Hubo en mi adolescencia un momento en el que llegué a pensar que iba a ser capaz de incendiar el mundo con mi brillantez, pero eso simplemente cambió en el transcurso de una jornada, el escaso tiempo que separa el momento en que sale el sol y luego se pone. Y tras una eternidad en el infierno, elegí un mal día para afrontar el destino que llevaba tanto tiempo esperando.
Cuando volví a nacer llovía, nada raro en el país de los huracanes, aunque no fue esa la razón por la que Puerto Príncipe me pareció más espectral que nunca. El primer rostro que vislumbré al despertar fue el de Bob. Emitió un conmovedor lamento, de esos que salen del alma, de los que demuestran un apego sin fisuras. A cambio, yo solo le devolví una tenue sonrisa, e incluso cuando lanzó su puño contra el mío, solté un quejido que debió herirle, pues luego supe que había estado muchos días pendiente de mí, y yo, sin corresponderle, me limité a aplacar su ataque de espontaneidad.
—Dame un abrazo, pero flojito —le pedí, mientras algo vibraba en mi interior.
Bob me preguntó qué diablos había hecho, el motivo por el que me había marchado sin despedirme, y quiso saber qué pretendía con tanto misterio. Inventé un montón de absurdas incongruencias, y como vi que la cara de un tipo tan transparente no reaccionaba, seguí excusándome una y otra vez, inventando disparatadas disculpas que ni recuerdo.
—A ver, explícame dónde estoy —solicité, a riesgo de que considerase que me había vuelto loco.
—En tu casa, Hugo, estás en tu casa —anunció resignadamente.
Me explicó cosas que desconocía, hechos que me parecieron inconcebibles, y aunque la soledad había sido durante mucho tiempo mi única compañera de viaje, en esa afortunada ocasión Bob estaba junto a mí.
—¿Y dices que María me siguió hasta aquí?
Traté de asumir el grueso de las explicaciones que me daba, pero por más que me esforzara, era imposible entenderle. Bob me fue desgranando los acontecimientos, pero hablaba atropelladamente, sin sentido, mencionaba asuntos relacionados con mi salud, y la forma en que mi hermana había tratado de resolverlos.
Luego entró en la habitación el fantasma rejuvenecido de la vieja Silví. Me dio un susto terrible.
Le pedí a la chica que se sentase en la cama y me dijo que algo en su interior le prohibía poner su trasero en aquel colchón. De pie, me dio muchas explicaciones que me sonaron a cuento, y solo porque se parecía tanto a mi antigua cuidadora, le permití ciertas licencias.
—Don Hugo, usted debe cuidarse. Ha estado muy malito, y hasta que no vuelva doña María no debe levantarse.
Simplemente, no le respondí, y ella se dedicó entonces a escudriñarme con los ojos imperturbables de un camaleón.
Salté de la cama sin evaluar mis fuerzas, y como un títere al que han cortado todas las cuerdas, me deslicé hacia el suelo golpeando el parqué. Silví y Bob acudieron en mi rescate y ambos debieron ver en mi cara la desazón que me producía mostrarme tan débil.
Aquella chica me pareció que tenía el rostro embrujado, no de hechicería, sino de tristeza. Lucía unas ojeras monumentales, mayores de las que debían de circundar mis ojos, y cuando me percaté de que estaba desnudo suspiré irritado, pero ella no se amedrentó, con mirada inquisitiva me revisó de arriba abajo y trató de devolverme a la cama.
—No me toques. Ya estoy mejor —mentí.
Levantó las manos.
—No se preocupe. Le dejaré tranquilo a cambio de que coma usted todo lo que le estoy preparando. Mientras tanto, ni se le ocurra volver a levantarse.
Bob reía, y yo, amparado en la infinita complicidad que me unía a él, le volví a pedir que me abrazara, en ese día que, según me contaron, había regresado del más allá.
***
Comencé a preocuparme a la mañana siguiente. El sol se coló entre unas nubes que momentos antes habían formado parte de la tormenta. Abrí la ventana de par en par y me asaltó una sombría sensación al ver una ciudad tan pobre, tan destrozada. Nada había mejorado en todo ese tiempo, una tras otra fueron pasando por mi cabeza absurdas ideas sobre el estado de mi país, y al notar que un profundo desasosiego trataba de instalarse en mi interior, tuve que apartar esos pensamientos para aislar la verdadera causa de mi intranquilidad. María seguía sin dar señales de vida.
La última que la vio, Silví, afirmaba que se había marchado por su propio pie acompañada de un apuesto caballero que conducía un flamante vehículo, mucho más moderno que cualquiera de los cacharros que teníamos en el garaje. Añadió que si tuviera que decir la verdad, incluso juraría que abordó el vehículo con una amplia sonrisa en la boca.
—¿Entonces tú no te preocuparías?
—No sé, don Hugo, no sé. Fue una noche un poco extraña.
—¿Cómo de extraña?
—Como para quitarle a una las ganas de volver por un sitio de esos.
Acopié algo de energía ese segundo día, y conseguí deambular por la casa sin la atadura de nadie tras de mí. Bajé y conocí a Boco, un chaval que se ocupaba del jardín y se afanaba en devolverle su antiguo esplendor. Se presentó a sí mismo como el primo de Silví y se puso a mi disposición para lo que pudiese necesitar. Me pareció un chico triste y cabizbajo, con la derrota impresa en la mirada.
Me senté en el porche con el propósito de pensar un poco, pero un sol rojizo se había apoderado del cielo a esas alturas del día, abrasaba, y apenas me permitió otra cosa más que transpirar sin parar. Desde allí podía escuchar a Silví trajinando en la cocina. Hablaba a solas, le lanzaba unos discursos insufribles a las sartenes, una confusa letanía de reproches, como si el resultado de lo que estaba cocinando no fuese de su agrado, no por su falta de habilidad, sino por alguna razón de índole mística. Al rato dejé de oírla y me embargó un infrecuente silencio. Silví se acercó y me trajo una limonada. Exigió que la bebiese entera, y, a cambio, yo le pedí que se sentara.
—Cuéntame lo que ha ocurrido en estos días, bien despacito.
A su manera, la chica se esmeró en ello. Fue facilitándome toda clase de detalles, y como vio que no me creía algunas cosas, cambiaba frecuentemente de tema. Yo daba ligeros sorbitos a mi vaso, iba cumpliendo mi palabra, y cuando mencionó a Daniel, se me cayó la limonada al suelo. Silví abrió unos ojos como platos pero no dijo nada, y se marchó a por unos trapos. Regresó pidiendo perdón, como si hubiese sido ella la culpable del asunto.
—Tú no tienes la culpa —le dije—. Hace mucho tiempo, Daniel nos vendió a la policía. Una noche nos refugió en su casa y, mientras dormíamos, avisó a Zankú. Me traicionó.
—Doña María le cogió aprecio —afirmó—. Incluso yo diría que…
—¿Qué?
—Nada, nada.
Mantuvo el silencio unos segundos y luego soltó que le había visto en la ceremonia vudú. Ella ignoraba cómo se había enterado, lo que hacía allí, pero estaba convencida de que mi hermana le había despreciado cuando le vio aquella noche en Gaman.
—Tenemos trabajo.
—Cuente usted conmigo, don Hugo.
—No me llames así.
—Es que su familia viene de la parte española, y ustedes…
No tardé ni un segundo en comprender que aquella chica no iba a concederme ni un respiro.
***
Aquella noche tuve un descanso algo agitado. Disfruté de unas horas de plácido sueño, pero en algún momento retornó la pesadilla de años atrás. Volví a tener una experiencia con los taínos, con un tipo fornido al que le gustaba montar a caballo, que se mostraba orgulloso de su origen y de su estirpe. Enriquillo era su nombre, un tipo de buen porte, integrado en la nueva sociedad dominante en la isla, entre colonos y encomenderos, y también entre esclavos africanos, todo ello un caldero en el que imaginé había nacido la nueva sangre de las Antillas.
El indio se había casado poco tiempo atrás con la nieta de Anacaona, la dulce india Mencía, y ambos, felices, asistían a una comida en la finca de un hombre al que Enriquillo llamó don Francisco, el anfitrión de la velada, que le dedicaba miradas que me parecieron paternales, un encomendero que convivía en armonía con los indios.
La escena de mi fantasía era esta vez gratificante, sin duda, salvo por un detalle. Junto a todos ellos, el hombre que le había dado muerte a la reina taína también reía. El soldado Acevedo había envejecido, su piel apergaminada le confería un aspecto mesurado, aunque tal vez fuera su ropaje, ahora no vestía al uso militar, sino un blusón blanco, calzón de paño y botas negras. Se había desprendido de los talabartes y de la espada, me pregunté si para siempre, si ya no mataría a más gente. En sus ojos anidaba una mirada viva, alegre, no ocultaba su deleite al estar entre aquellas personas, y especialmente vislumbré que prestaba atención a las palabras de Mencía.
Sosteniendo una jarra de barro, escanciaba vino en varios cuencos, y explicaba que fue marino antes que milite, y al parecer, ahora prestaba sus servicios a don Francisco, al cargo de la hacienda.
Interpreté aquello como un buen augurio, una señal del más allá que me decía que yo iba a encontrar a mi hermana, que todo volvería a ser como antes.
***
Fue al tercer día cuando comencé a sentirme realmente bien, tal vez porque me hice un firme propósito: la fatiga no iba a acabar conmigo. No sabía lo que me había ocurrido, era imposible seguir un tratamiento, así que resolví que lo mejor sería volver a la vida cuanto antes.
Creí que mis pantalones eran de otra persona cuando me los puse. Me asomé al espejo del baño y vi que estaba roto, y aunque se sostenía por sí mismo, estaba dividido en muchos pedazos, y entonces recordé el día que lo destrocé, pero eso no me achicó, había muchas cosas que resolver allí afuera.
No tenía camisa, ni tan siquiera una camiseta decente. Tuve que pedirle a Silví que me buscase algo de vestir.
—Tiene usted el armario de su padre lleno de cosas. Las he ido limpiando poco a poco. Seguro que encontrará una camisa a su gusto, don Hugo.
Dejé atrás la casa conduciendo uno de los coches, las piernas aún me temblaban, y juzgué que un largo paseo embragando y acelerando el viejo Mercedes me vendría bien para reforzar los músculos.
Conduje más de una hora por los lugares de Puerto Príncipe que mejor conocía. La ciudad mostraba un aspecto de rancio conformismo, nada había mejorado en todos aquellos años, nadie se había ocupado de asfaltar las calles, de poner lámparas nuevas en las farolas, de iniciar un tímido proyecto de saneamiento urbano, de avanzar en el concepto de ciudad en definitiva. Supuse que si el centro estaba así, los barrios periféricos estarían hechos un desastre, o incluso un desastre aún mayor, aunque no fue esa la razón que me retuvo allí.
Con seguridad, el hotel Oloffson seguiría siendo el mejor sitio para tomar un café y comer algo. Pensé en acercarme hasta el hotel Plaza, o incluso al Christopher, pero el Oloffson me traía tantos recuerdos que me decidí por él, y la verdad, me reconfortó encontrarlo todo tal y como lo había conocido mucho tiempo atrás, con sus artesonados de madera pintados de blanco, y ese punto retro que siempre impregnó aquellas paredes. En Nueva York los locales se remodelaban cada cierto tiempo, se acicalaban para atraer al público, pero allí, en mi Puerto Príncipe del alma, todo seguía igual, nadie había dado una mano de pintura a aquel reducto, y la fachada, con ese aire colonial francés de las mejores casas, seguía siendo blanca, o amarillenta, pero yo quise verla blanca. Me senté en una silla en la terraza delantera, un balcón elevado, y no me atreví a pedir algo que contuviese alcohol, aunque me apetecía de veras. Me recreé en la imagen de una ciudad que se perdía ante mí, la bahía de aguas turquesas a lo lejos, y tuve que cerrar los ojos cuando por fin una brisa con olor a mar me alcanzó.
—Con unos kilos de más, sería usted un calco de su padre.
Un hombre de aspecto pulcro interrumpió el murmullo del viento. Yo me había puesto un pantalón azul marino y una camisa blanca, lo más moderno que encontré, y me vi mal vestido en comparación con aquel tipo enfundado en un impecable traje gris oscuro a rayas, a cuyo bolsillo superior asomaba un pañuelo blanco.
Auguste Marty se presentó soltándome un apretón de manos que me pareció excesivo.
—Hice miles de operaciones con su padre. Fui su banquero y también su amigo.
Iba acompañado de otro hombre que sonreía. Marty lo presentó como el doctor Florit. Me levanté y aproveché la ocasión para invitarles a compartir mi mesa, una ocasión inigualable para ir avanzando en mis propósitos. Acordamos comer algo allí mismo, pues el médico tenía que regresar al hospital en poco tiempo. Pedimos pescado y algunas verduras hervidas, en eso hubo unanimidad, pero la bebida la eligió el banquero. Cuando el camarero se alejó, Marty se lanzó al ataque, y aunque yo juzgué que era mejor no exhibirme en demasía, él me interrogó sobre mis estudios, mis ambiciones, y solo al final hizo un balance muy positivo de su amistad con mi padre, un hombre que según dijo contribuyó a que aquel país fuese un poco mejor, a que se alejase de la pobreza.
Florit, un tipo de aire mundano, asentía, aunque llegó a reconocer que tan solo estuvo un par de veces con mi padre, apenas le había tratado, pero sí que había oído hablar de sus negocios, de las plantaciones, y, sobre todo, supo de él por lo que María le había contado la noche que cenaron juntos. Al principio me sorprendió saber que mi hermana había estado en la casa del notario, pero rápidamente comprendí que habría tratado de hacer algunas indagaciones, que no debió de quedarse quieta ni un minuto. Quise saber quiénes habían compartido la velada, y cuando Florit mencionó a Cornelius Jasmin, se me escapó un soplido que no pasó inadvertido para el banquero. Traté de serenarme, y mientras saboreaba el champán que había pedido Marty, imaginé que aquel improvisado almuerzo traería más resultados de lo inicialmente previsto.
Pedí que me hiciesen partícipe del encuentro, y Florit se explayó aportando toda clase de detalles, comentó que había sido una de las recepciones más agradables que recordaba, gracias a la brillantez de María, a sus comentarios sobre los indios, el vudú y la religión, unas agudas reflexiones que acabaron por incendiar la tertulia.
—Tiene usted una hermana muy inteligente —afirmó Florit—. Por favor, hágale saber que sería un placer verla de nuevo.
Aquel tipo me pareció sincero, sin embargo, el otro sopesaba cada palabra que su acompañante soltaba. Luego hablamos sobre política y economía. Ninguno de los dos veía con claridad el devenir de Haití en manos del presidente René Préval. Según Marty, lo poco positivo a su favor consistía en haber sido el único jefe de Estado elegido democráticamente que logró terminar su mandato y desarrollar unas elecciones en un clima de estabilidad. Me acordé de las tropas norteamericanas, del relevo de Naciones Unidas, de Bill Clinton, y de las aportaciones internacionales para mantener el orden. Préval siempre fue un hombre con cierta preparación, eso era innegable, pero me pregunté si realmente mi país había avanzado algo después de tantos años. Había crecido políticamente a la sombra de Jean-Bertrand Aristide, en el seno del Partido Lavalas, y aunque estaba libre de toda duda en cuanto a su posible colaboración con el dictador Duvalier, su absoluta independencia siempre estuvo en entredicho. Préval había ganado las elecciones de forma democrática tras marcharme yo del país. Luego se presentó por el Partido La Esperanza, se alejó de la órbita de Aristide, y ahí seguía, gobernando un país que a duras penas conseguía sacar adelante, una nación a la deriva, de gente sumida en el hambre y la delincuencia. En ese análisis coincidimos los tres. Incluso el banquero, el que mejor conocía la situación real del Estado, hizo una radiografía tan negativa del futuro que le esperaba a los haitianos que me preocupó seriamente.
Terminamos de almorzar y a mí me asaltó un ataque de nostalgia. Mirase donde mirase, aquel rincón me atiborraba de evocaciones que me entristecían, recuerdos de los mejores tiempos, y hasta las sillas, unos armatostes de hierro pintados de blanco, me traían a la memoria aquel día que vi a mi madre por última vez. Ella estaba embarazada, mi padre bromeaba con la posibilidad de que fuera una niña, y yo, pequeñito como era, balanceaba las piernas en esas sillas que en aquel entonces me parecían gigantescas.
Le di un sorbo a mi copa de champán. Pregunté cómo un país como aquel, donde tanta falta hacían los buenos empresarios, jamás investigó lo que le había ocurrido a mi padre. Florit me miró y encogió los hombros. Marty fue más sutil y carraspeó antes de hablar. Me ofreció una respuesta sarcástica. Soltó algo así como que todo el mundo conocía las razones de su muerte, que una de las más deplorables situaciones de los mercados callejeros de aquella ciudad era la falta de higiene, y que a cualquiera le podía ocurrir algo parecido, incluso en esos momentos, después de tantos años pasados tras la desafortunada defunción de don Pedro. Al final, según él, los haitianos siempre culpaban al oscurantismo y a la magia de cualquier cosa inexplicable que ocurriese.
—Déjeme que le cuente una historia que usted entenderá —propuso Marty—. Es una historia que circula por Puerto Príncipe desde hace decenas de años, y que debió de ocurrir allá por el primer cuarto del siglo pasado, antes incluso de la llegada de Papá Doc, y bueno, es un relato revelador del miedo que inspira la hechicería en las altas esferas de nuestra sociedad.
En aquellos momentos, un alto cargo del gobierno de la República —creía recordar que se trataba de un ministro— apareció un día en el palacio presidencial con un sospechoso reguero de polvos impregnándole las solapas de la chaqueta. Los funcionarios del ministerio imaginaron que aquel tipo había estado manipulando sustancias prohibidas, y a nadie se le ocurrió pensar que le habían envenenado. Hubo unanimidad por parte de los trabajadores gubernamentales al pensar que él mismo, con algún extraño propósito, se había dedicado a preparar un wanga. El pobre ministro pasó toda la mañana deambulando de acá para allá sin que nadie le prestara la menor atención, y por supuesto, nadie osó ni tan siquiera dirigirle la palabra. A eso de media tarde, cuando el chisme llegó al presidente, le hizo llamar a su despacho y le sentó a una distancia prudencial de su escritorio. Sin abundar en explicaciones, le dedicó buenas palabras a favor de su gestión, le dijo que él no creía en sortilegios, ni en encantamientos, ni en nada que tuviese que ver con las estupideces en torno a la magia negra, pero que su deber como máximo responsable del país era destituirle. El pobre ministro le pidió más detalles sobre las razones de su cese, le suplicó que le argumentase tan descabellada decisión, pero el mandatario se limitó a calificar aquel hecho de «atentado mágico». Tras ese amargo trago, el hombre anduvo vagando por las calles de la ciudad, y a pesar de que a los pocos días todo el mundo estaba al corriente de su problema, jamás volvió a tomar posesión de un cargo público.
Al parecer, en su etapa de ministro, ese pobre hombre jamás había llegado a acostumbrarse a las rígidas camisas blancas almidonadas que le provocaban intensos escozores que él había tratado de calmar con polvos de talco.
El doctor rio a mandíbula batiente, y entre carcajadas se despidió efusivamente alegando que se retiraba por motivos profesionales.
Cuando le vimos partir, Marty me preguntó si quería un poco más de aquel delicioso champán.
—No puedo beber más —le dije—. He tenido algunos problemas de salud en los últimos días.
Le miré a los ojos y su mirada me pareció turbia. Sacó una pequeña agenda del bolsillo de su chaqueta y anotó algo. En silencio, me lanzó una sonrisa complaciente.
—Cuídese, Hugo, cuídese. Y trate de olvidar. Reconozco que este país puede ser muy cruel a veces, pero aquí todo el mundo tiene sus motivos.
Me hubiese gustado preguntarle qué había querido decir con eso, pero el tipo se levantó, me dio otro fuerte apretón de manos y se largó sin darme la oportunidad.
Mientras pensaba en esas últimas palabras del banquero, me detuve a contemplar la silueta de una ciudad que me llamaba a gritos.
***
Conduje por las calles de Puerto Príncipe sin rumbo. Me apetecía regresar por rincones que añoraba desde hacía tiempo. Recordé el Brisa del Mar, un bar de copas con música moderna donde los jovencitos de mi colegio soñábamos con tomar algún día nuestro primer Barbancourt dorado, bien dorado, rodeados de bellas muchachas que nos manoseasen al ritmo de un delicioso kompas. También pensé en acercarme al Rex Theatre, y al Foula Jazz Club, pero no, aquellos lugares eran tan idílicos para mí que me decidí por el Caribeño, un antro en la calle Martissant, un clásico de la noche con la mejor salsa y merengue de la zona, un lugar en el que en realidad nunca estuve, el sitio en el que tiempo atrás me hubiese gustado conocer a mi primer ligue, haberla enamorado, adulado, pero, simplemente, nada de eso había podido ser.
Al llegar encontré un antro algo apagado.
—Temprano viene usted —me dijo desde la puerta un tipo que me solicitó las llaves del auto, un hombre que hacía las veces de vigilante, de aparcacoches y, como luego comprobé, también de camarero.
Le solté algunos gourdes. Sonriente, me indicó que abordase una mesa privilegiada. Desde allí nadie podría escapar a mi control.
Pronto, la música elevó el nivel y la gente comenzó a inundar un espacio que solo unos minutos antes me pareció baldío. Fueron cinco o seis las chicas que sonrieron al pasar junto a mí rumbo a la barra. Interpreté que alguna deseaba bailar conmigo, o incluso que la invitase a una copa, pero con seguridad, todo eso fue fruto de mi imaginación. Pedí mi primer ron. Nadie podía resistirse en aquella atmósfera a un néctar que, lejos de ser nocivo, avivaba el alma e iluminaba el cerebro. Me lo sirvió el mismo tipo, en un vaso cargado de hielo, y lo acompañó de un tazón de maní en el que podría haber comido un elefante.
Tras el primer sorbo se sentó en una mesa cercana a la mía, como a cinco o seis metros, una chica rubia que miraba al infinito. Sorbía lentamente lo que me pareció ron combinado con algún refresco. Yo fui a lo mío, ella a lo suyo, pero al cabo de un rato creí percibir algo erótico en su forma de mirar.
Entre sorbo y sorbo, aprovechando un cambio de canción, se sentó a mi lado y me abordó con una cordialidad encantadora. Luego, clavó sus ojos en mí y sostuvo largamente mi mirada. Solo entonces me di cuenta de quién era realmente esa chica.
Dios mío, Yolette estaba sentada junto a mí. Habían pasado muchos años, el tiempo se había plegado y desplegado a su antojo, pero sí, apenas había cambiado.
Me preguntó si la recordaba. «Claro —le dije—, jamás te he olvidado». Tal vez sonó un poco excesivo, pero me salió sin pensarlo. Incluso había mejorado, Yolette era bonita, rubia, menuda, nariz diminuta, y sobre todo, al verla de nuevo hecha una mujer, me gustó su sonrisa, una sonrisa contagiosa que iluminó aquel antro. Vestía de azul celeste, como el color del mar Caribe en primavera. Hablamos un buen rato sobre cómo habían transcurrido las cosas, de nuestras vidas, y de asuntos quizá demasiado trascendentes. Ella debió darse cuenta, yo la invité a otra bebida, pidió un Barbancourt añejo con hielo, me cogió de la mano y tiró de mí hacia la pista de baile. Quise advertirle que no sabía bailar, que era más bien un tipo aburrido, pero ella me fue llevando hasta arrancarme unos pasos, incluso consiguió de mí unas torsiones de cintura, y al cambio de canción, le rogué que volviésemos a la mesa.
Me sentía bien. Desde luego, no era fruto del alcohol. Aún no había apurado mi copa, pero como ella pidió otro ron, me decidí a agotar mi vaso y pedir un trago más. Ella me explicó que salía poco, que estaba preparando una tesis doctoral en la Universidad Quisqueya, y fue eso lo que más me gustó de ella, no que estuviese haciendo un doctorado, sino la palabra que había pronunciado, uno de los nombres taínos de aquella isla. Le pedí que me hablase de su juventud, de sus ilusiones, de su vida en realidad. Sonrió, tomó un sorbo de su ron meloso y me mostró unos ojos enormes, como faroles rellenos de luciérnagas.
Deslicé entonces alguna frase graciosa, y ella volvió una y otra vez a ejercitar sus labios eternos. La sangre palpitaba en mis venas, me abordó el deseo inextinguible de besarla, pero como sus ojos seguían brillando como luceros, me limité a contemplarla.
Yolette bebía ron como un pirata a punto de pasar al abordaje, y al poco, la seguí cuando de nuevo tiró de mí hacia la pista de baile. Allí me esforcé en ofrecerle lo que me pedía, bailé como nunca lo había hecho, tal era mi inquietud por satisfacerla que me moví frenéticamente.
Fue en ese momento cuando la música que sonaba pasó a ser más romántica, un bolero en español, una de esas melodías que subliman el alma, y ella se pegó a mí, me agarró con las dos manos y me susurró algo al oído. Aquello me pareció un espejismo, un efecto secundario de la calurosa noche. Me mordió la oreja varias veces y el tiempo pasó con absoluta ferocidad.
La lluvia estalló sin preaviso. El Caribeño desplegaba su mejor zona de baile a la intemperie, así que la gente se refugió en el interior, y como todo el mundo no cabía, muchos salimos despavoridos. Yo le solté más gourdes al camarero, agarré a Yolette de la mano y la metí en el auto. Miré hacia atrás y vi el lugar envuelto en una luz mortecina, nada que ver con el buen rato que había pasado allí, pero me alegró pensar que lo mejor de la velada lo llevaba sentado junto a mí. Ella continuó mordiendo mi oreja y mi cuello. Yo jamás había hecho una cosa así, pero por alguna extraña razón mi cuerpo me pedía resarcirme después de tantos años, una tiranía a la que no podía resistirme. Y no lo hice, tal vez porque ella lo decidió.
—Llévame a tu casa.
Lo dijo con tal convicción que le lancé mi brazo. Me pareció que su piel se estremeció al tocarla. Conduje con calma y aparqué en el garaje. Cerré el portón y fue ella entonces quien tiró de mí. Subimos a mi habitación y sucedió algo extraño. Una vez allí, no tuve tanto deseo de seguir adelante, como si haber conseguido llevar a la cama a esa chica hubiese sido motivo más que suficiente para sentirme contento. Pero ella no quiso terminar aquella aventura así. Me desnudó sin contemplaciones, en realidad arrancó mi ropa.
Aquello era imparable, ella se echó encima de mí y me besó en la boca. Estaba desnuda, poseída por un deseo que presumí intenso, y si yo no la satisfacía, aquella chica me dejó claro que se tiraría por la ventana.
Nos acariciamos intensamente, y aunque sería absurdo decir que yo estaba tan motivado como ella —aún prendía en mi cerebro el mal trago que había pasado—, decidí entregarme a un placer que no iba a hacerme ningún daño, algo que había deseado cuando era un adolescente, en esos tiempos en los que había naufragado una y otra vez entre tantas haitianas bellas.
Dejé que fuese ella quien llevase el ritmo, le permití todas las licencias que quiso, y solo cuando tímidamente pensé en tomar el pulso a la situación me di cuenta de que un ciclón se había apoderado de mí.
No sabría describir bien lo que ocurrió aquella noche.
Yolette se tendió en la cama y me dedicó una extraña mirada. Por momentos llegué a pensar que no era ella quien me miraba, sino otra persona, poseída por algún fenómeno indescriptible.
Di entonces un salto para desvestirme, y de pie, evité mirarla a los ojos, me detuve a observar su cuerpo. Me pareció una mujer preciosa, su pecho, su vientre y sus brazos me llamaron a gritos. Tomé la determinación de echarme sobre ella, y cuando noté el roce de su piel, ella anudó sus piernas sobre mi espalda y las mantuvo apretadas, muy apretadas, me atrapó sin piedad, y me dijo al oído algo que no entendí, o más bien que no comprendí por el idioma en que lo dijo, pero una vez que había entrado en ella, todo eso me pareció superfluo.
Yolette se comportó a ratos como una gimnasta. Sentí cómo rasgaba mi piel y luego se adosaba a mí. Luego se tornó en una sensual mujer que, tendida, demandaba placer y no paraba de gemir hasta que se lo concedía. Me pareció un ser de humor cambiante, alguien que tomaba lo que quería y solo se calmaba cuando lo obtenía.
Mentiría si dijese que no fue una noche especial para mí, porque en realidad fue mucho más que eso.
Al final, cuando acabamos, me rozó sensualmente, muy despacio, y me convenció de que no hay mejor forma de hechizar a alguien que a través de su piel.