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El dolor ya se había atrincherado en mi corazón mucho antes de que regresara el fluido eléctrico. Me encontré terriblemente solo en esa atmósfera opresiva, la casa sin el calor de Silví, ni el apoyo continuo de Bob, ni tan siquiera el trajinar de Boco, y para acrecentar mi desplome, pesaba sobre mí la losa que me había endosado Jasmin, los tres días que le había concedido a mi hermana.

Tal vez mi reacción había sido impaciente, incluso enérgica, avinagrada en cualquier caso, pero en mi defensa tuve que considerar que mi moral estaba teñida de miedo aquella tarde.

A esas alturas la noche ya se había tragado las calles, se lo había tragado todo en realidad, y como sabía que no podría probar bocado, me preparé un doble vaso de ron y me senté en el porche. Una capa de nubes velaba las estrellas, y al mirar al horizonte, solo vi algunas lucecitas difusas.

Algo seguía dando vueltas en mi cabeza. María había llamado a Jasmin «mi pareja». Me recordó los momentos más aciagos de nuestra partida, el tiempo que pasamos separados.

En aquella ocasión mi mayor error había sido escapar de Haití, no luchar como un hombre, evitar mi destino. Tal vez la vida que nos hubiese esperado habría sido menos dolorosa que el castigo que recibimos en Puerto Rico.

Aquellos años que viví sin María fueron espantosos. Ambos encontramos estabilidad en las necesidades básicas, sin duda, un plácido acomodo en familias de aparente buena reputación, pero ninguno de nosotros fue feliz.

La peor parte se la llevó ella. Siempre recordaré a ese viejo baboso cogiendo a mi hermana de la mano los domingos para llevarla a misa, sentándola en su regazo día tras día, limpiando con sus dedos su boquita cuando algo escapaba de la comisura de sus labios.

María no merecía esa condena. Un demonio como ese me tenía que haber tocado a mí, el único responsable del giro que inesperadamente le di a nuestras vidas.

Ante la pena de ver a mi hermana en manos de un tipo que podía estar haciéndole cualquier aberración, lo único que quedaba era huir. Años atrás había hecho lo más difícil: escapar del país de los espíritus. ¿Por qué no lo hice también de Puerto Rico?

Y ahora, en esta ocasión, me dolía terriblemente pensar que mi hermana estaba pasando de nuevo por la misma experiencia, atrapada en una relación cuando menos surrealista.

No podría soportarlo otra vez.

Si quería dar la cara a la afrenta de Jasmin, lo único que me quedaba era buscar una maldita flor, y como presumía que no la iba a encontrar, conjeturé que no sería capaz de salvar a mi hermana, ni a mí mismo. Al final todos seríamos fantasmas, espíritus condenados a vagar por aquella isla maldita.

En esa casa vacía fue donde se me ocurrió la idea más absurda de mi vida. Si estábamos condenados a ser fantasmas, espíritus errantes de esos que habitan los sótanos, entonces allí iríamos los Acevedo, todos juntos, un lugar donde con seguridad estaría también el alma de mi padre. Imaginé que me había vuelto loco, loco de verdad.

Me sentía tan azorado como para intentar cualquier cosa. Fui a la cocina y vertí más ron, esta vez sin hielo. Con el vaso en la mano, descendí las escaleras del subterráneo, el refugio al que solíamos bajar pertrechados de víveres cuando se acercaban los huracanes. Había revisado aquel espacio varias veces en los últimos días, pero aun así me pareció sugerente la idea de los fantasmas. Las cajas amontonadas no contenían nada de interés, y desde luego, ninguno de aquellos trastos se parecía a una flor.

Anduve dando vueltas hasta que se acabó el ron. Subí a por más, y no contento con los resultados, bajé de nuevo a por los fantasmas, y me senté en uno de los últimos peldaños de las escaleras. En ese momento ya me encontraba mareado, pero lejos de achacarlo a los efluvios del alcohol, me convencí de que la luz mortecina de una bombilla antigua me aturdía.

Rodeé dos o tres veces más las cajas. Mis piernas flaquearon y me caí de bruces. El vaso se rompió en mis manos y me corté en una mano. Me senté en el suelo, me quité la camisa y taponé la herida. Cuando acabé de comprobar que no salía nada de sangre, me di cuenta de que me sentía incómodo allí sentado, pues algo debajo de la alfombra me molestaba. Tambaleante, me puse en pie y la retiré, con la sorpresa de que hallé una trampilla. Rápidamente comprendí que mi hermana la debió encontrar antes que yo, y que si ella afirmaba que la flor estaba en la casa, sin duda debía estar allí. Tiré de una argolla que desenmascaró unas escaleras que me parecieron muy estrechas y sin dilación me deslicé al interior de una auténtica bodega, aunque no era vino lo que allí había almacenado el viejo Acevedo, sino algo muy distinto. Navegué un buen rato entre fichas y números, apuntes y más apuntes.

No me costó nada descubrir que mi padre no había sido el comerciante que yo pensaba, sin embargo, averiguar a qué se dedicó realmente me llevó el resto de la noche.

***

Una tras otra fui leyendo y releyendo las tarjetas en las que había anotado de su puño y letra nombres y cantidades. Entre los desembolsos millonarios que hizo figuraba el propio Cornelius Jasmin, pero no hallé ni una sola referencia a Lugarús, el nombre que más me hubiese gustado ver escrito en alguna de las fichas.

Embotado de letras y cifras, aparqué esa cruzada para reflexionar un poco. No entendía por qué ese bastardo se había molestado en pedirme una maldita flor cuando allí había argumentos suficientes como para hundirle. Me retrepé en un sillón de cuero cubierto de dos dedos de polvo. La piel de mi espalda, perlada de sudor, se pegó al asiento. Desde esa posición visualicé unas cajas de madera bajo la mesa, de tamaño algo mayor que las de zapatos. Cogí una de ella y pasé los dedos por la tapa. Al desaparecer el polvo mis ojos contemplaron una sorprendente imagen tallada: indios y conquistadores en una playa circundada por un bosque de palmeras, y al fondo, carabelas y canoas flotando en un mar que no me costó identificar. Suspiré antes de franquear ese espacio que mi padre había atesorado, giré una pequeña cerradura que tiempo atrás debió de ser dorada y abrí aquella reliquia. Dentro hallé un montón de papeles manuscritos, y me alegré de no ver ni un solo número, ni nombres, allí encontré únicamente planos, muchos planos, y esquemas de lo que me parecieron localizaciones de cuevas. Mi padre se había entretenido en dibujar las posiciones de las grutas más conocidas de la isla, e incluso de otras que yo no conocía, un auténtico trabajo de especialista. En algunos casos había trazado un detallado plan de acceso, con los pormenores acerca de los peligros que afrontaría cualquiera que intentara acceder al interior, los riesgos de desprendimientos e inundaciones, y cuando terminé de ver aquellos legajos supe que se trataba de un original tratado de espeleología.

Ni en sus ratos de solaz me imaginaba a don Pedro dedicado a esos menesteres, ni como afición ni como negocio, pero tuve que rendirme a la evidencia, porque la segunda caja contenía más de lo mismo, y solo en la tercera hallé algo distinto. En esa ocasión había guardado dibujos y fotos de vasijas taínas, utensilios para amasar casabe, collares ceremoniales, amuletos, espátulas rituales, dúhos, y un largo conjunto de piezas de los aborígenes. Busqué y rebusqué otro tipo de vestigios, los que a esa altura sospechaba que también le habían interesado. Y al final las vi: representaciones de dioses taínos.

Mi padre había acumulado información sobre los cemíes, trigonolitos antropomorfos. Tiempo atrás, en el transcurso de mis investigaciones, había aprendido que esos ídolos taínos representaban a dioses capaces de aunar el cielo, la tierra y el mar en una misma figura, concentraban todo el poder de una cultura desaparecida mucho tiempo atrás. Se les relacionaba con los ritos de fertilidad de la naturaleza, y siempre se les personificaba con esa forma triangular, dotados de grandes cuencas oculares y una boca amplia.

Durante muchos años imaginé que la estrella perdida de Anacaona, esa que había abandonado al pueblo taíno, la misma que mi hermana buscaba en los cielos de medio mundo, y esos cemíes, debían de tener algo en común, posiblemente la representación del dios Yucahu Bagua Maorocoti, los tres picos, los tres elementos, también conocido como Yucahuguamá, en el fondo, mucho más que una piedra de tres puntas.

Los taínos jamás encontraron Coabay, la casa de los muertos, la morada de los espíritus, un lugar mítico de todos los amerindios, el Cupay de los incas, el Mictlán de los aztecas, una cueva sin duda, una caverna que tampoco nadie halló en la isla de Haití.

Según la tradición oral de los taínos, Yucahuguamá fue el encargado de vaticinar la destrucción de la raza, de su tradicional forma de vida, un fatídico augurio.

Esa predicción no era nueva, sin duda. Otras culturas en México, en Perú, en muchos puntos del continente, a través de sus dioses nativos habían anunciado cosas parecidas: el derrumbe de sus civilizaciones. Una multitud de investigadores llevaba siglos analizando el augurio de las razas de América Central, su paralelismo, o tal vez su difusión, pues los conquistadores pudieron haber propalado sin saberlo el auspicio de los taínos, su particular visión del cosmos.

Anacaona, su sueño, su apariencia vívida, perdurarían en mi mente para el resto de mis días, una imagen estampada en mi cerebro a sangre y fuego.

Indios, cuevas y dioses. ¿Tuvo mi padre sueños como los míos? ¿Dónde se encontraba esa morada de los muertos?

De aquel hallazgo me quedó un regusto agridulce. Me agradó conocer que mi padre tenía ocupaciones alejadas de los negocios, pero al terminar las pesquisas me percaté de que lo más importante era otra cosa: no había encontrado la flor.

Nada había sacado en claro. La única idea que me rondaba la cabeza era que probablemente buscaba una cueva, una recóndita caverna que debía contener lo que Jasmin anhelaba.

Al terminar de leer todo aquello acabé convencido de que el poderoso don Pedro jamás había encontrado ese tesoro en forma de flor.

***

Me arrastré hasta la cama con la intención de dormir algo en lo poco que quedaba de noche, un instante en el que me pareció ver que amanecía. Sabía que no iba a conciliar el sueño con facilidad, lo que me apetecía en realidad era salir allí afuera con una metralleta en las manos y acabar con todo, encontrar a mi hermana y escapar de nuevo junto a ella, pero estaba agotado, mermado en mis facultades físicas, y al final, tras decenas de vueltas en la cama, me dormí, y entró en mí el espíritu de un tipo que ya me parecía un viejo conocido.

El cacique Enriquillo no parecía tan feliz como la última vez que estuve junto a él. Mostraba un semblante desdibujado, brotaba en mi pesadilla como un ser malparado, un pobre indio arrinconado por alguna causa que me interesó conocer.

Al parecer, el viejo don Francisco, su mentor, había muerto. A la luz del alba, el indio se dirigía a un poblado plagado de casitas modestas y un par de caserones de piedra.

Don Francisco había sido para él un padre, le había instruido en la difícil misión de adquirir los modales castellanos, le había mostrado el camino hacia la integración sin menospreciar su identidad, sus raíces, y sobre todo, había decretado la libertad de los indios a cargo del cacique, una encomienda donde los taínos experimentaron una autonomía sin precedentes en la colonización.

Sin embargo, su hijo don Andrés, lejos de seguir los pasos de su padre, había iniciado una andadura por un camino plagado de deslealtades hacia el cacique y su gente.

En mi alucinación veía caminar a Enriquillo hacia una casa construida en piedra blanca, una casona de considerables proporciones que contenía también la sala de vistas del teniente gobernador de la isla. Allí, una vez dentro, el cacique encontró a siete u ocho personas, entre las que se encontraba el propio Andrés y otros españoles, además del propio gobernador, que ese día actuaba como juez.

Al parecer, el taíno había denunciado el robo de su yegua por parte del hijo de su apreciado protector. Aún resonaban en sus oídos las palabras del encomendero exigiendo el animal para sí, rompiendo la promesa que meses atrás hiciera a su propio padre, vejándolo en presencia de los suyos, desposeyéndolo de sus más simples credenciales.

Le vi la mirada acerada, las venas del cuello marcadas con intensidad, cegado por la ira. En realidad, el pecho se le había llenado de inquietud y desasosiego por otra cuestión aún más grave, una ofensa que esperaba solucionar en ese juicio.

El gobernador inició la sesión con una inaudita acusación. Un tipo estirado, arreglado en exceso para los rigores del trópico, comenzó a leer un pergamino que contenía un edicto con la firma de los oficiales reales, algo así como las normas que debían presidir el repartimiento efectuado en la isla. El procedimiento era bien sencillo: los colonos, llamados encomenderos, recibían una serie de indios que, a su cargo, se ocupaban de las labores más diversas, desde la labranza de las tierras hasta la búsqueda de oro en los rincones inexplorados. Al parecer, los indios permanecían al cargo de los caciques, que así mantenían su antigua autoridad, ejerciendo disciplina y organizando el reparto de tareas.

A Enriquillo, cacique del Bahoruco, le acusaban de la ruina en que había devenido la finca. Según el gobernador, la producción vivía en un permanente abandono, y los indios holgaban a sus anchas en unas tierras abandonadas a su suerte, por no hablar del oro, un metal que no refulgía en la finca desde hacía años.

Andrés de Valenzuela permanecía sentado mientras escuchaba las acusaciones. Cuando el gobernador terminó, Enriquillo se irguió como un toro embravecido, y de pie dirigió duras palabras a los presentes. Con los ojos encendidos clamó justicia, alegó que ninguna de esas barbaridades era cierta, que la finca mantenía una producción significativa tanto de yuca como de productos artesanales elaborados por las manos de unos indios diligentes. Añadió que la única verdad que había salido de los labios del delator era la referencia a unos taínos que vivían en libertad, la que concedió el difunto don Francisco, la voluntad de un hombre que había entendido que la raza aborigen tenía su derecho a la libertad, no a la explotación, y si los taínos a su cargo gozaban de independencia y disponían de sus horas de asueto era porque el encomendero así lo había dispuesto en vida, un extremo que todo el mundo en la región conocía.

—Ese hombre me ha robado la yegua, ha intentado violar a mi mujer, la nieta de Anacaona, y ahora le concedéis credibilidad a sus palabras.

—¿Acaso no están a nuestra disposición todas esas indias? —dijo Andrés de Valenzuela.

El cacique se lanzó sobre él y fue necesaria la intervención de la guardia personal del gobernador para reducir al taíno.

Veía a Enriquillo descalabrado, apesadumbrado, llegué a pensar que lo iban a colgar de una ceiba y que las alimañas devorarían sus entrañas esa misma noche.

Imaginé que su ayuda a los colonizadores, su entrega a la convivencia con los españoles, se había convertido en su particular mazmorra, un asunto que punzaba su conciencia.

Se llevaban a Enriquillo encadenado y aprisionado con un cepo cuando me percaté de que, sentado al fondo de la sala, observaba el incidente el soldado Acevedo. Tan solo le vi hacer un gesto de hastío, pero no pude interpretar bien su papel allí.

—Esto no quedará así —gritó el cacique—. La sangre de los taínos se derramará por la isla antes que ser sometidos a esta injusticia.

Al acabar ese delirio, además de una desazón inmensa, me invadió otro tipo de estremecimiento. Podía jurar que veía un terrible paralelismo en todo aquello. El desafío a ese indio era una situación familiar para mí, enfrentado a esos rufianes que me habían chafado la vida.

***

La rabia aún ardía en mis venas cuando me despertaron los golpes que alguien le propinaba a la puerta. Exhausto, inquieto, descendí las escaleras y al abrir me encontré con una negra más alta que yo, una mujer de cuello nervudo y cara surcada por arrugas profundas. Al principio, me pareció una loca de atar que pronunciaba palabras ininteligibles, una anciana que con toda probabilidad se había extraviado.

Sa se zanmi mwen, sa se pa fasil..

La intenté alejar de la casa y como ella continuó gritándole al viento, me vi obligado a contestar.

M pa konnen kimoun —le dije que no la conocía.

Kitè m pale —me respondió, pidiéndome que la dejara hablar.

La miré con compasión, como quien mira a una demente que no sabe lo que dice, y solo cuando pronunció el nombre de Silví debió variar la expresión de mi cara, y entonces ella cambió su forma de expresarse, incluso se tranquilizó.

—Dos días, nos quedan dos días…

Dijo llamarse Mamá Cloe, y desde luego, sabía cosas que a mí me interesaban. La dejé pasar a cambio de que no vociferara más. Entonces habló con sosiego, se presentó a sí misma como la mambo de las montañas, me ofreció un testimonio completo de su relación con mi hermana, alguien a quien dijo apreciaba más allá de los espíritus. La senté en la cocina mientras hacía café. En silencio, le preparé un tazón cargado, que luego rebajé con mucha leche y algo de agua.

—Sé lo que le está ocurriendo a María —me dijo, tragándose el café.

Me acerqué y me senté a su lado. Ella dirigió la mirada al techo y se sumió en un curioso trance, como si de pronto hubiese establecido una conexión mística con los dioses.

—Muchacho, no olvides sumergirte en un barreño en el que previamente hayas puesto varias cabezas de ajo, tomillo, raíz de mandioca y un chorrito de ron.

—¿Ron?

—Sí, ron, pero blanco.

Metió la mano derecha en un bolsillo de su bata negra y sacó un colgante de cadena plateada que colocó en mi cuello.

—Es un diente de caimán —me dijo.

—¿Un amuleto?

—Mucho mejor. Una custodia. Lo he sumergido durante toda una noche de luna llena en un aceite en el que freí insectos venenosos a los que previamente quité las patas. Luego le añadí algunos condimentos de mi huerta. Con esto, si alguien quisiera hacerte el mal, sufrirá terribles consecuencias.

—Vaya.

—La sangre se le volverá amarga.

Por si acaso, dejé aquello suspendido de mi cuello y luego le rogué que me hablase de mi hermana. Ahora fue ella la que me cogió de la mano y me llevó al jardín. Mientras caminábamos me habló de María, de su espíritu abierto, trató de convencerme de que tenía un aura mágica, como si su alma fuese capaz de convocar a los loas sin ella quererlo, una habilidad solo reservada a las más cualificadas sacerdotisas del vudú. Luego se agachó y arrancó un puñado de hierbas y me las puso en la mano.

—Prepara una tisana aromática.

Volvimos a la cocina e hice lo que me pidió. Puse agua a hervir, preparé dos vasos de infusión y ambos bebimos. Aquello sabía a rayos, pero ella me aseguró que nos libraría de algo gordo. Le pregunté a qué se refería y me respondió que unos presentimientos muy negativos la perseguían desde hacía días, aunque no fue capaz de precisar mucho más. Por si acaso, yo di un par de sorbos más a ese brebaje asqueroso.

—María ha hecho un pacto con ese tipo con el que se marchó.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque en el circuito de la magia todo se sabe.

—¿Qué clase de pacto?

—Su alma por la tuya.

Tragué saliva. Aunque era una teoría descabellada, casaba con muchas de las cosas que me había dicho Silví.

—La técnica se llama «extracción del alma», y solo hay tres o cuatro bokors en este país que sepan hacer eso.

Me encogí de hombros. Me explicó que solo era posible con el consentimiento de la persona, y aunque esa práctica era algo atroz, temible, también era reversible.

—Yo no puedo hacer nada sin tenerla cerca —me dijo mirándome a los ojos—. Para sacarla de su estado tendría que bañarla con cenizas y hacer que se bebiera una mezcla de algunos preparados, mejunjes que necesitarían algún tiempo, y sobre todo, deberíamos preparar una ceremonia para implorar a los dioses que nos devolviesen su alma. Pero puede hacerse, lo malo es el tiempo…

—Dos días… —pronuncié acongojado.

—Le practicaron la extracción hace casi una semana. A lo sumo nos quedan dos días para encontrarla.

Lo que decía esa mujer también coincidía con la amenaza de Jasmin.

—¿Y si no?

—Su alma se habrá ido para siempre.

Antes de marcharse aún tuvo tiempo de preparar una lámpara de sortilegio. Agarró un cuenco y lo llenó de aceite. Hizo flotar sobre él un cartoncito redondo que había taladrado colocándole una mecha, y en la parte superior pinchó un mondadientes al que, con gran habilidad, le dio forma de cruz. Luego prendió aquel artilugio y recitó en créole una larga plegaria.

—Esto mantendrá esta casa a salvo de malos agüeros.

Se marchaba cuando el calor comenzaba a colarse por las ventanas. Eran las diez de la mañana y Mamá Cloe, antes de abandonar el jardín y cerrar la verja, se despidió de mí diciéndome que algo terrible estaba a punto de pasar, que los sapos se habían ido de una charca cercana a su casa, que su marido llevaba días escondido debajo de la cama sin querer salir, y que ella presentía que un espíritu maligno se disponía a sobrevolar la ciudad.

En sus sueños ella había visto cómo Puerto Príncipe iba a cubrirse con un enorme manto de encaje negro.

Yo, empapado de tristeza, vencido una vez más por los acontecimientos, me pregunté si algo en mi vida podía ir a peor, si algo podía ser aún más aterrador que lo que ya me estaba ocurriendo.

Ya en la calle, una vez traspuso el umbral de la cancela, la mujer me avisó a gritos de que ni se me ocurriera apagar la lámpara.

Cuando la mambo se alejó a la velocidad del rayo, se acomodó en mi cabeza el mismo presagio que me había asaltado semanas atrás.

De pronto, había recordado el motivo por el que había abandonado precipitadamente Nueva York.

Y entonces supe con toda certeza que aquella mujer no estaba loca.

Algo realmente espantoso iba a ocurrir.