco, solo una gran incógnita. Me pregunté si el hombre que se había llevado a mi hermana era un diplomático, un político corrupto o, simplemente, un espíritu maligno.