La flor, la flor, la flor. Anduve por la casa un buen rato mascullando esa palabra, desorientado, interrogando a cualquiera que se moviese por allí. Mi desconcierto debió de calar en los demás, y solo Bob fue capaz de hacer frente a mi desvarío. Me calmó, aplacó mi ira, y afirmó que la encontraríamos. Por alguna razón, Silví negaba una y otra vez, aunque en realidad yo sabía que no comprendía nada, y en el transcurso de ese aturdimiento Boco llegó a pensar que la cosa iba contra él, por aquello de las petunias. Me dijo que si eso era lo que buscaban, él no tenía ningún problema en que se las llevasen todas, incluso las que ya había plantado. No tuve valor para sonreír, ni para decirle que no se preocupase, sencillamente, lo que hice fue poner a todo el mundo a trabajar. Hasta la pequeña Charité entendió mis órdenes, se esmeró en mirar debajo de los aparadores, y así, nos sumimos en una tensa búsqueda por la mansión de Pétionville, una campaña que se prolongó hasta bien entrada la tarde.
Silví se movía por la casa como una lombriz inquieta, Bob se comportaba como un alma errante, y cuando habíamos agotado todas las ideas, cuando ya nadie sabía dónde husmear, nos sentamos en el salón a consolarnos unos a otros, y cruzamos miradas de consuelo, de derrota, de miedo.
Al caer la noche mi frustración era de tal calibre que no escuché los porrazos en la puerta. La pequeña Charité fue a abrir y al regresar junto a nosotros venía escoltada por tres hombres de uniforme.
Uno de ellos era Zankú, que entró como un ciclón amenazante. Los otros eran miembros de la policía haitiana, tipos de aspecto implacable que se apostaron a su lado.
La bestia me dedicó su primera mirada. Me observó con profunda curiosidad.
Mi primer impulso fue huir, poner tierra de por medio, meterme en un sitio oscuro y dormirme para despertar pensando que había sido un sueño.
Luego, una vez extinguido su interés en mí, se puso a vociferar.
—Justin Duprey, queda usted arrestado.
Atónito, miré a Bob, y me sorprendió que no se inmutase. Los acólitos de Zankú le arrinconaron contra la pared y le esposaron. En ningún momento él trató de impedir la detención. Uno de ellos le pegó un puñetazo en el costado. El rostro de mi amigo se hundió en un mar de desesperación, sus rasgos se desdibujaron cuando Zankú, con los ojos apretados como cumulonimbos a punto de soltar una tormenta, confeccionó amenazas a una velocidad sorprendente, y luego inició una sarta de acusaciones relacionadas con un supuesto asesinato, parricidio creí entender, ocultación de pruebas, huida de la zona del crimen, y un sinfín de delitos. Al terminar las imputaciones, Bob ya era otra persona, Zankú le lanzaba una mirada tras otra, todas envenenadas, miradas que herían y a mí me asaltaba una cadencia zumbona que resonaba en mis oídos como una abeja venenosa.
Me pareció que el superintendente había envejecido malamente. Su uniforme lucía infinitamente más sucio y ajado de lo que yo recordaba, lo vi más torpe que nunca, un horroroso corte mal cosido le atravesaba el rostro desfigurado, y un reguero de baba manaba de entre sus labios, aunque eso bien podía ser fruto de la felicidad que le debía estar produciendo detener a un allegado de los Acevedo.
Me acerqué a Bob con determinación e hice caso omiso de las pullas que le lanzaba Zankú.
—¿Lo has hecho? ¿Tienes algo que ver con todo esto?
Mis preguntas le ensombrecieron aún más el semblante, y a partir de ahí, el anochecer se tiñó de pena.
Aquello abrió dentro de mí una vieja herida, el mismo tajo que durante años había tratado de cerrar. Jamás lo había conseguido, había aprendido a convivir con esa supura a cuestas. Ahora, la profundidad de esa llaga se engrandecía, crecía hasta unas dimensiones que me parecieron insalvables.
Zankú prefirió no alargar la captura, parecía tener muy clara la presa que había venido a buscar, y una vez que la tenía en el saco, pretendía marcharse sin despedirse. Mi falta de valor para enfrentarme a aquel bicho fue suplida por el arrojo de Silví, que salió en defensa de Bob tratando de evitar que se lo llevasen. La chica se puso a pegar puñetazos a diestro y siniestro, chillando, diciendo que las cosas no habían sido así, que ella conocía toda la historia, y luego se dedicó a arañar la cara de uno de los tipos, y solo cuando el superintendente la agarró por un brazo y la lanzó contra el sofá me percaté de que la rabia alimentaba dentro de Silví una llama que probablemente se había encendido días atrás. A pesar de mi ingenuidad, me pregunté la razón por la cual mi amigo había preferido confiar en ella antes que en mí.
Aparté de momento todas esas ideas y comencé a lanzar amenazas, a exigir responsabilidades, a solicitar los papeles relacionados con la detención, unos permisos que no veía por ningún lado. Primero observé el semblante de enfado de Zankú, como si mi obstinación le ofendiese. Luego, la alegría se extendió por sus facciones, celebró una nueva batalla ganada, y tal vez porque no quiso dejar sin respuestas mis preguntas, me aduló, soltó que le parecía muy correcto lo que había dicho, que se notaba que yo había estudiado, sin duda, pero que las responsabilidades derivadas del crimen que se había cometido se verían en los tribunales. Aquello me pareció coherente, lo habitual en un país con garantías judiciales, pero allí plantado se me ocurrió que lo más seguro era que aquel bruto estuviese tratando de alimentar mis esperanzas con la intención de aplastarlas más tarde.
—Por ser usted quien es, le diré que tenemos pruebas, que las acusaciones no son gratuitas.
Levantó una mano, dijo alguna cosa y a continuación vi que se adentraba en el salón un tipo con un evidente parecido físico a Bob, eso sí, mucho más estropeado, como si la vida le hubiese dado una paliza.
—Doy fe de que mi hermano mató a mi padre.
Se llamaba Paul, su aspecto era nauseabundo, un hombre desaliñado hasta tal punto que su presencia resultaba repulsiva.
Me obsequió una amplísima sonrisa podrida, como si la situación le reconfortase. Recordé a Andrea, la humildad de la que hacía gala, sus excepcionales facultades, sus ganas de escapar de la isla para iniciar una nueva vida lejos de esos brutos que decían ser su familia, y me vinieron a la cabeza muchas cosas más, pero la más importante era, sin duda, mi recuerdo en relación con las repetidas violaciones.
Luego miré a Bob. El profundo temor que vi reflejado en su cara me dejó claro que era culpable. Tan asumido tenía aquello que no hizo el menor amago por defenderse.
Entonces me invadió un ataque de incertidumbre. Había perdido a María, ahora a mi mejor amigo. Me pregunté cómo de alta sería la muralla que tendría que saltar esta vez.
Los agentes del orden se alejaron llevándose a Bob, cuyas manos esposadas a la espalda luchaban por escapar de aquel tormento.
Yo me derrumbé en un sillón, tapé mi cara con las manos y se me escapó alguna lágrima. Tardé unos minutos en asimilar todo aquello, y al final me fui enfriando conforme procesaba las palabras que había escuchado.
Como si no hubiese suficiente leña ardiendo, se me ocurrió arremeter contra Silví porque, en el fondo, presumía que ella me había ocultado muchas cosas.
—Creía que estabas conmigo, que esta familia te importaba. Pero veo que me he equivocado.
—No sé a qué se refiere, don Hugo.
—A Bob, a su viaje a Jacmel, a lo que allí pasó… y no sé si habrá más mentiras. No me fío de ti.
Ya era noche plena, la luz era escasa en ese salón destartalado, pero aun así pude ver que Silví movió lentamente la cabeza, negando, suspirando como si mis palabras le hubiesen calado hondo, tanto como para llegarle al alma y abrirle una brecha en las entrañas. Yo no reculé ni un ápice. Simplemente, le pedí que respondiese, y ella se sumió en un esclarecedor silencio. Solo me ofreció media sonrisa partida, una mueca que me pareció dolorosa. Se fue de mi lado, presumí que se largaba a su habitación a reflexionar, pero lo que no adiviné fue que su intención era coger una talega con ropa y meter dentro todo lo que había ido acumulando en esos días.
Luego agarró de la mano a su pequeña Charité y encaró la puerta arrastrando los pies.
En ese momento se interrumpió el suministro eléctrico. Yo no hice nada por remediar lo que sabía que iba a ocurrir. Silví se giró, y al trasluz, intuí que debió de fijarse en mí unos segundos.
Ella y su hija comenzaron a alejarse cogidas de la mano.
Tras unos pasos, se convirtieron en dos diminutas figurillas desdibujadas en el horizonte, como engullidas por una boca negra, oscura como una maldición.
Esa idea orbitó en mi cerebro durante horas.
La maldición de los Acevedo, un maleficio del que a esas alturas ya nadie dudaba, capaz de atrapar a todo el que penetrara en su círculo, un negro perímetro del que, una vez dentro, nadie podía escapar: ni María, ni Silví, ni Bob, y por supuesto, ni yo mismo.