Era dudoso que el destino hubiese tenido un devenir tan perverso como para permitir que yo regresara y luego se llevara a mi hermana a las entrañas del limbo. Ese día, al abrir los ojos, eso fue lo primero que pensé, tal vez al ver el cuadro de mi madre colgado en el fondo de la habitación. Me extrañaba que María no volviese por la casa.
Me había acostado pensando que era el hombre más feliz del mundo y me levanté con el mismo signo de infortunio que me tenía encogido el estómago desde hacía días.
Busqué a Yolette en el cuarto de baño, por la planta superior, y tan solo cuando entré en la cocina conseguí saber algo de ella. Silví preparaba el almuerzo, un caldo que maceraba en una olla gigantesca, a la que iba añadiendo trozos de gallina, patatas y un montón de hierbas. Pregunté por la hora, y ella me dijo que era tiempo de estar despierto, mucho más despierto de lo que había estado.
Cualquier resto del dulce sabor de la noche anterior que aún pudiese decorar mi cara lo agrió Silví. No me hizo falta preguntarle qué había querido decir, sencillamente, se lanzó sin disimulo a atacar a la pobre Yolette. Dijo que mi acompañante, antes del amanecer, había estado husmeando por la casa. Ella la había seguido en sigilo, juró que la otra no la había visto seguir sus pasos, y sin recato alguno, como un bicho que se mueve por aguas fangosas, esa rubia descarada se había paseado por toda la casa.
—Se llama Yolette —le dije—. ¿Cómo sabes que no te vio?
—Cuando quiero, don Hugo, puedo ser como los ratoncillos.
—¿Y qué viste?
Insistió en que se había entretenido en inspeccionar el armario de la habitación de mi padre, y no contenta con eso, había entrado en la habitación de María, e incluso en la de ella misma, que fue donde realmente Silví dijo haber descubierto sus intenciones. Luego siguió empeñada en visitar el torreón, y el sótano, y bueno, lo que llegó a dolerle fue que abrió todos y cada uno de los cajones de la cocina.
—¿Cómo pudo usted estar tan despistado?
Cierto era que había actuado con poca prudencia, y aunque Yolette bien podía haber sido una ratera, me costó creer ciertas cosas, y al final, por razones que preferí no evaluar, decidí dejar el tema como estaba. No me encontraba con ánimos como para decirle que hubo un tiempo en el que hubiese viajado a la luna con esa chica, así que sencillamente me limité a darle la razón y dejar que pensase que aquello había sido un impulso masculino, de esos tan frecuentes en los haitianos. Cuando me marchaba, Silví, acostumbrada a decir siempre la última palabra, tampoco se calló en esa ocasión.
—Esa mujer es un súcubo.
Me volví sorprendido.
—¿Qué es eso?
—Si no lo sabe, búsquelo usted en el diccionario.
***
Aquella mañana recorrí la mansión buscando pistas que me condujesen hasta María. Husmeé en sus cosas, y encontré en su habitación fotografías antiguas. Me senté en el porche a revisarlas y a disfrutar del suave color de las aguas tropicales. Así anduve un buen rato, de un sitio para otro, y mientras caminaba por la casa, me tropecé con una niñita, una criatura de unos siete u ocho años, el pelo negro ensortijado, y unos ojos que dejaban claro de quién era hija. La levanté al vuelo para hacerle algunas cosquillas y le pregunté por su nombre, pero me sorprendió el grito de Bob. Me rogó que la soltase, apelando a mi ignorancia. Al parecer, yo no tenía ni idea de quién era aquella criatura.
—Dímelo tú, a lo mejor me entero.
—Se llama Charité. No la toques, esa niña nació de pie.
Fue tan clamorosa su petición que la solté. La chiquilla se fue corriendo hacia la cocina, de donde procedía la voz chillona de su madre anunciando que la comida estaba lista. Ignoraba que Silví tenía una hija. Almorcé algo en compañía de los primos, de la mismísima Charité y de Bob, al que noté inquieto. No le vi con ganas de hablar, y ambos nos dedicamos a saborear el sancocho de gallina, un caldo tan exquisito y nutritivo que rearmó mis ánimos por seguir luchando. Dejé limpio el plato, subí las escaleras, busqué en el armario de mi padre y me vestí con ganas.
Esta vez abordé las calles de Pétionville a bordo de un vehículo descapotable en cuyo interior flotaba un terrible olor a vómito.
Me dirigí con determinación a la casa de alguien que había visto en las fotos antiguas. El notario habitaba una de las mansiones cercanas al palacio presidencial. Yo había estado en ese caserón muchas veces acompañando a mi padre, y recordaba perfectamente que ese hombre había sido uno de los inseparables del comerciante Acevedo, alguien que le susurraba cosas a los oídos y le sujetaba por los hombros cuando se pasaba con la bebida. Les había visto decenas de veces abrazados el uno al otro, ambos con el pelo alborotado, ambos mostrando más que aprecio, más que amistad, una relación que en aquellos momentos consideré inextinguible, pero ahora me asaltaban muchas dudas.
Al subir las escaleras, le sujeté por las solapas de la chaqueta nada más verle, le zarandeé y le exigí que me contase los entresijos de aquel enredo. Me esforcé por disimular la cólera que teñía mi voz, pero no sirvió de nada. No pude contener la intensidad con la que me expresé, y aquel tipo lo mejor que supo hacer fue quitarse las gafas, dejarlas sobre la mesa y comenzar a recitar una larga lista de apreciaciones sobre mi padre, cosas relacionadas con sus negocios, sus amigos e incluso con su forma de ser. El hombre debió ver mi rostro desencajado, mi boca que no paraba de amenazarle. Se sentó entonces detrás del escritorio, y una vez que se puso las gafas, me observó detenidamente, y hasta que no terminó de dilucidar si me había vuelto loco o más bien me había poseído el diablo, no me lanzó lo que yo quería oír.
Me prometió que ese mismo día tendría noticias de Cornelius Jasmin.
Entonces fui yo quien le miró detenidamente. Me pareció un hombre destrozado, como si mi actitud, o más bien mis acusaciones, o ambas, le hubieran afectado. Aquello me reconfortó, me produjo una sensación de sabiduría que me salvaba de errores pasados.
Le dejé allí solo, cabizbajo, y la verdad, cuando abandoné la notaría, ya no tenía nada claro de qué lado estaba ese hombre, el que tiempo atrás fuera el mejor amigo de mi padre.
***
Regresé a la casa a descansar. Silví trajinaba por la cocina preparando la cena, y Boco seguía con su imperturbable afán por devolver la mansión a los tiempos en los que las petunias, los anturios, las delicadas heliconias y un sinfín de coloridas flores habían hecho de esa casa un verdadero jardín francés. Le expliqué que me parecía más sensato inundar aquel terreno de chifleras y buganvillas, pero me respondió que los Acevedo merecían algo más, y que él iba a encargarse de ello. Me lo dijo con tal brillo en los ojos que no fui capaz de contradecirle, solo cabía animarlo a continuar.
En un atardecer plácido, me senté en el porche y le pedí a Silví que me escanciara un poco de ron en un vaso con hielo. Ella lo hizo como siempre, displicente, y yo aún tuve tiempo de dar el primer sorbo antes de que me asaltara Bob con un teléfono en la mano y los ojos iluminados.
Era María quien llamaba.
Había preguntado por mí, y según parecía, solo quería hablar conmigo.
***
«Hugo, las cosas están resolviéndose. Necesito que escuches a mi pareja y le des lo que te pide. Cree en mí, por favor, no dudes nada de lo que te digo. Te quiero mucho, tú lo sabes, no hace falta que lo repita, más que a nada en el mundo. Todo lo hago por ti, créeme, por ti. Nunca más dejaré que nadie me arrastre al interior de esta espiral que me confunde y me marea, pero esto lo debo resolver yo sola. Me acuerdo de nuestro padre, de la vida fuera de aquí, y sobre todo deseo verte, hermano, deseo tanto verte que ahora mismo entregaría mi alma al diablo si eso arreglase la situación».
Esas palabras me dejaron sin aliento. No me dio la oportunidad de réplica, no pude preguntarle cómo se encontraba, ni tan siquiera pude enviarle un beso. A continuación escuché una voz timbrada, un susurro encantador que trataba de adularme, que me pedía con buenas formas ciertas cosas, un murmullo ondulado por alguien capaz de engatusar a las serpientes, pero en definitiva, la voz de un hombre, de un tipo que se encontraba cerca de María. Tal vez por eso, solo cuando fui consciente del trasfondo comencé a entender la conversación.
—Soy Cornelius Jasmin. Sé que me conoces, que has estado indagando sobre mí, y bueno, lo único que quiero decirte es que estoy con vosotros, de vuestro lado, y que para ayudaros necesito algunas cosas de tu padre. María me ha confirmado que están en Pétionville, y si me las puedes dar, te estaría muy agradecido.
—No sé de qué me habla.
—Del pasado, de lo que nunca debió ser, de la vida de tu padre.
Aquella voz me pareció aduladora. Adiviné que mi hermana estaba escuchando la conversación, y como el tipo siguió pronunciando unas palabras absorbentes, le presté atención sin pestañear. Hasta que se escuchó al otro lado del teléfono el ruido de unas pisadas, que yo interpreté como los tacones de María alejándose.
Y así fue. Aquel tipo cambió la profundidad de los sonidos que salían de su garganta. Su voz se volvió más grave, y sus palabras se esfumaron convirtiéndose en agudos puñales cuando mi hermana, por un motivo que yo desconocía, había desaparecido de su órbita.
—Mira, Hugo, me lo tienes que dar. Tú lo sabes. Todo esto tiene que acabar, y la clave está en tus manos. Nadie más puede solucionar esto.
—Sigo sin saber qué es lo que me pide.
—Sí lo sabes. Claro que lo sabes. La flor, tienes que darme la flor…
—¿Qué le está haciendo a mi hermana?
—María está mal, muy mal en realidad, y solo tú puedes ayudarla.
Carraspeé, me contuve antes de pronunciar cualquier exabrupto. Sabía que no iba a ayudar mucho insultarle, que gritarle a ese tipo no resolvería una situación cuando menos surrealista.
—Por favor, páseme con mi hermana. Quiero que sea ella quien me pida eso que usted conoce tan bien.
—De acuerdo, así sea. Pero debes saber una cosa. No vivirá más de tres días si no me lo das. Si no llega a mis manos antes de tres días, el alma de María se extinguirá, y créeme, yo no puedo hacer nada para remediarlo.
—¿Por qué?
—Porque yo no soy el responsable de lo que está ocurriendo. Al igual que os pasa a vosotros, solo sufro con esto…
Mi hermana debió de arrancarle el teléfono de las manos y me hizo preguntas dolorosas.
—¿Es que no has entendido? ¿Es que no te ha quedado claro? ¿Quieres arrepentirte una vez más? ¿Quieres que al final vayamos al infierno los dos juntos? Por el amor de Dios, Hugo, termina ya con esto y dale lo que te pide, hazlo por papá, y por mamá, y por ti, y por mí, ¡pero hazlo!
La conversación terminó de forma abrupta. Me costó un par de minutos separar el teléfono de la oreja, y al final, además de un amargo sabor de boca, me quedó la sensación de que algo se volvía a romper dentro de mí.
Cuando le devolví el teléfono a Bob, me temblaban las manos. Mi amigo me sujetó la cara, ansioso por conocer la situación de María y me interrogó sobre el trasfondo del asunto. Tardé algunos segundos en contestarle.
En voz alta fui capaz de pronunciar los asuntos más relevantes que Jasmin me había comunicado: un tiempo que se acababa (¿tres días?), una flor de la que nunca había oído hablar (¿qué flor?), la vida de mi hermana (¿qué había querido decir con eso?)…
Me pregunté entonces si aquello era aún más embarazoso que lo que había ocurrido en esa misma casa años atrás, e incluso me planteé si era lo más penoso de mi angustiosa existencia, la cota más alta de la congoja de un ser humano, y me equivoqué, sencillamente, me equivoqué. Una vez más erré en mis predicciones.
Ese día comprobé que nadie puede poner límites al sufrimiento.